LA CASA DE LA VERGÜENZA La casa de las masacres es un cruce entre la tradición y las tendencias actuales: la vieja tradición norteamericana de convertir en monumentos las casas donde ocurrieron asesinatos brutales o supuestos hechos sobrenaturales, para luego hacer películas sobre aquello; y la tendencia moderna de destripar a fondo el filo inagotable que ofrece el cine de terror, haciendo películas baratas en el peor de los sentidos; es decir: berretas, sin alma, mal actuadas, pésimamente editadas y lo peor de todo, poco interesantes y aburridas. La película de Valenzuela cuenta la historia de dos chicos y una chica con conflictos genéricos y un poco absurdos. Uno de ellos es gay y ama al otro (hétero) en secreto, el otro se quiere ir del pueblo porque huye de un confuso pasado como ladrón de tiendas, y a la chica todos la odian en la escuela porque cogió con uno que la filmó y subió el video a internet (?). Por alguna razón, la misma tarde en la cual están los tres juntos por primera vez, deciden que es una buena idea ir a conocer la casa de la masacre de Villisca, que existe en la vida real y que funciona como una especie de monumento al asesinato de una familia a hachazos (todo lo último es literal). Por supuesto, la casa está embrujada y, desde el más allá, obligará a nuestros protagonistas a enfrentarse y resolver los conflictos internos anteriormente mencionados, si es que quieren salir con vida. El gran problema de La casa de las masacres es que nunca trasciende el molde burocrático en el que fue concebida. Todo es previsible y obvio, no hay una sola idea interesante que aparezca para salvarla del desastre. Incluso es burocrática a la hora de utilizar referencias, por ejemplo cuando uno de los personajes nombra a Poltergeist mencionando aquellos elementos de la película que no tienen nada que ver con la conversación que están teniendo, la intención es nombrar la película de Hooper por pura pose, sin ningún criterio estético. Luego podemos enumerar la serie de elementos que están mal, aunque tampoco nos detendremos demasiado. Lo pésimo de las actuaciones sólo es opacado por lo vergonzoso de los efectos de miedo que apelan al susto fácil y al sonidista, que se compró un octavador de voz y lo usa en todos los personajes malos o poseídos por la maldad. Todas cosas que podríamos obviar si un minuto de esta película fuera entretenido. La casa de las masacres es de esas películas que enojan, sobre todo al espectador asiduo al cine de terror que año tras año ve cómo cada vez más se acumulan producciones de este estilo, y se queda a la espera de algún oasis como el cine de Fede Alvarez por ejemplo. De todas maneras, a pesar de ser horrible, la película de Velenzuela tiene una ventaja, no es Transformers: el último caballero que es la peor del año sin dudas.
OTRO CARGO AL PRONTUARIO DE LEONETTI Además de la secuencia introductoria, 7 deseos tiene una cosa buena: es de esas película que se pueden describir fácilmente con una frase pegadiza de poster callejero. Podría ser: “¡Intrigante cruza de Destino final con La pata de mono de Jacobs!” o “¡Es como Annabelle pero con una caja musical gigante innecesariamente compleja!”. Más allá del chiste malo, se entiende la idea: 7 deseos es de esas películas de terror berretas que no resisten el menor análisis, de esas cuyo berretismo no tiene que ver con la falta de presupuesto, más bien con la falta de ideas, autoconciencia, humanidad, humor, eso que en un exabrupto religioso podríamos llamar alma. No podíamos saberlo de antemano, aunque 7 deseos nos da la pista de por dónde va la mano si nos damos cuenta quién la dirige. John R. Leonetti es uno de esos convictos del cine, un director de fotografía reconocido que, como director, tiene un prontuario más que una filmografía: la intrascendente El efecto mariposa 2, la floja Annabelle, y su obra maestra de la fealdad Mortal Kombat: Aniquilación. En 7 deseos se presenta a Clare (Joey King), que lamentablemente vio cómo su madre se suicidaba cuando era pequeña, así que de adolescente es un poco hipster, un poco freak y una constante receptora de abusos por parte de algunos de sus compañeros. Su padre Jonathan (Ryan Phillippe) es un recolector como esos del estilo del reality de History Channell cuyo negocio es vender basura con sobreprecios, aunque en realidad luce como un mendigo, y por momentos parece una metáfora del lugar que hoy ocupa Phillippe en el entramado social de Hollywood. A todo esto, Jonathan le regala a Claire una caja musical china que encontró, previsiblemente, en el tacho de basura de alguien. El artefacto está maldito y funciona igual que la pata de mono de Jacobs, es decir cumple un deseo que implica una consecuencia nefasta para alguien. En el caso de la película de Leonetti, cuando Clare pide un deseo alguien muere en extrañísimas forzadas circunstancias, como en Destino final. La película tiene un par de falencias fundamentales, en principio repite hasta el hartazgo este mecanismo de deseo-muerte, sin demasiada gracia ni pericia, con lo cual se vuelve previsible y rutinaria. Y luego, todo lo que sucede a estos personajes no nos interesa porque no parecen humanos, no sólo por el tono artificial de las actuaciones, sino porque son agotadoramente lineales, puestos ahí para recibir la muerte o la maldad de turno. Apenas si podemos sentir empatía por Clare en algún momento, sentimiento que desaparece cuando el personaje se despliega del todo, y nos damos cuenta que es insoportable. Clare es como una Carrie a la que uno odia en lugar de sentir compasión. Leonetti suma otro cargo a su sumario de bodrios, aunque no podemos dejar de subrayar el violento final mala leche de 7 deseos, que es el que le suma dos puntos en esta crítica. El primer punto era por presentarse.
CAMBIAR PARA CRECER En 2007 UPA!, de Tamae Garateguy, Santiago Giralt y Camila Toker, fue una pequeña revolución, o al menos cobró relevancia por tener la singularidad de apelar a la comedia y de parodiar a un ambiente solemne con pocas ganas de reírse de sí mismo. Sin embargo, vamos a decir que no recordamos con tanto cariño aquella primera parte como seguramente vamos a recordar esta secuela, que consigue pulir viejos defectos y delinear nuevas cualidades, escapándole a la arbitrariedad que podía insinuar una continuación. El primer gran acierto de la triada de realizadores es cambiar un poco el punto vista: si la primera parte se detenía demasiado en denunciar condiciones de filmación o contenía algún momento explosivo de violencia sin timing, en UPA! 2: El regreso el planteo es casi todo lo contrario. De hecho, la película es una suma de ritmo siempre trepidante y a la vez una escalada de tensión y risa pocas veces logradas en una comedia nacional, a partir de un trabajo que puede parecer caótico, pero es en verdad muy preciso. La anarquía que crea el film está planeada, buscada y ejecutada con suma fluidez. Así, UPA! 2 está construida de tal manera que todo lo que suma funciona por acumulación, como el cameo de Marcelo Panozzo, las participaciones de Nancy Dupláa y Martín Slipak, y las inclusiones de imágenes del Festival de Mar del Plata. Es gratificante poder enumerar una serie de cosas que están bien en una película, pero si reducimos todo a unas pocas palabras, en UPA! 2: El regreso debemos subrayar la absoluta autoconciencia con la que trabajan los realizadores y su capacidad para reinterpretar, ampliar y mejorar la película que pensaron originalmente hace ocho años. Gente que ha entendido que crecer es querer entretener, llevando ese aprendizaje a la práctica de manera totalmente productiva.
VIGILAR, CASTIGAR Y BAJAR LÍNEA Es cierto que el futuro llegó hace rato, vivimos inmersos en una ola de avances tecnológicos difícil de percibir, y está claro que estamos generaciones atrás de lo que las grandes mentes de las corporaciones tecnológicas tienen pensado para venderle a nuestros nietos. Sin embargo, no está claro que necesitemos más denuncias de obviedades como las del anterior párrafo al estilo Black mirror, sobre todo porque, lejos de ser algo nuevo, la sociedad híper-vigilada y deshumanizada es un tema casi tan antiguo como la ciencia ficción, que le preocupaba a Ballard, Bradbury, Orwell y hasta a Foucault. Pero a El círculo de James Ponsoldt no le interesan estas cínicas advertencias, ha llegado a nosotros para darnos su mensaje moral y nada la detendrá. Mae (Emma Watson) es una entusiasta post-millenial que gracias a su amiga Annie (Karen Gillian) consigue un trabajo en El círculo, una empresa de tecnología e información que es algo así como una mezcla entre Facebook, Apple y Google, cuestionada, con razón, por monopolio y violaciones a los derechos de privacidad. Como podemos prever, lo que veremos será lo estimulante que resulta en un principio para Mae trabajar en El círculo, y luego veremos su desencanto. No podemos decir que el prólogo sea auspicioso pero la primera hora de El círculo es amable, está relativamente bien narrada y establece las cuestiones con soltura, aunque también ya deja lo suficientemente claras sus intenciones como para que podamos intuir rápidamente hacia dónde se dirige la cosa. Y ahí llega la segunda hora, la hora del discurso aleccionador que lo invade todo, allí Ponsoldt olvida que lo que filma es entretenimiento de masas y se dedica a una pedagogía de la obviedad. Apoyado en la fotogenia de Watson y en el carisma y credibilidad de Tom Hanks -que aquí interpreta al creador de El círculo- veremos una serie de conferencias cancheras, mezcla de charla TED y presentación de Apple de esas que hacía Steve Jobs, donde se nos presentan productos de la empresa que obviamente atentan contra la privacidad mundial y también, sin ninguna sutileza, se nos deja entrever la malicia detrás de todo ese avance reluciente. Hasta aquí, uno podría pensar que toda la sarasa de El círculo puede ser divertida y hasta aceptable como film menor, pero sus pretensiones hay que sumarle lo vergonzosas de sus manipulaciones de guión sobre todo en los momentos decisivos. La razón por la cual el personaje de Emma Watson se enamora hasta el fetichismo de las posibilidades de la tecnología de El círculo es cuanto menos arbitraria, sin contar que está pesimamente filmada. Luego la escena que representa las consecuencias de un irresponsable uso de las tecnologías de vigilancia es aún peor, porque a la pésima ejecución técnica le suma una absurda reflexión de trazo grueso. Entonces, la segunda hora de El círculo hace todo mal y no nos deja rescatar la amabilidad de la primera hora. Lo último que dice el personaje de Tom Hanks es “we’re fucked”, y la verdad es que tiene razón.
CINE DEL MALO Para que quede claro: Aplicación siniestra forma parte de ese corpus de películas de terror desesperanzadoras, que engrosan los catálogos del género, pero que poco a poco nos van quitando las ganas de vivir. Hablamos de films que nacen en el lugar mágico que antes ocupaban el cine Clase B y más tarde las películas de explotación, es decir, productos nacidos de la idea de ocupar espacio y saturar un mercado, o seguir extrayendo beneficios del filo del momento. Por supuesto la existencia de estos espacios de producción marginal es en general necesario y positivo, allí se han desarrollado grandes autores y productores especializados o no, pero también es el lugar donde aparecen películas que son insultos, gigantescas bolas de aburrimiento que pueden llegar a noquearnos si no estamos atentos, algo así como este film de Abel y Burlee Vang. El mecanismo de Aplicación siniestra es simple y genérico: acumula una cantidad de lugares comunes del género y los mezcla un poco. Empieza con una premisa similar a la de Pesadilla (1984, Wes Craven), acerca de un monstruo que mata adolescentes en alucinaciones o sueños y que habita en el ciberespacio, o al menos domina los fundamentos básicos de programación para Android e IOS, ya que distribuye su maldad a través de una aplicación para celulares. Hasta aquí todo bien (o increíblemente mal depende el punto de vista), el problema es que desde el minuto cero los Vang demuestran no tener pericia para hacer una película: el prólogo por ejemplo, es de una falta de tensión notable, tan flojo que acota las posibilidades de la película inmediatamente, y sabremos desde el principio que Aplicación siniestra es un bodrio irremontable; pero luego aparece la maravillosa puesta en escena para empeorarlo todo, el decorado es una casa bastante grande y difícil de identificar, si los personajes no lo explicitan en alguna línea de diálogo nunca entendemos dónde están, siempre parece ser la misma casa con persianas cerradas y luz blanca con neblina que entra en un ángulo extraño, como si la luna estuviera estacionada en el patio delantero. Además es una película sin gracia o sentido del humor, que a pesar de que se le ven todas las costuras sigue adelante como si nada. No vale la pena detenerse en las pésimas actuaciones, en los personajes unidimensionales con los cuales es imposible sentir empatía, o en el guión con ese subtexto burdo acerca de los peligros de la tecnología en la era moderna, que hace que un capítulo de la sobrevaloradísima serie Black Mirror parezca un texto de Walter Benjamin. Estos son lugares comunes del mal cine que si no son resignificados de alguna manera, son sólo eso, mal cine sin alma, es decir, basura.
DESCONCIERTO GENERAL Colossal, de Nacho Vigalondo es un poco desconcertante: es una película de premisa que no sucumbe del todo a sus autolimitaciones, pero que tampoco logra trascenderlas. Es que el esfuerzo del director por escapar de las convenciones y del ridículo al mismo tiempo resulta en un film que se queda a medias en todo, que no termina de encontrar el tono y que se acomoda sin demasiado convencimiento en la zona gris de la extrañeza. En fin, Colossal es sobre la vida de Gloria (Anne Hathaway) una escritora con problemas con el alcohol, que se separa de su novio de comportamiento pasivo-agresivo Tim (Dan Stevens) y que también pierde su trabajo, con lo cual decide dejar Nueva York para volver a su pueblo natal. Allí, además de reencontrarse con su pasado, descubrirá que tiene una conexión telepática con un monstruo del estilo de Godzilla (Kaiju) que aparece sobre Seúl, y amenaza con destruirla (alguien debería hacer un comentario acerca del racismo de este tipo de monstruos siempre obsesionados con matar orientales). No es un chiste, la película trata exactamente de eso, y no es para sorprenderse demasiado tampoco: a estas alturas sabemos que cualquier idea devenida guión puede llegar a estrenarse, excepto la película sobre el pastel parlanchín que Homero le sugiere a Ron Howard. De todas maneras, como decíamos al principio, el extravagante punto de partida de la película no es su principal problema: lo que vemos a medida que avanzan los minutos es cierto desconcierto, como si Vigalondo nos terminara de juntar orgánicamente la cantidad de elementos de los que dispone, porque, sin dudas, Colossal transita en la frontera de varios géneros, pero le falta un poco de cada uno. Por ejemplo: hay poca cantidad de humor y autoconciencia, el tono paródico nunca se afianza; si aparece de repente un drama indie liviano de la América profunda y un encuentro oscuro con el pasado; y sin darnos cuenta el elemento fantástico cobra inoportuna relevancia y estamos ante una película mitad de monstruos, mitad de superhéroes, con villanos y todo. Es cierto que lo extraño de la película no es un valor negativo en sí mismo; el problema es que esa extrañeza no funciona. Colossal puede llegar a aburrir, y no se vuelve más interesante por su extravagancia. Es notable además lo burda que resulta la construcción de la mayoría de los personajes masculinos: del unidimensional Tim, pasamos al unidimensional cobarde Joel (Austin Stowell), pero quien se lleva el Oscar a personaje absurdo es que interpreta el querido Jason Sudeikis. Un personaje que pasa de ser un simpático bonachón habitante del pasado del personaje de Anne Hathaway con algunas dificultades para controlar sus enojos, a ser un resentido de campeonato, alcohólico, acumulador y celoso golpeador de mujeres más cercano a un personaje de la horrenda Escuadrón Suicida que a un ser humano más o menos verosímil. Todo se resuelve en un brote de locura y celos hacia el final. No podemos acusar Vigalondo de falta de originalidad pero si podemos subrayar cierta falta de pulso de narrativo, sobre todo para que Colossal consiga unidad y fluidez. Porque a su absurda e hiperbólica premisa podemos exigirle verosimilitud y entretenimiento, algo que nunca termina de conseguir.
LAS PREOCUPACIONES DEL SR. RIDLEY En cuestiones de sagas cinematográficas, Alien es de lo más singular, y de alguna manera un precedente del cine episódico y gigantesco de nuestro presente. Es una saga que siempre contó con directores interesantes que imprimieron una mirada diferencial (con más o menos fortuna, es cierto) a cada una de las entregas: David Fincher dirigió Alien 3 (1992); Jean-Pierre Jeunet dirigió Alien: Resurrección (1997) con guión de Joss Whedon; y Ridley Scott, director de la primera mítica entrega Alien: el octavo pasajero (1979), es quien se está encargando de la serie de precuelas, que conforman una saga nueva, un producto prototípico de la industria cinematográfica actual, iniciada con Prometeo (2012) y que continúa con Alien: Covenant. Nuestro sentido de justica nos obliga a subrayar con énfasis que Alien se terminó convirtiendo en una saga gracias al inmenso aporte de James Cameron, quien fue el encargado de la primera secuela, Aliens, el regreso (1986), una película enorme que no sólo sentaba las bases de todo el universo alrededor del monstruo, sino que convertía a Ripley (Sigourney Weaver) en la heroína definitiva. Hay algo que nos queda claro, sobre todo con Prometeo, pero también con Alien: Covenant, Ridley Scott no tiene ganas de hacer películas sobre un monstruo alienígena asesino inexplicablemente violento que va matando a sangre fría a una tripulación desprevenida y poco preparada. Ridley siempre ha sido un tipo solemne preocupado por las grandes preguntas de la humanidad, que ahora tiene un interés particular en la biología. La biología es uno de esos temas que interesan después de cumplir la edad jubilatoria. Entonces en Prometeo, Scott nos dice que, a pesar de cualquier manipulación externa consciente, la vida y su evolución dependen en gran medida del azar; y en Alien: Covenant lo que veremos es que quien alcanza el poder divino de crear y manipular vida probablemente se constituya en un psicópata potencial genocida, como Dios por ejemplo. El problema es qué nos cuenta el director en el medio de estos lugares comunes filosóficos; Alien: Covenant es una reescritura de la primera Alien, donde el trasfondo teórico funciona menos orgánicamente que en Prometeo. Scott se queda a medias en ambos frentes, no logra una actualización de peso su clásico de 1979, y tampoco agregar complejidad a través de su impostación filosófica. De hecho el tramo intermedio de la película dedicado específicamente a “las grandes preguntas de la humanidad” es aburrido y nocivo para todo el conjunto, no sólo porque la acción se detiene demasiado tiempo sino porque todo depende del show de intensidad casi insoportable que brinda Michael Fassbender, que si por él fuera haría de todos los personajes. También es cierto que el director nunca terminó de perder cierto pulso narrativo, vimos en 2015 cómo se despachó con el divertido disparate Misión rescate, y algo de eso hay en Alien: Coventant. Las dos grandes secuencias de ataque de los aliens son impecables. Además, siempre se ha apoyado en buenos elencos y este caso no es la excepción: Katherine Waterston (injustamente comparada con Sigourney Weaver por algunos críticos) funciona como heroína, quizás más que Noomi Rapace en la anterior entrega. Decíamos que Alien existe como saga gracias al aporte de James Cameron pero lo cierto es que el público siempre tuvo interés en volver a ver a los xenomorfos, ninguna de las películas fueron fracasos estrepitosos en la taquilla, lo cual también explica la existencia de engendros como Alien vs. Predador. Valiéndose de esta certeza el viejo Ridley nos cuenta cuáles son sus últimas obsesiones en películas que tienen un poco de Alien como para dejarnos contentos. El resultado es decente y entretenido, pero también intrascendente y olvidable.
PADRE EN CONSTRUCCIÓN La película de Philippe Lioret se desarrolla con claridad y justeza narrativa desde su premisa: Mathieu se entera que su padre biológico, a quien nunca conoció, ha muerto y le ha dejado un paquete/herencia. Por lo cual decide viajar a Montreal al funeral para conocer a sus hermanos, aunque en realidad entendemos que va en búsqueda de la construcción de la figura paterna ausente. O sea, otra historia acerca de la elaboración de una ontología personal que tanto abunda en el drama indie, y en el drama en general. De todas maneras, Lioret no deja que lo convencional del argumento, que puede llegar a ser un poco predecible, degrade su película en un festival de lo correcto y esperable. Valiéndose de un excelente pulso narrativo, capaz de hacer avanzar la trama con ritmo y sutileza; y de unas actuaciones que de sobrias pueden llegar a confundirse con frías, pero que nunca llegan perder la humanidad; el director va dejando entrever en El hijo de Jean un melodrama subterráneo, no oculto pero si disfrazado con elegancia. Las interpretaciones de Pierre Deladonchamps (Mathieu) y Gabriel Arcand (interpreta a Pierre Lesage, el amigo Jean) son fundamentales a la hora de sostener el relato tal como lo quiere mostrar Lioret; no solo porque son los que están más tiempo en pantalla, sino también porque a través de la sobriedad de las interacciones entre estos personajes vamos descubriendo los detalles de la trama que acarrean ideas acerca de los vínculos parentales y de hermanos. En esa línea, lo que se nos dice en El hijo de Jean no difiere demasiado de lo que expresa Nicolas Stoller en su Cigüeñas (2016), por mencionar un ejemplo: la necesidad vital que tenemos todos de tener figuras maternas y paternas, y cómo esa figura puede construirse alrededor de cualquiera, porque definitivamente las paternidades son una construcción o una idea, todos somos hijos y todos somos padres potenciales mas allá de la biología. Es cierto que a medida que nos acercamos al final, El hijo de Jean comienza a acumular, quizás innecesariamente, una serie de situaciones melodramáticas que contrastan un poco con el tono general del film. Además hacen algo de ruido algunas revelaciones finales. Aún así, la solidez de la propuesta de Lioret que se manifiesta desde el principio encauza la película hasta un final interesante a pesar de los exabruptos del melodrama. Hay un par de miradas, mucho queda por decir pero no hace falta, ahí gana la sutileza.
UN ORIGEN MAS Los Power Rangers son un fenómeno extraño y exitoso: existen en su formato occidental desde 1993, y hasta el día a de hoy cuentan con 820 episodios emitidos en 24 temporadas. Como con Los Simpson, la temporada final parece nunca llegar, lo cual es milagroso si pensamos que en esencia son Teletubbies adolescentes karatecas hechos para vender juguetes. Aquí convendría explicar de qué clase de engendro estamos hablando: los Power Rangers están basados en una serie japonesa conocida genéricamente como Super Sentai series, de la cual extrae literalmente todas las escenas de batallas, tanto las de artes marciales como la de los monstruos gigantes, y les inserta las escenas de los protagonistas occidentales en la escuela, o lo que fuera que hicieran cuando no estaban salvando al mundo. Un ejemplo más de la relación forzosa y tensa que existe entre la industria cultural japonesa y la norteamericana, más allá del éxito rotundo de la serie en este caso, que claramente no se explica por su calidad técnica o narrativa. En este contexto esta nueva versión de los Power Rangers dirigida por Dean Israelite es un reboot de la serie original norteamericana de 1993. La intenciones de Israelite son obvias, claras y simples: aggiornar la historia y los personajes al gusto actual centrándose en contar el origen de todo el universo ficticio nuevamente; aprovechar los recursos tecnológicos para dar un salto de calidad en los efectos especiales (algo que siempre fue una vergüenza en la serie aunque también era parte de su encanto); e incluir las nuevas temáticas adolescentes para lograr cierto grado de profundidad en los personajes. Una estrategia interesante para diferenciarse y a la vez relanzar la franquicia cinematográfica, que lamentablemente se queda a medio camino en casi todo. Pero vamos por partes: estamos ante la clásica película contemporánea de origen de superhéroe, en este caso un grupo de parias disfuncionales al estilo de El club de los cinco (John Hughes, 1985) con tendencia a vestirse siempre del mismo color, que se encuentran con la responsabilidad de convertirse en los Power Rangers, esta especie de guerreros espaciales que defienden un cristal gigante con mucho poder de las garras de la malévola Rita Repulsa (sic) -interpretada por Elizabeth Banks-, una ex Power Ranger con delirios de grandeza. Lo cual nos deja la conclusión de que los Rangers son básicamente exagerados guardias de seguridad de una joyería intergaláctica, en fin. Hasta ahí más o menos aceptable, el tema es que en su afán de construir personajes un poco más complejos y de utilizar, como clave de todo, el vínculo que estos construyen, Israelite pierde el rumbo de su película. Demora una hora y media para darnos la llegada definitiva de los héroes, y luego de aburrirnos sin piedad nos da todo lo esperable de un film como este a los tumbos, todo condensado y ya sin gracia. La acción es insuficiente, los efectos especiales no están a la altura de las circunstancias, y ni siquiera el humor y la autoconciencia que llegan al final alcanzan para revivir nuestro interés. Sin ser un desastre absoluto Power Rangers naufraga en sus buenas intenciones y termina siendo una película de origen rutinaria, que existe para establecer cosas y para darnos información que nos servirá para una futura franquicia. En ese sentido es comparable a la primera de Thor que también es pequeña e intrascendente y sólo existió para poner en marcha el Universo Marvel.
UN REFLEJO TRISTE A estas alturas, la originalidad no es algo que vayamos a encontrar con facilidad en el arte narrativo, ya es casi una exclusividad del terreno de la innovación tecnológica. Es fácil intuir que toda la ficción que se escribe o se filma es una reescritura: historias que se reciclan, ideas que se reformulan. Y aun así, cada tanto, aparecen películas medio chantas como Life: vida inteligente que exhiben sus costuras con tal desparpajo y torpeza que dan ganas de revisar los conceptos sobre originalidad y reescritura. No hay dudas, la película de Daniel Espinosa tiene el argumento de Alien, el octavo pasajero (1979), la puesta en escena de Gravedad (2013), sumando algunos homenajes obvios a El enigma de otro mundo (sus dos versiones más famosas). Literalmente, un grupo de cosmonautas de la Estación Espacial Internacional reciben una muestra de un organismo unicelular que proviene de una misión en Marte, y que es la prueba irrefutable de la existencia de vida extraterrestre. Dicho organismo comienza a desarrollarse, y se convierte con mucha rapidez en un monstruo asesino que se esconde en los recovecos de la nave esperando para matar a los tripulantes uno a uno. Si, es Alien. Dicho esto, lo que nos queda es pensar es si así como se presenta Life: vida inteligente, es capaz de funcionar de manera decente. La respuesta inmediata es que sí: hay momentos de genuina tensión, un elenco en general solvente y el aspecto visual es casi irreprochable si no fuera porque el monstruo es demasiado digital y carente de emoción. Además, si hay algo que hace décadas es verosímil en cualquier película de Hollywood es la representación del espacio exterior, con lo cual la película de Espinosa difícilmente podía fallar en ese apartado. Ahora bien, cuando nos ponemos a analizar un poco más en detalle se empiezan a ver las débiles costuras. Life: vida inteligente no termina nunca de asumir el espíritu clase B que insinúa desde el principio. Tenemos una serie de personajes unidimensionales que aparecen para hacer su gracia: la presencia fuerte y fría de Rebecca Ferguson; o el carisma post-Deadpool de Ryan Reynolds; y el indescifrable Jake Gyllenhaal, que aquí está al borde del espanto con un personaje insoportable y una actuación fuera de registro, de cualquier registro. Después está esa molestia visual que es el monstruo, cuyos límites nunca terminan de definirse: la mayor parte del tiempo es una estrella marina mutante que flota por el espacio y es capaz de cualquier cosa, incluso de entender tecnología que le es absolutamente ajena, o de adivinar las intenciones de los tripulantes como si los conociera de toda la vida. Es fácil predecir a los seres humanos, sobre todo cuando antes leímos el guión. Además, una de las lecciones básicas del cine moderno, desde Tiburón (1975) en adelante, es que hay que esconder al monstruo todo lo que se pueda, sobre todo si lo que tenemos para mostrar es basura. Daniel Espinosa no lo entiende así y nos expone a su genérico organismo digital durante todo el metraje. Y no podemos olvidar que, a pesar de tener el argumento calcado de una película como Alien, que es un símbolo generacional además de una obra maestra, Life: vida inteligente no termina de asumirlo con un poco de inteligencia o autoconciencia. Transcurre como si la película de Ridley Soctt no existiera y eso le quita fuerza porque no hay comparación posible: la película de Espinosa es un reflejo lamentable.