NUEVOS Y MEJORES BAJOS INSTINTOS Para entender la maestría y la madurez del director Paul Verhoeven sólo hace falta ver los primeros minutos de Elle: abuso y seducción (el título argentino intenta explicarnos la trama porque parece que el público tiene un IQ bajísimo): un primer plano de un gato que es testigo de un forcejeo y una violación, una pequeña elipsis, y secuencias rápidas de un par de acciones cotidianas y rutinarias que en contexto en el que se desarrollan suman a la sensación de extrañamiento que nos acompañará durante todo el film. Con economía y efectividad, Verhoeven nos presenta a Michele (una actuación antológica de Isabelle Huppert) pieza fundamental de una galería de seres extraños a los que nos enfrentaremos en las siguientes dos horas. La trama gira en torno a la vida de la protagonista, mujer de negocios que dirige una empresa de videojuegos, personaje poderoso, y no sólo porque ocupa un espacio de poder, sino que también porque es capaz de proyectar su sombra e influir fuertemente en la vida de todos la que la rodean: su madre, su padre, su hijo, ex-esposo, sus mejores amigos, sus empleados, y hasta sus vecinos; todos son parte de una gran escena que se retuerce alrededor de los deseos de la protagonista. Luego, poco a poco, se va filtrando su origen trágico, un origen que la pone en el lugar de víctima y que sirve para explicar algunas cosas, pero que también es el motor que la ha convertido en lo que es, una buena representante de la hiperbólica capacidad humana para la dualidad. Se puede pensar que Elle: abuso y seducción es de alguna manera una reescritura de Bajos instintos (1992), estilizada, quizás más compleja y despojada del componente policial. Pero sin dudas Verhoeven vuelve a explorar personajes femeninos fuertes, que utilizan el sexo como parte de sus herramientas de dominación y poder. Claro, en 1992 un personaje como el de Sharon Stone era seductor, atrayente y perfectamente aceptable, no chocaba de ninguna manera a los viejos preconceptos acerca de los roles femeninos de la sociedad. Hoy, 25 años después, la sociedad discute las ideas preestablecidas acerca de lo femenino, y que Verhoeven nos arroje en la cara un personaje como el de Elle puede llegar a ser problemático en ese sentido. Sin embargo, el bueno de Paul es capaz de tomar distancia y mostrarnos a Michele sin emitir juicio de valor, como parte de un entramado ficticio verosímil capaz de contener personajes como ella y otros peores. En su universo no hay lugar para los débiles, y Verhoeven demuestra un cariño particular por esas criaturas, casi no hay crueldad innecesaria en una película repleta de perversiones de toda índole. Elle: abuso y seducción acumula unos cuántos triunfos: tiene climas bien conseguidos, es impredecible, no se deja llevar ni por la corrección política ni por lugares comunes, tiene personajes interesantes bien construidos, e incluso tiene humor, elemento clave que le aporta ritmo e incomodidad a todo el engranaje del extrañamiento que impulsa la película. Por último es notable cómo Verhoeven consigue con Elle actualizar y mejorar Bajos instintos, a puro oficio y solidez.
PEQUEÑOS GRANDES TRIUNFOS Hablar sobre Auschwitz o la Shoah trae implícito el problema acerca de lo que se puede decir al respecto, y cómo se lo debe decir. Y no hablamos de la ociosa especulación acerca de los límites del lenguaje ni demás desviaciones filosóficas; realmente el Holocausto es un tema cuya esencia es difusa y que tiende a escaparse. Tan inabarcable es su maldad que su verdad parece bifurcarse hasta el infinito. Basta con ver la perpleja expresión en la cara de Raul Hilberg, historiador autor de La destrucción de los judíos europeos, mezcla de excitación y angustia profunda mientras le muestra al director Claude Lanzmann a la mitad del metraje de Shoah (1985) los cínicos documentos alemanes probatorios de la solución final. De paso digamos que la película de Lanzmann es probablemente el mejor prisma a través del cual buscar la comprensión del Holocausto, porque el director francés crea el lenguaje de la catástrofe, que se deja intuir en las nueve fascinantes horas que dura su documental. Podemos rastrear algo de Shoah en una película amable y pequeña como Lea y Mira dejan su huella, sobre todo porque se las arregla para salir airosa construyéndose a través del testimonio oral de primera mano, sin recurrir demasiado al archivo, la misma clave que utiliza Lanzmann. Sin embargo, la directora Poli Martínez Kaplun no se detiene a reflexionar acerca de los problemas expresivos de la narración sobre Auschwitz sino que se dedica a ubicar la cámara con prolijidad ante la cara de las dos amigas sobrevivientes, alejada de los virtuosismos pero con la habilidad de captar tanto los momentos justos de ternura y melancolía que expresan las protagonistas como la perplejidad y la crudeza cuando relatan el horror. Lea y Mira repiten una constante de algunos sobrevivientes del holocausto: sienten la necesidad de vivir para dar testimonio, aunque también se encargan en demostrar que la vida continuó a pesar del gigantesco trauma y que han tenido la delicadeza de ser felices. Es cierto que Lea y Mira dejan su huella puede llegar a caer en algún exceso melodramático pero es muy difícil no sentir empatía por estos personajes, por su voluntad de vivir y por encontrar su triunfo particular sobre el mal absoluto en el amor, la amistad y el cariño. Esto que puede sonar abrumadoramente cursi es también una verdad evidente en la película de Martínez Kaplun. Por eso decimos que es un film amable, porque aún nacido con el casi único fin de perpetuar el testimonio de las dos protagonistas, testimonios que se parecen a otros y que con mucha facilidad podían llegar a caer en el algún regodeo innecesario, o en la sentencia fácil, no se deja llevar y ni siquiera estira su duración con repeticiones redundantes de cosas que sabemos desde el principio. Lea y Mira dejan su huella encuentra su propia belleza sin demasiadas pretensiones y expresa un triunfo por sobre el mal que puede parecer pequeño al principio, demasiado particular, pero que se agiganta en apenas 52 minutos.
LO QUE NO LE PERDONAMOS A ROLY SERRANO Sucede que a veces nos encontramos con películas que acumulan elementos que a priori y por separado están bien, pero que sin embargo no terminan de despegar, un poco por su linealidad pero más que nada por su falta de relieve. Algo así es el caso de la película de Cristan Barrozo, Lo que no se perdona. Más allá del filtro indie argentino a través del cual se deja ver, estamos en esencia ante un film de pandilleros, o de gángsters si es que queremos extender un poco el sentido de esa definición. Veremos a Leandro (interpretado con sencillez y efectividad por Alvaro Massafra), un adolescente un tanto disfuncional como cualquier otro que coquetea con ser parte del mundo del crimen, que en el universo de la película está representado por Gustavo el personaje de Roly Serrano, un proxeneta y capo mafia fanático del vino en caja, un estereotipo con todas la de la ley argentina. La cuestión es si Leandro se arrojará definitivamente, o no, al tentador mundo del crimen que le propone Gustavo. Lo interesante es que atrás en Lo que no se perdona hay un realizador con unas cuantas ideas claras, que no hace concesiones a nivel técnico con lo cual la película es de una prolijidad irreprochable. La cámara siempre está donde debe, y Barrozo además demuestra virtuosismo y una vocación fundamental por el plano secuencia siempre que es posible, lo cual se agradece. Los problemas giran alrededor de la presencia de Serrano, no porque su desempeño sea malo, de hecho hace lo que hace siempre, pero la diferencia de tono con el resto de la película, sobre todo con el ascetismo de Massafra, convierte cada una de sus intervenciones en un movimiento de caricatura. Está clara la intencionalidad de estilizar al máximo las nauseabundas cualidades de la personalidad mafiosa del personaje, pero lo cierto es que el resultado queda casi siempre fuera de registro. Es que Lo que no se perdona es un film opresivo y silencioso al cual le introdujeron la intensidad de un personaje televisivo de Polka, como si El bonaerense fuera interpretada por Suar y Cabré. En el resultado final también notamos algo de lo que mencionamos al principio, pasada la primera media hora el film se vuelve un poco previsible, y el argumento queda demasiado flaco. Los personajes se estancan en un mini-limbo del que sólo despiertan para la resolución final donde se volverán a poner en juego la moral de las calles y los códigos del hampa. El giro final no re-significa todo el film, pero nos da una sorpresa amarga y agradable. Y sí, aunque el film de Barrozo no termina de despegar nos da algo de eso que nos gusta reclamar, cine de género entendido y reformulado desde la mirada local, que se diferencia, por ejemplo, de gran parte del cine de género de terror autista y nefasto que aparece de vez en cuando en las salas de nuestro país. Si no me creen vean la horrible 5 A.M. o El muerto cuenta su historia y sabrán de lo que hablo.
SEÑORES DE LAS LLANURAS En un pueblo olvidado del oeste de Texas un par de forajidos roban algunos bancos y se dan a la fuga; por su parte la policía (un par de viejos rangers) comienza a perseguirlos imaginando dónde se puede dar el próximo golpe. La anterior es la sinopsis de Sin nada que perder, pero podría ser el argumento de unas cuantas olvidadas películas de cowboys. Es que el film de David Mackenzie es un western antes que cualquier otra cosa. Ya sabemos, el género del oeste transcurre durante el Siglo XIX, la era que construyó la identidad norteamericana; y se ubica geográficamente en el territorio árido que va, más o menos, desde el centro del país a la costa de California, es decir lugares como Arizona, Texas, o Nuevo México. Allí en Texas, corazón del conservadurismo estadounidense, transcurre la historia de los hermanos ladrones Tanner (Ben Foster) y Toby Howard (Chris Pine) y los viejos policías Marcus Hamilton (el monumental Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil Birmingham). En la construcción de estos cuatro personajes y sus vínculos está un poco la clave del éxito del film de Mackenzie: hay una serie de redenciones, remordimientos e injusticias que ponen en discusión la moral y ética; aquí la justicia la resuelven los hombres ajustando cuentas, y si es necesario a los tiros. Es que al igual que en cualquier western, el Estado nacional junto con sus leyes y normas parece no alcanzar al territorio donde transcurre la ficción. En el Siglo XIX la razón era que el país estaba en plena construcción y normalización; en el Siglo XXI el Estado ha cedido al poder de las corporaciones por lo cual la población está a merced de los bancos y la usura infinita. Mackenzie no sólo se queda en ofrecernos un western actualizado de colores pastel y tono seco, aprovecha una cantidad de recursos de otros géneros que ayudan a que Sin nada que perder nos deje cierta sensación de extrañeza. Porque por momentos el western cede frente al policial, la buddy movie o incluso a la road movie pasando por el drama indie. Podríamos señalar el excesivo subrayado que el director aplica a la realidad social retratada en su película, parece que todos los personajes de reparto estuvieran ahí para decir una línea en contra del sistema bancario, que por otro lado es cierto que es injusto y sádico. De hecho, quizá esa crítica un tanto superficial y políticamente correcta al sistema económico estadounidense sea la razón de que esté nominada al Oscar a mejor película. De todas manera, lo que despeja toda duda acerca del valor de Sin nada que perder es su utilización del humor. Un humor que descoloca, que nos quiere hacer reír cuando no nos predispuso para eso. Un humor efectivo e incorrecto que, por ejemplo, nos obliga a reír de una cantidad de chistes racistas que el personaje de Bridges utiliza para burlarse de su compañero interpretado por Gil Birmingham, y que son fundamentales para entender el vínculo entre ambos, una relación que, de paso, recuerda a la de la pareja protagonista de Más corazón que odio (The searchers, John Ford, 1956) interpretada por John Wayne y Jeffrey Hunter. Sin nada que perder es una película que acumula una cantidad de decisiones arriesgadas de su director que pueden llegar a descolocarnos en un principio, pero también es de esos films que saben sobrevivir al análisis posterior con el cual nos damos cuenta que es muy buena.
EL AMANECER COREANO DE LOS MUERTOS Es conocido el carácter cíclico del cine de terror y sus subgéneros, y también es conocida la lógica de extracción minera que aplican quienes lo producen, extraer hasta agotar los filos temáticos y formales que sean mínimamente exitosos. El ciclo lo completa un público cinéfago demasiado fiel que consume sin parar lo bueno, lo malo y lo feo que le llega. Por lo demás, así como el slasher en los años 80, el boom del terror japonés a fines de los 90 y principio de la década de 2000, y la fiebre de los remakes a mediados de la misma década, estos últimos son los años del cine de zombies. Es cierto que el género lo normalizó George Romero en 1968 con La noche de los muertos vivientes, y que todas las décadas posteriores han vivido su momento Z, sin embargo, en nuestra historiar reciente, el subgénero ha trascendido su público habitual y se ha vuelto mainstream: hay comedias con actores de primera línea como Zombieland, blockbusters protagonizados por superestrellas como Brad Pitt con su Guerra Mundial Z, sagas interminables como Resident Evil, y hasta una de las series más populares como es Walking Dead. Con esto intentamos poner a Invasión zombie en su lugar, y no podemos ser más enfáticos, es la mejor película con zombies desde que Zack Snyder hiciera su accidental gran película El amanecer de los muertos (2004). Es que el film de Sang-ho Yeon tiene la vitalidad que le reclamábamos a las película de zombies desde hace un tiempo, y esto lo logra sin esquivar los lugares comunes del subgénero que sospechábamos estaban inevitablemente agotados, de hecho el argumento es prácticamente el mismo que cualquier película de este tipo: de repente estalla la epidemia de un virus que convierte a la gente en muertos vivientes caníbales lo cual agarra desprevenido al grupo de protagonistas de turno. Invasión zombie incluye el típico melodrama familiar, el típico grupo extraordinario de sobrevivientes, el ineludible cuento moral y también el comentario social, que no sólo es un clásico el cine de muertos vivientes tal y como lo concibió Romero, sino que también parece ser una constante del cine mainstream surcoreano, como pudimos constatar en el festival internacional de Mar del plata en películas como Tunnel (Seong-hun Kim, 2016), en la que un tipo queda atrapado en el derrumbe de un túnel mal construido por el estado, o la animada Seoul station (2016) del propio Yeon, que tiene como protagonistas a unos parias expulsados del sistema y que además funciona como precuela de Invasión zombie. El triunfo de Invasión zombie es que todos los elementos están puestos en favor de lo que se está contando. Yeon no sólo narra con precisión sino que maneja el tiempo, el espacio y la tensión con mucha pericia, al punto de que su película parece más veloz de lo que en realidad es, porque lo cierto es que cada secuencia dura lo que tiene que durar, sin apuros ni exabruptos, puro manejo del ritmo cinematográfico. Es también notable lo bien que esta película amalgama un final oscuro y amargo con cierta autoconciencia caradura y festiva que la lleva a asumirse sin culpas como la película de zombies en un tren. Yeon consigue algo que parecía negado a este tipo de cine, entretener y entusiasmar a la vez.
CINCO CUENTOS FALLIDOS Terror 5 es de esas películas que traen algunas tentaciones para nosotros los críticos: primero la tentación ser indulgentes, porque el arquetipo del argentino sólo cuenta las que gana, y tanto público, realizadores y algunos críticos colegas exigen que tengamos en cuenta, dentro de los criterios de análisis, lo difícil y esforzado que es hacer cine de género en un país como el nuestro; y también la tentación de sacar conclusiones apresuradas acerca del estado de situación del cine de género nacional tomando como punto de partida una o dos películas fallidas. Intentaremos no dejarnos llevar por ninguna de esas tentaciones, al menos no del todo. Es cierto que la película de los hermanos Rostein comparte algunas tendencias con un film de terror reciente como El muerto cuenta su historia (Fabián Forte, 2016). Ninguna de las dos dialoga con el cine de terror contemporáneo, ni tampoco con el del pasado, ni siquiera con las películas malas. Como si el cine de terror argentino debiera nacer por generación espontánea y ser bueno por portación de nacionalidad. Además, ambos films comparten esa puesta en escena grotesca un poco artificial y teatral, que también se traslada al tono de las actuaciones. Esto no significa que todo el cine de género nacional sea así, pero tampoco encontramos ejemplos de grandes películas que marquen el camino diferente en los últimos años, salvo los buenos films de la productora Paura Flics. Aunque lo realmente malo de Terror 5 es cómo falla en casi todas las cuestiones narrativas. Antes que nada nos propone una antología de historias interconectadas al estilo de la sobrevalorada Relatos salvajes (Damián Szifron, 2014). En una misma arbitraria noche se suceden una serie de cinco relatos poco logrados; si le reclamábamos a la película de Szifron algo de rigurosidad en los relatos, en Terror 5 veremos cinco premisas arrojadas a la marchanta y resueltas a los tumbos. Salvo la primera historia que transcurre en una escuela de pesadilla y que a pesar de ser rescatable contiene una sobrecarga de diálogos pomposos bastante importante, el resto tiene un desarrollo cuanto menos cuestionable, sobre todo teniendo en cuenta el errático montaje que termina disolviendo el poco suspenso conseguido, logrando que la película genere menos interés que una biografía de Susana Malcorra. Hay historias que se abandonan y otras que siguen hasta el final sin razón aparente, y todas, absolutamente todas (esto debe ser una especie de record), tienen un final abrupto o que ni siquiera respeta la lógica de ese universo enclenque que nos oponen los Rotstein. La mirada que propone Terror 5 sobre el género es un poco confusa. Por empezar parte siempre desde el cinismo y la subestimación, como si el género terrorífico sólo funcionara desde lo grotesco o desde la pose nihilista. Es una película donde nadie está en peligro porque nadie nos importa, todos son prescindibles, y encima el tono burlón gritón al estilo Esperando la carroza sólo hace que nuestro odio se expanda. Algún día un paper del Conicet hablará sobre el fallido sentido del humor de esta película.
EL DESENCANTO FRANCES Francia vive en un raro estado de ebullición, generalmente oculto bajo la superficie reluciente de la civilización europea, y cuyos síntomas obvios son los atentados que se acumulan desde 2015: Charlie Hebdo, Bataclan, Niza. La cultura mainstream se ha hecho eco de este estado de las cosas, ahí está la novela oportunista de Houellebeq (Sumisión, 2015), la demasiado canchera e interesante Nocturama (Bertrand Bonello, 2016), y hasta los derivados norteamericanos medio chantas como Atentado en París (James Watkins, 2016). Sin embargo, el desencanto, y sobre todo la desconfianza de la clase media burguesa de Francia con respecto a las instituciones ha sido expresada en buena parte por revisiones del pasado como Conexión Marsella (Cédric Jimenez, 2014) remake de la obra maestra de William Friedkin Contacto en Francia (1971) que está basada en hechos reales y que marca la línea por la cual transita también El secreto de Kalinka: el drama policial que sirve para abordar el tema de la justicia como concepto relativo, y la crítica aguda a las instituciones encargadas de administrar esa justicia. El hecho real en cuestión en esta película dirigida por Vincent Garenq es la sospechosa muerte de Kalinka, la hija del protagonista André Bamberski, que ocurre mientras pasaba sus vacaciones en Alemania en la casa de su madre y de su padrastro el doctor Krombach. Bamberski comienza a dudar y a sospechar de Krombach, pero a medida que investiga las extrañas circunstancias de la muerte se encontrará con el obstáculo constante de la corrupción institucional, la ineficiencia y la presión política. Si hay algo que hace bien Garenq al contar este relato, que aunque sea real es bastante genérico, es narrar con precisión y economía. Nada sobra ni falta, todo se cuenta en relación al hecho principal sin monotonía y logrando mantener cierto relieve de humanidad. La obsesión de Bamberski se vuelve la nuestra, y su tenacidad nos puede parecer insoportable aunque sepamos que es necesaria. Un policial que logre la empatía que logra El secreto de Kalinka tiene allanado gran parte del camino para ser considerada una buena película. Es también interesante el abordaje que se hace de las cuestiones como la justicia, y sobre todo la llamada justicia por mano propia. Hablábamos al principio del descreimiento que siente parte de la burguesía francesa con respecto las instituciones, y está claro que la justicia no sólo es relativa al punto de vista, es un instrumento del poder que es injusto por definición. Sin embargo, los jueces, la pantomima del juicio y los abogados tienen un poder simbólico al que Bamberski se aferra con obstinación; para un asesinato la condena es el comienzo del duelo. El otro camino es la negación hiperbólica, lo que en este caso le sucede a la ex mujer del protagonista, Dany la madre de Kalinka. Es curioso también cómo esta historia resignifica en su resolución la idea de justicia por mano propia, ni Bamberski ni la realidad claudican en este caso, y es el otro triunfo de Garenq no dejarse llevar por el deseo de venganza tan fácil de satisfacer en el cine. Porque, por suerte, Bamberski ha decidido no ser Charles Bronson en El vengador anónimo.
MALA DEL PEOR MONTON Lo sabemos, cualquier elemento característico, ya sea formal, temático o argumental, puede ser eje de un subgénero en el redituable universo del cine de terror. Buscando al demonio forma parte de uno de estos subgéneros, uno particularmente repetitivo pero también exitoso, el de las posesiones demoníacas que fue inaugurado, en su forma moderna, por la gigantesca El exorcista (1973, William Friedkin). Dicho esto, sabemos que estamos ante una película donde alguien será poseído y un exorcista intentará disolver dicha posesión. Ahora, lo curioso del argumento de este film en particular es que el protagonista Brandon (interpretado pobremente por Chris Minor) busca ser poseído para probar “científicamente” que dicho fenómeno espiritual existe. Menos curioso es que ya se hizo recientemente un film con la misma premisa, Invocando al demonio (2014, David Jung) que era bastante floja aunque no llega a las cotas de mediocridad de Buscando al demonio. El director Scott B. Hansen se encuentra con algunos problemas fundamentales: tiene poco presupuesto, y carece de imaginación, inventiva y pericia como para subsanarlo, por lo tanto, su película es escuálida, sin relieve y con carencias demasiado evidentes. No nos detendremos demasiado en describir las penosas actuaciones, lo ridículo del guión, o hasta la iluminación poco sutil que parece hecha con una linterna con papel celofán de colores primarios. Para sumar al combo, el director no sabe dosificar los momentos de miedo, y es incapaz de sostener cierto ritmo, es un film que aburre muchísimo al principio, y luego nos aturde con un encadenado de acciones apuradas que intentan darle una conclusión a una trama que hacia el final es incomprensible. No mencionaremos la absoluta falta de timing que Hansen tiene para el humor porque nos parece demasiado. Buscando al demonio es una del montón, del peor montón, una de esas películas que nos habla de cierto estado de las cosas con respecto al cine de terror, ese que quiere maximizar ganancias haciendo más cantidad con menos recursos, y cuyos resultados son peores a la sumas de sus partes.
CAMPAÑA INDEFINIDA Un actor y cantante famoso esencialmente frívolo (Leo J., interpretado por Juan Gil Navarro), se obsesiona profundamente con la idea de que hay una gran conspiración, liderada por la antigua Logia Cisneros, en contra de Argentina a todo nivel; responsable tanto de la muerte de Gardel, como del fracaso en el mundial 2002, y también de la última dictadura militar. Campaña antiargentina es un falso documental, pero también una ficción convencional sobre la vida de Leo J., que incluye escenas de dos producciones que el actor va realizando ante nuestros ojos: un reality sobre su vida y un documental sobre la Logia Cisneros. No es difícil intuir que en los 105 minutos que dura el metraje reina una confusión por momentos insostenible. No es que la película no se entienda, pero el montaje es muy poco riguroso y anti-climático, hay momentos donde las secuencias se estiran sin razón, y otros donde las escenas se amontonan para apurar el paso. Está claro que no es un caos total pero hay falta de pericia, o al menos de justeza, a la hora de editar. El otro pilar de la película de Alejandro Parysow es el humor: estamos ante una película de intenciones cómicas, sin duda, pero esto también es un problema. Por un lado, la actuación de Juan Gil Navarro tiene ese tono de parodia Pol-ka un poco característico, que consiste en reducir una personalidad a tres o cuatro conductas supuestamente graciosas pero cuyo trasfondo es el puro prejuicio. Por el otro lado, está la mirada más aguda y sarcástica como la que puede aportar Pablo Marchetti, el ex editor de Revista Barcelona que aquí es uno de los guionistas, sobre todo en cuestiones políticas e históricas; aunque a medida que avanza el film veremos que la balanza se inclina para el otro lado. El humor en Campaña antiargentina termina siempre siendo burlón pero exculpatorio, nunca va al hueso, apenas nos trata de paranoicos, nunca termina de decirnos que somos una nación cuya característica principal es que no se hace cargo de nada y que apuesta siempre a considerarse maldita. No hay un solo chiste incómodo y eso es una gran deuda para una película que en apariencia promete lo contrario. Es difícil de explicar lo rápido que se diluye el interés sobre lo que se nos está contando en Campaña antiargentina, pero es entendible, las fallas en las formas y las carencias en cuestiones de comedia son un combo infalible para el aburrimiento. Creo que también es justo decir que estamos ante una película que expresa un contexto: Argentina es un país que nunca aprendió a mirarse a sí mismo sin auto-indulgencia.
UNA RONDA DE CUENTOS DE TERROR Ouija: el origen del mal es la precuela de Ouija (Stiles White, 2014) y, digámoslo, es una película que nace con cierta ventaja, porque difícilmente pueda ser peor que su genérica, aburrida y sosa predecesora. De hecho, claramente es mejor, aunque sólo le alcanza para ser satisfactoria. La solución y a la vez el problema del film es su director Mike Flanagan, un resultadista del cine de terror, cuyas películas suelen ser sólidas en algunos aspectos (creación de climas, diseño de ciertos sustos), y un poco planas en otros, como sus guiones demasiado convencionales y esqueléticos, y la construcción un poco tosca y unidimensional de algunos personajes, sobre todo los secundarios. La carrera de Flanagan se acelera luego del éxito de la sobrevaloradísima Ausencia (2011), una película mal actuada y con un argumento ridículo. Luego ha ido mejorando considerablemente en cuestiones de calidad: Oculus (2013) es un ejemplo de película de terror de bajo presupuesto efectiva, y Somnia: antes de despertar (2016) es una grata sorpresa por esa mezcla de fantasía y pesadilla que es su argumento, y por incluir a uno de los mejores niños actores de los últimos tiempos, Jacob Tremblay, el protagonista de La habitación (Lenny Abrahamson, 2015). Lo que queremos decir con esto es que Flanagan llega a Ouija: el origen del mal como un artesano consagrado: su sensibilidad para las secuencias terroríficas se nota desde el primer plano. Lo otro que queremos decir es que Argentina es un país que estrena todo lo que dirige Mike Flanagan y casi nada en lo que participe Will Ferrell. Así estamos. Ouija: el origen del mal nos cuenta la historia de Paulina Zander (en la original es la anciana desequilibrada interpretada por Lin Shaye, la señora mayor que más películas de terror ha hecho), de su madre Alice y de su hermana Doris. Alice es una médium de poco prestigio que, junto con sus hijas, monta un pequeño espectáculo con el cual le hacen creer a la gente que se puede comunicar con los muertos, particularmente con los seres queridos de sus clientes. Alguien les sugiere usar la tabla Ouija (la de Hasbro) como instrumento de canalización, que realmente tiene muy poco de místico ya que se vende en cualquier juguetería. De todas maneras, funciona muy bien, porque Doris Zander queda inmediatamente poseída por un retorcido espíritu polaco llamado Marcus luego de usarla tan sólo una vez. Lo decíamos, lo positivo de Flanagan no son los guiones, más bien son los sustos, y por suerte Ouija: el origen del mal tiene unos cuántos bien diseñados, y a pesar de que la mayoría podían verse en el tráiler, se guarda para la película algunas sorpresas. La fuente del miedo en Ouija: el origen del mal es Doris, interpretada por Lulu Wilson, que logra una actuación bastante perturbadora, incluso con sus limitaciones. El tono artificial de la puesta en escena, otra constante en el cine del director, le viene bien a la película que por momentos se ve y se siente como un cuento terrorífico autoconsciente y efectivo, de esos que se cuentan en las rondas de Halloween que vemos también en las películas estadounidenses. Asustarse de pavadas es para ellos una tradición nacional que se festeja el 31 octubre. Nosotros un día antes festejamos algo parecido: el cumpleaños de Diego Maradona. Es cierto que hacia el final a Ouija: el origen del mal se le nota el apuro y los conflictos que parecen arrojados a la historia sin demasiado asidero, se resuelven arbitrariamente aunque con la dosis necesaria de malicia. Mike Flanagan pone en juego sus cartas de artesano y le sale medianamente bien, sobre todo porque logra algunos climas opresivos impensables para una saga que había empezado con el pie izquierdo. No es su mejor película pero al menos se puede disfrutar un poco.