“To a new world of gods and monsters!” La Novia de Frankenstein Guillermo del Toro supo contar que de chico, no contento con la religión católica, su Santa Trinidad personal estaba conformada por Frankenstein, el Hombre Lobo y el Monstruo de la Laguna Negra. Desde el principio, el director mexicano sintió una empatía por aquellos seres aparentemente surgidos para aterrar (a los que se suman Drácula y la Momia), porque nunca perdió de vista la verdadera esencia que los compone. Detrás de las pieles cosidas, los colmillos, las vendas o las escamas, esas criaturas tienen sentimientos atormentados, incomprendidos. Muchas veces solo matan para sobrevivir. No son santos, pero tampoco la amenaza que nos vende la cultura popular. Son románticos en el sentido más alemán del término. Incluso las novelas o leyendas que les dan origen dan cuenta de la complejidad inherente a cada uno. En la obra de GDT, el monstruo o el fantasma es el Otro, el diferente, el que ya provoca rechazo por su aspecto, como si el exterior horripilante confirmara oscuras intenciones. James Whale fue el pionero cinematográfico en este enfoque, gracias a sus películas de Frankenstein. También allí Whale se encarga de mostrar que en realidad los más monstruosos son los humanos: científicos que pretenden emular a Dios, lugareños que por ignorancia quieren linchar a los engendros. Los únicos capaces de comprender a los monstruos son también Otros: humanos puros como los niños, o como los adultos que quedan fuera del canon de normalidad, según el estatus quo. Whale también podía comprenderlos, al ser homosexual en una época donde confesarlo podía significar desprestigio. Del Toro también los comprende, y lo hace por su origen latino. “Soy mexicano, he sido la otredad toda mi vida”, dijo en una entrevista, muy consciente -y muy orgulloso- de su condición. La Forma del Agua es otro gran ejemplo. Estamos en 1962. Elisa Esposito (Sally Hawkins) es muda y trabaja como empleada de limpieza en un laboratorio de investigación gubernamental en Baltimore, Estados Unidos. Sus únicos amigos son Giles (Richard Jenkins), el vecino artista plástico, y Zelda (Octavia Spencer), una compañera de trabajo. Elisa es soltera, pero eso no parece deprimirla. Todo cambia cuando al laboratorio llegan dos individuos: un anfibio humanoide traído del Amazonas (Doug Jones) y Strickland (Michael Shannon), el despiadado coronel que lo capturó. Entre Elisa y el ser acuático surgirá una conexión que desafía toda clase de tabúes. Del Toro ya había contado historias de amor: Hellboy (Ron Perlman) y Liz Sherman (Selma Blair) en los dos films del (anti)superhéroe Rojo; Raleigh (Charlie Hunnam) y Maco (Rinko Kikuchi) en Titanes del Pacífico, e incluso el acercamiento entre Abe Sapiens y la Princesa Nuala en Hellboy 2: El Ejército Dorado. A su manera, la relación entre Jesús Gris (Federico Luppi) y su nieta en Cronos también ingresa en la categoría de historia de amor. En La Forma del Agua, la relación Elisa-Hombre Anfibio constituye el corazón de la película. De hecho, se trata de una vuelta de tuerca al relato de La Bella y la Bestia: aquí la Bestia es prisionera en el dominio de la Bella, de los humanos, aunque el verdadero giro aparece sobre el final. También podemos encontrar guiños a El Monstruo de la Laguna Negra, a la producción rusa El Hombre Anfibio, al cine de espionaje (son los tiempos de la Guerra Fría y tenemos una carrera espacial de por medio) y hasta a los musicales clásicos de Hollywood. Sin embargo, como en sus creaciones previas, Del Toro no se sostiene con homenajes fáciles sino que usa las referencias para enriquecer su visión. Como los mejores autores, Del Toro sabe darle una identidad propia a cada película, al margen de mantener el sello propio. Una vez más hay un monstruo, que también es una especie de Dios. Hay un personaje que lo entiende, lo protege y se alía en su causa. Hay una némesis, y de carácter fascista, como en El Espinazo del Diablo y El Laberinto del Fauno… pero ahora el tono es el de un cuento de hadas adulto, con sexo incluido. Esta innovación tiene su razón de ser: conocer la vida sexual de los personajes permite indagar en su intimidad de manera más honesta; cada masturbación o copulación permite adentrarse en la psicología y el estado de ánimo. El marco histórico le permite al director hablar de un mundo en proceso de cambio político, social y cultural, en el que las minorías (negros, homosexuales) siguen siendo una mala palabra, pero en donde también comienza a desmoronarse la fachada del american way of life, con la familia tipo (blanca, por supuesto), sus sonrisas, sus televisores y sus autos último modelo. GDT sabe combinar estos elementos de la vida real con su imaginería y su capacidad de hacer verosímiles las situaciones más extravagantes. Este equilibrio se traduce en la estética, donde resulta crucial el danés Dan Laustsen, su director de fotografía fetiche junto a Guillermo Navarro. Sally Hawkins es la Elisa perfecta, una Bella no bella (detalle pensado por el realizador) pero auténtica. Doug Jones interpreta a una nueva criatura de la filmografía de GDT, y su Hombre Anfibio es de las más impactantes, convincentes y conmovedoras junto al Fauno y al Hombre Pálido de El Laberinto… y al Ángel de la Muerte de Hellboy 2. Richard Jenkins, Octavia Spencer y Michael Stuhlbarg son secundarios de la trama principal, pero también protagonistas de sus propias subtramas, lo que les da mayor peso dramático. En cuanto a Michael Shannon, reúne todas las peores características de un mal hombre, aunque Del Toro, como sabe hacer, le otorga una vulnerabilidad que lo aleja del villano de caricatura. En La Forma del Agua, Guillermo del Toro sigue demostrando que es a los monstruos lo que Martin Scorsese a los gangsters: no los inventó, pero se nutrió de los clásicos para darles su propia interpretación, respetando la esencia de lo que los hace únicos. Como los grandes narradores, entiende que la fantasía es un vehículo formidable para hablar de los problemas de todos los días y de todas las épocas.
Las historias sobre pioneros nunca dejan de ser fascinantes e inspiradoras. Tomemos el caso de Phineas Taylor Barnum (mejor conocido como P.T. Barnum), empresario del mundo del espectáculo, animador, visionario, cuando la fusión de esas actividades, allá por el siglo XIX, no era habitual. El Gran Showman (The Greatest Showman, 2017) nos presenta una versión de sus épocas más gloriosas, y en clave de impactante musical. La ópera prima del australiano Michael Gracey (con trayectoria en departamentos de arte y de efectos especiales) muestra a Barnum desde su infancia humilde como hijo de sastre, hasta su etapa como creador de museos y shows con freaks y otros personajes inusuales, que lo convirtieron en una figura exitosa entre las clases populares pero denostada por la alta sociedad. Su obsesión por cautivar a los espectadores más elitistas lo lleva a financiar una gira de la cantante sueca Jenny Lind (Rebecca Ferguson). Pero la ambición y los nuevos desafíos lo llevan a descuidar lo que más ama, empezando por su propia familia. Aunque ya lo había demostrado en teatro y en el film Los Miserables (Les Miserables, 2012), aquí Hugh Jackman tiene la oportunidad de desplegar todo su talento para el baile y el canto. Él es el verdadero gran showman, el alma de una película imperfecta, poco inspirada, que pretende exhibir un corazón más grande del que en realidad tiene, pero que respira y regala optimismo. El resto del elenco, no menos destacable por nombre o por facultades interpretativas, termina quedando a la sombra de Jackman. En especial, Michelle Williams, quien encarna a la esposa de Barnum; una excelente actriz que siempre merece ser mejor aprovechada. Los números musicales representan otro punto alto. Las composiciones de Benj Pasek y Justin Paul -ganadores del Oscar por La La Land (2016)-, entregan canciones fieles a las temáticas del largometraje: los sueños, la inclusión, el triunfo, la familia, el amor. “A Million Dreams”, “This Is Me” y “Come Alive” son dos muy buenos ejemplos. El carisma y la presencia de Hugh Jackman, más un puñado de bellas canciones, hacen que El Gran Showman valga la pena para divertirse y quedar con un sabor dulce en el paladar. Todas las epopeyas de soñadores, aun sin ser geniales, cumplen con su cometido de motivar.
Desde hace décadas, el cine de terror español se mantiene activo gracias a generaciones de cineastas con pasión por los temas más lúgubres y un alcance internacional. De la última camada se destacan una serie de nombres, como Jaume Balagueró y Paco Plaza. Nacido en 1973, Plaza se fue haciendo de una reputación gracias a films como El Segundo Nombre (2002), Romasanta (2004), REC (2007) y su secuela, en codirección con Balagueró, y REC 3: Génesis (2012). La Posesión de Verónica (Verónica, 2017) es una nueva muestra de su talento para el terror, sin descuidar la historia ni los personajes. Estamos en 1991. Verónica (Sandra Escacena), tiene 15 años, está en una etapa clave de su vida, y ya debe hacerse cargo de sus tres hermanos pequeños mientras su madre (Ana Torrent) trabaja en un restaurante. Sin embargo, también tiene tiempo de leer revistas sobre casos paranormales y juntarse con amigas del colegio, con quienes organiza una sesión de espiritismo en el sótano del colegio, al mismo tiempo que surge un eclipse de sol. La intención de la joven es comunicarse con el alma de su padre, pero logra traer consigo a algo diferente, oscuro, maligno. Una fuerza tan poderosa que le queda adosada como una sombra, consumiéndola de a poco mediante alucinaciones y malestares, y afectando a quienes la rodean. La película se inspira en un hecho real ocurrido en el distrito madrileño de Vallecas. Para ser más precisos, es el único caso paranormal registrado por la Policía de España. Lejos de empantanarse en clichés o en citas deliberadas a otros films de ese estilo, Plaza recurre a climas que se van tornando lúgubres, pero siempre anclado en la realidad. Un enfoque parecido al de los films de miedo de los ’70, con El Exorcista (The Exorcist, 1973) como referente ineludible. Al igual que el clásico de William Friedkin, el horror que cae sobre esta joven es una excusa para hablar de temas más profundos y terrenales: adolescencia, madurez, familia, pérdida, dolor, esperanza. Que la banda sonora incluya temas de la banda Héroes del Silencio, en parte por su popularidad en ese momento, en parte porque permite adentrarse más en el mundo de Verónica, además de que le imprime un estilo deliciosamente dark a la historia. La debutante Sandra Escacena le pone el cuerpo a Verónica y sostiene cada una de sus escenas, convirtiéndose en una actriz a seguir. Dentro del elenco también se destaca Ana Torrent; a la otrora niña protagonista de Cría Cuervos (1976) -probablemente una de las mejores actuaciones infantiles de la historia del cine- ahora le toca ser la madre de una joven que también debe enfrentarse a un entorno que no termina de comprender, lo que genera un interesante paralelo con el trabajo de Carlos Saura. La Posesión de Verónica es la prueba de que todavía se puede hacer terror evitando la mayoría de los lugares comunes, representa lo mejor de Paco Plaza y confirma que el cine aterrador de la Península Ibérica conserva las suficientes energías como para seguir sorprendiendo y atemorizando.
El cine coreano es garantía de agradables sorpresas. La audacia y la falta de prejuicios a la hora de combinar géneros y climas dan como resultado películas entretenidas, pero no por eso vacías de contenido. ¿Qué mejor ejemplo reciente que La Villana (Ak-Nyeoaka, 2017)? Durante su intento por masacrar a una banda de criminales, Sook-Hee (Kim Ok-Bin) es capturada por una organización secreta perteneciente al gobierno de Corea del Sur. La idea de sus captores es entrenarla para que sea una eficiente asesina profesional, capaz de asumir otras identidades y cumplir misiones arriesgadas. Superado el duro entrenamiento, y con una hija a la que dio a luz durante esos años, Mujer es liberada para mudarse a un departamento. Ahora usa otro nombre y trabaja como actriz de teatro, pero sabe que debe estar pendiente para asumir los requerimientos que la organización le asigne de un momento a otro. Cómo si su vida ya no fuera lo suficientemente complicada, un asunto del pasado vuelve con fuerza y pondrá en peligro lo que más ama. El comienzo de la película es una declaración de principios: durante un plano secuencia falseado- pero no por eso menos efectivo-, en primera persona cual videojuego, la protagonista se carga a un centenar de criminales usando armas de fuego, espada, lo que sea. Sin duda, uno de los comienzos más frenéticos del cine de los últimos años. Después, más persecuciones, patadas, disparos y explosiones, que Jung Byung-Gil -responsable de Confession of Murder (Nae-ga sal-in-beom-i-da, 2012)- sabe coreografiar como pocos. Pero lejos de quedarse en la pirotecnia visual que enloquecerá a los fanáticos, el director logra balancear la acción con los momentos de drama, romance y algunos pasos de comedia, elementos que ocupan buena parte del segundo acto. Otro hallazgo del cineasta es la capacidad para ir y venir en el tiempo: mediante flashbacks podremos conocer la tormentosa vida de Sook-Hee, la pérdida de su inocencia, su ingreso al mundo criminal y su locura vengativa, lo que permite entender al personaje. Kim Ok-Bin sostiene el film gracias a una actuación que le permite mostrar diferentes facetas: resulta convincente a la hora de apretar el gatillo de una escopeta y en las escenas más intimistas. De esta manera, se inscribe en la tradición de mujeres fuertes de la pantalla grande. Como una relectura asiática de Nikita: La Cara del Peligro (La Femme Nikita, 1990), de Luc Besson, La Villana es un opus demoledor, un nuevo clásico del cine coreano actual, y la prueba de que la espectacularidad y el contenido hermanados siempre dan algo único.
Un tema que mantiene en vilo al mundo, particularmente a Europa, es la inmigración de personas de África y de Medio Oriente. Huyendo de guerras, de hambruna, de muerte, recalan en las grandes ciudades del viejo mundo en busca de un provenir más esperanzador. El cine no es ajeno a esta cuestión. La francesa Amigos Intocables (Intouchables, 2011) es uno de los ejemplos más exitosos. Por esa misma vía que mezcla comedia, ternura y drama transita Bienvenido a Alemania (Willkommen bei den Hartmanns, 2016), que viene de ser un éxito en Alemania. Angelika (Senta Berger), una maestra jubilada, suele donar ropa para los refugiados. Su preocupación por ellos la lleva a tramitar el albergue de Diallo (Eric Kabobgo), un muchacho nigeriano que enseguida se hace querer. De todos modos, esta iniciativa no cae bien por el lado de (Heiner Lautherbach), el marido de Angelika, un médico estructurado y poco tolerante. En cuanto a los hijos del matrimonio, Sofie (Palina Rojinski) enseguida se vuelve amiga, mientras que Philip (Florián David Fitz) vive pendiente de su trabajo como abogado corporativo. Pero, en medio de obstáculos y de gags, cada una de las partes aprenderá a convivir y a entenderse. En su cuarta película, Simon Verhoeven parte de una familia alemana en buena posición para hablar de numerosos temas. El principal tiene que ver con el refugiado: el choque cultural, la tensión inicial, los traumas de su país de origen, la comprensión, la amistad… Pero también hay más cuestiones planteadas en mayor o menor medida, como el desgaste de un matrimonio, la alienación, las presiones familiares (Sofie no logra terminar ninguna carrera universitaria y eso provoca incomodidad hasta consigo misma), la vejez, la juventud, el amor entre personas de diferentes etnias (Sophie y Tarek, colega de Richard que a su vez coordina un grupo de entrenamiento al que pertenece Dallio). Tantas temáticas, más una serie de subtramas (Dallio es vigilado por fuerzas policiales, ya que lo consideran un potencial terrorista), y las secuencias más dramáticas, hacen pensar que hay varias películas dentro de una sola. Sin embargo, Verhoeven logra darle cumplimiento cierre a cada elemento. Los momentos de humor, más el carisma del elenco, también logran sostener el film. Bienvenido a Alemania quiere abarcar demasiado, pero no pierde el norte a la hora de plasmar la situación de los refugiados en Alemania, y lo hace de manera amena, demostrando que el amor y el respeto no conocen fronteras.
Las películas ambientadas en barrios cerrados o countries pueden constituir un subgénero, incluyendo dentro del cine argentino. Aun cuando incursionan en géneros distintos, Cara de Queso (2006) y Las Viudas de los Jueves (2009), por nombrar dos, permiten observar la idiosincrasia de una sociedad, y también las miserias que se ocultan debajo de una superficie de belleza, prestigio y elegancia. Los Decentes (2016), pertenece a la misma categoría, pero también tiene personalidad propia. Belén (Iride Mockert) ingresa a trabajar como empleada domestica, cama adentro, en una residencia del country Palo Verde. Su nueva vida no empieza siendo prometedora: cuando no está limpiando pisos o cargando las valijas de su jefa y de su caprichoso hijo tenista, sale (mejor dicho, aceptar salir) con el guardia de seguridad (Mariano Sayavedra), en veladas por demás aburridas. Pero pronto, en una de las residencias vecinas, descubrirá una comunidad nudista. Allí encontrará aceptación y un clima de serenidad que la hace sentir libre, donde la lectura de textos propios convive con lecciones de sexo tántrico y performance delirantes. Un modo de vida que no es bien visto por la mayoría de los lugareños. Belén será testigo y partícipe del malestar que irá en aumento. Como en Parabellum (2015), su ópera prima, el director Lukas Valenta Rinner presenta a un grupo de personas que funciona de un modo diferente al del resto, pero está dispuesto a lo que sea si se siente amenazado. Una vez más elije un tono cuidado, pulcros, con buena cantidad de planos fijos, pero de fuerte impacto. Los toques de humor a partir de las situaciones absurdas que vive la protagonista esconden una tensión y una oscuridad crecientes. Además, el director contrapone dos mundos (uno, más conservador y represivo, y otro, más abierto y liberado), y de manera cuidada, evitando los lugares comunes y las sobreexplicaciones, presenta un fresco de cada uno. Asimismo, Valenta Rinner arriesga toda la película con el apoteótico final, pero se trata de un riesgo que del que sale victorioso. Luego de numerosos papeles secundarios en cine y televisión, Iride Mockert debuta como protagonista absoluta de un film; le pone el cuerpo (literalmente) a Belén, en una actuación contenida, que transmite mucho con movimientos y palabras justas. La consagración para una intérprete a la que vale la pena sacarle el jugo. Con una pensada puesta en escena y un guión preciso, Los Decentes cautiva a los espectadores, los acaricia, los hace reír, para luego encajarle una patada en las encías.
Cuando El Juego del Miedo (Saw) se estrenó en el Festival de Sundance de 2004, nadie podía imaginar que comenzaba algo grande. Para empezar, costó un millón de dólares y recaudó 20, inauguró el término -y subgénero- Porno Tortura y catapultó la carrera de su director, James Wan. Pero su legado más duradero son las secuelas, que la convirtieron en una saga de terror equiparable a las de Halloween, Martes 13 y Pesadilla en lo Profundo de la Noche. En cada película, John Kramer (Tobin Bell), alias Jigsaw, coordinaba trampas mortales para un determinado grupo de personas con diferentes tormentos y prontuarios, a fin de que aprendan a valorar la vida. El juego del miedo 3D: El capítulo final (Saw 3D, 2010) parecía ser el cierre la franquicia, ya que la fórmula había caído en la repetición. Sin embargo, hoy tenemos Jigsaw: El Juego Continúa (Jigsaw, 2017) La premisa es siempre la misma: varias personas quedan sometidas a pruebas que incluyen cortes, mutilaciones, sufrimiento en general y hasta la muerte. En paralelo se nos muestra la investigación de los detectives de turno, quienes creen haber dado con un imitador de Jigsaw, alguien posiblemente cercano a ellos… Aunque el título y el demorado regreso a las pantallas habían prometido una vuelta de tuerca al concepto original, el mecanismo es el mismo de siempre: individuos de moral cuestionable, gore, muertes elaboradas, gore, intrigas policiales, gore, trampas físicas, gore, trampas narrativas, gore… y el inquietante muñeco que se volvió un ícono del miedo cinematográfico actual. Todo esto, sin la frescura necesaria como para revitalizar esta serie de films. En esta oportunidad, la dirección corre por cuenta de los gemelos australianos Michael y Peter Spierig, dos interesantes nombres del género fantástico y de terror gracias a la epopeya zombie Undead (2003), la distopía con chupasangres Daybreakers: Vampiros del Día (Daybreakers, 2009) y el thriller de ciencia ficción Predestination (2014). Aunque mantienen la temática de los personajes bajo presión en un contexto hostil, Aquí quedan demasiado atados al “modelo Saw”, que incluye guiños a las secuelas anteriores y, como corresponde, los elementos necesarios para hacer más films. Jigsaw: El Juego Continúa podría haber sido la oportunidad para llevar este universo en una dirección menos esquemática y más sorprendente, conservando su esencia, pero se conforma con ser más de lo mismo. Tal vez el momento de innovar llegue en algún momento, para que la saga vuelva a genera interés.
El lado oscuro de la condición humana es un terreno tan prohibido como fascinante. ¿Cómo no pensar que cada uno de nosotros está a pocos milímetros de perder la cabeza y cometer una atrocidad? ¿Es cuestión de tiempo para que la bestia interna se manifieste? Desde ya, un material precioso para el arte, como el cine. Argentina viene de dar ejemplos más que interesantes, empezando por Relatos Salvajes (2014), El Eslabón Podrido (2016) y El Otro Hermano (2017). Corralón (2017) bucea en las mismas aguas pantanosas. Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto) son dos empleados de un corralón del conurbano bonaerense. Siguiendo las directivas de su jefe (Carlos Portaluppi), trasladan material por la zona y también en diferentes ciudades. La relación con sus clientes suele ser amigable. Las cosas cambian cuando les toca tratar con un empresario elegante y adinerado (Joaquín Berthold); tanto él como su bella esposa (Brenda Gandini) no hacen más que manifestar desprecio. No dispuesto a dejarse amilanar, Juan decide mantenerlos cautivos, pero no para pedir un jugoso dinero por el rescate sino con un fin mucho más siniestro. Como en las películas que dirigió anteriormente, Palermo Hollywood (2014) y Caño Dorado (2011), Eduardo Pinto vuelve a presentar personajes que sucumben a una vida criminal, con las terribles consecuencias que eso implica. Aquí comienza como un retrato costumbrista de la vida en unos trabajadores en apariencia comunes, y de a poco se va sumergiendo en un pantano de locura y perturbación, donde cada uno irá perdiendo lo poco que le queda de humanidad. La fotografía en blanco y negro (también cargo del director) y la música de Axel Krygier son cruciales para construir un ambiente pesado, que funciona tanto para un registro de carácter realista (predominan las calles de tierra, las casas humildes) y potencia los aspectos más oscuros de la trama. Luciano Cáceres se roba sus escenas como Juan, un devoto de los perros que cree estar haciendo lo que cree correcto cuando en realidad no hace más que abrir las puertas del infierno. La química entre él y Pablo Pinto (quien aporta algo de humor y conciencia al dúo) es el punto fuerte del film. No menos destacados son las participaciones de Berthold, Gandini y Nai Awada en el rol de una muchacha que tampoco es todo lo que aparenta. Corralón habla de tensión social, habla de intolerancia, pero sobre todo, invita a confrontar con el animal que llevamos en nuestro interior. Un animal imposible de domesticar.
El cine de terror argentino, como el de otras latitudes, puede ser diferenciado en dos vertientes: los delirios salvajes y los thrillers psicológicos. La Señora Haidi (2017) pertenece a este último grupo, aunque no se aleja tanto del otro. Luego de sufrir un accidente en la ruta, dos jóvenes (Guillermo Pfening y María Abadi) acuden a una residencia campestre habitada por la señora Haidi (María Leal), una señora de apariencia tranquila, con conocimientos de enfermería y una devoción por La Biblia. Pese a la amabilidad inicial, un detalle hará que la dueña de casa revele su verdadera (y tenebrosa) personalidad. El mayor atractivo de la película reside en ver a María Leal en un rol diferente a todos los de su carrera: compone a una asesina psicópata que, como es habitual es esta clase de personajes, cree estar haciendo lo correcto. Algunos de sus gestos resultan interesantes, aunque la mayor parte de su caracterización no se aparta de la mayoría de los asesinos de manual. De todos modos, sigue siendo lo mejor del elenco y del film, que podría haber contado con un mejor ritmo y giros argumentales. Sí es para rescatar la manera en que los directores Rafael Menéndez y Daniel Alvaredo le sacan el jugo a una sola locación. Señora Haidi es mucho menos de lo que podría haber sido, pero bien vale como intento de seguir apostando al terror argentino.
Curiosamente, el cine argentino comenzó a poblarse de road movies. Cómo Funcionan Casi Todas las Cosas (2015), Camino a la Paz (2015), No te Olvides de Mí (2016)… Incluso Ataúd Blanco (2015) forma parte del subgénero. Lo que tienen en común estos films es la calidad y el corazón (incluso en el siniestro film de Daniel de la Vega). Lo mismo se aprecia en La Novia del Desierto (2017) Teresa (Paulina García), una ex empleada doméstica, viaja de Buenos Aires a la provincia de San Juan en busca de nuevos horizontes laborales. Poco acostumbrada a los viajes, pronto comienza a sentirse extraña. Las cosas empeoran cuando pierde su bolso, donde lleva documentos y más documentación personal. Acude a El Gringo (Claudio Rissi), responsable de un negocio ambulante en el que recuerda haber dejado el bolso. No está allí, pero el hombre la ayudará a buscarlo. Un recorrido que fortalece la relación entre dos personas que parecen no tener nada en común. En medio de aquel paraje desértico, Teresa encontrará algo todavía más valioso para sí misma. La ópera prima de Cecilia Atán y Valeria Pivato logra, dentro de la road movie, un equilibrio entre un drama y una historia romántica, lejos de las convenciones habituales (para empezar, los protagonistas son cincuentones). El drama es contado mediante flashbacks, casi a la manera de precuela, en donde se muestra la vida anterior de Teresa y su relación con Rodrigo (Martín Slipak), hijo de la familia para la que trabajaba y al que crió como propio. He aquí otro mérito de las directoras: saben dosificar información, con un gran trabajo de elipsis, de modo que el espectador va armando la película como un rompecabezas. Los pilares del film son Paulina García y Claudio Rissi. La actriz chilena interpreta a Teresa con los gestos exactos, como un ser contenido al que de pronto se le abre un nuevo mundo y debe aprender va sobrevivir en él. Rissi compone a un individuo curtido, con calle, con noche, no tan diferente a los que suele encarnar, pero aquí no se explota el aspecto más oscuro y peligroso sino el más dulce y afable. La química entre ambos genera escenas entrañables; la tensión inicial da pie a un vínculo en la que, si bien se oculta más de lo que se dice, irá creciendo con el correr de los kilómetros. Mención especial para Slipak: con muy pocas escenas logra darle carnadura a un personaje crucial en la vida de Teresa. La Novia del Desierto es de una humanidad y una sensibilidad infrecuentes. Es la prueba de que se puede hacer una película tierna y esperanzadora sin subrayar ninguno de esos elementos y sin perder dinamismo en la narración. Además, deja en claro que nunca es tarde para el amor.