El cine fantástico argentino es lo bastante amplio e interesante como para destacar algunas vertientes. Una en particular tiene un enfoque más serio y estilizado, aunque sin hacerle asco a momentos fuertes, siempre creando un núcleo propio. La Sonámbula, de Fernando Spiner, sirve como muy buen ejemplo. Con su particular mezcla de ciencia-ficción, policial y terror, La Parte Ausente también podría ser incluida en este grupo de películas. En una Buenos Aires incierta, nocturna, postapocalíptica, Chockler (Alberto Ajaka), un investigador privado, es contratado por la enigmática Lucrecia (Celeste Cid) para encontrar a Víctor (Guillermo Pfening), un hombre… que es más que sólo un hombre. De hecho, cuando Chockler también comienza a investigar a la mujer, descubre un microcosmos repleto de científicos en busca de la vida eterna, caballos de carrera manipulados genéticamente y asesinatos cometidos por alguna clase de bestia sanguinaria. Galel Maidana debutó con el documental La Asamblea, de 2009, sobre artistas del hospital psiquiátrico Borda. En su paso al largometraje de ficción, vuelve a centrarse en seres fuera de lo común, pero de una manera más radical: aquí algunos ya no entran en la categoría de raza humana y se mueven en un universo alucinante, oscuro y letal, que le debe tanto al film noir como a los comics europeos, con fuertes influencias de Blade Runner y de La Marca de la Pantera (más la versión de Paul Schrader que la original de Jacques Tourneur). Imaginen criaturas de la noche en una novela de Raymond Chandler. Esta impactante estética le debe tanto a la fotografía de Lucio Bonelli como a la dirección artística de Marcelo Pont Vergés y al trabajo sonoro de Jésica Suárez. Complementando las potentes imágenes, encontramos la musicalización a cargo de la banda electrónica Trasvorder. Otro de los aciertos reside en el casting. Alberto Ajaka sigue demostrando que sabe interpretar a sujetos duros e intensos, al igual que Celeste Cid es convincente a la hora de componer a una femme fatale. En sus pocas pero calculadas apariciones, Guillermo Pfening le da encanto al ser monstruoso que compone. También aparecen Luis Ziembrowski y Juliana Gattas, cantante del grupo pop Miranda!, en su debut cinematográfico. Si bien el guión suele ser opacado por el poderío visual (curiosamente, algo similar se le criticó a Blade Runner cuando se estrenó), La Parte Ausente es una propuesta diferente del cine nacional, incluso dentro de la vertiente fantástica y de terror. Tan elegante como siniestra y sensual, nos conduce por un mundo como no hay otro.
Tim Burton es un artista muy particular, con un estilo propio y también, muchas veces, bastante subvalorado, o no valorado y hasta denostado. Por eso no es casual que las dos biopics que dirigió -Ed Wood y la reciente Big Eyes- sean acerca de creadores con esas mismas características. Para acentuar paralelismos, ambos films fueron escritor por Scott Alexander y Larry Karaszewski. Tras separarse de su marido, Margaret Ulbrich (Amy Adams) se muda con su hija a San Francisco. Estamos a fines de los 50, y como en todas las épocas, no es fácil ser madre y único sostén de familia, y menos dedicarse a la pintura en un ambiente artístico también dominado por hombres. Y qué decir si sus pinturas consisten en niños de ojos grandes y tristes que parecen no ser demasiado comerciales. Entonces conoce a Walter Keane (Christoph Waltz), un amateur sin talento para los pinceles pero nacido para el marketing; con sus gestos y palabras puede venderle lo que sea hasta a las piedras. Ambos se enamoran, se casan y se convierten en una sociedad con una metodología discutible: ella pinta sus obras y él las vende…haciéndose pasar por el verdadero autor (cada trabajo lleva la firma Keane, apellido ahora adoptado por Margaret). El éxito no para de agigantarse, lo mismo que el engaño de la pareja. Aunque al principio accede con el fin de lograr una mejor calidad de vida para ella y su hija, Margaret empezará a perder la cabeza y la paciencia, no sólo por la imposibilidad de recibir el crédito por sus obras sino al descubrir más sobre la conducta mitómana y megalómana de Walter. Burton deja un rato los excesos de su sello para centrarse en esta historia sobre los artistas y sus padecimientos. Sin embargo, al igual que en Ed Wood, detrás de lo que parece una simple película biográfica del montón, con una cuidada recreación de época, aún permanece el director de El Joven Manos de Tijera: personajes marginados e incomprendidos, que deben hacerse un lugar en un ambiente que les resulta hostil, pero que a pesar de todo logran imponer su impronta y su visión de la vida. Aquí, este mecanismo de cuento de hadas está remarcado con un trazo más fino que de costumbre, incluso desde el arte y la iluminación (un impecable uso de los colores pasteles, a cargo del director de fotografía Bruno Delbonnel), aunque hay algún que otro toque de delirio marca de la casa, como personajes de ojos saltones cuando se apunta a determinados estados de ánimo de Margaret. Los cambios más significativos en este opus burtoniano es la renovación del elenco, ya que ni Johnny Depp ni Helena Bonham Carter tienen participación. Y los nuevos no lo hacen nada mal. Amy Adams está exacta como Margaret, personaje cuyo talento para la pintura es inversamente proporcional a su suerte en el amor. Pero quien se roba la película es Christoph Waltz. Desde Tarantino que ningún otro cineasta le saca el jugo al actor, quien vuelve a componer a otro individuo histriónico y poco confiable, pero que no llega a generar odio. De hecho, su performance en el tercer acto despierta más gracias y compasión que rabia. Sería muy interesante que Waltz esté nuevamente a las órdenes de Burton, y en los proyectos más estrambóticos. No menos destacable son las breves intervenciones de Danny Huston (el periodista que narra la película) y Jon Polito, aunque Jason Schwartzman y Terence Stamp podrían haber sido mejor aprovechados. En Big Eyes, Tim Burton logra lo mismo que David Lynch con El Hombre Elefante y que Terry Gilliam con Pescador de Ilusiones: mantenerse fiel a uno mismo, ahora a través de una historia aparentemente más convencional; concentrar su desborde imaginativo al servicio de una película que parece una rara avis de su filmografía, pero que conserva el sabor y el nivel de sus films más célebres. Si bien los monstruos y los mundos mágicos ya son un clásico de su repertorio y los volveremos a ver, cada tanto es bueno tenerlo dando vueltas por el mundo real, siempre desde su mirada única.
El caso de la saga de Rápido y Furioso es único, además de un modelo a seguir. Si bien la primera parte ya tenía una buena cantidad de hallazgos (Vin Diesel, para empezar, el alma de la franquicia), los responsables no dejan de superarse película tras película, especialmente desde la cuarta entrega, cuando el pelado de voz gutural volvió luego de dos ausencias, ahora como productor. Los autos, las persecuciones, las mujeres, todo fue maximizado a niveles propios de los films de James Bond, lo que cautivó a los fanáticos. No obstante, la esencia es la de siempre, y no pasa por la espectacularidad sino por la lealtad y el amor. Rápidos y Furiosos 7 no sólo respeta esa premisa: va más lejos aún. Esta vez, Dom Toretto (Diesel) y su familia -amigos, no: familia- comienzan a ser acechados por su pasado más reciente: Deckard Shaw (Jason Statham), un ex militar y ahora prófugo, está determinado a vengarse de quienes tocaron al hermano de Owen (Luke Evans), el villano de Rápidos y Furiosos 6. Una amenaza invisible, letal, con una inteligencia comparable a su destreza física. Pero hay una chance de desprenderse del rol de corderos y convertirse en cazadores: un misterioso agente (Kurt Russell) les ofrecerá asistencia si antes lo ayudan a rescatar a Ramsey (Nathalie Emmanuel), una hacker que tiene acceso a un programa capaz de monitorear cada dispositivo electrónico existente. Una misión que los llevará por nuevos parajes exóticos… y flamantes peligros que deberán sortear. Desde la secuencia de créditos queda claro que se tratará de una historia de revancha, con un oponente a la par de Toretto y los suyos. Como era de esperarse, Jason Statham brilla en cada una de sus apariciones, que incluyen peleas memorables contra Hobbs (Dwayne Johnson) y Dom. Una premisa y un personaje poderosos, que terminan siendo consumidos por la subtrama de espionaje, en la que Djimon Hounsou encarna a un terrorista bastante menos intimidante que el astro de El Transportador. Claro que eso no perjudica ni el ritmo infernal ni las secuencias demoledoras e inspiradas. ¿En qué otra película habrá un auto saltando de un edificio a otro, y en los Emiratos Árabes? Justin Lin, director de las cuatro secuelas anteriores, le cede el mando a James Wan. Si bien el malayo se hizo de un nombre gracias a películas de terror (El Juego del Miedo, El Silencio de la Muerte, La Noche del Demonio y su continuación, y El Conjuro), tiene un antecedente en el rubro acción, lazos filiales y venganza: Sentencia de Muerte, donde Kevin Bacon castigaba a los asesinos de su hijo. Allí también había una escena con un auto, pero el estilo elegido en R y F 7 es más colorido y frenético, a tono con los seis films que le preceden. En Rápidos y Furiosos 7 hay adrenalina, humor, vehículos de ensueño y, sobre todo, emoción: la muerte de Paul Walker durante el rodaje -y en un accidente automovilístico, paradójicamente- tiñe el espíritu de la película. De hecho, el epílogo es una muy bella y emotiva carta de despedida al rubio actor. Por supuesto, la tragedia de Walker no parece detener a una saga que mantiene el pie en el acelerador, por el camino del éxito.
En Argentina no abundan los autores de best sellers (expresión que de por sí suele ser peyorativa, ya que cae sobre autores que venden mucho, aún cuando sus textos son de gran nivel y no recurren a fórmulas). Una de las escritoras más representativas de los últimos años es Claudia Piñeiro. Desde su novela Las Viudas de los Jueves, no deja de cautivar a un gran número de lectores. En sus historias, Piñeiro presenta el costado más putrefacto de las clases más acomodadas (sobre todo, las que habitan en countries), siempre en el marco de tramas policiales. El cine no ignoró demasiado tiempo la repercusión de su trabajo, y ya hubo dos adaptaciones: la película de Las Viudas de los Jueves, dirigida por Marcelo Piñeyro, y Betibú, con Mercedes Morán y Daniel Fanego. Ahora es el turno de Tuya. Inés (Andrea Pietra) descubre que Ernesto (Jorge Marrale), su marido, le es infiel. La prueba, una carta de amor donde sobresale la palabra “Tuya”. Dispuesta a descubrir la verdad, decide seguirlo una noche hasta un parque. Enseguida lo espía discutiendo con Alicia (Ana Celentano), la secretaria. Discusión en la que, accidentalmente, Ernesto provoca la muerte de su amante. Al principio, Inés simula no haber estado nunca allí, pero pronto le revelará a su esposo que sabe lo ocurrido. Sin embargo, lejos de denunciarlo, se dedicará a encubrir mejor el crimen y mantener el status de familia modelo y respetada… que de por sí no lo es tanto, ya que Lali (Malena Sánchez), la hija adolescente del matrimonio, quedó embarazada y no se atreve a contarle la verdad a sus padres. Una maraña de mentiras y ocultamientos bien cuidados, hasta la aparición de Charo (Juana Viale), hermana de Alicia. Aunque en un comienzo parece un drama policial sin demasiados matices, de a poco se revela como una comedia negra y una crítica social marca registrada de Piñeiro, donde preservar la imagen y esconder los problemas parecen ser la norma. Conserva el lenguaje de thriller, pero, al igual que en Las Viudas de los Jueves, nunca se pone en el punto de vista de policías o periodistas sino que se centra en las acciones de esta familia no demasiado ejemplar. El director Edgardo González Amer le imprime ritmo a la historia, pero no logra disimular situaciones forzadas o fuera de tono. Para empezar, la manera en que Lali -el personaje más humano- se las arregla para que no noten su creciente panza resulta poco creíble. Por otra parte, el híbrido noir-sátira queda desprolijo, como si hubiera una indecisión constante entre ambos elementos. Andrea Pietra es quien carga con el mayor peso de la película y apenas sale airosa. Sus frases son de lo mejor del film y parte fundamental de lo que debió haber sido la esencia definitiva del largometraje. Jorge Marrale adiciona a su carrera otro personaje atormentado, con oscuros secretos, lo que siempre suma en el producto donde participe. La ascendente Malena Sánchez podría haber estado mejor aprovechada, lo mismo que Ana Celentano. Juana Viale, sin ser una gran actriz, aporta una presencia intrigante, adecuada para su rol. Con un estilo que pretende acercarse al de los hermanos Coen, Tuya es la menos lograda de las versiones cinematográficas de la obra de Claudia Piñeiro. Así y todo, es indispensable para los fanáticos más acérrimos. Queda esperar que los próximos films sobre material de la autora sean del nivel de Betibú, incluso mejores.
Como sucedió con Alemania, Italia y Dinamarca, Rusia supo ser uno de los países referentes y revolucionarios de la cinematografía mundial. Basta con nombrar a Sergei Eisenstein para llevarnos a una buena cantidad de obras cumbres y de estilos que aún hoy conservan su potencia e influyen en nuevos cineastas. Con el pasar de las décadas, el cine ruso perdió la fuerza de antaño, pero, también como en el caso de alemanes, italianos y daneses, siempre aparece nombres y films que mantienen a aquellas frías tierras en el mapa del séptimo arte. Leviathan es el nuevo exponente, y uno de los más provocadores de los últimos años. En el poblado costero de Pribrezhny, Kolya (Aleksey Serebryakov), un simple mecánico, debe lidiar con el alcalde (Roman Madyanov), quien pretende apoderarse de su propiedad, ya que la reclama como suya propia. Una batalla legal, para la que el protagonista contará con la ayuda de Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), viejo camarada y ahora abogado. Pero la participación de este personaje será parte de una serie de consecuencias aún más terribles. La película fue acusada de “anti-rusa” por el presidente Vladimir Putin, por mostrar conductas decadentes y plasmar un clima pesimista, y hasta se estrenó con censura (además, según leyes de cine de ese país, no se pueden pronunciar malas palabras en las películas). Desde ya, el director Andrey Zvyagintsev no titubea a la hora de mostrar los abusos y la implacable corrupción por parte de las autoridades en general -la iglesia, otro ejemplo, representada por un sacerdote que no invita a la fe- para con los sufridos ciudadanos. De hecho, en una de las escenas más tensas, el alcalde dice que Kolya y los suyos son “insectos”. El realizador tampoco le tiembla el pulso cuando se trata de contar una historia familiar en donde la felicidad se asemeja a la más delirante de las utopías. Estamos ante una mirada oscura, difícil y compleja. Zvyagintsev sabe acompañar a sus ásperos guiones con imágenes de un impactante poderío visual, de manera que logra un complemento perfecto entre forma y contenido. A través de un gélido microcosmos, Leviathan escupe el duro presente de una nación, y lo hace con cine de primer nivel, sin caer en sentimentalismo y a pura honestidad brutal.
A 70 años de su finalización, la Segunda Guerra Mundial nunca deja de ser un tema de gran interés. Abundan las películas que transcurren durante el conflicto, pero muy pocas ponen el foco en los sucesos posteriores y sus consecuencias. Ave Fénix, la nueva obra de Christian Petzold, se impone como una excepción a la regla. Los días de Nelly (Nina Hoss) en un campo de concentración ya son cosa de un pasado que quisiera olvidar, pero que no podrá por un motivo específico: su rostro ha sido desfigurado y apenas puede cubrirse con vendas. Una costosa cirugía le permite tener de nuevo una cara, pero ya no es tan parecida a la de antes. De todas maneras, va en busca de Johnny (Ronald Zehrfeld), su marido. El hombre, que ahora toca el piano en un cabaret llamado Phoenix, no la reconoce. Sin embargo, se encargará de hacerla pasar por su esposa. Pese a los consejos, ella decide seguirle el juego, al principio para ayudarle a cobrar el dinero de una herencia, luego con el fin de averiguar si podría conducirla a una terrible revelación. Una parte del concepto remite a Vértigo, pero desde el punto de vista de la mujer: al igual que en el film de Alfred Hitchcock, la obsesión y el doble están al servicio de una trama que se va poniendo cada vez más retorcida. ¿Podría ser Johnny quien traicionó a Nelly, dejando que los nazis la encerraran en Auschwitz? Petzold mezcla thriller y drama de época para contar que los miedos, la desconfianza y el terror no finalizaron con la muerte de Hitler, que los demonios del Tercer Reich siguieron acosando a los sobrevivientes. La parte dramática se impone por sobre el thriller y el desarrollo termina haciéndose denso, más allá de que el interés nunca decae. Nina Hoss, fetiche del director, es convincente en el rol de Nelly, logrando trasmitir el elevado nivel de complejidad del personaje. El trabajo de Ronald Zehrfeld es más bien correcto, pero la química con Hoss suma a la película. Por su parte, Nina Kunzendorf interpreta a Lene, hermana y amiga de Nelly, no menos perturbada por la guerra. Intimista y enorme al mismo tiempo, debido a su nivel de producción a la hora de reconstruir el período, Ave Fénix es un oscuro y extraño cuento sobre tormentos, desamores y sospechas, que muestra cómo se puede salir de un infierno para adentrarse en otro, más privado pero no menos devastador.
Argentina supo tener un subgénero de películas con fútbol (aunque no “sobre fútbol”). En los ’40, ‘50 y ‘60, films como Pelota de Trapo, de Leopoldo Torre Ríos, y El Crack, dirigido por José Martínez Suárez, atraían tanto a cinéfilos como a futboleros. Una tradición que no prosperó en el transcurso de las décadas, hasta estos últimos años: El Camino de San Diego, Metegol, Papeles en el Viento y ahora El 5 de Talleres recuperan el encanto de esos largometrajes que usan la pelota como excusa para hablar de los que se encargan de patearlas y quienes lo rodean. Patón (Esteban Lamothe) juega como volante central en Talleres de Remedios de Escalada, emblemático equipo del Ascenso. Una expulsión lo deja varios partidos afuera de las canchas. Tiempo sin actividad laboral… y tiempo de tomar decisiones cruciales para su porvenir: decide abandonar la carrera al final del campeonato, retoma las materias faltantes para completar el colegio secundario y busca desarrollar un emprendimiento junto a Ale (Julieta Zylberberg), su esposa. No será sencillo: aunque es un hombre de carácter, como todo volante central rústico, Patón comienza a experimentar ansiedad, miedos e inseguridades. En tanto, no deja de entrenar con sus compañeros ni de brindarle su apoyo a un conjunto que debe luchar partido a partido, como se lucha en la vida. Luego de Gigante, su multipremiada ópera prima, Adrián Biniez presenta una historia acerca de dejar atrás una etapa de la vida para comenzar otra, con los traumas y dudas que eso genera. También presenta un fresco de un matrimonio joven y la madurez de la relación cuando es puesta a prueba. Al mismo tiempo, se adentra en el vestuario de un equipo de fútbol alejado de la gloria y de los millones, donde los futbolistas deben hacer otros trabajos para subsistir. Si bien el tono es de comedia (sobre todo, eventos y personajes que remiten a verdaderas figuras del fútbol argentino moderno), no le escapa a los momentos dramáticos, románticos y hasta picarescos, siempre en función de un retrato realista de la cotidianeidad de los personajes. Esteban Lamothe se pone la 5 del Patón, y no le queda grande la camiseta. Es convincente como futbolista, pero lejos de quedarse en lo que podría haber sido una mera caricatura, le da humanidad y cuerpo a su papel. Por su parte, Julieta Zylberberg le otorga credibilidad a una esposa joven, que ni en los momentos más difíciles deja de acompañar a su marido. La química entre ambos actores es innegable e irresistible, más allá de que sean pareja en la vida real. No menos destacadas son las participaciones de César Bordón como el padre de Ale y un buen número de personajes secundarios que le dan más credibilidad a ese microcosmos que transitan los protagonistas. El 5 de Talleres atraerá por su reflejo del mundo de los futbolistas, pero, principalmente, por su calidad a la hora de contar una historia sobre la lealtad, el crecimiento y el amor.
Los niños huérfanos siempre fueron personajes muy ricos para las historias (ricos en ese sentido, casi nunca desde el punto de vista monetario). Si no, fíjense en la obra del escritor Charles Dickens. El cine dio otra importante cantidad de chicos que, de una manera u otra, deben arreglárselas para sobrevivir en una realidad que muchas veces les da la espalda. El Gurí sigue esa tradición, aunque abandonando la épica dickensiana a favor de un relato intimista. La vida no es amable con Gonzalo (Maximiliano García). Abandonado por su madre y con apenas 10 años, transita las calles del pueblito de Victoria, Entre Ríos. Trata de seguir jugando como el niño que es, pero al mismo tiempo debe cargar con responsabilidades de adulto, que incluyen cuidar a su hermanita bebé y a su abuela. Sus vecinos lo conocen, lo quieren y tratan de ayudarlo. En ese contexto aparece Lorena (Sofía Gala Castiglione), una joven que queda varada en el poblado. Pronto surgirá una relación entre Gonzalo y Sofía, y a través de ella, conoceremos más sobre el pequeño y aquel microcosmos que lo rodea. La cuarta película de Sergio Mazza también es la más autobiográfica, ya que el autor afirma haberse inspirado en dolorosos episodios de su vida familiar, durante su niñez. Es cierto que, como en los dramas que más le hacen honor a ese género cinematográfico, hay pérdida, hay abandono, hay soledad y tristeza. Sin embargo, aún con todos esos elementos servidos en bandeja, evita caer en golpes bajos. Mazza se limita a contar la historia, sin evitar los hechos difíciles, pero sin abusar de ellos. Si bien el relato comienza desde el punto de vista del joven protagonista, la atención se desvía a los personajes secundarios, quienes también cargan con tormentos personales. Allí se produce una desprolijidad en el guión, ya que no termina de explotar ninguna de esas subtramas. La clave para que la película funcione reside en el elenco. Maximiliano García es toda una revelación. Tal vez por su condición de no actor (la película es su debut en la pantalla) y por el trabajo de dirección, consigue un trabajo naturalista, honesto. Un joven secundado por grandes y experimentados actores: Daniel Aráoz como el veterinario; Federico Luppi, interpretando al dueño de la despensa; Castiglione, quien confirma su talento y versatilidad como actriz; Susana Hornos, como la mujer del veterinario y víctima de sus propios fantasmas. Al igual que Gonzalo, El Gurí es pequeña, parece frágil, pero le sobra corazón y se hace querer.
Había una vez un cuento infantil que, desde hace siglos atrás, comenzó a propagarse de manera oral por Europa hasta que, allá por 1697, el escritor francés Charles Perrault decidió escribirlo. Un cuento que impactó en generaciones, especialmente en el estadounidense Walt Disney, quien lo volvió un largometraje animado. Estrenado en 1950, el film catapultó al cuento hacia el Monte Olimpo de la cultura pop, al punto de originar toneladas de más adaptaciones… y para ahora, en el siglo XXI, ser retomado nuevamente por Disney, pero en una versión con actores. Vaya si tiene un largo recorrido, La Cenicienta. La historia sigue siendo la de siempre: tras quedar huérfana, Ella (Lily James) debe ser sirvienta en su propia casa, donde está a merced de su madrastra (Cate Blanchett) y de dos hermanastras no menos desagradables (Holliday Grainger y Sophie McShera), que la rebautizan Cenicienta, debido a las cenizas que ensucian su cara. Todo es martirio y sufrimiento, hasta que llega la oportunidad de asistir a una fiesta de la realeza, organizada con el fin de encontrarle esposa al príncipe (Richard Madden). Pese a las negativas de sus amas, la muchacha consigue asistir al evento gracias a su Hada Madrina (Helena Bonham Carter). Por supuesto, será una velada de breves pero poderosas simpatías, de encantos que culminan a medianoche y de un zapato de cristal perdido. Al igual que con Thor, el plus de la película se debe al trabajo del director Kenneth Branagh. Su especialidad en William Shakespeare vuelve a imponerse una vez más, de manera saludable: la relación entre Cenicienta y el príncipe, dos seres de mundos distintos, remite a Romeo y Julieta; la inclusión de hechizos y enredos, propias de Sueño de una Noche de Verano; y la ambición sin límites, tan características de Richardo III y Macbeth (sin llegar a la violencia, claro). Tampoco se debe olvidar al duque que interpreta Stellan Skarsgård, que no hubiera desentonado en El Rey Lear. Justamente en las escenas vinculadas al monarca y los suyos se puede apreciar que el príncipe está tan ahogado allí como la protagonista, ya que no tiene poder de decisión y su padre (Derek Jacobi) es quien dirige su destino en favor de preservar un reinado ideal. Al mismo tiempo, Branagh no olvida capturar la esencia no sólo del texto de Perrault sino de los clásicos infantiles en general. Lily James cumple como una Cenicienta “valiente y bondadosa”, tal como se lo inculca su madre (Hayley Atwell) al principio de la película, momentos antes de morir, pero ni esta joven actriz de la serie Downton Abbey ni Atwell ni ningún integrante del elenco se luce tanto como Cate Blanchett: cada intervención suya es un oscuro placer, como sólo los mejores villanos pueden provocar en el espectador. La Cenicienta recupera la magia del film original y suma relecturas y modificaciones acordes con los tiempos actuales, como vienen haciendo las recientes versiones de Alicia en el País de las Maravillas, de Tim Burton, y Maléfica, con Angelina Jolie. El éxito de las tres películas le deja el terreno libre a la próxima La Bella y la Bestia, que protagonizará Emma Watson a las órdenes de Bill Condon, y a futuros rescates en clave “carne y hueso” que viene efectuando Disney (si pretenden una remake de El Rey León, deberían llamar nuevamente a Branagh, por su fuerte carácter shakespeareano). Así que tendremos “Había una vez…” para rato.
La carrera de Martín Piroyansky como actor ya es reconocida. Basta con ver sus participaciones en películas como Mi Primera Boda y La Araña Vampiro para percatarse de un talento innato tanto para comedias como haciendo personajes más oscuros. Sus incursiones como director tienen una preocupación por las relaciones amorosas, no exentas de humor. ¿Pruebas? El cortometraje No me Ama y Abril en Nueva York, su ópera prima. Pero en Vóley, su segundo largo, va aún más allá. Seis amigos llegan a una isla del Tigre para pasar Año Nuevo en casa de los abuelos de Nicolás (justamente, Piroyansky), uno de ellos. Las intenciones son claras desde el vamos: sexo, alcohol, drogas, más sexo, histeriqueo, más sexo, música, más droga, mucho más sexo… Un plan (o anti-plan) prometedor, y que arranca muy bien, pero surgirán cuestiones que pondrán a prueba a “Caver Nico”, como lo llaman los demás, y también las verdaderas relaciones entre los integrantes del grupo. Una comedia sobre la actual generación de veinteañeros de Buenos Aires, pero no con el lenguaje del cine independiente, como suele ocurrir seguido para reflejar a la juventud de ahora, sino en una clave cercana a las producciones norteamericanas de las últimas décadas, empezando por la Nueva Comedia Americana: Judd Apatow y, sobre todo, Greg Mottola, con algo de los hermanos Farrelly más inspirados. Pero más que un rejunte de influencias, Piroyansky le imprime a la historia una personalidad propia, y no le tiembla el pulso cuando llega el momento de ponerse un poco más serio. Con una impronta moderna, la película también recupera un subgénero del cine nacional: las comedias picarescas, incluyendo los films de albergues transitorios (muy populares en los 60 y parte de los 70), empezando por la fundacional La Cigarra no es un Bicho, de Daniel Tinayre, donde además se pronunció la primera palabra obscena de las pantallas argentinas. Delante de cámara, el director está acompañado por un elenco joven, que encaja perfectamente en la propuesta: Violeta Urtizberea, Ricardo “Chino” Darín, Vera Spinetta (la más sobresaliente), Inés Efrón y la debutante Justina Bustos. Cada uno tiene una personalidad definida, pero todos gozan de los mismos gustos… y entre sí. Vóley no sólo es muy divertida, desprejuiciada y fresca; también llena un vacío del cine argentino contemporáneo. Y prueba que, con visión y audacia, Martín Piroyansky se está afianzando como realizador.