Ópera prima como director para Adrián Suar, “30 Noches con mi Ex” representa su regreso a un territorio de comedia afín a sus búsquedas genéricas. Veinticinco años ya transcurrieron desde su debut en la gran pantalla, con la exitosa “Comodines” (1997, Jorge Nisco), y su permanencia como figura representativa del cine nacional radica en la gran recepción en taquilla que tuvieran títulos más recientes como “Me Casé con un Boludo” (2015) , “El Fútbol o Yo” (2017), “Corazón Loco” (2020). En su flamante incursión, en doble rol delante y detrás de cámaras, Suar decide apostar a un drama sensible en igual proporción que a situaciones humorísticas. Tonos y registros contrapuestos confluyen con eficiencia intermitente, mientras su personaje protagónico se convierte en el centro de un relato que orbita alrededor de la incómoda tarea que enfrenta. Estrenada en más de trescientas salas de cine a nivel nacional, y contando con la labor de director de fotografía del emblemático Félix Monti, el film está producido por Patagonik. El Chueco, hacedor de sucesos comerciales afines al público masivo y actualmente en cartelera en teatros porteños con “Inmaduros” sabe que depende de con quien compartas tu tiempo, el lapso puede resultar fugaz o tornarse una eternidad. El trailer adelanta gran parte de los gags que luego se desarrollarán a través de los noventa minutos de metraje. Herramientas conocidas y garantizadas, antes aplicadas a las órdenes de cineastas como Marcos Carnevale, Juan Taratuto o Daniel Barone, aunque no exenta de los estereotipos y superficialidades de ambición pochoclera.
Esta película retrata una expedición sueca de los años ‘20 realizada por el coronel Gustav Emil Haeger, a partir de la ruta definida tras los senderos indios del río Pilcomayo. La épica travesía fue filmada en registro mudo por el contingente sueco en Formosa, y el retrato aquí perseguido elige poner en tensión aquel pasado con el momento presente. Se recurre a diarios manuscritos escritos en idioma sueco antiguo, traducidos al español; los cuales se conforman en columna vertebral de la película. Encontrando en la improvisación una gran aliada, el guion de montaje reescribe completamente la película, brindándole vital orientación. El propio recorrido a la hora de investigar y documentar, confronta lo que podían haber sido aquellas inhóspitas geografías. A fin de cuentas, al viaje físico siempre acompaña otro interior. Y es en este viaje en donde uno se interna, dispuesto a perderse de toda lógica impuesta. El cineasta recompone caminos, pisa territorios desconocidos. En algún punto, importa más sortear el trayecto que llegar, y es aquí donde “El Campo Luminoso” se focaliza, en el deber de rehacer en el hoy la etnografía de aquel Chaco formoseño. Tres años de trabajo totalizan una obra hábil en plasmar las contradicciones y complejidades de una intrincada aventura: problemas climáticos y encuentros con animales salvajes ilustran lo dificultoso de aquella lejana gesta del siglo XX. Para el director Cristian Pauls, la idea germinal de un trayecto que vincula y coteja recorridos y tiempos cronológicos, resulta una forma de también mirarse a sí mismo. Un ejercicio de puesta en abismo que ofrece, a la vez, un fascinante estudio de espacios y antropologías, comprendiendo la importancia del pasado y como este opera en el presente. Pauls indaga en tradiciones borradas, se adentra en el misterio de aquellas originarias comunidades en relación. En cada plano, en cada encuadre, en cada silencio, aflora un sentido. ¿Será que filmando su objeto de estudio se filma a sí mismo?
Una mujer de edad madura busca ese “algo” que la haga sentir viva. Así es como encuentra a un joven que se dedica a prestar sus servicios sexuales. La historia que nos cuenta “Buena Suerte, Grande Leo” se desarrolla mayormente dentro del cuarto de un hotel. Una locación reservada para fantasías sexuales prestas a ser consumadas con la luz encendida. Diálogos atractivos capturan nuestro interés, mientras dos actuaciones en potente química alimentan el gusto por el buen cine. Naturaleza voyeur descubrirá la nueva piel; dale a alguien una máscara y te dirá la verdad. Allí está la inmensa Emma Thompson y su contraparte, el novel Daryl McCormack. Asimetrías insalvables los separan, en más de treinta años de edad de diferencia. La perfección de los cuerpos versus lo crepuscular y natural; las agujas del reloj no vencerán al tiempo. Ni es la flor de la edad un lejano y mejor pasado. El reloj apura su marcha, es mejor no sentarse a esperar, sino ir al encuentro de aquello que hace vibrar nuestras estructuras. A medio camino entre la crisis existencial y el descubrimiento personal, Thompson carga sobre sus espaldas un equipaje atiborrado de dudas. Haciendo hincapié en ello, la estructura narrativa del film hace foco en una relación humana que se desarrolla conforme a una aproximación más personal que sexual. El morbo siempre nos llevará a ver que ocurre debajo de las sábanas que comparten el joven y la cincuentona. No obstante, prefiriendo profundidad a mero efectismo, la directora Sophie Hyde explora la vulnerabilidad e inseguridades que esta viuda reciente experimenta. Un mundo nuevo se abre delante suyo y el dionisíaco banquete le ofrece todo aquello que no tuvo durante su matrimonio. Sin embargo, no es “Buena Suerte, Leo Grande” una radiografía social acabada, tampoco prefigura la óptica feminista una intención perseguida; ni es el personaje de Thompson el que lleve las de ganar, mientras intenta tomar las riendas de su propia vida. La sensibilidad del abordaje nos permite apreciar una gama de imperfecciones humanas que emergen a la superficie, propias de los obstáculos a los que se enfrentan las personas. El personaje femenino protagonista se delinea a través de carencias y objetivos muy claros. La noción egoísta del sexo que conoció, abolido el deseo a lo largo de un matrimonio en donde el encuentro se concebía como un mero trámite. Abrevando en dichos matices, “Buena Suerte, Grande Leo” adquiere sustento y personalidad, para entronarse como una disección conmovedora de la condición humana. Existen decisiones conceptuales favorables a abordar: la inexperiencia, la represión sexual, los estigmas sociales y la desconexión de su cuerpo resultan factores preponderantes para la reflexión, sin caer jamás en la caricatura ni pretender idealizar la vida de un trabajador sexual.
Aquí tenemos una película de acción en donde el eternamente joven Brad Pitt no deja de repartir golpes. Pero, ¿a qué costo? A priori, el entretenimiento estaba garantizado en esta adaptación de una novela de Kotaro Isaka, autor japonés de gran éxito. La desilusión es mayúscula. El novel guionista Zak Olkewicz, responsable de la segunda parte de la trilogía “Fear Street” (Netflix) une fuerzas con David Leitch, antiguo coordinación de escenas y stuntman del propio Brad Pitt en “Troya” (2004), “El Club de la Pelea” (1999) y “Sr. y Sra. Smith” (2005). Extrañamente, así suele operar el destino, sus caminos vuelven a cruzarse para el presente proyecto. Autor de la secuela de “DeadPool” (2018), así como de “Atómica” (2019), Leitch atiborra la película de cameos (…desde Sandra Bullock a Bad Bunny, Ryan Reynolds, Michael Shannon o Channing Tatum), imprimiéndole un ritmo vertiginoso y una estética superficial. “Tren Bala” adquiere forma de comedia de acción hiperbólica, pretendiendo toques de humor y diálogos filosos que caen rápidamente en el absurdo absoluto. La lógica y la verosimilitud son dos variables que brillan por su ausencia, a lo largo de una narrativa porosa. En soporíferos ciento veinte minutos, el imperecedero galán -en otro papel a su medida- da vida a un canchero sicario sin suerte y con aspiraciones zen, que debe cumplir una última misión. ¿Les suena familiar? Una estación de Tokyo es el punto de partida y en el interior del tren se esconde un plan más grande (e incongruente) de lo que una premisa tan enredada como secreta sugiere. Aaron Taylor-Johnson otorga peso extra a un elenco desequilibrado pero funcional a esta concatenación de peleas coreografiadas sin mayor desafío que caer en el exceso. Estamos en presencia de una película de montaje más que de una que desarrolle su puesta en escena. El interior del vagón nos asfixia y el descarrilamiento final está filmado con un nivel de descaro que irrita. Puro efecto especial y vacuas líneas argumentales -bajo la recurrencia del flashback que todo lo explicita, ahorrándonos más profundos interrogantes-, en la conformación de un pretencioso relato puzzle que elige la aproximación sarcástica a un mundo descalabrado y ultra violento. Su salvajismo recuerda a Guy Ritchie, pero ni el carisma desbordante de Pitt paga el boleto de viaje. A la hora de subirte, ¿en qué pensabas, Brad?
Liam Neeson lidera el reparto, acompañado de Michael Richardson, conformando así un inédito dúo de padre e hijo, tanto en la vida real como en la película. El actor irlandés interpreta a un artista caótico, bohemio y viudo, quien debe viajar desde Londres a Italia para reparar la casa de la Toscana que habitó con su difunta mujer. Una mansión derruida presta a ser restaurada albergará a personajes secundarios pintorescos, emplazándose en un entorno rural e idílico. El actor James D’Arcy debuta como guionista y director, en este drama de reconciliación en donde el vínculo paterno filial intenta sanar, cambiando el rumbo de su relación. Explorando terrenos dramáticos diametralmente opuestos al cine de acción de consumo masivo que nos acostumbra, poco puede hacer el bueno de Neeson, inmerso en un guión repleto de decisiones torpes y previsibles. Paisajes pictóricos que recuerdan a films como “Una Habitación con Vista” (1986, James Ivory) o “Bajo el Sol de Toscana” (Audrey Wells, 2004) son los que nos sumergen en la flamante “Made in Italy”. La pasión latina de sus habitantes, su vida y costumbres, sazonan la presente propuesta, hecha de encuentros fortuitos. “”Made in Italy” ejemplifica el tipo de cine edulcorado que pretende llegar a nuestro corazón del modo más genuino, pero se queda a mitad de camino. Anodino trazos se disipan en un lienzo vetusto, mientras una ejecución narrativa se atiborra de clichés. Prevemos una herida en la familia que lleva años sin cerrar, así como también la incidencia de personajes protagónicos unidimensionales. Sabor a poco.
Baz Luhrmann, director de y productor oriundo de Oceanía, es uno de los exiguos exponentes contemporáneos del llamado cine de autor. Su estilo de escritura, diseño y composición musical en sus trabajos, lo ha llevado a trascender con grandilocuencia y sumo éxito hacia Hollywood. “Romeo+Julieta” (1996) y “Mouling Rouge” (2001) lo convirtieron en un especialista en el género musical, rubro al que regresa, con su habitual ambición artística, pero desde una perspectiva diametralmente opuesta. Luhrmann se anima a bordar la biopic de una de las más grandes leyendas de la historia del rock and roll: Elvis Presley. En casi dos horas y cuarenta minutos de metraje, el film (selección oficial fuera de concurso del Festival de Cannes 2022) explora la extraña relación que el artista labrara con su mánager Tom ‘Coronel’ Parker (Tom Hanks), cuya ligazón profesional se extendiera por más de veinte años, entre el descubrimiento de Presley y la cima del estrellato alcanzado por este. Visionar la trascendencia de Elvis como un precursor del género nos lleva a situarnos en una época (magnífica reconstrucción mediante) que no parece tan lejana como perteneciente a una era más romántica y menos impersonal. Las formas de consumo han progresado y la propia mutación del paradigma converge en una serie de factores sociales y culturales que, medio siglo después, convirtieron al fenómeno rock en un acontecimiento masivo sin igual. Por aquellos años, ver a Elvis subirse a un escenario constituía una auténtica revelación. Un furor impensado, un fervor incondicional despertado en incrédulas fans, solo comparable al posterior boom Beatle. Cabe mencionar que, tanto el mito como la película dividirá opiniones; en esos extremos también se traza toda leyenda. Examinar su vida y trayectoria es reconocer la valía de un exponente de la música autóctona norteamericana, también los tormentos de un hombre encerrado en sí mismo y en su talento musical, preso de sus propias limitaciones. Allí afuera, la elvismanía se había desatado. Luhrmann intenta captar la energía sexual desbordante en el cantautor, y lo hace sin miramientos. El compás musical se acelera, la platea delira, un primer plano de su pelvis resulta por demás evidente y la trama respira (transpira) los excesos de un tiempo en dónde el rock and roll estaba a punto de superar sus límites musicales para entronarse como una poderosa herramienta social. La imaginería visual de Luhrmann deslumbra como de costumbre. Con gran originalidad y dinamismo, otorga al film una identidad estética que fusiona diversas técnicas, intercalando, a modo de collage, registros de la época o, incluso, recreando la misma con artesanal detalle. Aspecto que podemos evidenciar en tramos que albergan a la efervescente actividad cultural nocturna en Beale Street (Memphis) y de allí al encandilar de las luces que iluminan la majestuosa Las Vegas, la ciudad de las apuestas. Alterando líneas temporales, el film contrapone la revelación que para Elvis representara la música afroamericana, como impostergable camino de descubrimiento y luego inspiración constante, en la guía de sus búsquedas musicales, mixturando el country, el gospel, el R&B y el rock and roll. La ambición del director (en su profundo carácter vanguardista, si revemos parte de su filmografía) no suele conocer de límites. Al respeto, cuestionable resultan ciertas decisiones respecto a la banda sonora que acompaña diversos tramos del film. La inclinación del australiano en incluir géneros e intérpretes musicales (entre ellos, el rapero Eminem) anacrónicos a la época en la que está emplazada la película puede llegar a descolocar a más de uno. No obstante, en la variación se encuentra el gusto, incluyendo tracks interpretados por CeeLo Green («El rey y yo»), Tame Impala («Edge of Reality (Remix)», mash-up con Elvis Presley), Stevie Nicks & Chris Isaak («Cotton Candy Man» ) y otro improbable dueto: Jack White con el mismísimo Presley (“Power of My Love”). Apreciamos en Austin Butler una auténtica transformación en tiempo real. A lo largo del periplo de veinte años que abarca la porción de vida de Elvis que nos es relatada, el colosal talento del novel intérprete nos permite reconocer el fulgurante ascenso y la estrepitosa caída de un pionero musical, víctima de sus frágiles estructuras emocionales. Percibimos a un artista devorado por sus fantasmas, profundamente afectado por la pérdida de su madre, hacia los inicios de su carrera musical y con quien entablaba un estrecho y peculiar vínculo. Butler se deja la piel en cada escena y en su rostro se vislumbra el magnetismo y carisma de un frontman sin igual sobre el escenario, no obstante, debajo de las tablas en Elvis todo era inseguridad y paranoia. Butler salta a la fama encarnando a un incomparable ícono cultural siglo XX; y su actuación es, sencillamente, consagratoria. Podemos intuir, trazando un paralelismo, que similar impacto establecerá paralelismos con las buenas impresiones causadas por actores de la talla de Rami Malek, Taaron Egerton o Jamie Fox, encargados de colocarse en los zapatos de mitos musicales como Freddie Mercury, Elton John o Ray Charles, respectivamente. Cabe aclarar, que “Elvis” no sería la gran película que es sin el vital aporte de Tom Hanks. La actuación del monumental Hanks es, sencillamente, deslumbrante. Debemos esperar para saberlo, pero puede que se envuelva en papel celofán el tercer Premio Oscar en su haber, merced a una camaleónica performance que posee cabal incidencia en la resultante final. Por la singular razón de que Luhrmann decide contar la historia a través de la óptica de Hanks, en el rol del polémico manager. Aspecto no menor. Un ser de luces y sombras, capaz de aconsejar paternalmente a Elvis, tanto como de planear fríamente cada movimiento de la carrera artística de su pupilo, en pos del propio beneficio económico. Hanks, irreconocible mediante una labor de maquillaje asombrosa, oficia de narrador omnisciente, llevando los hilos cronológicos de una vida y obra de consonancias míticas. El actor entrega pasajes de suma sutileza a la hora de delinear la patética silueta de un hombre de negocios de dudoso proceder y dueño de una imagen infundida en misterio e incógnita. En “Elvis” cotejamos el carácter trailblazer de un artista que revolucionó los cánones estéticos y conceptuales de la música de su tiempo. Profundamente influenciado por los sonidos afroamericanos alrededor de los cuales creció y se nutrió musicalmente, pero también atravesado por el fenómeno rock naciente (de la mano de íconos como The Rolling Stones, The Who o The Byrds), en medio de un panorama social de una Estados Unidos que ardía, literalmente, sumida en plena de Guerra de Vietnam y diezmada por el asesinato de líderes civiles y político de la talla de Martin Luther King o Bobby Kenendy. Luchas colectivas en las que un descontento Elvis se involucraba. Un acuerdo millonario con una discográfica de distribución a nivel nacional colocó su obra musical a oídos de una nación entera, dispuesta a entronarlo como auténtico rey del rock and roll. Como anteriormente expuesto, Elvis fue un auténtico parteaguas que introdujo movimientos escénicos y estilos de vestuario inauditos. Representa esa clase de rebeldía capaz de desafiar contratos televisivos, se inclina por la canción de protesta. Pero acaba siendo incomprendido. Explotado físicamente y mentalmente para giras a lo largo y ancho de todo el país. Comienza a depender de sustancias químicas, abusa del alcohol. Su figura prontamente se desdibuja. No ha sido únicamente su desempeño musical el que valide la permanencia de Elvis como una de las estrellas del espectáculo más rutilantes de su tiempo. La carrera de Presley traza fuertes lazos comerciales con el cine: el cantante poseía suficiente calidad actoral como para encaminar una decente carrera delante de las pantallas, no obstante, la elección de roles mediocres en películas meramente pasatistas encasilló su trayectoria demasiado pronto. Gracias a títulos como “Love Me Tender” (1956), “Loving You” (1957), “El Rock de la Cárcel” (1957) y “El Barrio Contra Mí” (1958) logró apoderarse de la cámara, a puro carisma. Más pronto que tarde, acabaría lanzando por la borda aquel anhelo de triunfo. Del joven que soñaba con emular a James Dean nada quedaba en pie. Podía contemplarse la caída libre de aquella estrella que cautivara a Barbra Streisand y que estuviera a punto de hacerse con el recordado papel que finalmente interpretase Kris Kristofferson en “A Star si Born” (1974). Preso de su cuestionable séquito, Elvis enfrentaba un callejón sin salida. Hacia el final de su carrera, de su corazón brota dolor y allí encuentra la alquimia fértil para producir una obra musical que no cesa en superarse. Sin embargo, los demonios internos lo estaban consumiendo. La estrella, hastiada de sí misma, maniatada por las estrictas reglas de mercadeo, se prestaba a la extenuación. Acabaría siendo un esclavo de sus propios sueños, un peón en un tablero dominado por avaros comerciantes con nulos intereses artísticos. Presley, con su interminable residencia en el Hotel Internacional de Las Vegas, se había convertido en una burla de sí mismo. Escuchó vacuos consejos del ascendente movimiento hippie. Se casó con Priscilla y fue padre de Lisa-Marie, para luego perderlas a ambas. Engordó hasta volverse irreconocible. Aburrido de sí, nada más podía entregar a la devota platea por la cuál el dio su vida. Literalmente. Hubo un tiempo en que el mundo ardía por Elvis. Mediante el retrato de su persona que la historia de la música ha tejido para la posteridad y el presente biopic refrenda, se permite admirar el espíritu de una época en la que también se vislumbran personajes provenientes de la comunidad afroamericana, emblemas de su generación, evidente en las mínimas intervenciones para la presente ficción de B.B. King (Kelvin Harrison Jr.) o Little Richard (Alton Mason). Asimismo, la moda instaurada por Elvis se expandiría en otros facsímiles contemporáneos ligados al folk, como Johnny Cash, objeto también de una biopic, en el año 2005, a cargo de James Mangold. La analogía vale por cuenta propia, la gran pantalla adora deslumbrarnos con historias de vertiginoso ascenso y abrupta caída. “Elvis”, de Luhrmann, se presta al homenaje sin caer en lo burdo. Y no hay secretos que en su Memphis natal no sepan: en su cuarto forrado de leopardo dorado, nos dice Andrés Calamaro para el disco «Alta Suciedad» (1997), el Rey del Rock se sienta a paladear su propia grandilocuencia.
Cuarta entrega en solitario del ‘Dios del Trueno’, escrita esta vez por Jason Aaron. Un elenco poblado de estrellas (Chris Hemsworth, Natalie Portman, Christian Bale, Russell Crowe, Tessa Thompson) se une aquí a un director afín a la comedia, Taika Waititi, conocido por el éxito de su subversivo film “Jo Jo Rabbit” (2020). El extraño abordaje emprendido apuesta aquí por una estética colorida, depurando la fórmula cómic de la forma más salvaje un futuro inesperado para una leyenda con nombre propio en el séptimo arte moderno. Con omnipresente música de los imperecederos Guns n’ Roses (<<Sweet Child O’ Mine>>, <<Welcome to the Jungle>>, <<Paradise City>>), el plato parece estar servido para garantizar entretenimiento: se nos presenta una sinfonía visual. Sin embargo, toda espectacularidad que asoma carece de sustento. Pareciera representarse, de manera más abstracta, a un universo Marvel regidor de leyes del cine comercial contemporáneo. No obstante, contaremos más balas gastadas que acertado potencial. El tono caricaturesco, aventurero y ligero se inclina por un estilo de adaptaciones cimentadas que innova en cuestiones de diversidad de género, aunque con poca profundidad por explorar; una superpoblación de subtramas acaban quedando insatisfactoriamente desarrolladas y un viraje hacia instancias serias no inciden en un desarrollo introspectivo favorecedor. El trayecto de «Thor» en la gran pantalla comprende tres películas previas de fantasía, superhéroes y ciencia ficción, pertenecientes al inagotable universo cinematográfico que Marvel ha tramado en paralelo: “Thor” (2011), “Thor: The Dark World” (2013) y “Thor: Ragnarok” (2017), cimentaron un sendero que ha involucrado a directores de gran talla, como Kenneth Branagh (dirigió la primera película), Alan Taylor (se hizo cargo de la segunda) y el citado Waititi (detrás de cámaras en la tercera y cuarta entrega). La trilogía inicial recaudó más de mil millones de dólares, duplicado el presupuesto con el que fuera rodada. Luego de un lustro de silencio, “Thor, Love & Thunder” ofrece el típico show fragmentario y relampagueante que supera las dos horas de metraje en anecdótica narración y rebosantes baldes de pochoclo.
El director tailandés Apichatpong Weerasethakul, auténtico mito contemporáneo para el paladar cinéfilo, nos sorprende gratamente con esta película nominada a la Palma de Cannes. Un tamaño impacto para la cartelera vernácula actual, sabemos que este formidable autor no es, precisamente de la apetencia de un público masivo. En “Memoria” priman las pretensiones artísticas de un autor que estructura su obra en el apartado del arte y ensayo como plataforma a explorar dramas personales y sociales. Aquí, un personaje navega un contexto determinado, la extrañeza se filtra en los intersticios de su propia realidad. Podría tratarse de un espectador pasivo que no se involucra en conflicto alguno. El enigma se enciende ante nuestros ojos, la belleza de “Memoria” nos abruma. Un halo de misterio recubre un viaje emprendido en búsqueda de descifrar un interrogante que no pareciera pertenecer a este mundo. Una estructura semi documental jamás lineal temporalmente prefigura las bases conceptuales de una obra cuya narrativa nos demanda altísima atención. La mirada intima del director, a menudo críptica y sutil, cobra forma simbólica mediante una construcción visual y sonora a través de la cual identificamos un coqueteo entre la fantasía y la realidad. Su carácter pionero es incesante, recurriendo a herramientas estéticas que deslindan al film de toda pertenencia genérica. Técnicamente, es habitual en el cine de Weerasethakul una serie de variables que otorgan identidad: planos sostenidos, ambientes que cobran vida, paisajes evocadores amparados en la maravillosa fotografía de Sayombhu Mukdeeprom, tomas largas y velocidad en extremo reducida. De manera que, podemos claramente apreciar estructuras alejadas del cine comercial. En la orginalísima “Memoria”, el tiempo se detiene, los recuerdos se confunden con sueños ancestrales y la carga dramática se concentra sobre las actuaciones de un elenco liderado por nombres de relevancia internacional como Tilda Swinton y Daniel Giménez Cacho. Fascinado por el entorno colombiano, el realizador de las laureadas “Tropical Malady” y “Cemetery of Splendor” explora territorios más abstractos que bordean fronteras místicas. Reconocibles en el gusto del autor, desde cortometrajes experimentales o instalaciones multimedia emprendidas en estadios más tempranos de su carrera. Aquí, el paisaje rural y urbano existe solo dentro de los límites de la ficción y en la manera que es habitado. Tramando un verosímil fascinante en extensas dos horas de duración, acaso una nueva configuración de la ciencia ficción. Con más de dos décadas de trayectoria a sus espaldas, se valora la ambición de un artista de la imagen dispuesto a indagar en inagotables juegos audiovisuales
¿Puede la izquierda sobrevivir a la crisis partidaria moderna? Este drama francés, plagado de diálogos y guiños hacia la realidad política gala, viene a plantear una suerte de desconexión entre el utopismo de la teoría política y el funcionamiento real y pragmático del gobierno. Profundamente influenciado por Eric Rohmer, en la forma en que filosofa sobre aquello que el argumento revela, “Alicia y el Alcalde” auto percibe de tal forma su concepción inteligente sobre el asunto que explora, que acaba cerrándose sobre su micro mundo y resulta un tanto incomprensible para quienes no vivimos insertos en dicha dinámica e idiosincrasia social. Fabrice Luchini es un político en decadencia que critica el malestar de la izquierda. Actual alcalde del pueblo, otrora batallador ideológico, ha dejado de pensar ‘hace ya veinte años’. Sus convicciones hoy lucen flácidas. Allí está su contraparte, Anais Demoustier, escribiendo a diestra y siniestra memorandos llenos de ideas y esperanzas en reverdecer intelectual La segunda película de Nicolas Pariser opone tradicionalismos y modernismos en boga, resultando un intento necesario de abordar los problemas de la izquierda moderna: un agotamiento conceptual frente al capitalismo del siglo XXI en constante mutación.
Emerge la fundamental figura de Emilio García Wehbi, un artista interdisciplinario experto en el cruce de lenguajes escénicos. Director teatral de referencia, performer de culto, brillante artista visual. Inquieto ser creativo, escritor y docente. Emblema del teatro experimental nacional, que fundara, hacia 1989, El Periférico de Objetos. Su prolífica obra incluye óperas e intervenciones urbanas. Ha llevado su talento a diversos festivales alrededor del mundo. “La Herida y el Cuchillo” se inspira en su figura, concibiéndose como un documental de imprescindible visionado. Su director es Miguel Zeballos, fundador y editor de “Indie Hoy Libros”; también conocedor del género de no ficción, el que abordara anteriormente en “Un Continente Incendiándose” (2011). La película registra, desde 2014 y a lo largo de cinco años, más de diez de los espectáculos llevados a cabo por García Wehbi. Abordando el proceso creativo del artista, consuma un emocionante ensayo sobre el cuerpo artístico en incesante acción. Imbrica escenas de ficción como si de un diálogo poético se tratara. A lo largo de poco más de una hora de metraje, rescata la esencia de un artista de naturaleza independiente desde la mirada cinematográfica que simula una puesta en abismo. Finalmente, esta gema documental mixturada rinde tributo a un especialista del cruce de lenguajes escénicos comportándose de idéntica forma. No existe mejor manera de homenajear su legado.