Encargado de revivir a la franquicia de horror “Hellraiser” en el futuro inmediato, el director David Bruckner sorprende gratamente con su más reciente exploración del horror psicológico. “La Casa Oscura” se inmiscuye en la vida de una joven atravesando una fase de duelo. Y lo hace desde la más escalofriante perspectiva. Este drama de terror sobrenatural, producido por David S. Goyer (“Da Vinci Demons”), nos sorprende por su elaborado trabajo de cámara. Estéticamente elegante, se percibe como una reflexión posible acerca de la vida después de la muerte. ¿O acaso no es que una integra a la otra? Plano y contraplano de un plato fuerte para el susto fácil. Con sutileza y parsimonia, nos adentra en un entorno pesadillesco, mientras siembra indicios de lo que podría haber más allá de la mera realidad. ¿Qué hay detrás de la ilusión sino un miedo intransferible? La ambigüedad onírica toma por completo el verosímil del presente relato. En absoluto predecible, nos llevará por senderos que conciben a la muerte como metáfora. Los laberintos mentales y maniobras inconscientes de su protagonista, son ahora los nuestros, intentado dilucidar el misterio. ¿Hacia donde confluye, realmente? La sorpresa que, como valor intrínseco posee lo inexplicable, prefiere evitar todo tipo de solución racional. En el personaje interpretado por Rebecca Hall vivenciamos el disparador de una locura introspectiva e intentamos empatizar con su aterrador descubrimiento. Las convenciones genéricas de una casa embrujada suelen dar cobijo a toda una serie de lugares comunes que, afortunadamente, Bruckner decide evitar. No estamos frente a un espécimen de terror habitual. La manifestación sobrenatural oculta oscuros secretos de un detallado misterio. La reinterpretación del elemento arquitectónico puede facilitar ciertas conjeturas.
Confirmándose como uno de los narradores cinematográficos contemporáneos más atractivos y originales, Christian Petzold nos deleita con su más reciente creación: “Undine”, presentada en último Festival de Berlín. En su mundo audiovisual parecieran tensarse las fuerzas realistas y oníricas, hasta adquirir vida propia bajo un concepto que reformula las mitologías de la que bebe su inspiración. De manera que “Undine” puede verse como una fábula, por medio de la cual Petzold utiliza el medio para trasponer dispositivos literarios. Allí, en ese espacio sagrado, comprende y vislumbra la esencia del cine, de su cine. El autor admira la tradición del séptimo arte alemán, anclado en una mirada mitológica ejercida por el expresionismo de la primera era, a través de icónicos films mudos de W.F. Murnau y Fritz Lang. Thomas Mann hablaba del ‘stimmung’, o el espíritu de una era que interpretaba, mediante el artificio artístico, determinadas coordenadas históricas, sociales y culturales. “Undinde” representa una fundación conceptual como declaración de intenciones. Petzold visualiza un objeto de deseo y encumbra al mito femenino de la ninfa. En sus influencias sobrevuelan la sirena de Truffaut y también el fetiche obsesivo de Hitchcock. El responsable de la trilogía “Barbara”, “Phoenix” y “Transit” no podría aplicar mejor a aquella selecta etiqueta que atravesó la cinefilia dorada a las puertas de la Nouvelle Vague. Autor, con todas las letras. La base argumental de esta historia moderniza la simbología presente en la novela corta del ‘erzählung’ escrito por Friedrich de la Motte Fouqué, revalorizando el sentido de una adaptación fílmica. La perspectiva y el punto de vista particular del autor son vitales aquí. Vuelta a los orígenes del cine que no independiza su función del vehículo literario, aunque escandalice el epíteto de arte sucedáneo a las teorías menos conservadoras, la transposición respeta el espíritu de la obra original. El director recurre a la misma dupla actoral de su anterior largometraje; quizás sendos personajes interpretados arrastren presencias fantasmales de un pasado hecho de trazos de ficción. En “Undine”, rodada en menos de un mes, el relato oral conserva cierta permanencia romanticista. Petzold no descuida la mirada histórica sobre Berlín ni soberbio tratamiento estético al amplio sentido metafórico en el que abreva el menú. Hay vida subacuática en el río cruzado por Heráclito. Hay un cauce seco donde florecerán nuevas ideas. El agua funciona como elemento disparador, y resulta una llave de acceso a la propia cosmogonía del autor, de cara a una próxima trilogía. Interesante resulta pensar en seriales conceptuales y patrones de correlación para prolongar una mirada conceptual. Sobre todo en tiempo de nimios productos seriados y franquicias concebidas para superhéroes de cartón.
La materia prima de la que está hecha el cine es la misma que moldea nuestros sueños. Vaya mecanismo extraño la memoria, intrincados procesos selectivos y mayor misterio por descubrir, menos que certeza resuelta. Momentos, instantes, que a veces eligen permanecer. Rastros, sedimentos o fragmentos que conforman nuestra geografía interior. A veces un espejo roto de lo que alguna vez fue un corazón. Oportunidades perdidas, trenes que partieron a destiempo, andenes que permanecieron en silencio, expectantes. Amores que dejamos pasar, deseos que perviven, fantasías que soltamos, palabras que dijimos…besos inolvidables, caricias que no dimos, adioses antes de tiempo. Melodías cuyo eco aún resuena en las teclas de un piano que nos resulta, por algún motivo, familiar. No menos reconocible es la silueta de ese auto blanco que dobló delante, como una ráfaga rumbo a la meta. Para nuestra sorpresa, se mantiene intacta esa habitación de hotel número 26 que cobijara al furtivo encuentro. Pudiendo ser, eligieron no estar. Algún día todos seremos fantasmas errantes… Los protagonistas de esta historia de amor hecha de imposibles están allí para contar su propia aventura. La vida es un sueño y los sueños, sueños son firmaba el escritor español. El cine no hace más que imitar a la vida. Imitar o habitarla. Copiarla, transformarla, tergiversarla. Porqué no conquistarla con desparpajo. Fue amor a primera vista. Tan mágico como un sueño, tan incierto como un recuerdo. “Los Años Más Bellos de Una Vida” es una experiencia conmovedora, poderosa y tan grande como la vida misma. Es el testamento artístico de Claude Lelouch. Es metaficción y referencia. Es intertexto y homenaje. Quien lea estas líneas reflejará el sentido. Más vale ciento volando y que el destino haga su parte. Porque el tiempo es circular, sueño dentro de sueño. Se proyecta en palpitante fotograma a 24×7, que es arte en su máxima expresión. El film es una reflexión sobre la condición humana y es la maravilla hecha film, dispuesta a trazar un arco cronológico de cincuenta y cinco años. Es un rompecabezas de sensaciones donde todas sus piezas encajan con sensible precisión. Primero, una historia acerca de la película original: todo comenzó en París. Una ciudad que el director conoce como la palma de su mano y le pertenecía. Allí nació, hace exactamente ochenta y cuatro años. Allí descubrió al cine, su primer gran amor, en tiempos donde proliferaba la intelectual y arriesgada Nouvelle Vague. Aunque Lelouch jamás se considerara parte de dicha camada. Su primer gran éxito tras las cámaras lo consiguió con “Un hombre y una mujer”, modélico film ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y el Óscar a la mejor película extranjera, en 1967. Este experimentado fotógrafo de publicidad devenido en realizador convirtió a su obra maestra cinematográfica en un sensible retrato que se erigiría como un referente para la generación que crecía apreciando el cine de autor proveniente de la industria gala. De aquel iniciático largometraje, recordamos los antológicos protagónicos de Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée, tanto como la maravillosa partitura musical correspondiente a Francis Lai. Ejerciendo una mirada retrospectiva, el realizador homenajea a su más célebre instante artístico. Convertida en pieza de culto, vería estrenar una secuela, con dos décadas de paréntesis: “Un hombre y una mujer: 20 años más tarde” (1986). La flamante “Los Años más Bellos de Una Vida” coloca el punto final a esta historia de amor ficcionado sostenido en el tiempo, que es también una nostálgica carta de amor al cine; también una necesidad del autor por regresar a su universo creativo en búsqueda de finales inquietudes y probables respuestas. Como los encantadores Robert Redford y Jane Fonda, desde “Descalzos en el Parque” (1967) hasta “Nosotros en la Noche” (2018). Como en la inolvidable trilogía del “Amanecer/Atardecer/Anochecer” de Richard Linklater. Aquí, los nonagenarios intérpretes se enfrentan a la finitud terrenal del vínculo. El amor entre Jean Louis y Anne traza una parábola cinéfila. Sabemos que contemplar esa pantalla en una sala a oscuras encenderá nuestros sentidos toda la vida. Sabremos reconocer esa mirada que se maravilla con la nuestra. La memoria emotiva recordará ese gesto tan singular que por vez primera nos cautivó. “Los Años Más Bellos de Una Vida” comienza con una cita a Víctor Hugo que dice que la frase que da título al film es, en realidad, la cantidad de años que aún no vivimos. Lelouch mira esperanzador hacia el futuro, pero en realidad está reconstruyendo la historia de su pasado. Con encomiable acierto, cruza líneas temporales. Dedos invisibles van tensando las cuerdas emotivas de esta duradera pasión. Las curvas se toman a alta velocidad. Las emociones no se sienten a medias. Tramando un providencial guiño cinéfilo, el realizador incluye metraje de la inolvidable “Un Hombre y una Mujer”. Como cajas chinas, una narrativa contiene a otra. Lelouch, consagrado prestidigitador y sensible artista, abre varias líneas posibles. Parte de la realidad, parte de los sueños. Semilla fértil para la creación onírica. Ya no importa distinguir que fue sueño y que ocurrió en verdad. ¿Qué alimenta nuestros deseos? Soñemos despiertos, no hay límite para la ilusión. El cine consuma su acto de gracia: el plan de fuga es mental. Invade la pantalla la más pura nostalgia; una banda sonora plena de melancolía, la ternura en la mirada de aquellos amantes, las armas humeantes de los otrora jóvenes despabilados en tiempos de Nouvelle Vague. De un lado, las frases pícaras que suelta Jean Louis, antes de recitar de memoria a Verlaine. Del otro, la pose seductora de Anne y sus anhelos de artífice de un cine intelectual hundido por el gusto comercial. Delicia total. Reflexiva, la película inserta líneas de diálogo que son un prodigio poético. Se sabe profunda y existencial sin ser gratuitamente lacrimógena. No hay crepúsculo que no espere un nuevo amanecer. Es una extraña pintura otoñal de hojas verdes, como las que el cristal del CV2 refleja sobre el rostro de un pensante Jean Louis. La mirada proferida no da ni un golpe bajo. Se conserva fresca de espíritu, como sus dos protagonistas. O como el film estrenado hace más de medio siglo, ganador del Premio Oscar a la mejor producción extranjera. Lelouch lleva a cabo un manifiesto acerca de los lazos amorosos. Y mientras los antiguos amantes reviven todo aquel fulgor, sus respectivos hijos prueban el más dulce sentido de esta pócima mágica. Un inmenso mar los contempla. La playa es una postal de colores pasteles que pareciera la misma que los viera corretear de pequeños. Las imágenes hablan por sí solas. Lelouch hace de su cada escena un lienzo de emociones y de su cámara un pincel que traza el contorno de un fragmentario mapa humano. El aspecto fotogénico nos regala un interminable cielo en un atardecer anaranjado. Las nubes completan el paisaje y el cineasta coloca la cámara a ras del piso. Ya lo había hecho cuarenta años antes. La historia toma un giro brutal: ¿Recuerdan el cortometraje a pura adrenalina, titulado “C’était un rendez-vous”, y editado en 1976? Un entusiasta Claude Lelouch recorría, a toda velocidad, las calles de París, montando su cámara en la trompa de una motocicleta. Un arrojo creativo brutal cuya inserción en esta película eleva a la enésima potencia el caudal emotivo de la misma. Amante de la velocidad, Tringtinant se convierte en su alter ego en pantalla y la cita duplicada se triplica: el actor fue sobrino del ex piloto de Fórmula 1 Maurice Tringtinant (compitió en numerosas escuderías, entre 1950 y 1964, ganando dos carreras). La realidad ya perdió la cuenta acerca de cuantas veces cayó víctima del encanto, envuelta en las redes de la ficción. Compramos la mentira piadosa porque el cine es pura ilusión. Compartimos la pasión, de ese sagrado fuego nos hacemos. Allí está Jean Louis Tringtinant, actor que debutara en la gran pantalla junto a Brigitte Bardot, en “Y Dios Creo a la Mujer” (1956). Casi medio siglo de distancia separa sus premiaciones cúlmines: se consagró en Cannes por el drama político “Z” (1969) y en Berlín por la conmovedora “Amor” (2013). Dueño de una vida de película, sirvió en la Guerra de Argel. Allí está Anouk Aimeé, hija de la actriz Geneviève Sorya y considerada una de las presencias más sexys de la historia del cine. Esta candidata al Oscar por el excepcional film de Lelouch, fue compañera sentimental de Albert Finney y Marcello Mastroianni. Él tiene 90 años, y exhibe cada arruga de su intensa vida. Ella tiene 88 y es un milagro de la naturaleza. La belleza palpitante en ambos se manifiesta en cada plano. Lelouch los retrata con tanta calidez que nos hace un nudo en la garganta. Y ellos hacen lo que mejor saben, consumando la quimera de toda fantasía cinéfila. Partidos en dos por el rayo verde que los atravesó, a mitad de camino entre lo real y lo ficticio. Puede que todas las historias de amor que el cine contara después de esta emblemática película, estrenada hacia 1966, le deban consecuente inspiración. Puede que todas las líneas escritas sobre su legado no alcancen para comprender la auténtica magnitud de su estreno, en medio del panorama cinematográfico mundial actual. Puede que no descifremos el total sentido. Pura metáfora para paladares exquisitos y sensibles. ¿Qué será del destino de estos amantes fuera de todo tiempo y espacio? Nada que nos preocupe más que la realidad que aguarda afuera de la sala. Suele pasarnos a quienes soñamos demasiado. Despiertos, tan a menudo…cumpliendo la promesa de regresar justo a tiempo. Como esas cosas que duran para siempre.
Doce años pasaron de “Taken”, aquel film que nos presentara al mundo a un nuevo héroe de acción: Liam Neeson. ¿Bendición disfrazada de maldición? Veamos…Poco más de una década después, aquí tenemos al bueno de Neeson, encabezando el reparto de la enésima película de acción genérica. Su filmografía se ha saturado de modelos intercambiables que se replican por generación espontánea. Quizás deberíamos clonar a Neeson y no a los mediocres productos de los que ha formado parte. Va en gustos. “The Honest Thief” encuentra una traducción poco agradable que vuelve todavía más literal a la propuesta. Policías corruptos, antihéroes de buen corazón, mujeres en peligro y traiciones que justifican el precio de todo giro argumental, abundan por doquier a lo largo del metraje. Todo parece milimétricamente planeado. Como las intenciones de este ladrón de bancos reformado una vez que Cupido clavó la flecha en su corazón. Lo endeble y lo inverosímil gana por completo la partida. El afán de entretenimiento sucumbe ante las pruebas remitidas, aunque Neeson aporte su habitual carisma. En “Venganza Implacable” todo se precipita demasiado pronto, todo se anticipa a kilómetros de distancia. Las capacidades de un ex Marine, quien utilizará lo aprendido en la fuerza para salvar su moral y a los suyos, nos convencerá (a la fuerza) de que Mark Williams, director de “Hombre de Familia”, agotó su inventiva antes de tiempo. Liam no se ve muy convencido de convertirse en el sustituto reencarnado del menguante Bruce Willis. Veterano intérprete, sabe muy bien el producto que se trae entre manos desde la primera lectura de guion: diálogos ‘one liners’ totalmente planos y telegrafiados suelen siempre presagiar lo peor. Fast forward a créditos finales.
Una serie de eventos desafortunados, un film que no debió haber sido. La literalidad absoluta para reflexionar acerca de esas cosas vitales que se aprenden con la experiencia, cuando la sabiduría adquirida al final del camino no garantiza hacer las paces con el propio pasado. La previsibilidad total para abordar cuestiones que reflejan valores ‘importantes’ para nuestra sociedad. Y la pretensión de hacerlo sin la solemnidad que la mirada retrospectiva dicta. Y todo aquello orquestado con el más tibio interés. Todo sea porque un mediocre guión llegue a su punto final. Clint Eastwood no escribe esta película, pero la dirige y la produce. Su narrativa consolidada, fuerte como una espuela de hierro, han sido su as bajo la manga a lo largo de una prolífica y dilatada carrera. Si de algo puede enorgullecerse Clint es de su artesanía para contar historias. Virtud que aquí brilla por su ausencia. No temer hacer el ridículo. El absurdo y la vergüenza ajena. “Cry Macho” es un compendio de malas conjeturas conceptuales y pobrísimas decisiones estéticas. Podrían enumerarse como si de un inventario se tratara. Léase: Mafiosos mexicanos en pueril retrato. No existía el muro de Trump pero intolerantes y fascistas hubo siempre. Prestemos atención: los narcotraficantes no suelen perdonarte la vida…sin embargo te dejarán entrar a su mansión y serán doblegados (por partida doble, triple) por un implacable gallo llamado Macho. ¿El lugar común latino por antonomasia? Irrisorio. “Cry Macho”, la última película del veteranísimo e inoxidable Clint Eastwood viene a poner en duda algunos de los paradigmas antagónicos que vertebran a una condición humana a la que el viejo Clint parece no pertenecer. Dueño de un tiempo pasado mejor, no teme confrontar antañas convicciones. Aunque en realidad, no siente a gusto de un lado ni de otro de la frontera limítrofe. “Solía ser muchas cosas”, dice el jinete pálido. Pero ya no más, Harry Calahan. Algo luce fuera de encuadre, y no es su silueta crepuscular. Aunque la transparencia de su mirada y las arrugas en su rostro nos sigan robando ternura. Hay algo más que falla a simple vista…tan lejos parece la presente obra de joyas recientes como “La Mula” (2018) y “El Caso de Richard Jewell” (2019). Podría tratarse de una de las decepciones más altisonantes de un año cinéfilo, de por sí, aciago… “Cry Macho”, o la decadencia del imperio americano. Veamos una posible explicación a tan errática propuesta: Algo como la discriminación disfrazada de inclusión. En México, el traspaso ilegal fronterizo pareciera estar fuera de control. Allí la (incapacitada) autoridad policial se comporta de modo pueril. Sin embargo, en E.E.U.U. podrías ir preso por robar automóviles. No en tierras aztecas, sino en Texas. Conversaciones de abuelo postizo a nieto adoptivo camufladas de vana trascendencia. Presa de una narrativa endeble, la buena mano de Clint tras de cámaras busca sortear pobrísimas decisiones que llevan a un cúmulo de escenas al insalvable precipicio. El desértico entorno guarda algunos pasajes más dignos de una postal turística. Busca profundizar, pero no lo logra. El cast actoral no ayuda. Las performances no escapan la vulgar maqueta y dejan mucho que desear. Los clichés se acumulan, los diálogos forzados se apilan, las soluciones milagrosas permiten que la huidiza dupla protagonista pueda proseguir con su plan de fuga, sorteando obstáculos con una facilidad llamativa. Un deus-exmachina siempre al alcance de la mano. Un cambio de vestuario milagroso. Un reposo reparador en un aposento hospitalario. Un apetecible desayuno como por arte de magia. Una siesta que no saca del sopor al incauto espectador, hundido en su butaca. Una referencia religiosa que inclinará la balanza moral de los actos disfraza el asunto de cierta profundidad. Se habla acerca de tragedias personales y pérdidas irreparables. Pero no hay escapatoria para semejante descalabro. La road movie sigue su curso, las postas se repiten. El círculo los vuelve a encontrar recorriendo el mismo camino. Mike Millo (Clint) es un foráneo que, de modo en absoluto verosímil conoce atajos de rutas que jamás atravesó. ¿Cabe la opción de que nos esté jugando una broma de mal gusto? La premisa del trabajo por ‘encargo’ de parte de alguien que humillara al antiguo jinete de rodeo, apenas tiempo atrás, coloca el punto de partida del filme en una posición de clara desventaja. ¿Dónde quedaron tus principios, Clint? La excusa para ‘raptar’ a un menor de los brazos de su sobreactuada e insinuante madre complica aún el panorama de un film que busca agua en su propio desierto creativo. Mejor huir de aquí, dijo Clint, tentado por un ardiente émulo de Salma Hayek. Malas decisiones y poca inventiva subestiman la capacidad del público para digerir semejante despropósito. Allí está presente la cuestión de género, como era previsible. Miremos con perspectiva de igualdad, aunque el relato se emplace en 1979. La temática del ‘macho’ está sobrevalorada, suelta el siempre recto Clint. Es la impostada frase que sostiene argumentalmente la propuesta. No obstante, la premisa es engañosa. Dentro de esta aventura dispar desfilan personajes femeninos sufridos, fuertes y reivindicatorios. Féminas de armas tomar. Cuidado con ellas porque…¡ay, mujeres! Lo explícito acaba por insultar; no hay bolero que se baile al compás ni sabor romántico que endulce una mirada tan superflua. Lo lastimoso, en verdad, es el trazo grueso a la hora de delinear dichas conductas y motivaciones. El mal tino y la justificación de tan trillada propuesta se ríen de nuestro intelecto: las miradas proferidas acerca del abuso infantil, la discapacidad o las familias disfuncionales adquieren un matiz burlón. Todo luce fuera de tono y falto de resolución. No parece Clint, en absoluto. Caricaturesco, la otrora leyenda del western revisionista se entrona como la enésima versión de Dr. Dolittle haciendo de improvisado veterinario dueño de unas dotes sanadoras francamente mágicas. O de una falta de juicio racional preocupante ¿Cuánto hay de buenas intenciones y cuánto de mala praxis en su diagnóstico? Tengamos compasión…aunque no exista solución salvadora a estas alturas. La liviandad con la que “Cry Macho” resuelve tan profundos conflictos resulta, en cierto punto, irritante. Toda referencia idiomática imaginable resulta, por demás, anticipatoria. Gringos, abstenerse. Mariachis, guarden sus guitarras. Sabemos, anticipamos, que el desenlace orbitará rumbo a la mediocridad total. Las cartas ya fueron echadas. La redención pagó un alto precio. La marchita nostalgia de todo tiempo pasado mejor no deja lugar para la autocrítica. Admiramos su valentía y energía inagotable para rodar a sus 90 años. Permanecer activo, poner el cuerpo. Incluso dar alguno que otro golpe o lección de carácter. Destellos de un sempiterno rudo, prócer y leyenda viviente del cine. Lo amamos haga lo que haga. “Cry Macho” no es ‘imperdonable’. Solo que duele leer a Clint Eastwood seguido de mediocridad en una misma oración.
Mito urbano o no, la ciudad de Seattle es consideraba uno de los destinos más lluviosas de todo Estados Unidos. Cuna del grunge y urbe que viera nacer a bandas epítomes como Nirvana o Pearl Jam, recibe un promedio de milímetros caídos de agua por jornada bastante considerable. Ubicada entre cordones montañosos, su clima le ha proferido el mote de ‘ciudad de la lluvia eterna’. Aquí se emplaza la última ficción de James Wan, cineasta malayo nacionalizado australiano y otrora maestro del terror. Todo tiempo pasado fue… Podríamos pensar que la abundante caída de agua presente en el argumento de “Maligno” obedece al enésimo cliché genérico, más allá de emplazarse en coordenadas geográficas que obedezcan a este tipo de fenómenos naturales. Digamos que toda precipitación noctunra sirve como elemento atmosférico a una buena historia de terror. No es este el caso. Mero disfraz para tiempos vacuos. El aguacero acumulado no nos salva del naufragio intelectual. James Wan, desdibujada ya su silueta de culto, parece haber sido víctima de una auténtica inundación de ideas. Sumergida su capacidad de conmoción, “Maligno” adquiere forma de broma de mal gusto. Hace ya algunos años que el creador de las franquicias “El Conjuro” e “Insidous” delegó la silla de director de ambos proyectos, conservando su labor como productor y guionista. El resultado fue paupérrimo, y sendas sagas se ocuparon de mancillar el legado establecido por dos de los abordajes al cine de terror más originales de la última década. Dejando la inventiva de lado, solo se ocuparon sus inescrupulosos estudios de financiación en acumular secuelas intrascendentes. Poco queda intacto de la ambición y de la provocación de la que hiciera gala el creador de notables productos como “El Juego del Miedo” (2004), “Dead Silence” (2007) o “Dead Sentence” (2007). Estropeando su carrera merced a aventuras mediocres como “Furious 7” (1015) o “Acquaman” (2018), parecen los mejores días creativos de Wan haber quedado definitivamente en el olvido. Llevando a la enésima potencia el valor irrisorio de una trama carente de todo verosímil y atino, “Maligno” resulta obscena en su pretensión de conformarse como un ejemplar digno de generar una considerable dosis de miedo. Agotado todo recurso posible que pretenda perturbar al más incauto espectador, sus casi dos horas de metraje se resienten mediante un rejunte de efectos archiconocidos, diálogos que rebosan absurdo y un poco idóneo manejo del más sarcástico humor. Los primeros quince minutos de la historia dilapidan las posibilidades visuales de una propuesta estéticamente pobre. Conocemos de memoria las sombras amenazantes ocultas en la lúgubre mansión. También sabemos que el mal se cierne sobre los protagonistas, cada vez que las frecuencias radiales interferidas y las luces parpadean presagiando lo peor. Lo que seguirá a continuación de semejante introducción, bajo las merecidas disculpas de todo spoiler argumental, es la payasesca invención de un hermano gemelo parasitario capaz de engendrar todo el resentimiento y la maldad posibles. El relato alimenta la monstruosidad de esta criatura deudora de “Alien”, no obstante, el film acaba por fagocitarse a sí mismo. Disfrazado de pesadillesco Quasimodo deforme y escurridizo, cual grotesca criatura operando en las sombras, ajusticiará a sus victimarios, a fin de convertirse en un indetenible ente demoníaco que desafía las leyes espacio temporales y actúa mediante poderes mentales. Ni Wan cree semejante despropósito guionado a seis manos, tan pobremente actuado. El micro universo argumental que contiene la flamante propuesta de un preferido de la platea juvenil, atiborrado de endeble complejidad psicológica y en búsquedas de reiterados guiños a clásicos del subgénero de terror gótico, persigue denodadamente la auto validación, solo para colisionar, una y otra vez, con sus propias limitaciones creativas. Mediocre intención de emular a Brian de Palma y asombroso sacrilegio de auténticas obras maestras firmadas por Dario Argento, “Maligno” no logra escapar al tedio, a la reiteración y la convención. Es un ejercicio del cine sobre el mentado doble oscuro literario convertido en paródica caricatura impotente de causar terror. Es miseria intelectual y pobreza de instrumentación. Estamos ante una confusa historia de fantasmas, lo suficientemente tibia como para ser slasher y demasiado conservadora como para abordar la vertiente sobre posesiones demoníacas que tan prolífica comunión teje con la tradición genérica. Infierno en vida para los malogrados intérpretes sumergidos en esta farsa, “Maligno” peca de falta de originalidad y no teme inmolarse en una salvaje y ridícula performance. Su desproporcionado desenlace se preocupa por violar todos los códigos genéricos posibles: asistimos a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo sacado de un videogame de baja resolución. Luego, la secuencia dialogada que acompaña tal pasaje tiñe al film de un edulcorado y melodramático aire de culebrón. Es la redención de vínculos sanguíneos más ridículamente guionada que este humilde escritor haya podido contemplar en una sala a oscuras. Una estafa moral que se ríe de todos nosotros. Cuando todo parece encaminarse de modo deficiente, Wan sabe hundirse aún más en el fango de la superficialidad. ¿Dónde quedó el arrojo de aquel cineasta capaz de asustarnos gracias a un sentido proverbial del ritmo cinematográfico? “Maligno” es un desperdicio demencial que derrama somnolencia y agudiza una falta de inspiración preocupante. Están por demás advertidos: puro desecho cinematográfico y bizarra ofensa al buen paladar de todo incauto cinéfilo. Vivimos tiempos de cine chatarra.
Spin-off reinventado de modo excesivo e innecesario, se trata del noveno capítulo de la franquicia que llegara por primera vez a los cines en 2004, de la mano del malayo James Wan. Darren Lynn Bousman se coloca tras la silla de director, luego de hacer lo propio para las mejor logradas “Saw II” y “Saw III”. Un par de decisiones estéticas grotescas zanjan todo tipo de dudas respecto a que producto se no está ofreciendo. Una cabeza de cerdo que luce absurda y cierta pereza en la puesta en escena llaman poderosamente nuestra atención. El gore y el misterio se confunden en esta nueva entrega, protagonizada por un Chris Rock que luce extrañado en un producto que se aleja de su rol de habitual comediante. Esta nueva versión de “El Juego del Miedo” acopia clichés de películas noventeras clase B. Un copycat killer anda suelto, dispuesto a someternos a la impotente contemplación de su más truculenta cámara de torturas. Somos voyeurs en primera fila. El anzuelo de métodos para infligir dolor que nunca falla. Se nos convidan pistas a modo de rompecabezas que deberemos resolver. Las intenciones de congeniar una decente película detectivesca no pasan más allá del planteamiento. Las emociones se verán eclipsadas por una tensión fugaz. El uso del flashback de modo irrisorio acaba por sepultar nuestras esperanzas. Ni nueve vidas felinas ni novena sinfonía, esta enésima resurrección de la saga no amerita mayor trascendencia. Un vertiginoso descenso de calidad no anuncia mejores tiempos por venir. De todas formas, el siempre cool Sam Jackson aporta un rol de reparto decorativo que acaba por pagar la entrada.
La reconstrucción de un ser tan enigmático como polémico resulta un estimable desafío para el cineasta Julián Troksberg. Un personaje político objeto de miradas polarizadas se convierte en el objeto de estudio del documental “Una Casa sin Cortinas”. Un valioso abordaje que ofrece un acercamiento pluralista, en busca de desentrañar la naturaleza de una imagen vilipendiada, de un legado difuminado; acaso una carta de dudoso valor que casi nadie se atreve a guardar como as bajo la manga. Aunque más de un busto la recuerde como aquel mito merecedor de semejante acto representativo. Digno de suficiente importancia como para permanecer vivo en la memoria. Tallado en materiales duraderos. ¿Es este el caso? Presentado en la selección oficial del último BAFICI, el documental abarca un amplio marco ideológico. Desde el ciego partidarismo que la apoyaba hasta la imparcial retrospectiva histórica e incontrastable: existen documentos que respaldan los hechos cuando la memoria se vuelve selectiva o difusa…o insuficiente. El necesario paso del tiempo, para poder cotejar ciertas decisiones políticas que torcieron el rumbo de nuestra nación, hace su parte. María Estela Martínez de Perón se convirtió en el impensado eje de un oscuro momento político. Argentina vivía un resquebrajamiento social en extremo delicado. Allí estaba ella, invitada de honor a un banquete de sombras. La historia la ubica como la primera mujer presidenta de América Latina, un título que no vive a la altura de su bochornoso mandato, prólogo al golpe de estado perpetrado por la última dictadura militar. Desde entonces hasta hoy, encontramos a una ex mandataria que permanece en silencio ante los medios y la curiosidad del realizador por echar luz sobre su figura se convierte, también, en materia de nuestro interés. “Una Casa sin Cortinas” es un relato que busca hacer encajar las piezas de una compleja figura. Pero sin forzar la tarea. La mirada de artistas plásticos que recrean la figura de Isabel otorgan colorido al retrato esbozado. El testimonio de periodistas, sindicalistas, aliados políticos, partidarios ideológicos, amigas íntimas u ocasionales huéspedes van conformando la anticipada radiografía. Como buen documentalista, Troksberg indaga. Hay respeto pero no hay timidez en su pesquisa. De la quinta de San Vicente a Puerta de Hierro. Desde los convulsos ’70 hasta nuestros días. Desde el regreso del exilio a la repatriación de los restos de Eva. El peronismo atraviesa, para bien o para mal, los setenta y cinco años de vida política de nuestro país. Testimonios fotográficos e imágenes de noticiarios aportan contundencia. Un viaje en el tiempo que captura giras políticas, sesiones legislativas o el multitudinario velatorio de Juan Domingo Perón. Nos preguntamos quien fue realmente Isabel. O María Estela. Antes de Perón. Antes del esoterismo. Antes de rodearse de un séquito de indeseables, con López Rega a la cabeza. Una joven con sueños de bailarina cuyo destino cambiaría mediante un encuentro fortuito con el entonces Presidente de la Nación. Puede que un retrato fuera de encuadre se convierta en la metáfora perfecta para este improbable epicentro de una escena política dantesca. Al comando de un barco a la deriva, fue la actriz protagónica de una incómoda tragedia. Una que no eligió a conciencia, pero los ideales no se traicionan
El realizador griego Costa-Gavras es un auténtico grande de la cinematografía mundial y garantía asegurada de un producto fílmico que respalde su intención en la consecución de un arte comprometido. A sus ochenta y ocho años de edad, se erige como un ejemplo más de esa estirpe de realizadores inoxidables que se mantienen activos y otorgando calidad a la cartelera cinematográfica actual. Perteneciente a la generación de un Clint Eastwood, de un Roman Polanski, de un Jean-Luc Godard. Allí está el inclaudicable maestro, dispuesto a ejercer el compromiso intelectual hacia los temas que aborda. Su cine destila una profundidad que invita a compartir la mirada del realizador, convite poco frecuente al pensamiento y el juicio ético. La relevancia de Costa-Gavras como realizador se remonta a fines de los ’60, donde con “Z” (1969), inauguró ese subgénero tan abordado como el thriller político anti-convencional, sentando bases y estableciendo ritmos y estructuras que han permitido a diversos cineastas aproximarlo a lo largo de los años de modo referencial. “Desaparecido” (1983) resultó otra gran obra de su coscha sobre la dictadura militar en Chile, mientras que “Amén” (2004) fue su trabajo acerca de la intervención de la Iglesia Católica en la barbarie del genocidio nazi. Jamás escapando a la polémica, su cuerpo de trabajo está atravesado por el factor político y la incorrección. “A Puertas Cerradas” llega a nuestras pantallas dos años después de su rodaje, revisando un episodio en la historia reciente de Grecia, y analizando, de modo pormenorizado, las implicancias económicas y sociales que una debacle política provocara. Crisis exterior, endeudamiento interior. Para todo espectador perteneciente a estas latitudes tercermundistas, no resultará ajeno la sensata radiografía trazada por el cineasta. Costa-Gavras desnuda síntomas de un sistema perverso, mostrando los rostros de aquellos titiriteros del poder, quienes guardan en su potestad de decisión el destino de aquellos que ejercieron el voto de confianza, posibilitándoles ocupar un cargo público al que no rendirán el mínimo honor. Pero la ecuación es infinitamente más compleja, laberíntica y maquiavélica. No se confunda al etiquetar el presente film bajo la consabida fórmula del thriller político: “A Puertas Cerradas” es una fábula social, tan negra y cínica, en tanto y en cuanto examina las precisas maquinarias de las altas esferas de mando. Confronta ideologías, creencias, idiosincrasias y fríos números estadísticos. Realiza un itinerante recorrido por las principales capitales europeas, pero su fin no radica en convertirse en una postal turística. Salvo pequeños traslados en transporte público y escalas en aeropuertos, todo lo relatado ocurre dentro de suntuosos palacios de poder. Apreciamos la arquitectura de cada uno de ellos, podemos pensar que tales lujosos salones han sido anfitriones de recurrentes encuentros cumbres en donde la perversidad del poder haya dictado la suerte del más débil eslabón social. Ya conocemos las respuestas a las siempre repetidas preguntas de ocasión. El arte de mentir y disimular. Hay algo de teatral en la reconstrucción que realiza Costa-Gavras de la serie de reuniones políticas que buscan torcer el rumbo y evitar la catástrofe. Allí está la ironía a flor de piel del autor y también su encomiable experiencia tras de cámaras. Sabe congeniar la naturaleza de estos grupos de poder, enfrentados en sus egos, miserias e intereses. Por momentos, parece una auténtica Torre de Babel, en donde cada uno habla su idioma, y este detalle dice mucho acerca de la identidad y voz del relato, sobre todo cuando la voz en off (la conciencia del protagonista) nos cuenta a nosotros (espectadores) pormenores que anticipan lo que va a ocurrir. Y lo hace en lengua inglesa. ¿Les parece casualidad? Corrido el punto de focalización y advertidos de la universalidad de lo falaz, ya somos parte del relato y convertidos en convidados de honor al banquete, poseyendo un grado de información sobre los acontecimientos que será vital. En cada encuentro entre los representantes de estas potencias en puja habrá abundante comida autóctona y bebidas ingeridas en abundancia, acaso haciendo más agradable tan tensa negociación. Se trata de reuniones multitudinarias, cuya planificación escénica tiene un profundo sentido coreográfico. El autor no deja detalle librado al azar, y cada elemento dispuesto en el plano nos hace partícipes de tales recreaciones con profundo sentido del ritmo cinemático y la progresión gramatical del lenguaje. Costa-Gavras concatena planos y contraplanos, escenas que se apoyan en una cámara movediza y secuencias que destilan frescura y originalidad. La cámara del experimentado autor inspecciona pasillos ultra transitados, se desliza por interminables escaleras, se detiene en adornados mobiliarios o contempla, a través del cristal de las ventanas, la fisionomía y belleza atemporal de algunas urbes emblema del Viejo Continente. A medida que el film avanza, la idiosincrasia de cada nación saldrá a la luz: cada una ostenta orgullosa sus raíces y principios. Mordaz, Costa-Gavras enfrenta posturas y reaviva miserias, también referencia a la Grecia antigua como cuna del saber y la cultura. No escatimará citas a Mark Twain o The Beatles, en enésima burla del coeficiente intelectual que poseen aquellos encargados de tomar decisiones claves sobre el bienestar popular. Podría el autor, en este preciso momento, calzarse las ropas de un ácrata de pies a cabeza. “A Puertas Cerradas” puede resultar amarga y sin concesiones, también demasiado críptica para quien no encuentre estímulo intelectual en adentrarse en estos codiciosos y viciados mecanismos de la vida política. Sin embargo, si apreciamos esta parafernalia de la impostación y la conveniencia como, un gran acto de absurdo, validaremos nuestro sentido del humor. Allí está la sabia habilidad de un narrador de pura cepa para sumergirnos en el epicentro de esta batalla librada por los hombres de traje gris. Una perspectiva en donde el fin justifica los medios: la abierta crítica al sistema social y sus manejos políticos se coloca en las antípodas de la milenaria tradición. Son las ruinas aristotélicas de Atenas. Y es la clase dirigencial el blanco perfecto, aquí no vemos al pueblo. O en todo caso, cuando lo vemos, a través de una pantalla de TV, parece lo suficientemente lejana y diluida, como para incomodar el gesto adusto de la clase dirigente, siempre dispuesta a soltar una frase de tibio compromiso a flor de labios. O, si se atreve a enfrentarlos, ensaya una tibia aunque amenazante marcha de silencio. Con un hondo sentido moral, Costa-Gavras cuestiona al capitalismo salvaje y sus ejecutores, a la globalización y sus consecuencias; temáticas a las que el cineasta refiere con permanentes apreciaciones mediante usos del lenguaje visual que acentúan el carácter de denuncia y la crítica comprometida que empuña. Y lo hace con total soltura y vuelo estético: característica música griega resulta un inmejorable acompañamiento de la acción, una cámara jamás estática examina rostros en primer plano y aborda, con absoluto detallismo, el lenguaje gestual (palmadas efusivas, aplausos estruendosos, apretones de manos que sellan pactos con el diablo, dedos índices inquisidores, miradas desconfiadas, sonrisas cómplices) de aliados por la causa o enemigos íntimos que recelan la prominencia de tal o cual nación dentro del mapa bursátil europeo. La provocativa visión de Costa-Gavras acerca del mundo y sus circunstancias se mantiene inalterable al paso del tiempo, sabiendo cotejar las consecuencias catastróficas de un acontecimiento político reciente. Su aguda mirada evidencia un artista por siempre abanderado de las causas sociales y políticas del hombre de su tiempo. Premiada en numerosos festivales europeos, “A Puertas Cerradas” eleva su inquietud autoral y profana el manual de campaña político para todo candidato funcional a la farsa, en tiempos donde las urnas vuelven a abrirse y las campañas mediáticas a proliferar…con el mismo descaro de siempre.
Bienvenidos a la nueva versión que expande la mitología terrorífica conocida como “Candyman”. Pero, primero, hagamos un poco de historia: “Candyman”, hizo su aparición allá por el año 1992, mediante una película protagonizada por Virginia Madsen y Tony Todd, basada en la novela homónima de Clive Barker. Luego, le siguieron las menos logradas secuelas “Candyman: Farewell to the Flesh” (1995) y “Candyman 3: Day of the Dead” (1999), conformando los peldaños de la saga. Intentando reverdecer viejos laureles, el fenómeno de horror llevado a las últimas consecuencias desata nuevos eventos paranormales. Tras el orquestado del film se encuentra el emergente maestro del terror Jordan Peele (“Get Out”, “Us”), quien se coloca en el rol de productor. Interrumpe el sueño de la criatura dos décadas después, con la firme intención explícita de utilizar un discurso social contundente a través de la apropiación del género. Para ello, el relato fílmico conocido se vale de elementos clásicos; y la resultante no exhibe demasiada destreza: el manifiesto panfletario como crítica sociopolítica nos deja con un sabor amargo. La nueva encarnación de “Candyman” se inscribe con trazo grueso. Por otra parte, existe una pérdida de características del personaje principal que diera vida al producto, tres décadas atrás. Evaluamos cierta falta de organicidad en esta secuela directa de la cinta original, una película de culto cuyo legado se difumina, tanto como la sombra reflejada en los espejos que la directora Nia Da Costa insiste en repetir, como remanido recurso. La corrección política impostada desde la dupla creativa afroamericana resiente las intenciones por infundir auténtico pavor a la otra temida leyenda urbana. Ni repetir el nombre cinco veces podrá convencernos. Pero, a ver…probemos.