Luego de la tibiamente recibida por la prensa y el público “Los Caballeros”, el inefable Guy Ritchie regresa a lo que mejor saber hacer: acción violenta, cruda y emocionante. El autor de “Juegos, Trampas y Dos Armas Humeantes” y “Snatch, Cerdos y Diamantes” se reúne con Jason Statham, sólido héroe de acción contemporáneo, diecséis años después de “Revolver” (2005). Sin embargo, aquí, el contenido no obedece a la forma. Vemos a un Ritchie distino. Lejos de la bolsa de trucos narrativos que habitúa explorar y la vertiginosa edición que es marca registrada de sus obras, “Justicia Implacable” se prefigura como un relato no lineal que prefiere la oscuridad. Y lo hace de forma verdaderamente efectiva. El realizador muestra su destreza dentro de un furgón de atraco, mediante un plano secuencia notable. Arroja sobre nosotros sus pesadas credenciales. Más adelante, el uso del flashback desde dos puntos de vista distintos, resulta un ardid narrativo brillante. Misma efectividad para el empleo de la música como elemento emotivo. Grandes aciertos. También, la elección de su protagonista, un hombre misterioso y de pocas palabras que sabe su rol de memoria. Es un vengador atrapado por su pasado. Es un hitman camuflado de amoralidad. Ese es Jason Statham, imitado pero jamás igualado. Es un ejercicio de film neo noir, que abreva en la tradición de las ‘heist movies’, al mejor estilo de “Fuego Contra Fuego” Basado en la película francesa “Le Convoyeur”, recomendable por cierto, la nueva apuesta de Ritchie viene a convencernos de que la venganza es un plato que se sigue sirviendo frío.
Un robo de infantes recién nacidos como operación de un perverso mercado ilegal se conforma como el disparador argumental de “Cicatrices”. Las consecuencias de un acto negligente no nos dejarán indiferentes, mientras nos adentramos en los crueles pormenores de un episodio histórico real. Materia de delicada reflexión para un cine serbio que ha utilizado el medio como instrumento para cerrar viejas heridas de su pasado. Pensemos en los conflictos políticos, bélicos y sociales, expuestos por la industria a lo largo de los últimos treinta años, desde “Underground” hasta “Father”. Un cine de corte intelectual y multicultural, dispuesto e ejercer una mirada retrospectiva hacia la República Popular Federal y Socialista de Yugoslavia, tanto como hacia la ruptura que desencadenaría una guerra y la independencia de Bosnia-Herzegovina. Junto a la guionista Elma Tataragić, Miroslav Terzic lleva a cabo un estudio psicológico de personajes. Inactivo desde “Redemption Street” (2012), el realizador prefiere un estilo visual que prefigure una atmósfera de thriller que se cuece lento, en la búsqueda de una sufrida madre por allanar un camino de verdad. El resultado es una observacional gema de autor, que jamás se preocupa en otorgar respuestas clausuradas ni tranquilizadoras. Minimalista, hace de la sobriedad su principal aliada. Atenta a los detalles, no desperdicia emociones. Sabe que la contundencia no concibe el más mínimo golpe bajo.
Si la crítica de cine acerca el film al fenómeno literario para establecer valores y nexos que permitan que ambas expresiones artísticas dialoguen, nutriéndose mutuamente, tomaremos en cuenta que la dimensión temporal que manipula el dispositivo cinematográfico incorpora la función de la narración, posibilitando que ambas expresiones se retroalimenten. Al igual que la literatura recrea a través de la palabra los ambientes en dónde estos acontecimientos cobran vida, el cine los resignifica bajo un hilo temporal de acciones e imágenes en movimiento. Desde el nacimiento del séptimo arte, antiguos realizadores utilizaban obras literarias para desarrollar sus propios argumentos, como una gran bolsa de historias de la que se influenciaban estética y narrativamente. Cruces entrañables, como el vínculo amistoso entre Julio Cortázar y Manuel Antin. Podemos afirmar que el cine hereda de la literatura la compleja tarea de describir el mundo. Una imaginería que a veces se encuentra fuera de todo parámetro limitado por coordenadas de tiempo y espacio. Cómo las que trajeron, vivo y palpitante, a este intercambio epistolar, hecho de mutua admiración y exquisito paladar cultural. La pedagoga, periodista y profesora de expresión corporal, Cinthia Rajschimirm se coloca, nuevamente, tras de cámaras con la realización del documental “Cortázar y Antín: Cartas Iluminadas”, poniendo en perspectiva a dos de los intelectos más destacados en materia de cine y literatura nacional que el siglo XX haya podido atestiguar. Realizar un documental acerca de una relación, afectiva y profesional, trazada a través de epístolas, podría resultar lejano en el tiempo, si nos anclamos en las coordenadas presentes, insertos en la era digital. Solo en apariencia. Habitante de un tiempo más romántico y menos automatizado, las cartas postales viajaban cruzando el océano Atlántico: desde Buenos Aires a París, y viceversa. Así se gestó este profundo vínculo, entre el cineasta que admiraba la obra del escritor y deseaba llevar sus textos a la pantalla. Egresada de la Universidad del Cine y autora de “Luis F. Iglesias, el Camino de un Maestro” (2009), “Francisco ‘Paco’ Cabrera, el Canto de un Maestro” (2012), y “Huyendo del Tiempo Perdido” (2014), la cineasta construye en ejercicio audiovisual que vertebra el relato en primera persona del propio Antín con el testimonio de intérpretes que formaron parte de dichas adaptaciones. Allí aparece la idea original que funcionara como mecanismo de ignición: el libro “Cartas de Cine”, que incluyera las epístolas enviadas por Cortázar al cineasta. “Cartas Iluminadas” documenta la amistad forjada en la distancia física y la camaradería artística, fija fotogramas en nuestra memoria emotiva. El género de no ficción fue también uno abordado por el propio director, en formato televisivo: la serie “Los Argentinos”. La figura de Manuel Antín resulta fundamental para comprender dos etapas claves en el desarrollo de nuestra industria cinematográfica. Fue el propio Antín, emblema del nuevo cine argentino, quien supo ser un joven creador fascinado con la obra de una pluma capaz reinventar los modos de narrar. En aquellos años ’60, un tiempo donde Cortázar publicaba obras como “Rayuela” (1963) y “62: Modelo para Armar” (1968), surgía el ‘Nuevo Cine Argentino’, como reflejo de una gloriosa época, enriquecida por la inquieta mirada de autores dueños de encomiable pericia técnica e inclinación vanguardista, nutridas de modo manifiesto por el cine intelectual que se consumía en aquella época y que era furor en clásicos recintos como el Cine Lorraine u otras extintas salas de culto. Ingmar Bergman, Akira Kurosawa y la Nouvelle Vague instalaron en Argentina una nueva forma de concebir, producir y consumir cine. Son estas coordenadas estéticas las que cultivaron la mirada del inquieto realizador. Existe otra veta fundamental en la trascendencia de Antín dentro de nuestro medio: la gestión llevada a cabo en el INCAA, a su cargo durante la década del ’80 al regreso de la democracia, nos brinda una muestra clara de su contribución al séptimo arte: colaboró a posibilitar una serie de hitos que pronto colocarían a la industria cinematográfica argentina como una potencia latinoamericana de primer nivel y con prestigio mundial. Gracias a la repercusión de crítica y público alcanzada por la película “La Historia Oficial” (1985), su éxito trazó el sendero que se continuaría durante la siguiente década. Bajo estos parámetros, se prefiguró una desburocratización de los medios de producción, donde nuevos realizadores debutaban tras las cámaras, rodeándose de talentosos equipos con espíritu de trabajo colectivo. El mismo incentivo que vertebrara a la enjundiosa camada sesentista de la que el realizador formó parte. En otro orden y prefigurando indisolubles lazos, el cuerpo de trabajo de Cortázar ha dialogado con la historia del cine de vanguardia. Pensemos en la fabulosa adaptación de “Las Babas del Diablo”, llevada a cabo por Michelangelo Antonioni, en “Blow-Up” (1966). Si en aquella película, se vinculaba a la imagen y la escritura a partir del simbolismo de ampliación de un registro fotográfico, procesando tal idea a través de un concepto y sus posibles significados, podemos cotejar, en el presente documental, la labor acometida por Antín, hace más de medio siglo ya, para la concreción de “La Cifra Impar” (1962), “Circe” (1964) e “Intimidad de los Parques” (1965). Las tres ficciones transpuestas sobre la obra cortazariana se convierten en el enésimo nexo que cine y literatura trazan, como expresiones artísticas en eterna comunión y sintonía. Rescatando su valía en el tiempo, “Cartas Iluminadas” nos transmite la esencia de dos modernistas del lenguaje en fecunda sinergia transoceánica.
Hace dos años se dio a conocer esta interesante obra, en la premiere del Festival de Venecia anual. Los tiempos pandémicos hacen que el producto llegue a nuestras pantallas y plataformas de streaming en la presente temporada, constituyendo una interesante intriga biográfica. Llevándonos de travesía hacia fines de los años ’60, nos coloca bajo la mirada de un joven agente del FBI a quien le es asignado el deber de investigar a la rebelde y huraña estrella cinematográfica Jean Seberg. Por aquellos años, la ciudad de Los Angeles hervía en masivos movimientos callejeros: Estados Unidos entera vivenciaba el fragor de la lucha por los derechos civiles. Allí estaba Seberg, poniendo en riesgo su carrera en la gran pantalla, involucrándose directamente con la causa Black Power. Esta es la historia que reconstruye Benedict Andrews, director teatral y cinematográfico responsable de “Una” (2016), su ópera prima y adaptación de la obra “Blackbird”, de David Harrower. Andrews recurre a la novel y talentosa actriz Kristen Stewart para encarnar al mito cinematográfico de Seberg. El arco evolutivo de Stewart, durante la última década, resulta francamente llamativo. De incipiente estrella adolescente para la saga “Crepúsculo” (2010) a actriz fetiche de Olivier Assayas; a las órdenes del cineasta francés rodó las impecables “Cloud of Sils María” (2014) y “Personal Shopper” (2016). Aquí, la fantástica Stewart deja cuerpo y alma en la piel de la malograda Seberg. Claramente, el film orbita alrededor suyo. En el lenguaje corporal y gestual de la actriz podemos palpar la tensión, la paranoia y la desesperación. En su pesadumbre captamos el camino errado sin retorno. El enigma de Seberg no da lugar a falsas interpretaciones: asistimos a un acto de autodestrucción. Concebida como una biopic convincente aunque sesgada acerca de una controvertida tragedia, el film profundiza en los temores que acechaban a la nativa de Iowa, fallecida en 1979, a la edad de 41 años. La bella y blonda Jean supo ser aquella frágil figura profundamente vinculada a la Nouvelle Vague, habiendo protagonizado ese clásico de culto y estandarte estético-conceptual de la vanguardia: “Al Final de la Escapada” (1959). Sin embargo, la tortuosa mártir que encarnara en la versión de Otto Preminger de “Juana de Arco” (1957) trazó, acaso, un cruel paralelismo con su vida privada: inestable, melancólica e interrumpida de modo abrupto, bajo causas jamás esclarecidas. Su turbulento activismo social y un matrimonio interracial, expuesto y vilipendiado por la prensa amarillista, minaron su delicada psiquis. Seberg, perseguida por el FBI, alimentó la polémica uniéndose a las controvertidas Panteras Negras. Stewart no puede hacerlo en forma más absorbente para tan consagratoria encarnación.
El aparato nostálgico crea humor descarado que no supera el efecto guiño. El humor físico que intenta disimular serias carencias de contenido argumental. Hollywood siempre es capaz de superarse a sí mismo con otra comedia olvidable. “Duro de Cuidar 2” es vulgar, innecesaria y chata. Congenia el talento actoral para luego dilapidarlo. Se muestra efectiva en multiplicar el sabor insípido cuando intenta generar diálogos de genuina gracia. También, llamativamente torpe para escenificar secuencias de acción. La simplificación argumental llevada al paroxismo nos anuncia que estamos frente a un producto francamente amateur. Una teoría conspirativa ridícula activa una amenaza de catastróficas consecuencias. Allí está, lista para acudir al rescate, la pareja despareja de polos opuestos que se atraen. Aunque compartirán poco tiempo en pantalla. “Duro de Cuidar 2” toma el concepto de buddy movie y lo reformula a las necesidades comerciales del Hollywood posmoderno. Allí está la mujer de armas tomar. Punto y aparte, la mediocridad es un índice global: el mal endémico es la falta de imaginación. Escasean buenos guionistas y abundan inescrupulosos productores capaz de financiar semejante barco a la deriva. “Duro de Cuidar 2” podría firmar a pie de página un manual acerca de como desaprovechar un elenco ilustre. Un Morgan Freeman holgazán, prestándose a la enésima burla de quien fuera una eminencia actoral durante las últimas cuatro décadas. Un Antonio Banderas en piloto automático, componiendo a un lastimoso jeque griego con su peor acento posible. Una Salma Hayek lanzando intensos epítetos irreproducibles pretendiendo comicidad y mostrando sus voluminosas curvas en búsqueda de despabilar a la platea masculina. Un Ryan Reynolds en caricaturesca impronta haciendo lo que mejor sabe, una gestualidad insípida que no ve venir la burla que se define por su ingenuidad. Un Samuel L. Jackson en copia falsificada de antiguos roles, probando que puede enterrar su legado cinematográfico con llamativa facilidad…y sin causar la mínima gracia. Lejos queda el good old & cool Sam de “Tiempos Violentos”. Patrick Hughes, también realizador de “Los Mercenarios 3” (2015) regresa a la dirección, cuatro años después de la primera entrega, solo para hacerlo aún peor. La química infundada devela el doble sentido forzado tras cada línea argumental. Los personajes no sufren graves consecuencias en osadas secuencias. Solo acusa recibo el buen gusto cinéfilo cuando lo burdo se encuentra con lo exagerado. Regla respetada a rajatabla aquí. Lo ramplón queda en flagrante evidencia, maquillado con música pop y escenas de acción de relleno. El film nos provee de una concepción del ritmo cinematográfico literalmente obscena. Chicos buenos disparando, chicos malos volando por los aires; plano por plano puede replicarse la fórmula a lo largo de la hora y media de metraje. El descalabro de un guion que dilapida su potencial se ríe del género de acción y del intelecto del espectador. No amerita el mayor análisis esta desordenada improvisación sin magia. Absoluta carencia de valores que fatiga.
Reminiscencia: memoria imprecisa de un hecho o una imagen del pasado. Leitmotiv de un film y premisa prometedora llevada a la pantalla de forma poco convincente. Allí está el atribulado Hugh Jackman, al comando de una máquina del tiempo capaz de traer al presente recuerdos de aquellos que buscamos atesorar. Atraída por el invento, a él acude una misteriosa femme fatale (Rebecca Ferguson), con una excusa francamente ridícula. Todo sea por que “Reminiscencia”, finalmente, pueda existir y no ser una mera ilusión. La responsable de semejante cóctel es Lisa Joy, la creadora de la serie “Westworld” (2016-2018). Aquí, apuesta a una estética neo noir, que bebe de las fuentes de anteriores incursiones genéricas como “Minority Report” (2002) o “Blade Runner” (1982). Un plato atractivo…¿pero digerible? Veamos…el artefacto como elemento salvador no termine de explorarse. La obsesión del protagonista masculino no acaba por cuajar. Somos espectadores de un film poco ambicioso. La unidimensionalidad narrativa no conducirá a un buen destino. Las proyecciones holográficas siempre suelen tener su atractivo en este tipo de micromundos antes imaginados por genios como Julio Verne o H.G. Wells, pero, aquí, tres valores imprescindibles como inteligencia, intriga y originalidad brillan por su ausencia. Fallidos hologramas de un potencial dilapidado. La idea de ambientar una trama en un futuro cercano, a través de cierta concepción distópica, a causa del cambio climático, promete mucho más de lo que está dispuesta a complacer. La evasión de la realidad no nos permite perdonar todo.
Emile Zola fue un escritor francés, a quien se lo considera el padre del naturalismo, vertiente literaria cuyo interés era interpretar los comportamientos humanos, a modo de comprender la vida de este como un animal social regido por leyes que explican sus actos y decisiones. Dicho enfoque es el que propulsó su participación en la revisión judicial sobre el proceso contra Alfred Dreyfus, vinculación que le costara el exilio de su país. Zola había firmado el artículo “Yo Acuso”, en 1898, revelando un escándalo que sacudiría los cimientos políticos de una Francia atravesando la época de la Tercera República, el régimen republicano en vigor por entonces. Estas coordenadas históricas, políticas y sociales son las que rescata el nuevo film de Roman Polanski, una precisa adaptación de época que descansa en la habilidad como narrador del realizador franco-polaco para atrapar al espectador, a través de una detallista reconstrucción de los hechos que nos muestran a una nación dividida, y a una sociedad en cuyo núcleo latía un profundo antisemitismo, convirtiendo al caso en un símbolo de la indefensión de un hombre inocente frente a la corrupta maquinaria del Estado, en donde todas sus instituciones en apariencia intocables y de gran tradición, desde los círculos policiales y el estrado judicial hasta la cúpula militar, se encontraban viciadas en consonancia con la nicotina que las bocanadas de humo de sus popes expelían. Monumentos republicanos al comando de hombres con la impunidad suficiente como para tergiversar pruebas judiciales y ocultar la auténtica verdad acerca de lo ocurrido. Son personajes realmente siniestros quienes controlan los hilos del poder. En una ampulosa ceremonia, el ejército despoja de su arma y atuendo al judío Alfred Dreyfus (Louis Garrell), acusado de espionaje y traición. Es enviado a la Isla del Diablo, un asentamiento penal de la Guyana francesa, inserto en una selva impenetrable, sin posibilidad alguna de escape y considerado el peor castigo en vida: las pésimas condiciones sanitarias que sufrían los prisioneros allí, desde criminales a presos políticos, le ganó semejante mote. A golpes de reloj, como latidos de corazón que puntúan la existencia de un hombre, el tiempo pasa y las esperanzas del joven parecen desvanecerse. Los dobleces morales de esta historia se nos presentan mediante flashbacks que preceden antiguas técnicas de fundido, en búsqueda de restituir fragmentos acerca de los eventos, desde el exclusivo punto de vista del teniente Georges Picquart (Jean Dujardin), líder del movimiento de contrainteligencia y encargado de sacar a la luz la verdad. El elemento del crimen es una carta manuscrita, supuestamente falseada. Colocando su ética y pundonor laboral al servicio de recuperar el honor quebrado de su defendido, el coronel cumplirá un rol fundamental. Se expondrá con valentía al interminable laberinto de mentiras que le sobrepasa, participando de los acontecimientos desde la sentencia judicial, en 1894, hasta la liberación del inocente culpable, doce años después. La obtención de premios y nominaciones en prestigiosos festivales internacionales, como el Festival de Venecia, los Premios César, los Premios del Cine Europeo, los Premios David di Donatello y los Premios Goya, hacía suponer que la película obtendría el beneplácito unánime de la crítica. Sin embargo, y por extrañas razones, parecía la historia repetirse y trazar una parábola con inmenso poder metafórico: ¿estábamos siendo testigos de un caso Dreyfus contemporáneo espejado en las turbulentas encrucijadas en las que se encontraban su director? Inseparable resulta el hombre del artista, y Roman Polanski supo, durante gran parte de su vida, ocupar el lugar de acusado. Meses antes del estreno, enfrentó nuevas acusaciones de abuso sexual en EE UU, un país que ha pedido su extradición desde la primera acusación que sufriera, y por la que fuera condenado, en 1977, antes de fugarse a Europa. Era esperado, el boicot a su flamante estreno no se hizo esperar, desapareciendo de la cartelera francesa con extraña rapidez. La polémica acababa por encenderse y las aguas volvían a dividirse entre detractores y defensores. Sin embargo, resulta interesante analizar la analogía que tejen con su historia de vida, las cruentas historias llevadas a la gran pantalla por el cineasta. No resulta en absoluto casual el lugar cronológico que determinadas obras ocupan en la dilatada carrera de Polanski, presentando puntos de inflexión notorios. Uno puede pensar que la violencia psicológica que habitaba en su brutal versión de “Macbeth” (1971), provenía de la atribulada mente de un director que había perdido a su compañera sentimental, la actriz Sharon Tate, víctima del culto satánico perpetrado por la secta de Charles Manson. No menos autorreferencial resulta la galardonada “El Pianista” (2002), a modo de exorcizar los fantasmas de un pasado que había atravesado los campos de concentración en Polonia, bajo el dominio nazi. Que tal pensar en los sentidos implícitos de “El Escritor Fantasma” (2010), en donde su protagonista era acusado de crímenes de guerra y enfrentaba un injusto proceso judicial que mancillaba su reputación: Polanski realizó el montaje de esa película desde una prisión en Suiza. Si un autor cinematográfico trasluce a través de sus films una mirada coherente del mundo, expresando sus más íntimas inquietudes y obsesiones, podríamos dimensionar la trayectoria artística del director bajo la lupa, a través de la instrumentación ideológica que esta propensa. Colocándose en la piel del vilipendiando Dreyfus, humillado por la propia nación a la que entregara su honesta condición, Polanski probablemente ejercite un último intento de no ser devorado por la moderna hoguera de las vanidades.
En “No Respires 2” se abordan terrenos de acción y violencia, en detrimento del desarrollo de historia y personajes. Es un juicio de valor, pero también una declaración de principios. Comparativamente con su film antecesor, se prescinde aquí del factor silencio, y la vital importancia de este para la versión original. Es, entonces, una especie de paradoja la que guía los designios del hombre ciego, a su regreso. Stephen Lang ofrece la rudeza total, colocando ante nuestros ojos a un personaje de cualidades macabras. La maldad posee diferentes perfiles, sin embargo, el pasado interferirá los planes. El punto inicial de esta saga construyó un villano que provino de la pérdida. Moralmente cuestionable, el extremo de lo tolerable y lo retorcido de la locura es lo que conduce a un punto sin retorno. ¿Comprendemos la oscuridad de un hombre que busca satisfacer un vacío? Es así como su antecesor largometraje se preocupó por instituir a una figura que consiguiera expiar sus pecados, funcional a una secuela no menos que esperable. Podemos palpar el estilo estético de Fede Alvarez, aquí relegado a labores exclusivas de escritura. Prestemos atención al apartado de fotografía, en simbolismo cromático de tan ambigua propuesta. El otrora espeluznante uso del silencio es relegado, prefiriendo el retrato seco y directo de un monstruo tratando de redimirse. “No Respires 2” presenta un paradigma en donde no existe el lado inocente, percibimos que abunda la corrupción de modo rizomático: una banda delictiva con intenciones macabras y una niña utilizada como elemento de redención sazonan la propuesta. ¿Quién va a protegernos del caos imperante? Allí, un extraño valor de paternidad otorga, a primera vista, impensada vulnerabilidad al malvado de turno. La narrativa paga un alto caro precio por un afán de redención que sacrifica credibilidad. Violenta, sangrienta y gráfica, el shock infligido en el espectador redondea las intenciones de un mero producto industrial, que asegura el sádico entretenimiento. Con tradicionalismo se ejecutan escenas de acción, la virulencia es la columna vertebral del film. Existen ciertas incongruencias para clausurar la historia, permeables a conveniencias a fin de disimular el costado más inverosímil del guión. La lógica no es un personaje que haya sido invitado a este pandemonio.
La atracción existente entre videojuegos y cine explota sus posibilidades para concebir una película que será de indudable disfrute a ojos de avezados gamers. Ahora bien, ¿cuáles son los auténticos valores y merecimientos de esta parodia del cine de blockbusters y superhéroes? Postergada desde julio de 2020 por razones de emergencia sanitaria, “Free Guy” gestiona su verosímil alrededor de la falsa violencia en la búsqueda de convertirse en una divertida parodia. El cineasta quebequense Shawn Levy, ligado al humor mainstream y nuevo estandarte de la nueva comedia americana -responsable de la trilogía “La Noche en el Museo”, también director de la serie “Stranger Things”- es quien se coloca detrás de cámaras. Los reconocidos guionistas Matt Lieberman (“La Familia Adams”, “Crónicas de Navidad”) y Zack Penn (“Ready Player One”, “Avengers”, ““X-Men”, “El Ultimo Héroe de Acción”), de profusa trayectoria, completan el tripartito cerebro creativo encargado de plasmar en pantalla el nuevo producto de la factoría Disney absorbida por Fox. El metalenguaje del héroe redescubierto ejercita su enésima reversión, estimulando la conexión entre ambas expresiones (cine/videojuego), una comunión que data desde logrados intentos como “Tron” (1982). “Free Guy” viene a derribar la idea de un mundo feliz para un despertar feliz en una ciudad artificiosa. Todo lo que nos rodea es falso, aunque a la reconstrucción le falte audacia. La realidad es maleable, pero…¿hasta que punto? Inspirado en los ‘non playable characters’ de “Battle Royale”, la locura y desenfreno son moneda corriente en un sistema en donde reina la demencia. El paradigma virtual todo lo permite cuando la regla se distorsiona y el extremo alcanzado llega a un punto absurdo innecesario. Proveyendo la mínima prueba intelectual, bebe de las referencias de “The Groundhog Day” (1990) y “The Truman Show” (1998): apenas un atisbo del cuestionamiento existencialista que no llega a la exigencia filosófica, prefiriendo el interés comercial. Prepárense para el ‘one man show’ de Ryan Reynolds, ¿o no? Allí está el héroe de turno, un Reynolds estereotipado, predecible y afín a la fórmula obvia. Finalmente, nos encontramos frente a una película que no puede ver más allá de su propia programación. En tiempos de auge de jugadores en línea, “Free Guy” sintetiza la ironía de “Dead Pool” (2016) con la impostura de don nadie de “Lego Movie” (2014). Pero todo parece programado mediante la fría combinación de algoritmos carentes de cuerpo y alma.
Un hombre perdido en tiempo y espacio. Un reloj en su muñeca que aparece y desaparece, sin aviso previo. Ese reloj marca las horas de un tiempo finito por delante. Es un hombre abandonado a su suerte en medio de una habitación. Un lujoso apartamento ubicado en un barrio residencial. Sus ambientes relucen, su mobiliario es impecable. Observamos pasillos, marcos de puertas, ventanas. Todo con absoluta disposición y simetría. También buen gusto para las artes: allí hay un piano y cuadros colgados en la pared. Todo aparenta armonía. Todo, salvo el interior de la mente del huésped que habita ese departamento. Es un hombre de ochenta años, atravesando un severo deterioro cognitivo. Se regodea de su astucia y habilidad para el baile tap. Se enorgullece de su memoria, nos recuerda que en ‘París no hablan inglés’ con inusitada reiteración. Es un histrión, carismático, sarcástico y comprador. Pero, tras la fachada, nos adentramos en los pasadizos mentales de un ser quebrado. A medida que sus recuerdos se desvanecen, su realidad se difumina. El reloj deja de marcar las horas y se derrite, como si hubiera sido dibujado por Dalí. El hombre se desorienta, observa rostros que no reconoce. Intenta armar las piezas del rompecabezas: los vínculos familiares que lo rodean, una trágica pérdida y un presente que se bifurca en senderos de jardín hecho de árboles frondososos. Como el plano final atestigua, de esos que permanecen de pie, añejos, sosteniendo el soplido del viento y atestiguando la memoria de todo lo que vieron a su paso derrumbarse. Con absoluta maestría, Florian Zeller adapta al cine su propia versión teatral y el mecanismo narrativo con el que lo hace es lo suficientemente inteligente y ambiguo como para colocarnos en el punto de vista de este hombre menguante. La confusión de él ya es nuestra y nos cuestionamos, a cada minuto, a cada plano, la credibilidad de lo que vemos. Así es la memoria, engañosa casi siempre. En absoluto sencilla de digerir, la trama nos lleva, mediante auténtica capacidad de conmoción, y con algún que otro golpe bajo, a visibilizar la realidad que sufre este desprotegido anciano, preso de sus lagunas mentales y su indetenible ocaso. Podremos empatizar con un ser querido víctima de similares circunstancias o podrá comprender la sintomatología todo especialista médico experto en la material. “El Padre” no deja indiferente a nadie. Es una película poderosa que utiliza el medio audiovisual para concientizar, para instrumentar. Ningún espectador quedará ajeno a la reflexión acerca de como cuidamos a nuestros padres y abuelos. De nuestra virtud para la tolerancia, también para la resignación. Bajo la piel y en los zapatos de Anthony, nuestro protagonista, está Sir Anthony, nuestro amado caballero inglés. Los guiños autorreferenciales son más que suficientes, y todo cinéfilo tendrá en cuenta una fecha pronunciada de sus labios, en llamativo juego ficcional: 31 de diciembre de 1937. También aquella hoja de calendario se recuerda por ser el natalicio de este dos veces ganador del Premio Oscar. Hopkins aporta sensibilidad, emoción y una construcción gestual corporal tan precisa como magnífica para dar vida a este ser sin brújula alguna ni nitidez en su horizonte próximo, condenado a su propio bucle sin fin. La obtención del galardón mayor a la actuación en cine, exactos treinta años después de su prodigiosa personificación de Hannibal Lecter en “El Silencio de los Inocentes” (1991), llega para Hopkins en una suerte de primavera profesional. Luego de haber deambulado durante la última década y media en productos intrascendentes hasta hacernos pensar que lo mejor de su cosecha era tiempo pasado, ha revitalizado su trayectoria gracias a roles como este y su inmediato antecesor, en “Los Dos Papas”, estrenada en 2019. Pero, no se confunda el título del film con la verdadera significación del rol parental. En un momento clave, Anthony deja de ser padre para convertirse en hijo. Y esa escena es la típica que te hace ganar un Premio Oscar. El gran Hopkins lo sabe. Desprotegido y relegado a un rincón de una fría habitación, vislumbrando quizás el final de sus crepusculares días, el anciano vuelve al punto de partida y es un niño indefenso clamando, desesperadamente, por su madre. El único ser que podría tomarlo en sus brazos y conducirlo, amorosamente, a la puerta de salida de semejante infierno, de semejante invierno. Sobran las palabras. Y no quedan lugar para más lágrimas allí.