Bienvenidos a la vida rutinaria de un pusilánime y grisáceo individuo. “Nadie” obtiene inspiración en la popular saga “John Wick”. Un héroe impensado rumbo a desatar el caos que porta las habilidades de un sexagenario Liam Nesson. Su identidad guarda un secreto: el pasado violento de un ex sicario. Un hitman profesional. Esta película de acción, dirigida por Ilya Naishuller (“Hardcore Henry”), exhibe los malos hábitos imposibles de cambiar para la vertiente más acomodaticia del género. La pista visual que nunca falla (un tatuaje que exhibe uno de los delincuentes). El enternecedor descubrimiento que salva a los chicos malos en el peor de los momentos. Los lugares comunes no tardan en apilarse. Buscando seguir los pasos del genial Bryan Cranston (redescubierto como actor de cine luego del suceso de culto de “Breaking Bad”), Bob Odenkirk se calza las ropas de héroe mainstream, viviendo de la fama obtenida, con total justicia, gracias al impecable spin-off “Better Call Saul”. La venganza mafiosa (en extremo estereotipada) no tardará en llegar. La actitud forzada que desencadena la carnicería tampoco se hace esperar. Y allí vemos, a este eterno infravalorado, haciendo lo que mejor sabe para proteger a su familia. Escenas de lucha coreografiadas con genuino ritmo dispersan nuestra atención, mientras el héroe de turno escapa de su vida de bucle sin atractivo, al menos por un par de horas. Es el ‘one man show’ de Odenkirk que no resiste mayor capacidad de análisis. La virulencia del justiciero por mano propia traza la silueta del Charles Bronson siglo XXI. Pero no le llega a los talones. Bob es una bomba a punto de explotar. No todo está perdido: ¿recuerdan a Michael Ironside? Es grato verlo de regreso; tanto como al el eterno ‘Doc’ Christopher Lloyd.
“Ojos de Arena” es una película tan actual y pertinente, hablándonos con marcado lirismo acerca de emociones tan a flor de piel como lo son encrucijadas afectivas y deseos contenidos, dolores prolongados y causalidades del destino que unen a dos parejas de padres con un motivo en común. El tiempo cronológico que transcurre y se escapa “como arena entre los dedos” sirve como declaración metafórica que emplaza este film bajo un cariz poético, ahondando en climas atravesados por vínculos rotos y panoramas desconcertantes. Técnicmente lograda y bajo el formato de thriller dramático, un guión escrito por la directora Alejandra Marino -a dúo junto a Marcela Marcolini- nos habla acerca de la consecuencia de la trata de personas y de la toma de conciencia que este tipo de sensibles temáticas requiere en el ojo de cada espectador. Este dilema de profundo trasfondo psicológico, siembra pistas a lo largo de la incesante pesquisa que establecen los protagonistas del relato, activando una trama rica en matices simbólicos: el cambio de paisaje que muta de lo urbano a lo rural, espeja la reconstrucción del vínculo de pareja, acaso, la desaparición que afrontan ambos explora la culpabilidad y los riesgos de un hecho nos atañe en lo social: la soledad ante el aparto judicial nos llevará a empatizar íntimamente. En la motivación en común de la búsqueda por descubrir la verdad se resguarda el valor intuitivo que hace frente a aquellos miedos que suelen paralizarnos, ante el desasosiego de una pérdida que pareciera irreversible. Sin morbo ni golpes bajos en lo emotivo, que victimicen en el cliché a sus criaturas, la justicia moral que la directora ejerce para con ellos -ante el desamparo del aparato que debería protegerlos- nos ilustra acerca de su gran pulso narrativo y su fina concepción cinematográfica.
Galardonados protagónicos de la década del ’90, en “Michael Collins”, “La Lista de Schindler”, “Antes y Después”, “Kinsey”. Hubo un tiempo en donde Liam Nesson era un más que confiable actor dramático. Puede que su talento no haya perecido por completo si disfrutamos de la reciente y conmovedora “Un Amor Extraordinario” (2019); sucede que su abordaje a historias emotivas se ha visto francamente limitado, a lo largo de la última década, producto de su preferencia por las de más pura acción. En detrimento de desafíos actorales superadores, Liam se encontró cómodo con la etiqueta de héroe de acción maduro que forjara, allá por 2010, con “Taken”, tipificando un tipo duro e implacable, que prosiguiera su andar a lo largo de las siguientes secuelas. Gozando de una segunda juventud, el traje le calzaba bien. Luego llegaron “Non Stop” (2013), “Caminando entre Tumbas” (2013) y la remake americana de un gran film nórdico titulada “Cold Pursuit” (2019). El arquetipo amenazaba en convertirse en estereotipo. Encasillado hasta el hartazgo, su flamante rol protagónico en “El Protector” cobra calibre de ridículo. Robert Lorenz improvisa en el irlandés Liam a un ranger de acento texano que se convierte en guardián de un niño mexicano ilegal. Un plato servido para el lugar común: la frontera franqueable. Vivimos tiempos de globalización y corrección política. Mientras Neeson pretende robar una página de manual al áspero y recio renegado encarnado por Clint Eastwood de forma reverencial, el argumento se sucede en un encadenamiento de decisiones trilladas. El implacable protector que da título al film se abre paso a golpe limpio, desarticulando la amenaza de turno. Mientras el trasfondo narrativo nos aburre con su resolución simplista, un cúmulo de imágenes vertiginosas pueblan de efectismo un contenido vacuo. ¿Habrá leído la teoría de Robert Bresson acerca del ritmo cinematográfico? Velocidad no equivale a sentido. Vetustos héroes de acción como Pierce Brosnan, Bruce Willis o Nicolas Cage cedieron su trono a la impostación de un improvisado y siempre ocurrente Neeson. No es su culpa que el cine comercial contemporáneo haya sido diagnosticado de vulgaridad crónica. Lo mezquino, lo unidimensional y lo anodino sazonan las polvorientas rutas que transita este borderline cinematográfico.
Hace algo más de una década, el talentoso realizador de extracción asiática James Wan renovó las oxidadas estructuras del cine de terror norteamericano mediante un acercamiento original, inteligente y francamente espeluznante. Creaciones de su autoría, como “La Noche del Demonio” (2010) y “El Conjuro” (2013), le brindaron estatus para que el realizador generara un propio universo alrededor. Así es como surgieron personajes que cobraron entidad propia, como la terrorífica ‘Annabelle’ o la no menos inquietante ‘La Monja’. El saldo económico obtenido, y el rédito estético cotejado, le permitieron a Wan la exploración de sucesivas continuaciones. No es de extrañar como sus historias proliferaron en sagas y secuelas, cediendo éste la silla de director en muchas de ellas. Suele ser engañosa la presentación de un producto bajo el anuncio publicitario de ‘producido por…’. ¿Hasta donde llegar el control sobre el material objeto de una nueva aventura fílmica? ¿Hasta donde las credenciales de productor de Wan alcanzan para que la película que estamos a punto de ver sea una medianamente digna? Fíjense lo que ocurriera con los subsiguientes capítulos de “Saw / El Juego del Miedo” (su original data de 2004) y tendrán una fehaciente muestra al respecto… Si el caso real en el que se basa la historia (el infame expediente Warren) se convirtiera en un ejercicio del género del terror francamente perturbador a su estreno, en 2013, ínfima capacidad de sugestión posee la presente propuesta. Mientras la idea original de Wan se caracterizaba por su precisa creación de atmósferas para causar genuino pavor, esta insufrible secuela pierde rápidamente el rumbo creativo para convertirse en una suma de clichés que rozan el absurdo. Donde hay ridículo, no hay temor. El culto al escalofrío devino en caricaturizado pasatiempo. Poco pueden a ser los efectivos Patrick Wilson y Vera Farmiga, encarnando a la sufrida pareja de demonólogos. El terror religioso tira de la cuerda de su agotada inventiva por enésima vez, bebiendo de las fértiles fuentes alguna vez instauradas por gemas como “El Exorcista” (1973) o “La Profecía” (1976). Cuando el mal se vuelve sobrenatural y su raíz es imposible de extirpar, Michael Chaves olvida sus talentos en una de las vitrinas cubiertas de moho del Museo Warren. “El Conjuro 3” es una película inexplicable. Y no hay exorcismo que pueda curarla. En tiempos donde el cine de terror satánico atesta la cartelera de títulos deficientes -la comercial “Ruega por Nosotros” o la nacional “La Funeraria”-, resulta necesariamente recomendable confesar un pecado mortal para todo cineasta: la mediocridad. Perdónalos padre…
La última década vio espaciar notablemente las apariciones de Angelina Jolie delante de la gran pantalla. Ocupada en desarrollar su carrera como realizadora y productora, la otrora heroína de acción de Hollywood se abocó a proyectos como “Unbroken” (2014), “By the Sea” (2015) y “Primero Mataron a mi Padre” (2017). Así es como prefirió elegir, cuidadosamente, los proyectos en donde se involucrara como intérprete. De tal forma, celebramos su reaparición en la reciente “Aquellos que Desean mi Muerte”, última incursión del interesante cineasta Taylor Sheridan. Prospecto convertido en realidad durante el reciente lustro, de su mano se firmaron los guiones de la cruda “Sicario” (2015) y del neo-western “Hell or High Water” (2016). También, dirigió la intrigante “Wind River” (2017) y la serie de TV “Yellowstone” (2018). Experto en abordar sociedades corrompidas, el tono sórdido de Sheridan invade el territorio de su flamante exploración, bajo el formato de thriller clásico que remite a cierto paradigma industrial perteneciente a la década del ’90. “Aquellos que Desean mi Muerte”, con guion de Charles Leavitt adaptando la novela de Michael Koryta, representa una experiencia visual atrapante. Indaga en relaciones humanas que buscan sanar un trauma pasado, mientras ofrece una entretenida carrera contrarreloj que potencia la ferocidad y la violencia que destilan los acontecimientos. Sin estar exenta de convencionalismos, propone su buena dosis de vértigo y una solidez narrativa que excede el tibio promedio hollywoodense de estos tiempos. Emplazada en una cautivante reserva forestal, el guiño del entorno natural nos remite a las montañas nevadas de la predecesora experiencia cinematográfica de Sheridan. Aquí, el abrasador fuego que actúa como elemento externo catastrófico adquiere forma de justicia divina para arrasar con toda acción pecaminosa que contamine el ecosistema. Para el cineasta, su primer mandamiento.
Quinto largometraje de Lee Isaac Chung, guionista y realizador norteamericano de ascendencia oriental. Cinta de tintes autobiográficos para el director de “Lucky Life” (2010), una de las favoritas en la última entrega de los Premios Oscar retrata el viaje de una familia coreana, migrando hacia Estados Unidos en busca de la tan mentada tierra prometida. La obsesiva conquista del sueño americano sustenta un relato familiar dramático. Una narración persigue el detalle para destacar la idiosincrasia de sus raíces y la construcción de los vínculos, si bien en más de una ocasión pecará de extrema literalidad para dar a conocer la sabiduría del mensaje que sustenta: rangos etarios como metáforas no otorgan mayor dimensión de análisis. Con producción de Brad Pitt, quien retoma la labor desde productos como “Moonlight” o “Doce Años de Esclavitud”, “Minari” hereda el devenir de la vida de retratos íntimos autoría de Hirokazu Koreeda. Ganadora a su estreno en la última cita de Sundance, la íntima visión comprende obstáculos como parte de la vida, consumando el enésimo y previsible simbolismo en la planta asiática que da título al film. Mientras puntos de vista contratados en personajes claves nos presentan una pugna ideológica entre inmigrantes progresistas y conformistas, la idea del florecimiento y el crecimiento personal en un territorio ajeno, proyecta la vida del inmigrante, trasladando a las acciones humanas la sabiduría natural el ‘minari’. Bajo la idea del progreso colectivo con un fin en común, la meta a alcanzar mostrará a enjundiosos y laboriosos seres capaces de adaptarse a una realidad tan ardua como desconocida. Prefigura una mirada poética, adueñándose de momentos emotivos francamente poderosos. No obstante, pecando de cierto didactismo, acaso las semillas coreanas sembradas en suelo americano auguren una buena cosecha. Mayor corrección, imposible.
Un emblema del ‘método actoral’. Un mentor generacional. Ícono de una camada que cambió el acto interpretativo, por siempre. El protagonista de “El Padrino II”, “Taxi Driver”, “El Francotirador”, “Toro Salvaje”, “Despertares”, “Buenos Muchachos”, “Cabo de Miedo”, “Fuego Contra Fuego” y “Casino”. Ganador de dos Premios Oscar. Vaya currículum. Cuesta comprender que sea la misma persona, y no un homónimo, quien protagoniza este decepcionante film. La etapa de Robert De Niro transitando su carrera cinematográfica como adulto mayor viene sentándole demasiado mal hace años. Inmiscuyéndose en productos francamente decepcionantes, ha abordado el género de comedia haciendo una parodia de sí mismo. Ha mancillado su legado. El personaje lo ha devorado. O su agente de prensa le ha hecho creer que el auténtico ‘rey de la comedia’ no fue Rupert Pumpkin sino el propio De Niro en “Analízame” (1999), “El Padre de la Novia” (2000) y la catarata de films mediocres que le sucedieran después. “El Comediante” (2016) fue, francamente, escatológica. El director Tim Hill lo convenció para formar parte de este bochorno. La literalidad a la hora de generar gracia, el efecto ramplón de toda burla de mal gusto y los valores mediocres sobre los que la nueva comedia americana enmascara sus intenciones es algo que jamás entenderé. ¿Me creen si les digo que Uma Thurman y Christopher Walken se sumaron al reparto de semejante despropósito? Hay películas que tienen una concepción obscena de cada decisión artística tomada. ¿Qué productos fomentamos? Además, hay algo en el abuelazgo que le sienta mal al bueno de Bob. Desde la inmirable “Dirty Grandpa” (2016) a la presente “En Guerra con el Abuelo”, parecen las habilidades actorales de De Niro verse disminuidas a la mínima expresión. Un rosario de escenas de mayúsculo ridículo, un compendio de gestualidades que ensombrecen su pasado de gloria y un innecesario guiño a aquel monólogo frente al espejo nos hacen contemplar el marchito y crepuscular presente de un actor que solía ser una de las razones por las que amamos el cine. Ha dilapidado de tal forma su carrera, que hoy miramos su próxima película con desconfianza. La reciente “La Última Gran Estafa” confirma los pronósticos. Jamás pensé que iba a escribir las siguientes líneas: a veces es mejor retirarse a tiempo. <<¿Are you talking to me?>>, <<Yes, I’m talking to you, Robert!>>
A veces es la corrección política hollywoodense que simula apertura ideológica e igualdad genérica, premiando minorías étnicas para compensar su propia falta de autocrítica de antaño. En otras, el falso pluralismo coloca de relieve cuestiones candentes y urticantes de la fibra social. Todo sea por la comunidad. Tal y como lo refleja la crisis económica que sirve como disparador a la presente ficción. Que “Nomadland” haya arrasado en la última gala de los Premios Oscar dice mucho al respecto. Las estatuillas a Mejor Película, Mejor Directora y Mejor Actriz resulta, en extremo, llamativo. ¿En verdad tiene “Nomadland” verdades importantes para decirnos tras la aparente exploración introspectiva acerca del ser anticonvencional? Debatiéndose entre la pasividad y la pretensión, Chloe Zaho construye un relato emplazado en paisajes grandilocuentes, en búsqueda de cierta pionera refundación a la hora de desnudar el alma americana. Melancólica, confronta modos de vida antagónicos: puede que la concepción propia del individuo, fuera del sistema, coloque el valor específico de la esperanza en un lugar por demás incierto. Trazando su propia noción de épica odisea como declaración de principios del ciudadano errante, el film prefiere el hermetismo expresivo y la economía de recursos. Sin embargo, la poca profundidad con la que indaga en los conflictos de su protagonista diluye los intereses de este drama existencial, en forma directamente proporcional a las expectativas posadas sobre esta película, injustamente favorecida dentro de un mapa cinematográfico aciago, en efecto dominó pandémico. Allí esta la outsider Frances McDormand, riéndose del sistema. Ser una extraña, quizás, le otorgue la ansiada reivindicación. Descubierta por los Hermanos Coen en la genial ópera prima noir “Sangre Fácil” (1984), mostró su virtuosismo interpretativo en “Arde Mississippi” (1988), tiempo antes de exhibirse creativa a las órdenes de Robert Altman en “Vidas Cruzadas” (1993). Conoceríamos su verdadera impronta actoral en “Fargo” (1996), su primer encuentro con el dorado Oscar. Diva diletante sin refinamiento, jamás recurrió a capas de maquillaje para ocultar su falta de solemnidad. Intérprete con mayúsculas y huidiza del glamour, rehusando al encasillamiento de todo prototipo, ratificó su don de actriz salvaje e intensa en su rol protagónico de “Tres Anuncios para un Crimen” (2017). Acreedora de la triple corona actoral de la Academia por la presente película, cualquiera de sus competidoras de categoría (Andra Day, Carey Mulligan, Vanessa Kirby y Viola Davis) podrían debatir el resultado final. Sentar a McDormand en la misma mesa que Meryl Streep es una osadía.
El reconocido Mateo Garrone (“Dogman”) nos sorprende con una nueva versión basada en el famoso cuento escrito por el autor, periodista y narrador italiano Carlo Collodi. Publicada en el periódico “Giornale per i bambini”, e ilustrada por Enrico Mazzanti, “Pinocho” es un clásico de la literatura universal. Traducida a más de doscientos cincuenta idiomas y habiendo sido transpuesta a múltiples formatos, entre los que se cuentan obras de teatro, películas, ballets y óperas, no resulta extraño que el clásico animado sea objeto de una nueva versión fílmica. Sin embargo, la presente adaptación nos convida de una forma distinta de concebir al mito del títere de madera sin por eso resignar su capacidad de conmoción. Un toque de oscuridad y perturbación reviste a la mirada propuesta por Garrone. Una mirada que no escatimará el empleo de adecuados efectos visuales, maquillaje y vestuario, conformando una tríada de rubros técnicos ejecutados con total calidad. El presente cambio de perspectiva posibilita un abordaje que no teme tomar una página del manual de los bizarros mundos que saborea Tim Burton. Una banda sonora con tintes barrocos acaba por conformar la atmósfera de un film que respeta al texto original, publicado por primera vez en 1883. En su elenco, encontramos al siempre histriónico Roberto Benigni, quien se coloca en la piel del viejo y solitario carpintero Gepetto, luego de dirigir y protagonizar su propia versión del cuento, estrenada en el año 2002. Mixtura equilibrada entre realidad y fantasía, prima en la identidad otorgada por Garrone cierto aire pesimista e igualmente entrañable.
El director Sebastián Muro parte de una idea tomada como primigenio ejercicio académico, transformando la experiencia lúdica en un suceso revelador que contará una historia personal y, través de la cual, establecerá un diálogo paterno-filial en un tono íntimo que jamás antes se había materializado entre ambos. De esta forma, el relato de episodios cotidianos muta en un sanador saldo de cuenta pendientes entre ambos, y este retrato de intimidad en situaciones personales cobra un hondo matiz. El personaje de Rafa, en sus quehaceres diarios, otorga un sello de liviandad a semejante caudal emocional con su excéntrica personalidad, al tiempo que ciertos patrones familiares se nos revelan en esta radiografía cronológica que recurre a la digitalización del archivo genealógico, consistente de registros en fílmico, super 8 y VHS familiares. El cine, en su eterna quimera como motor de búsqueda identitaria y resignificando su naturaleza en la mirada autoral, se adivina aquí como puente para el vínculo indestructible que una al cineasta y su objeto de observación.