LA EXTRAÑA DAMA Ya no se trata tanto de remake en el universo Disney, si no de reescritura. Y si no de reescritura, sí al menos de agregar un apéndice a algún personaje conocido -especialmente villano- como para adosarle un drama psicológico que justifique la maldad. En el cine del presente, y muy particularmente en el que va destinado a niños y adolescentes, la maldad por la maldad misma ya no tiene mucho lugar y los villanos suelen redimirse. Si bien el movimiento parece anterior, Disney entendió que esta generación extremadamente sensible, que igualmente no tiene problemas en cancelar y censurar más cosas que el stalinismo, no acepta que haya personajes decididamente malos. Y para ellos creó Maléfica, película que resulta más central en el debate actual de lo que parece y que fue la punta de lanza de este revisionismo en el que no solo se rehacen viejas historias sino que además hasta se busca intervenir obras del pasado, como ocurrió con Dumbo o Blancanieves (¿se acuerdan de Spielberg interviniendo ET? ¡Ay Steven!). Cruella -entonces- retoma a Cruella de Vil, aquella emblemática villana de La noche de las narices frías que ya tuvo su versión de carne y hueso con Glenn Close en los 90’s. Y si bien se podría decir que esta película encaja en la lógica de Maléfica, lo cierto es que resulta mucho más coherente con el personaje y con la tradición de los cuentos de hadas. En definitiva que no termine de encajar en esa lógica también es coherente con la película misma, que de tan ambiciosa se reproduce y muta constantemente con un espíritu medio punk, propio del personaje, cayendo en algunas instancias de un barroquismo demasiado confuso en el que no se termina de adivinar el tono. Pero la película de Craig Gillespie no tiene miedo de avanzar sobre múltiples ideas narrativas y visuales, que se amontonan y atragantan pero que no dejan de ser un estímulo para el espectador y una demostración de que hay algo que vibra ahí dentro, que es básicamente lo que la distingue entre tanto tanque planificado y soporífero. Tal vez para Gillespie la historia de Estella/Cruella (porque la película nos cuenta que antes de la villana hubo una niña que quedó huérfana cuando a su madre la atacaron unos dálmatas malvados -psicologismo de manual- y eso la llevó a luchar contra su demonio interior, que estaba y al que solo le faltaba representarse) resulta bastante personal, porque él mismo es un director con múltiples personalidades, algunos dirán hasta ecléctico: puede ser parte de la Nueva Comedia Americana (Enemigo en casa), un director indie (Lars y la chica real), uno furiosamente clásico (Horas contadas) y hasta uno medio scorseseano (Yo soy Tonya), aunque en esta última también había algo de los Coen. Bueno, de hecho la primera hora de Cruella es un cuento scorseseano superficial, como scorseseana era en su superficie Joker: en el uso de la música, en el montaje, en la construcción de personajes algo rotos que buscan recomponerse mientras luchan con sus demonios interiores. Si los directores de los 80’s miraban los 50’s con nostalgia, pareciera que los directores actuales están revisitando los 70’s pero aplicando esa estética a historias ambientadas tal vez en otros tiempos. De ahí que todo luzca como un pastiche extraño, acompañado en este caso por una banda sonora atravesada por temas que son de la época, pero también otros que son totalmente anacrónicos, pasando por The Clash, The Rolling Stones, Connie Francis, Blondie o Ike & Tina reversionando Come together de The Beatles. Hay que decir que este espíritu caótico le funciona a la película durante un buen rato, cuando es bastante cómica y la actitud de los personajes no tiene un plan definido y son pura experiencia. Ya cuando Estella/Cruella pone en marcha su venganza contra la Baronesa (una Emma Thompson jugando de taquito su villana villanísima) la película se enreda en una serie de giros incómodos que alargan el último acto de una forma anticlimática. Es entonces en esa primera hora donde Cruella luce más libre y apuesta por repensarse como una historia Disney, poniendo en crisis no tanto el discurso histórico de las películas de la compañía sino más bien su actualidad de corrección política: los personajes pueden ser detestables, incluso emborracharse, ser explícitamente violentos y la película puede acompañarlos en ese camino sin juzgarlos demasiado. Ahora bien, era clave observar de qué manera la película construía el camino de reivindicación de Cruella de Vil, que es en definitiva lo que la podía hacer trastabillar. Digamos que hay una apuesta por darle motivaciones a esa maldad, incluso se limpia bastante el vínculo del personaje con los perros (tal vez es el mayor grado de corrección que maneja el film), pero por un lado el viraje de la protagonista (una Emma Stone moviéndose a sus anchas entre lo angelical y la maldad irredimible) ingresa en los códigos de los cuentos de hada tradicionales y luce lógico y poco culpógeno y, por otro, sutilmente se dice que la maldad en Estella era una posibilidad, un camino a tomar, y solo faltaba la chispa que la encendiera. Más allá de los lazos forzados que la película pretende tirar hacia La noche de las narices frías, Cruella es una película mucho más interesante por lo que propone que por cómo lo ejecuta, y aunque parezca mentira eso es algo poco habitual en un cine actual donde las apuestas son a lo seguro y la distinción se da en la habilidad del narrador. La pregunta final es cuánto podrá interesarle a un niño esta película, aunque eso sería dar por hecho que ese es su público potencial y, sinceramente, no estoy demasiado seguro; lo que le agrega otro plus de interés a esta película decididamente extraña.
TIERRA Y PANFLETO El documental de Juan Pablo Lepore plantea el problema de la tierra como base para los grandes conflictos que atraviesa la humanidad, desde su distribución igualitaria y el derecho a la propiedad hasta el calentamiento global; desde la desocupación y los métodos de producción agrícola, pasando por la reestructuración social que permitiría el regreso de buena parte de la sociedad a la zona rural. Claro que hay buenas intenciones y bastante voluntarismo en La vuelta al campo, pero también la exposición de temas con demasiada liviandad o generalidad (como cuando se habla de la ocupación de tierras, por ejemplo), sin confrontar puntos de vista ni aportar otras miradas más allá de la que el realizador pretende reforzar y subrayar. Mientras avanzan los minutos uno comprende que La vuelta al campo es en definitiva un panfleto antes que una película, un film para convencidos que busca sumar a la militancia por determinada causa. El cine nacional tiene antecedentes más que valiosos en materia de cine político (por allí se cita alguna película de Raymundo Gleyzer), y si bien aquellas películas podían incurrir en discursos encendidos, había un conocimiento de las herramientas cinematográficas que le aportaban una energía relacionada puramente con la acción de fondo. En el caso del film de Lepore esto no sucede, y lamentablemente naufraga en un mar de deseos y conveniencias partidarias, como en el recorte cronológico que hace de los reclamos por la tierra en el país. En el amontonamiento de temas y propuestas que hace sin demasiada organicidad, la película de repente encuentra un punto interesante cuando exhibe el trabajo que llevan adelante los campesinos brasileños. Son esas instancias -donde se comprueba desde lo empírico- en los que el documental descubre un rumbo posible, y nos muestra que corriéndose de algunas urgencias había un tema interesante que merecía un mejor tratamiento.
FUEGO AMIGO Guionista de Sin nada que perder y director de Viento salvaje, dos de las más atractivas películas del cine norteamericano de la última década, dos historias que juegan en algún sentido con la ética del western y sus criaturas, y que registran la actual América profunda como pocos autores lo han hecho, Taylor Sheridan parece haberse ganado bastante rápido una reputación. En las historias donde Sheridan tiene incumbencia (también es creador de la serie Yellowstone -y guionista de algunas películas que mejor no nombrar para no quebrar el hechizo-) lo que encontramos son personajes que se encuentran en los límites, que luchan contra sus demonios interiores mientras traban algún tipo de pacto con la geografía y la naturaleza. En su nueva película, Aquellos que desean mi muerte, el director y guionista parece haber tomado nota de todo esto que podríamos significar como rasgo autoral, pero se olvida de darle un subtexto, ese camino por el que sus historias suelen hallar múltiples capas, especialmente una mirada política. Como ocurre habitualmente en las historias de Sheridan, la película está urdida a partir de subtramas que en determinado momento se cruzan. Por un lado personajes profesionales y éticos, y por el otro, personajes que operan como hechos azarosos que impactan en los demás y los llevan a tomar decisiones fundamentales. Aquí tenemos al hijo de un contador que es asesinado por dos sicarios y que huye por un bosque y a una mujer que trabaja como bombero y paracaidista socorriendo incendios forestales. La mujer atraviesa un trauma del pasado y la oportunidad de proteger a aquel niño será una forma de definir su crisis existencial. Sheridan dispone alrededor de estos dos personajes a otros varios, que tienen en el fondo la utilidad de distracción mientras se construyendo el relato central, el juego de gato y ratón entre los fugitivos y los sicarios. Sheridan hace una maniobra inteligente, que es la de nunca profundizar demasiado en eso que los sicarios buscan proteger, va directo a la acción y demuestra en ese sentido un manejo excepcional para la puesta en escena de los tiroteos y para filmar la violencia sin el filtro de la corrección política que exuda el cine norteamericano actual. Hasta se podría decir que Aquellos que desean mi muerte es en sí una película de acción hecha y derecha (en los 90’s la podrían haber protagonizado Stallone o Schwarzenegger), pero a la que la ambición del director y guionista llevan por otros caminos: hay aquí algo sobre el destino y las decisiones personales que se va cocinando mientras un voraz incendio va elevando la tensión hacia el final. Esa última secuencia es verdaderamente espectacular, con el fuego tomando todo el bosque a su paso, aunque ese fuego lo que no puede ocultar son dos cosas: que más allá del genio del director para algunas secuencias, Aquellos que desean mi muerte no deja de ser un film demasiado convencional; y lo otro es que Angelina Jolie se mueve demasiado como una estrella y eso le resta verosímil a su personaje. Su presencia opera casi como un cortafuego, un elemento disruptivo que hace ruido dentro de una película que busca desesperadamente su costado humano entre tanta pericia técnica y formal.
ASÍ EN EL CINE COMO EN LA FAMILIA Según relata la abuela Soonja (Youn Yuh-jung, habitual del cine de Hong Sang-soo), el minari es un vegetal que nace en cualquier lado, que pueden comer tanto los ricos como los pobres, algo popular y dueño de una belleza simple que lo vuelven sofisticado. No inocentemente el director Lee Isaac Chung llamó a su película como ese vegetal. Porque Minari está compuesta de esas mismas sustancias, tiene esas características, una película asequible para todos los públicos que baja a lo llano experiencias cinematográficas que pueden ser más arduas para algunos. Hablamos de esos dramas rurales a lo Terrence Malick, repletos de códigos religiosos, o esos dramas familiares coreanos que habitualmente tienen otros tiempos narrativos pero que aquí son asimilados por Chung con la estética del melodrama norteamericano. Desde esos conceptos, Minari juega todo el tiempo al borde de la puerilidad, pero increíblemente toma las decisiones correctas al convertir al relato mismo en una adecuada representación de los dilemas de esa familia: lo bajo y lo alto. Claro que la de Minari no es cualquier familia, el relato nos mete en el centro de la experiencia de un matrimonio de inmigrantes que con sus dos hijos (el más chico tiene un problema cardíaco y hace las veces de punto de vista de la película) se mudan a la zona rural de Arkansas. Son los 80’s de Reagan, la situación laboral y social en Estados Unidos es compleja y el padre de familia decide que ese destino es el mejor para ellos: piensa desarrollar una granja para vender productos coreanos a la amplia masa de inmigrantes que llegan de aquel país. Minari está punteada por pequeños eventos que modifican el día a día del grupo, muy especialmente la llegada de la madre de la mujer, que se instala allí con hábitos y costumbres que no son los imaginados: “No sos una abuela de verdad” le dice el más chico, porque la abuela no cocina galletas ni cumple con tareas tradicionales. La respuesta del niño, entonces, será servirle a la señora un tazón con orina. Discusiones, dolores, distancias, alegrías, momentos placenteros; Minari más que una película es un recorrido por la experiencia grupal de una serie de individuos que deben motorizar sus deseos individuales en un plan superior: el gran y complejo plan de los inmigrantes de cualquier país y en cualquier tierra. Minari también está repleta de símbolos. La familia, a disgusto de la esposa, habita una casa de esas que parecen más un conteiner que un hogar. Podría tener ruedas y salir a la ruta y la aventura, pero se sostiene sobre pilares y un viento fuerte, de esos que acechan Arkansas, podría arrastrarla al demonio. Y hay, fundamentalmente, muchas referencias religiosas, desde las explícitas con los personajes yendo a misa o el vecino que reza y carga una cruz inmensa de madera por la ruta cada domingo (Will Patton en un personaje tan exuberante como fascinante), hasta otras que aparecen como signos y señas que marcan la experiencia familiar: una víbora que ronda por ahí, la lluvia, el fuego y un padre que se llama Jacob. Lee Isaac Chung logra un film sensible, una película siempre al borde del descalabro que logra una centralidad meridiana. Así en el cine como en la familia.
CUANDO PASE EL TEMBLOR Ignacio Roma es arquitecto, da clases en la universidad, trabaja con su suegro y recibe una invitación más que interesante: dar una charla en una universidad de Chile. Además de todo eso, Ignacio también es neurótico e inseguro, por lo que la posibilidad de viajar lo llena un poco de dudas y mucho más cuando en medio de ese proceso se entera que va a ser padre. Todos estos estímulos en pocos minutos parecen mucho para el tenso personaje interpretado por Esteban Menis, pero el director Manuel Ferrari le tiene un plan mucho más complejo: atravesar su experiencia en el país vecino con una serie de complicaciones que ponen a prueba su carácter inestable, entre equipajes que se pierden, contactos que no aparecen, ofrecimientos laborales impensados, extravíos, mareos, robos y un miedo ancestral a los terremotos. Todo en medio de la compleja geografía urbana de Valparaíso, de subidas y bajadas abruptas. Lo interesante de la película de Ferrari es hacer con todo esto una comedia incómoda pero a la vez muy divertida, una de esas experiencias contadas casi en tiempo real donde la acumulación de contrariedades generan un efecto cómico que choca contra el impertérrito aspecto del protagonista. Desde el primer estupendo plano de su película, Ferrari ofrece una apuesta sutilmente pautada por la planificación: todo en De la noche a la mañana parece llevado por el azar y lo imprevisible, aunque el control de la puesta en escena es significativo. De ahí que la elección de la profesión del personaje sea absolutamente lógica con la caligrafía del film. Incluso hay algo más: nadie duda de que lo que sucede en la película ocurre en el plano de lo real, aunque hay elementos que parecen estar más relacionados con el universo de los sueños y de lo surreal. ¿De dónde sale ese perro que acaricia Ignacio en su habitación de la pensión? ¿Por qué pareciera que solo Ignacio siente que la tierra se mueve ante cada terremoto? ¿Es falta de acostumbramiento o se trata más bien de una exteriorización de sus miedos ante un mundo que se avecina con nuevas responsabilidades? De la noche a la mañana trabaja sobre algunos elementos típicos de la comedia moderna, como el carácter neurótico de su protagonista, pero corre al personaje de otros asuntos que podrían volverlo más previsible: en su andar no hay cinismo ni pose canchera ni misantropía, que es lo que suele aparecer en este tipo de comedias. Lo que termina de darle organicidad a todo lo que sucede es la presencia de Esteban Menis. Estupendo actor cómico, es también un actor que trabaja habitualmente sobre diversas características que aquí fluyen con el tono de la película. Un poco que Menis encuentra aquí el personaje y la película perfecta para que su estilo dubitativo y errante encaje perfectamente. Su caminar desgarbado, su mirada perdida, su habilidad para encontrar la forma en que las palabras logran tener una musicalidad humorística hacen de Ignacio un personaje entre patético y querible. No hay en su neurosis algo que desagrade, más bien una forma de autodefensa ante un mundo que no comprende del todo. Y la película es eso mismo, la mostración de un síntoma, de un malestar, de una crisis generacional, pero sobre la que no tiene respuestas. De ahí que De la noche a la mañana termine con una imagen congelada: las consecuencias de lo que hace Ignacio durante las horas que compartimos con él -lo que ocurra después que pase el temblor- quedarán absolutamente fuera de campo para el espectador. Lo que importa, parece decir Ferrari, es la experiencia y el dejarse llevar.
HACIA RUTAS PLACENTERAS Cuando en unas semanas Chloé Zhao se lleve el Oscar a la mejor dirección por Nomadland (damos por sentado que lo ganará), seguramente los comentarios periodísticos puntualicen en el hecho de que se trata de la segunda vez que una mujer se impone en ese rubro y se olvidarán, como pasa cada vez más con la corrección política y el privilegio de los temas por sobre el cine, de que detrás de todo hay una película y una muy buena. Y que los logros de Nomadland exceden cualquier tema de agenda. Nomadland es una película que habla de una crisis social y económica tremenda; de gente que elige caminos alternativos a los que el sistema presetea para todos nosotros; y también de las consecuencias de esas decisiones. Y lo hace con amabilidad, sin caer en excesos miserabilistas y con la personalidad de quien tiene una mirada autoral y sabe cómo aportar lo suyo para que territorios reconocibles como los que aborda el film luzcan nuevos y fascinantes. Fern (una contenida Frances McDormand) es una mujer que ha enviudado y perdido su casa y su empleo en medio de la terrible recesión económica que atravesó a los Estados Unidos en los primeros años de la década pasada. Y Fern, como forma de subsistencia, agarra su camioneta y sale a la ruta: va de pueblo en pueblo, de changa en changa, cruzándose en el camino con otra gente que ha elegido la vida nómade como experiencia marginal al sistema, conociendo la América profunda. Hay en Nomadland algunas obviedades sobre el capitalismo y también muchas definiciones fáciles de decir, sobre todo por el momento político que atravesaba Estados Unidos en la era Trump, que fue cuando esta película fue pensada. Pero hay algo que le da dimensiones al film de Zhao y es la propia Fern: el personaje parece estar en un momento de transición, de indefinición respecto de su futuro, por eso observa, indaga, escudriña en silencio en esa forma de vida que la seduce pero que no la completa del todo. Y junto al personaje, la cámara de la directora se vuelve casi documental (la película cruza ese formato con lo ficcional) para registrar ese territorio como si de una experiencia real se tratase. Es precisamente en esa apuesta formal donde Nomadland se impone, porque apuesta antes por la curiosidad del espectador que por los giros melodramáticos que la historia pueda tener. Es verdad que a veces Zhao se engolosina con la cámara y su película cae en ciertos preciosismos visuales, y que la música está usada de una manera un tanto invasiva. Pero son detalles de una película que por otra parte tiene para ofrecer un espíritu relajado y sosegado para enfrentar los muchos pesares que la atraviesan: desempleo, desamparo, muerte. Eso está presente y aporta un clima pesaroso, pero también está presente lo otro, la ruta, los caminos, que son rutas en tanto objeto explícito de la película, pero también opciones, que son las que Fern tuvo y parece tener. Y que son el gran tema de Nomadland. El personaje de David Strathairn aparece en el horizonte como una opción para la protagonista, pero también como la contradicción que a veces existe en determinadas posiciones. Puede que Zhao termine ofreciendo una salida políticamente correcta a la crisis del sistema (y de su protagonista), pero también es cierto que la película acepta que ese camino tiene sus complicaciones y que algunas decisiones tienen sus consecuencias.
DÓNDE ESTÁ EL ALMA Nadie podía esperar una versión de Pinocho a cargo de Matteo Garrone. No por su falta de talento (lo tiene y películas como Gomorra o Dogman lo demuestran), sino porque sus universos cinematográficos no parecían estar muy cerca de los cuentos de hadas. En Garrone sobresale una mirada sobre las relaciones de poder, sobre el mundo y su nivel de descomposición, en ocasiones acercándose al grotesco. En concreto podría haber elementos del cuento que se imbricaran con el registro del director, pero eso volvía a la película un producto algo inclasificable: ¿un Pinocho infantil que recordara al clásico de Disney o una versión más adulta? Se podría decir que Garrone intenta ambos, un poco aprovechándose de lo que gente como Tim Burton o Guillermo del Toro han hecho, especialmente en la generación de criaturas fantásticas. Pero los resultados finales, más cerca del barroco y absolutamente indefinidos en cuanto al tono, permiten ver una confusión que se traduce a una narración absolutamente deshilachada. La obra de Carlo Collodi es una de las más referenciadas en el cine, directa o indirectamente. De hecho, a comienzos de este siglo y luego del éxito de La vida es bella Roberto Benigni había filmado su Pinocho, interpretando en aquella oportunidad al muñeco. Ahora Benigni vuelve pero convertido en Gepetto, el carpintero que se vuelve padre del icónico muñeco de madera que cobra vida mágicamente. Los primeros minutos de la película son los que más se parecen al cine de Garrone desde la puesta en escena, el registro de una villa algo pobre, con personajes que subsisten entre la miseria: si hasta el mismísimo Gepetto anda dando un poco de lástima por un plato de comida. Pero la aparición de un tronco que se mueve solo, primero, y la repentina vida del muñeco que talla el carpintero, después, van poniendo las primeras pinceladas fantásticas de una historia que se irá sumergiendo progresivamente en el terreno de lo mágico, con la aparición de hadas, un Pepe Grillo algo avejentado y demás criaturas, entre humanizadas y animalizadas. Luego, lo que ya conocemos: Pinocho no irá a la escuela, terminará engañado por un par de ladinos que lo interceptan en la calle y la lucha del protagonista será entre el deber moral de convertirse en una buena persona o dejarse seducir por la fama y la riqueza hedonistas, tal vez sí uno de los temas propios del director. Garrone evita lo más posible la utilización del CGI y apuesta por los efectos de maquillaje y las caracterizaciones algo grotescas. Esa superficie artesanal que luce la película es saludable aunque riesgosa, porque requiere la construcción de un verosímil riguroso y creíble para el espectador. Y ahí es donde falla la película, porque nunca lo logra. A partir de esa distancia estética que Pinocho impone, el film de Garrone se hace difícil de seguir: hay situaciones que se repiten hasta el hartazgo, narrativamente se vuelve torpe y episódico, el humor es absolutamente infantil para el tono oscuro que el director pretende dar y la película es sorpresivamente liviana, dejando de lado las truculencias que incluso la versión Disney aceptaba. Esta Pinocho finalmente se construye sobre una contradicción: si es la historia de un muñeco de madera que tiene que encontrar su alma, precisamente eso es lo que le falta a la película. Espíritu, coraje para encontrar su personalidad y no ser una mera ilustración actualizada de lo que ya nos han contado.
UN POCO DE AMOR FRANCÉS Maria y Richard son pareja hace veinte años, pero parecen haber llegado a ese lugar con una idea diferente de lo que es la convivencia de largo aliento: mientras él se aferra a su pareja cada día más, ella se toma sus libertades y se enreda en amoríos puramente sexuales. Claro, ninguno le había comentado al otro cómo es que pensaron esa instancia de la vida. Por eso cuando él descubra una infidelidad de ella, la pareja se quebrará y Maria decidirá abandonar el departamento para hospedarse en una habitación del hotel de enfrente. Una idea que parece sumamente ridícula, pero que dentro de la lógica que maneja Christophe Honoré en su película es coherente: estamos ante una comedia, entre romántica y dramática, que juega con nociones psicoanalíticas pero con un dejo de farsa que sobrevuela todo. Así es como una vez que Maria se hospede en el hotel, llegarán a visitarla su esposo pero con la apariencia de cuando se conocieron, ex amantes, su madre, su abuela, una ex pareja de su esposo. Cuando Maria cierra la puerta de la habitación, Habitación 212 abre las puertas de una imaginación un poco irrefrenable: el relato ingresa en un territorio surrealista con fluidez pero sin demasiadas justificaciones. La película de Honoré es un principio un vodevil estimulante, con una protagonista que parece llevarse todo por delante (la primera escena es divertidísima), aunque velozmente pueda convertirse en un drama intenso. Ese es un anticipo de lo que vendrá, porque cuando los recuerdos se corporicen ante Maria la película rizará demasiado el rizo acertando y errando de manera constante, entre ideas que funcionan y son efectivas y otras que resultan redundantes o, cuando no, irritantes. Acierta Honoré cuando apuesta por la ligereza, cuando Maria parece tomarse poco en serio a sí misma y sus amantes se amontonan en la habitación hasta abarrotarla o cuando su conciencia se corporiza en una suerte de Charles Aznavour apócrifo. Son esas idas las que vuelven a Habitación 212 tan desconcertante como fascinante. Una película capaz de reflexionar sobre el paso del tiempo, sobre el amor y la convivencia de forma despreocupada y sin mirar ningún manual del lógica cinematográfica. ¿Por qué de repente los personajes aparecen charlando apoyados sobre una maqueta de la cuadra en la que viven? No hay demasiada explicación. Tal vez solo porque queda lindo y una linda imagen justifica todo. Las arbitrariedades en el cine funcionan cuando el tono es deliberadamente lúdico. Y Honoré lo olvida en determinado momento, abriendo el juego para que otras historias se apoderen del relato, perdiendo el centro de lo que estaba contando y poniéndose demasiado serio y rígido, como aceptando la suscripción de su película a una idea de “lo francés” o a lo que buena parte del público entiende por “lo francés”. Aunque puede que se trate también una ironía de Honoré, dueño de un sentido del humor particular. Llegada cierta instancia, uno ya no sabe bien qué creer de lo que está viendo. Y elige creer en Chiara Mastroianni, que le otorga la ligereza a su personaje que a veces la película le niega. Y también un poco cree en las canciones y en el buen gusto de Honoré para musicalizar, y para jugar al musical, aunque recurra a una balada tribunera de Barry Manilow. Si hay algo interesante de Habitación 212 es que no deja indiferente, aunque muchas veces eso signifique estar sentado ante la pantalla con un alto grado de irritación.
VIOLACIÓN, VENGANZA Y CANCHEREADA Los primeros minutos de Hermosa venganza son los mejores. Porque definen una propuesta estética, un concepto y una narración imprevisible en el buen sentido: no sabemos muy bien qué estamos viendo, pero de algún modo nos intriga. La tragedia de la película de Emerald Fennell es, precisamente, cómo va traicionando minuto a minuto todo eso que propone en el arranque. Lo primero que vemos son planos de hombres bailando en un boliche, planos que cierran sobre sus culos y sus braguetas, planos que sexualizan irónicamente el cuerpo masculino de una forma evidente y precisa, cuerpos comunes y corrientes mirados con ojo lascivo. A continuación, Cassie (Carey Mulligan en una actuación vigorosa, poco habitual en su carrera) entra en escena, totalmente borracha, desparramada en un sillón del boliche, dispuesta como presa de aquel grupo de hombres. Uno termina aprovechándose de ella y llevándola a su departamento. Y ahí Hermosa venganza dispone la primera sorpresa, Cassie pasa de víctima a victimaria y demuestra que no solo estaba dominando la situación, sino que además todo estaba pensado en función de una venganza feminista contra el hombre misógino. Fennell parece prometernos un viaje hacia una película de violación y venganza (aunque dentro de la estructura de cine indie), un subgénero del cine de terror de los 70’s que hoy, dada la agenda temática que maneja Hollywood, podría reinstalarse plenamente. Claro que Fennell tiene un problema, ella se cree superior a quienes dirigían aquellas películas y cree que puede hacer algo mejor, incluso que su responsabilidad social ante el público es otra (porque hoy la gente que hace cine se hace esos planteos). Es entonces que Hermosa venganza elude la responsabilidad gore y desprejuiciada de aquellas películas, para convertirse en otra cosa, fundamentalmente en una película sin un tono preciso, sin una idea concreta de cómo contar lo que tiene que contar. Se podrá decir que esa poca homogeneidad conceptual es una apuesta de la directora para sorprender al espectador, pero en verdad se trata de un recorrido astuto, más ingenioso que inteligente, para aprovecharse de los temas de debate del presente e instalar a su película en un lugar de importancia que prescinde del cine. Tan mal no le fue, Hermosa venganza avanza sin problemas en la temporada de premios. Lo que en un comienzo parece una selección aleatoria de Cassie, luego se vuelve un plan, un sistema: en verdad la protagonista lo que busca es vengar un crimen sexual del pasado que la dejó congelada en su adolescencia y hacia allí va, buscando a todos los que estuvieron involucrados. Un poco la película dice eso, cómo una tragedia nos puede dejar atrapados en ese pasado, pero Fennell prontamente desecha ese conflicto interesante para volver al camino vengativo, que tiene sus desvíos y sus contradicciones, pero que avanza firme. El problema de cuando se revela ese sistema que aplica la protagonista es que la propia película se vuelve un sistema, ahora sí previsible, que recurre a lo colorido y al humor negro como una carta de presentación ideal para una generación que cree más en los eslóganes que en lo concreto, una canchereada constante que no tiene la valentía de volverse lo decididamente espesa que se supone a sí misma. Un poco Hermosa venganza es la película feminista ideal para la era de las redes sociales y el hashtag, como Natalia Oreiro puteando taxistas en Re loca. Ahora bien, lo que no vimos venir es el final que elige Fennell para su historia y su protagonista. O el doble final, mejor dicho. El primero de ellos es feo y trágico, y que en los parámetros del propio film supone una derrota, que en todo caso sería un poco más preciso y hasta definiría mejor el estado de las cosas, más allá de algunos cambios de tono innecesarios que demuestran otra vez la confusión general de la película (hay un chiste por montaje que es la cumbre de la tontería y la canallada). El segundo final no solo es insostenible narrativamente, sino que además deja entrever algunas contradicciones no asumidas de la directora y guionista. ¿La justicia solo se puede imponer a partir de un sacrificio? ¿Esa justicia que llega desde una suerte de más allá 2.0 no se parece demasiado a la justicia divina? ¿Es esa la justicia que necesitaban Cassie y su causa? ¿Esto es lo que hay que celebrar? Ese doble final de Hermosa venganza es un poco vergonzoso y demuestra el desboque que suelen tener algunos guionistas puestos a directores, sin límites y rizando el rizo de una manera innecesaria. Hermosa venganza era una oportunidad de darle una rara centralidad a un subgénero complicado e incómodo, pero a la directora la pudo más su apuesta por la provocación, la canchereada constante, la misantropía y el cinismo.
CONCIENCIA CON CINE Una voz en off un tanto poética y molesta nos pone en situación sobre lo que vamos a ver en el documental: un relato sobre la forma en que nuestra conexión con la naturaleza termina siendo nociva y hacia dónde deberíamos ir; o tal vez volver, porque en definitiva la clave parece estar en los orígenes de la humanidad y no tanto en ese difuso horizonte al que nos dirigimos. Por suerte, el documental de Juan Baldana abandona rápido esa voz en off y se propone a resumir a partir de la imagen, que encuentra en el montaje paralelo no solo una manera de darle ritmo interno al relato, sino también una homogenización a la experiencia que lleva adelante un grupo de ambientalistas en la yunga jujeña, dictando cursos y asistiendo a los pobladores sobre métodos de producción natural que conectan además con la posibilidad de hacer de eso una fuente de ingresos. Sintientes carece de un marco explicativo. No nos indica enfáticamente quiénes son esas personas que instruyen a los pobladores ni cómo llevan adelante su tarea. Elude la parte institucional y va a fondo sobre los cursos que dictan y los métodos de aprendizaje: formas ecológicas de tratar residuos; construcción con barro; producción de indumentaria; alimentos y esencias naturales; alfarería; apicultura. Las tareas y las enseñanzas son múltiples, y todas tienen un mismo motivo: las materias primas con las que se trabaja están todas ahí, en la naturaleza que rodea a la población. Y el fin, que no elude lo material y es eminentemente económico (porque no hay ingenuidad al respecto), apunta a construir economías sociales y regionales, producciones autóctonas centradas en una forma de trabajo colaborativa, única e intransferible. A pesar de que los métodos de aprendizaje están siempre presentes en el documental, Baldana deja de lado cualquier didactismo para apuntalar lo empírico, la comprobación enfática de que otras formas son posibles. Los discursos, que solo están en el prólogo y el epílogo, dan lugar a la puesta en práctica y a la evidencia: se elude el testimonio a cámara o el busto parlante. En eso es fundamental el montaje: las imágenes se suceden sin un orden cronológico, ni siquiera se distingue por actividad. El ordenamiento es fragmentario, integrando una especialidad con la otra, como una masa de ideas y aportes que hacen sistema. Es eso lo que le da sentido a la experiencia, pero fundamentalmente al registro de esa experiencia. Porque Sintientes no solo busca generar conciencia desde el espíritu bienpensante, sino que sabe que el cine es también un espectáculo que hay que alimentar. El documental de Baldana es el registro de esos cursos y talleres, pero también una película estimulante sobre los procesos educativos.