LA HISTORIA INTERMINABLE El deseo es el tema central de Mujer Maravilla 1984. El deseo de grandeza, de notoriedad, de superación, de no perder lo amado, y de aquello que hacemos para cumplirlo. Todo arranca con una pequeña Diana Prince queriendo ganar una suerte de decatlón de las amazonas y haciendo trampa. Ahí llegará la enseñanza y la moraleja, que la película de Patty Jenkins aplicará con carácter circular cuando los villanos, hacia el final, descubran que todo se les fue de las manos por desear demasiado. Lo mismo que le pasa casualmente a la película, que queriendo ser un gran espectáculo, una película inmensa y operística, no puede ser más que un bodoque de interminables e innecesarios 151 minutos. Mujer Maravilla 1984 retoma el camino errático de la producción de DC que, casualmente, se había quebrado con la anterior película de Mujer Maravilla. Aquel había sido un relato mucho más clásico, con personajes carismáticos y una acción que no se desbocaba como en el iconoclasta cine de Zack Snyder (cabeza principal de toda esta franquicia de superhéroes), además de instalar una heroína con buenas credenciales como Gal Gadot. Luego vinieron películas mucho más amables como Aquaman o Shazam!, y el destino de estos personajes parecía encontrar un rumbo. Pero el deseo, el maldito deseo, engolosinó nuevamente a la compañía y entregó otra película de esas de las que uno se quiere ir a los pocos minutos. Ya no es cuestión de discutir la lógica de algunas situaciones (el regreso del personaje de Chris Pine, por ejemplo), sino de descubrir el estiramiento progresivo de una película que tiene muy poco para contar y sin embargo sigue, y sigue, y sigue. Un film con escasas y poco imaginativas -salvo una antojadiza persecución por Egipto- secuencias de acción, y con conflictos pobres que no llenan el vacío de sus tiempos muertos. Seguramente uno de los problemas de Mujer Maravilla 1984 sea la construcción de sus villanos. Pedro Pascal y Kristen Wiig son dos intérpretes notables, pero aquí poco pueden hacer con personajes mal construidos y pobremente desarrollados. A esta altura no pasa porque ambos suenen a reescrituras de villanos anteriores (sobre todo la Barbara Minerva de Wiig, que es demasiado parecida a la Selina Kyle de Batman vuelve), si no a que sus conflictos son tan mínimos y se van fragmentando tanto en el tiempo, que la película no puede ser más que un loop de unos pocos minutos que se repiten agotadoramente. Seguramente el Maxwell Lord de Pascal tenía un sentido para el estreno original de la película, un empresario ochentoso que era un tiro por elevación a Donald Trump y que hoy, pasada la elección presidencial en Estados Unidos, luce un poco a destiempo como gesto político. Para colmo de males, todos los personajes se expresan tanto a través de sus frustraciones (incluso Diana y su amor imposible) que hace ver a Mujer Maravilla 1984 como una película un poco antipática, imposibilitando la empatía del espectador. Hacia el final, todo se vuelve bochornoso, con situaciones estiradas hasta lo imposible y un espíritu demasiado reblandecido en el que los malos al fin de cuentas no son tan malos, y merecen una nueva oportunidad (un mal de estos tiempos del cine sin villanos)… aunque no haya consecuencias aparentes sobre lo ocurrido y todo se vuelve absolutamente poco rigurosos, incluso para el género. Y uno desea y desea que la película termine. Pero, claro, cuidado con lo que se desea: puede que esta película aburridísima no termine nunca más.
NORMA DESMOND EN CASILLA RODANTE Charlotte es una vieja diva española del cine a la que se le ha pasado su era dorada y ya nadie parece recordar. Vive en Argentina en una mansión que no puede mantener, junto a un asistente de origen asiático que no solo hace las veces de improbable secretario, sino además de sostén psicológico ante una decadencia que ella niega a aceptar. Pero la llegada a Paraguay del director con el que vivió sus años de gloria, quien anuncia que va a rodar su última película, un proyecto que además la involucra emocionalmente, la pone en movimiento y con el deseo de viajar para obtener ese papel que la devuelva al ruedo. Claramente el paso del tiempo y su negación es el centro de Charlotte, no solo por la premisa sino por otros temas que irán surgiendo más adelante durante la peripecia de sus personajes. Pero lejos de volverse excesivamente metalingüística o trágica, como muchas películas sobre el cine dentro del cine, la de Simón Franco elige ser una comedia, que abreva en diversas superficies estéticas (lo kitsch, lo pop, lo absurdo, lo melodramático) sin encontrar un rumbo adecuado, aunque siempre moviéndose para no estancarse, como su personaje principal. Como una Norma Desmond en casilla rodante, Charlotte emprende el viaje junto a su asistente. Franco elige algunos tópicos de las road movie, sin que su película específicamente lo sea: hay destinos intermedios, un aprendizaje que surge del tránsito por la ruta y el cruce con personajes que se irán incorporando, como una joven boxeadora paraguaya que verá la oportunidad para regresar a su país. Sin embargo, la atención estará puesta en el destino, en qué pasará con la diva una vez que llegue al lugar y trate de conseguir ese papel por el que viajó. Es verdad que Franco lo intenta todo, desde ideas muy absurdas, hasta un vínculo entre Charlotte y su asistente que se pasea por los límites de la comedia de enredos, una apuesta por los colores de tono pastel que le da un aspecto visual singular a la película y hasta la utilización de un tema de la banda Miranda! como definición más perfecta de su espíritu. Pero como las intenciones no lo son todo en el cine, Charlotte no termina de acertar debido a algunas fallas en la ejecución de ese mundo que intenta ser autónomo y funcionar con reglas propias. Especialmente las actuaciones, que salvo en el caso de la enorme Angela Molina, no parecen manejar adecuadamente la cuerda del absurdo que rige todo. Pero como decíamos, está Angela Molina. Actriz de enorme trayectoria y talento, fundamentalmente lo que se impone aquí es su presencia como esa Charlotte dispuesta a no dejarse llevar por los embates del paso del tiempo y que termina cohesionando todos los elementos dispersos que integran la película. Personaje que desde la actitud decide que el encierro no es la solución y sale a la ruta, en búsqueda, en viaje constante. Se podría decir que Charlotte es una película que tiene en su interior a un personaje interesantísimo, pero que por cierta ambición se desvía innecesariamente en otros destinos. Finalmente es el último plano el que termina por darle centralidad a lo que debía contar y pone nuevamente a Molina con su presencia cinematográfica en el frente, como una supernova absorbiendo toda la energía y las emociones.
CRIATURAS SALVAJES Y AMANSADAS Tom y Jerry son dos de los personajes animados más entrañables de todos los tiempos, creados allá por los años 40’s por William Hanna y Joseph Barbera, y con muchas idas y vueltas en su producción a lo largo de varias décadas. La estética de este cartoon tuvo bastantes cambios, relacionados preferentemente con el estilo de los animadores: hay quienes ponen por encima de todos a los creados por el notable Chuck Jones allá por los 60’s. De todos modos, Tom y Jerry es un cartoon que en sus diversas experiencias (y hablamos siempre de su formato corto) explotó acertadamente el concepto del humor slapstick, llevando la confrontación entre el gato y el ratón a un grado de violencia inusitada. Hablamos de esa violencia caricaturesca, hiperbólica, salvaje y sumamente divertida de los dibujos animados; esa que hoy está prohibida por la mala influencia hacia los niños. Hoy ese universo está de vuelta a medias en un fallido film dirigido por Tim Story. El cine ha intentado siempre reproducir la estética del cartoon clásico con resultados dispares. Piezas pensadas para una resolución corta, la extensión del largometraje no parece el mejor territorio para explorar este tipo de historias que dependen muchísimo del efecto logrado entre espacio y tiempo. Todo esto, sin nombrar el talento de los animadores, que fueron los verdaderos inventores de todo un mundo fascinante que ha dejado una herencia feliz y saludable, la cual se puede rastrear incluso en producciones que no recurren a la animación. Ahora bien, Warner, que ha sido una de las factorías fundamentales de aquella animación clásica, ha logrado en el presente construir un universo de cine animado sólido y actual en materia de lenguaje, especialmente con las películas que provienen del universo de los LEGO, verdaderas fiestas pop plagadas de niveles de textura e interpretación. En ese sentido resultan decepcionantes los resultados de esta Tom y Jerry, una película que también intenta actualizar a los clásicos personajes, pero sin darles vuelo o acertar con la autoconsciencia de un tipo de humor que hoy se encuentra vedado por buena parte de la cultura de la cancelación: con la pelea híper-violenta reducida a su mínima expresión, verdadero fuerte de estas criaturas salvajes, la gracia queda resumida a alguno pocos buenos chistes y al carisma del ratón y del gato que es, sí, inoxidable. A Tom y Jerry los han hecho hablar, también han mostrado sus orígenes, sus infancias, y las experiencias fueron un desastre. Ahora es el turno de ponerlos a interactuar en el mundo real, con actores y actrices de carne y hueso. La experiencia, lejos de ser un desastre, tampoco alcanza para recuperar el espíritu subversivo de aquellos cortometrajes. Kayla (Chloë Grace Moretz) ingresa a trabajar, haciendo trampa, en un importante hotel justo el fin de semana en el que el lugar va a ser sede de un importante evento social, el casamiento de una pareja de la farándula. Momento, además, en el que Jerry y Tom andan vagando por la ciudad y terminan renovando su histórico conflicto por esas instalaciones. La película hace algo interesante, además de mantener la mudez de los dos protagonistas, que es poner a los personajes a rodar sin mediar explicaciones: no se nos indica quiénes son, ni por qué pelean, son un ratón y un gato con historia y lo que el público quiere ver es cómo se enfrentan hasta los límites de lo imprevisible. El problema principal de la película es la animación, personajes digitales pero pensados en dos dimensiones, carentes de una superficie que haga creíble su interacción con el entorno. Y más allá de eso, de un apartado técnico que no termina de funcionar, hay una reflexión acerca de un mundo que ya parece incompatible con el presente (ese de la violencia gráfica de los dibujos animados de antes) y que podría ser suficiente justificativo para traer de nuevo a los personajes. Lo cierto es que la crítica resulta tibia o cae en saco roto cuando hacia el final apela a los buenos sentimientos de estos dos enemigos antológicos, amansándolos demasiados. Tom y Jerry utiliza todos los recursos cómicos de los dibujos clásicos, algunas veces con pereza y otras tantas con imaginación. Y ese es tal vez un inconveniente al que el cine no parece encontrarle la vuelta: recuperar estos personajes creando algo novedoso y sin tener que caer en chistes que ya fueron homenajeados y agotados (eso que Matt Groening logró con Tomy y Dally, por ejemplo). En el marco de una medianía que tampoco ofende, lo mejor que tiene la película es el gerente del hotel interpretado por Rob Delaney, ese sí un verdadero invento que tiene el espíritu lunático de la mejor animación.
ENTRE LA AVENTURA Y EL DEBER Al igual que los últimos grandes personajes femeninos del Disney animado, los de Enredados, Frozen y Moana, en Raya y el último dragón tenemos una protagonista aventurera e independiente, que se desmarca del concepto histórico con el que la compañía había retratado a las mujeres. Es verdad que se viene ensayando este movimiento desde hace años, pero recién en estos últimos tiempos los resultados son más estimulantes. Ya no son princesas, o sí lo son se manifiestan de manera diferente: Raya, por ejemplo, y luego de ver el comportamiento de unos niños con los que comparte su travesía, confiesa que no quiere tener hijos. Es una línea de diálogo humorística, que nace sin ser forzada y como consecuencia de lo que indica el momento. Y es una escena que sirve como síntesis y muestra de cómo estas películas de Disney aciertan cuando logran que el discurso quede en un segundo plano y se exprese por medio de la acción. En realidad esto que señalamos es una regla general del cine, pero en la producción animada destinada a un público infantil o adolescente es más relevante por el carácter didáctico que termina gobernando todo el concepto. En ese camino, Raya y el último dragón hace todo lo posible por desmarcarse del mensaje subrayado hasta que ya no puede más, y ahí exhibe sus límites. Raya vaga por un mundo distópico, luego de que su padre haya sido traicionado por los líderes de otras tribus y se hayan quedado con partes de una esfera que parece mantener cierta equidad en el mundo. El padre de Raya abona la idea de un mundo integrado, de convivencia alegre y sin distingos entre diferentes. El tema es que a partir de aquella traición, unas deshumanizadas criaturas terminan gobernando el universo, convirtiendo en estatua a todo aquel que se le interponga. Raya es una sobreviviente y la encargada de recuperar el costado humano de ese universo. Y durante un buen rato la película de Don Hall y Carlos López Estrada es ese viaje de la protagonista, la aventura tratando de encontrar al último dragón y recuperar las partes de la esfera que devuelvan el carácter humano del paisaje. Hay un componente interesante en la protagonista, que es su carácter desconfiado acerca de la posibilidad de cambio de los demás. Eso la vuelve compleja, pero también antipática, y el viaje será fundamentalmente un aprendizaje para ella. El drama, a la vez que el riesgo de la película, es que esa antipatía que evidencia la protagonista es difícil de empatizar y eso vuelve un poco intrascendente su conflicto principal. Por eso la película cuando funciona mejor es cuando acumula personajes secundarios, esa pandilla de solitarios que termina acompañando a Raya, especialmente una dragona que es toda una revelación cómica y es la gran invención del film. Así, durante algo más de una hora Raya y el último dragón es la explicación de un mundo, su puesta en práctica a través del movimiento y la construcción de un grupo humano de personajes encantadores. La acción se imbrica con el humor y, sumado a la capacidad técnica de Disney, se construyen secuencias increíbles tanto por lo creativas como por lo bellas. Ahora bien, hacia el final, el discurso acerca de la tolerancia y confiar en el otro se termina imponiendo con un nivel de subrayado innecesario. Los personajes pierden su encanto y se convierten en meras fichas de un tablero donde se explican las emociones y los sentimientos. Y, para peor, la película sucumbe a ese mal contemporáneo del cine animado que insiste en erradicar el mal del mundo negándolo. Si recordamos buena parte del cine animado de Disney es por sus villanos y lo que están haciendo con esta operación pasteurizante es eliminar sus rasgos distintivos, aquello que no solo nos hace comprender el mal sino también la necesidad de rebelarse de nuestros héroes y heroínas. Raya y el último dragón, que había ofrecido varias secuencias delirantes y llenas de humor, termina como una publicidad de Benetton.
UN DOCUMENTAL MÁS El documental de Juan Pablo Ruiz sigue a tres generaciones de mujeres coya. Felipa Zerpa, la nieta, se comunica con su madre, Cornelia Yurquina, para comentarle un sueño que tuvo y que involucra a su abuela. Y así parten hacia ese recóndito lugar y al encuentro de la anciana, Micaela Chauque, primer eslabón de un árbol genealógico que de nieta a abuela va profundizando su contacto con el entorno en el imponente noroeste argentino. Documental de observación, Cerro Quemado le da protagonismo a los rituales de estas mujeres como una forma de mantener viva una tradición. Detalle fundamental de una película que terminará denunciando la violencia con que irrumpieron en el lugar empresas vinculadas con la producción de azúcar, corriendo a todos los habitantes y apropiándose de la región. Si bien el seguimiento de esos rituales -manufacturas, elaboraciones caseras, tareas agrarias- requiere de una cámara atenta a los detalles, Ruiz propone desde la puesta en escena un acercamiento extremo a los rostros de sus protagonistas por medio del primer plano. Puede ser un recurso un poco agotador, pero también es coherente con la intención de darle visibilidad a una experiencia humana inusitada. Ampliar el plano, minimizar la presencia de esas mujeres dentro del encuadre, podría llevar no solo a la relativización de lo que se observa sino, además, a una apuesta por un paisajismo que funcione como un abismo de banalidad; ese mal de muchos documentales, por otra parte. Cerro Quemado tiene una fotografía imponente y un aspecto visual destacado, que en algunos momentos se acerca a una idea de poesía audiovisual algo festivalera, pero que encuentra sus límites y se aleja del preciosismo fatuo. Sin embargo la película de Ruiz tienen sus problemas: la decisión de sustraer tanta información y depositar todo el peso en las imágenes, en la observación y en el plano cerrado que invisibiliza el contexto, obliga a que esa denuncia de la que hablábamos en el primer párrafo tenga que ser puesta en texto antes de los créditos finales. La película no encuentra del todo una idea formal o narrativa que exponga esa tragedia social a la que se enfrentan los personajes. En definitiva, y más allá de algunas imágenes realmente bellas, termina siendo un documental de observación más.
PASARON COSAS Cuando termina Tenet, luego de sus extensos 150 minutos, uno se queda pensando que pasaron cosas. No sabe bien por qué, ni para qué, pero que pasaron… pasaron: hubo tiros, explosiones, persecuciones automovilísticas, ejércitos luchando contra algo que nunca entendemos, escenas de acción contadas de acá para allá y de allá para acá, villanos con planes megalómanos, héroes unidimensionales que solo desean salvar el mundo, una historia de amistad y otra historia de amor. Christopher Nolan, como es ya habitual, no se priva de nada y demuestra tener una libertad infrecuente dentro de la industria del cine a la hora de planificar sus películas. Ahora bien… el para qué desea esa libertad es otro misterio. Tenet, un MacGuffin (una tomada de pelo en verdad) de dos horas y media que es otra de sus películas de diseño, frías y calculadas, desapasionadas, vacías, innecesariamente enroscadas, que temen decir de una lo que quieren decir y dan piruetas inverosímiles para no convertirse en un cine emocionante y vibrante. Eso -supone Nolan- no está bien ni está a su altura. Tengo la impresión que por primera vez en toda su vida el director de El origen tenía entre manos una idea divertida. En primera instancia digamos que es casi imposible explicar la premisa, y eso no es un defecto. Claro, si Nolan fuera un tipo que se animara a ir por lo lúdico ese disparate serviría para una aventura grandiosa. Pero no. En Tenet tenemos a un mafioso ruso que posee una energía capaz de generar loops temporales, donde los personajes se enfrentan a otros personajes que van en sentido inverso en una lógica insostenible que no se puede justificar del todo, pero que la convierte en una película duplicada que se va viendo en espejo. Eso, lo de la justificación, también sería lo de menos. Porque a Nolan en verdad lo puede su sueño de Maestro Siruela y en vez de ponerse a jugar, se pone a tirar sentencias absurdas o a explicar el dispositivo enroscado y torpe que ha construido. Porque Tenet, como la mayoría de sus films, necesita poner personajes a explicar lo que sucede o lo que van a hacer. Nolan es llamativamente torpe y sus películas son decididamente inútiles. Y es curioso cómo busca rehacer aquí el cine a lo James Bond (algo de eso había intentado en fragmentos de El origen), pero solo saca de ahí algo conceptual. Para el director las películas de James Bond fueron importantes porque el agente 007 andaba de traje. De la alegría, el disparate y la aventura, nada. Uno podría pensar que en verdad Nolan se está divirtiendo, y que es dueño de un sentido de la diversión que el resto de los mortales no tenemos. Ahora bien, un par de diálogos dejan al descubierto la conciencia de sus actos y lo pretencioso que es. En El origen, que se pretendía una reflexión sobre los sueños, uno de los personajes le decía a otro que “pensara en grande” y en vez de un arma pequeña sacaba un arma más grande. Es curioso, porque aún dentro de un sueño el personaje no dejaba de pensar con reglas de combate más bien terrenales. ¿Por qué no agarraba… no sé… un Scania y se lo tiraba por la cabeza a su contrincante? En Tenet sucede lo mismo con una línea que la condena: “No trates de entenderlo. Siéntelo”, le dice alguien al protagonista (y el protagonista se llama El Protagonista) cuando quiere buscarle una explicación a lo que sucede. De ahí en adelante, Tenet se convertiría en la imposibilidad de esa sentencia: nada se puede sentir en una película que es una planicie sin emoción alguna. Nolan le hace decir a sus personajes cosas muy cancheras, que no puede sostener formalmente porque su cine es todo lo contrario de la libertad. Tenet es una cruza entre Memento y El origen, sin la sorpresa de la primera ni la potencia visual de la segunda. El nuevo acto de un mago debilitado al que ya se le notan todos los trucos. Tal vez por esa decadencia, y aunque Tenet es infinitamente peor que las películas mencionadas anteriormente, es que uno se enoja menos con esta berreteada soporífera. Lo único que lamento es el tiempo perdido y el no haberme cruzado al minuto 75 con mi otro yo que estuviera mirando Tenet en el sentido inverso, para avisarme que esto no tenía la más mínima salvación.
SUEÑO MAR DEL PLATA Un matrimonio y sus cuatro hijos van en su coche por la ruta, en dirección a Mar del Plata para pasar unos días de vacaciones. Pero lejos del leitmotiv alegre con el que la ciudad ha sido identificada históricamente, un balneario para la familia tradicional argentina, la música de Azul el mar se acerca más a la atmósfera de una película de terror. En su ópera prima, la directora Sabrina Moreno reúne algunos recuerdos de su infancia para reflexionar sobre la convivencia, los roles que cumplen los hombres y las mujeres en la construcción de una familia y la angustia existencial de una mujer que encuentra en su entorno una serie de símbolos oscuros sobre su presente. De alguna manera se vincula con Sueño Florianópolis, reciente film de Ana Katz en el que las vacaciones de una familia eran el telón de fondo para el derrumbe de determinadas estructuras; y que casualmente también estaba ambientada en un pasado no tan distante. Sin embargo, mientras Katz jugaba con los códigos de la comedia costumbrista, Moreno se acerca más al drama intimista y al cine experimental a partir del uso expresivo del sonido, la música y el montaje. La protagonista es Lola (Umbra Colombo), una profesional de la medicina que se siente un poco estancada en su vida y en su trabajo: cuando manifiesta que podría conseguir más horas, su esposo Ricardo (Beto Bernuez) se muestra bastante desinteresado en su progreso laboral. Pero esa parece ser apenas la punta del iceberg de algo que iremos descubriendo a medida que avanza Azul el mar, o que iremos intuyendo puesto que la película muestra una deliberada intención por la simbólico antes que por lo explícito. Lola, un poco confundida y azotada por una naturaleza que parece querer decirle algo, será estimulada con las olas que golpean una y mil veces contra la costa, por las nubes oscuras que prometen tormentas, por la espuma del mar a la deriva entre las rocas. O será atravesada por ralentis que la muestran perdida, con fundidos y paseos en paisajes extraños, o saltos temporales que profundizan el extrañamiento. Moreno no ahorra en recursos cinematográficos o simbólicos, y si bien se agradece su confianza en que el espectador pueda desentrañar el misterio que es su protagonista, lo cierto es que en una película de apenas 65 minutos muchas veces esos recursos aparecen repetitivos o excesivos. En Azul el mar el viaje y las vacaciones, lejos de significar el aprovechamiento del tiempo libre y la reunificación de la familia, operan como elementos que profundizan la distancia entre Lola y Ricardo. Por momentos, Moreno acierta cuando despersonaliza a los cuatro hijos y los vuelve un concepto (la familia) que se mueve al costado de la experiencia de los dos personajes adultos. Como si de repente eso que está la vista del espectador no lo estuviera a la de los hijos, aunque a una de las chicas algunos aromas le den náuseas. Como explica Ricardo en algún momento, el mar en verdad no tiene color aunque lo veamos azul. Esas son las percepciones que Moreno pretende convertir en la caligrafía de su película, percepciones que a veces son sutiles y otras tantas una carga algo barroca de simbolismos. Desde la gravedad y la reiteración de algunos de sus recursos, Azul el mar carga tanto las tintas que, cuando todo se resuelve, termina siendo demasiado anecdótica para lo que sus ambiciones formales señalan.
QUE LA MÚSICA NO PARE (POR FAVOR) Los primeros minutos de Trolls 2: World Tour son un torbellino. La película arranca con todo, imponiéndose a través del color y las canciones, pero también con humor de impecable timing y un uso amplio de las posibilidades de la animación. En serio, es arrollador y nos pasa por encima como una bola espejada de colores y sonidos, aunque lo realmente positivos es que nunca se olvida de convertir esos estímulos en comedia de la buena. Si la primera parte había sorprendido precisamente por un espíritu pop que atravesaba con coherencia la propia materia de la película, el comienzo de Trolls 2: World Tour promete llevar aquello a un lugar mucho más alocado. Es como si los aciertos de la original se volvieran concepto y la película de Walt Dohrn y David P. Smith obviara lo narrativo para volverse una superficie propicia para la experimentación sin límites de las formas, el color y la música. Pero el comienzo de Trolls 2: World Tour es apenas una ilusión; una suerte de extensión de la primera parte que se agota inmediatamente para volverse una enseñanza de vida en movimiento. En esta secuela se construye una genealogía de los trolls, en la que se cuenta cómo se dividieron en diferentes comunidades distanciadas por sus gustos musicales. Está la tierra de la música clásica, la de la música country, la del soul, la del pop y -claro que sí- la del rock. Y precisamente son los rockeros los villanos de la película, quienes buscan imponer su estilo a las otras comunidades hasta hacerlas desaparecer. No está mal esa premisa, retomar conflictos clásicos y universales pero reconvertirlos a partir de los géneros musicales. Tal vez uno de los inconvenientes de la película sea el hecho de tener que explicar un poco su universo, lo que la lleva inevitablemente a detener la acción. Trolls 2: World Tour es una película que funciona mucho mejor cuando la música no para, cuando los chistes se cuentan a un ritmo veloz, aunque por momentos pueda resultar un poco agotadora la experiencia. La original Trolls era consciente de algo fundamental: la música pop, las canciones, por medio de sus letras, le evitaban a los personajes decir aquello que de otra forma podía volverse demasiado subrayado. Pero en Trolls 2: World Tour las canciones cumplen un rol más ilustrativo que narrativo, por lo que a la hora de resolver sus conflictos no puede evitar ponerse discursiva y aforística. El discurso de la película va sobre los diferentes y la necesidad de aceptar al otro, incluso con algunas reflexiones interesantes. Y no está mal, pero también es cierto que se vuelve demasiado repetida en relación a lo que ya se había expuesto en la anterior: no hay progresión, solo una sumatoria efectista de recursos ya expresados. Con el avance de los minutos, Trolls 2: World Tour convierte su arranque arrollador en algo más caótico pero menos divertido, como si se buscara contener la anarquía y aplicarla a su discurso. Esa fricción es la que termina convirtiendo a la película en una suerte de globo de colores, que siempre amenaza con estallar pero nunca lo hace por más que lo aparente de manera ruidosa.
PINTO ESQUINA CAMPUSANO Por universos retratados, por geografías recorridas, por valorización de personajes habitualmente marginados y por un tipo de crudeza distintiva dentro del panorama del cine nacional, en algún momento los caminos de Eduardo Pinto (Caño dorado, Corralón) y José Celestino Campusano (Vikingo, Vil romance) se iban a cruzar. Claro que hay diferencias, mientras Pinto trabaja una mirada distante a través de los géneros cinematográficos y con una estética relacionada claramente con la ficción, en el caso de Campusano se bordea lo documental con actores no profesionales y una intención social, en un cine que busca ser verista a riesgo de caer en subrayados. Claro que hay diferencias entre ambas propuestas: ¿qué pasaría si de pronto Campusano confiara en intérpretes profesionales para jugar sus personajes extremos? Sector Vip es finalmente la intersección donde los caminos se encuentran, con Pinto oficiando como director y Capusano, como productor. Y es la película que pone en crisis algunos discursos, demostrando la imposibilidad de llevarlos a cabo por otros medios. Fácilmente Sector Vip podría haber sido una película de Campusano. Hay una generalización subrayada de determinados sectores: el periodismo, los relacionistas públicos, las chicas que quieren llegar a la fama, los tipos que merodean la noche. Todos vueltos caricaturas sin mayor sutileza. Es verdad que no suelen ser los ámbitos que el director de El azote frecuenta en sus películas, pero suelen aparecer por omisión en su retrato de criaturas marginadas y oprimidas, incluso como personajes muy secundarios. Es ese poder frívolo que Campusano repele y al que no puede darle siquiera una cara. Pinto, por contrario, suele trabajar esos contrastes, los exacerba traspasando límites que pueden llegar al grotesco y a una suerte de horror social bastante sórdido, como ocurría en Corralón. Y en su trama que cruza a una piba de pueblo que quiere ser famosa, un inescrupuloso RRPP de la noche porteña y un periodista en decadencia, Sector Vip no solo se vuelve un Pinto excesivo, sino también un Campusano que vuela por los aires. Y el poder hiperbólico de ambas miradas no hace más que construir un relato demasiado simplista sobre cómo funcionan las cosas en algunos estamentos del poder. Hay una falta de rigor que se impone por la necesidad de poner en primer plano los discursos, de señalar constantemente una corrupción sistemática que vuelve títeres a todos. Hay misantropía disfrazada de buenas intenciones, con giros insostenibles y un maratón de personajes horribles. Y si bien podría ser una película de Campusano, queda claro aquí que ese aspecto profesional de intérpretes reconocidos vuelve todo un poco más falso.
EL CROSSOVER MENOS PENSADO Luego de las dos versiones de acción real (sí sí, con mucho CGI) dirigidas por el inimputable de Raja Gosnell, el universo de Scooby-Doo había quedado reservado a productos televisivos muy menores. Pero como la legión de cuarentones que gobiernan hoy la producción audiovisual no descansa, la emoción nostálgica presiona para que volvamos a encontrarnos con el gran danés miedoso, su dueño Shaggy y el resto de la pandilla de especialistas en misterios: Velma, Daphne y Fred. Sin embargo ¡Scooby!, la película animada de Warner, no solo es un reboot que intenta volver a los orígenes del material, aquí atravesado por lo digital, sino también un impensado crossover del universo animado de la productora Hanna-Barbera, con la aparición de personajes como Halcón Azul y Dinamita, el perro maravilla, Pierre Nodoyuna o el Capitán Cavernícola, más algunos guiños que aparecen por allí como una marquesina con el nombre Pebbles. Más allá de lo atolondrado de todo el conjunto, hay una falta de ambiciones que se agradece y que le otorgan a la película un aire leve que la convierten en un amable entretenimiento. El director de ¡Scooby! es Tony Cervone, con experiencia en algunos especiales de Tom y Jerry para televisión, también de Scooby-Doo o de los Looney Tunes. Evidentemente hay un conocimiento que lo vuelve ideal para hacerse cargo de esta película, que fusiona un poco la ingenuidad pop de los productos de Hanna-Barbera con la velocidad y el humor físico de las producciones de Warner. Hay un uso de los colores (verdes, violetas) que intenta recuperar algo de la estética de aquellas animaciones de los 70’s y una apuesta por el humor meta-textual que busca dialogar con el público actual. En ese sentido algunas cosas funciona, como cierto chiste sobre Netflix, y otras lucen decididamente forzadas (y destinadas a un público demasiado puntual), como la aparición de Simon Cowell, uno de esos jurados de concursos televisivos, haciendo de sí mismo. Lo que mejor funciona en ¡Scooby! desde una perspectiva cinematográfica es el prólogo, que narra el encuentro de Shaggy con Scooby-Doo y la conformación del grupo de amigos en el marco de Halloween: se fusiona el respeto a la lógica de la serie original a la vez que se trabajan los sentimientos de los personajes con calidez. A partir de ahí la película se convierte en una aventura más cercana al cine de superhéroes que al divertido juego con el terror que ostentaba la producción de Hanna-Barbera. Ahora bien, detrás de la recuperación de Scooby-Doo, la película tiene la intención de poner nuevamente en primer plano el universo de los personajes de la escudería Hanna-Barbera. Hay presencias que se integran mejor con el relato, como Halcón Azul y Dinamita (por lejos las reinvenciones más felices de ¡Scooby!), o Pierre Nodoyuna como villano simbólico, y otras son decididamente débiles como las del Capitán Cavernícola. Y si bien son pocos los pasajes en los que las intenciones de los productores quedan demasiado en evidencia, terminan restando porque obligan a la narración a tomar caminos confusos para insertar todo dentro de cierta lógica. Aún con sus altibajos, ¡Scooby! termina siendo un entretenimiento aceptable, básicamente porque sus pretensiones son escasas (los conflictos son muy leves, la animación es estándar) y la aventura y el humor se imbrican de manera fluida: cuando el chiste encaja con el movimiento, este crossover resulta bastante infalible.