TODOS JUNTOS EN SOLEDAD El espíritu tanguero de la música incidental y el ambiente de una suerte de conventillo donde se ubica la acción, ancla durante los primeros minutos a Hacer la vida en el registro del sainete criollo. Pero ese aire progresivamente se va evaporando, para pasar al relato coral con una sumatoria de conflictos recreados con la textura del teleteatro. Más allá de las buenas intenciones de la película escrita y dirigida por Alejandra Marino, buenas intenciones evidentes en la forma en que trata a sus personajes, el problema de Hacer la vida es básicamente de representación: actuaciones endebles, diálogos improbables e involuntariamente graciosos, personajes unidimensionales y obviedades varias. El muestrario es grande: tenemos a una madre tarotista que lleva una relación tirante con su hija, una desocupada que tiene un hijo que no habla; una pareja con evidentes problemas de comunicación, él arquitecto y ella bailarina; una mujer ucraniana a la que todos le dicen rusa, que sueña con sus años de atleta medallista; un matrimonio de mejor posición económica que el resto, pero que padece la melancolía de ella acerca de una maternidad que nunca llegó. Y hay más. Extranjeros en tierra extraña, deseos inconfesables, maternidades no deseadas, marginalidad. Cada uno tiene sus problemas y en la mayoría de los casos se observa un vacío, que en algunos casos se rellena con placeres sexuales de esos que se corren de lo aceptado socialmente. Y en algunos casos, incluso, con violencia. Los personajes se relacionan no solo porque comparten un espacio, sino porque hay conexiones que se generan en busca de la evasión que cada uno persigue. Hacer la vida tiene lugar para todos los personajes, busca comprenderlos, incluso, en sus miserias. En eso, Marino acierta y se aleja de cierta tendencia aleccionadora de buena parte del cine nacional. También está claro que administra acertadamente los tiempos de cada conflicto y la forma en que los personajes se cruzan. Pero claro que una película es mucho más que sus intenciones o que sus modos, una película también es una forma acertada de comunicar uno o varios conflictos. Y de ponerlos en escena de manera cinematográfica. En Hacer la vida la imagen está presa de la palabra, no hay un momento que formalmente se distinga: todo es un sucedáneo de la ficción televisiva menos inspirada, gritos y llanto para mostrar explosión, costumbrismo para mostrarse cercano al espectador. Y es un asunto difícil de sobrellevar cuando la película habla precisamente de esa falta de comunicación y no logra formar un vínculo fuerte con el que está mirando. Lamentablemente no parece que las falencias sean por no afilar más algunos detalles, sino básicamente porque la propuesta está en el límite de sus posibilidades. Un film menor que nunca encuentra el rumbo.
UN WESTERN EN EL PARANÁ Un joven, Matía, llega a una zona isleña del Paraná. Parece huir de algo -o de alguien- y en ese lugar tendrá que enfrentar su destino, como en un western, el género en el que los directores Franco González y Demián Santander inscriben sutilmente su película. Los primeros minutos de La creciente parecen delimitados por la estética del nuevo cine argentino: planos largos, ausencia de diálogos, personajes enigmáticos y elementos simbólicos. Pero progresivamente la película se va abriendo hacia un naturalismo salvaje, protagonizado por personajes marginales que van construyendo vínculos violentos entre sí: al fugitivo Matía se suma “El correntino”, una suerte jefe de la zona que se encarga de dar trabajo en tareas rurales, una joven que vive con él y un compañero de changas de Matía. Desde el espacio en el que hace mover a sus personajes, La creciente tiene cierto vínculo con la tradición de un cine nacional en el que la naturaleza se impone como un personaje más. Los directores no buscan embellecer el entorno ni apostar por la postal, más bien todo lo contrario: hay algo trágico y oscuro en esos personajes, una podredumbre que trasciende la pantalla, como ese muslo de vaca desollado o ese pescado al que se le sacan todas las tripas. El vínculo entre los humanos y los animales en la película es salvaje (y una figura que busca simbolizar la relación que se establece entre los humanos), una reproducción cabal de la vida en el ámbito rural, pero también de personajes que precisan de la carne animal para alimentarse. Si por momentos la película se acerca peligrosamente a una sordidez adoctrinante, tiene la virtud de la síntesis: dura apenas 69 minutos, que avanzan a pura tensión. Sin volverse un thriller, el film de González y Santander va construyendo una atmósfera recargada que, adivinamos, se resolverá de manera trágica. Como decíamos, hay en La creciente mucho de la escritura del western: el extraño en busca de un destino, el lugar inhóspito y salvaje, la mujer atraída por el extraño, el hombre que dicta las leyes y ejerce el poder, y un territorio donde los conflictos se resuelven por medio de la acción y la violencia. Un mundo muscular y machista. Claro que muy inteligentemente los directores integran toda esa lectura con un universo propio y cercano al espíritu local, donde la noción de justicia dista de la del romanticismo del western y las cosas son bastante menos nobles que en el lejano oeste. Son esos apuntes sociales y el misterio que rodea a los personajes lo que hace más sólida a la película de González y Santander, a la que si bien le agradecemos su capacidad de síntesis también le podemos cuestionar la falta de transiciones y un ir demasiado directo a la acción, que vuelve todo como demasiado automático y pensado. Una pequeña disonancia en una película que por lo demás logra una interesante simbiosis entre fondo y forma.
UN VIAJE A NINGUNA PARTE Tal vez, y sin que nadie se lo pida, el británico Guy Ritchie sintió la necesidad de volver a sus orígenes, a los universos de películas como Juegos, trampas y dos armas humeantes o Snatch, películas que allá por fines de los 90’s lo convirtieron en un director reconocido por su superficie post-moderna y la ilusión de estar viendo “lo nuevo” a la que siempre tienden las nuevas generaciones de cinéfilos. Incluso se lo comparaba con Quentin Tarantino, en una relación un poco perezosa. Si había algo que los uniera eran posiblemente los mundos criminales que retrataban y la verborragia de sus personajes, pero no mucho más que eso. Y como el tiempo es evidencia, estos veinte años que pasaron vieron a Tarantino convertirse en un autor reflexivo y a Ritchie en un director invisible de la industria, capaz de ponerse al servicio de franquicias como las de Sherlock Holmes o reversiones como la de Aladdin (aunque siempre lo sedujo la imposición de su pirotecnia audiovisual y dejar su sello). Ambos caminos son válidos, claro que sí, pero imponen el alerta sobre la figura de Ritchie y su real importancia como creador cinematográfico. Los caballeros, la nueva película del británico, es por lo tanto una curiosa aproximación a sus orígenes; curiosa, porque termina revelando el vacío que siempre estaba latente en su obra y que ahora explota en nuestra cara. Mickey Pearson (Matthew McConaughey) es un empresario norteamericano dedicado al cultivo y venta de marihuana en Inglaterra. Tiene un negocio millonario entre manos y está dispuesto a abandonarlo para retirarse y vivir, por una vez, en paz (el apunte más interesante de la película es precisamente la forma que encontró Pearson para tener enormes plantaciones sin levantar sospechas). Su búsqueda de un comprador, de alguien que siga el negocio, es lo que termina llamando la atención y lo que pone en juego diferentes intereses e involucra a múltiples personajes: hay mafiosos chinos, los hay judíos, hay un grupo de aprendices de boxeo entrenados por un muy divertido Colin Farrell, hay periodistas sin escrúpulos y muchísimos más. Que, en definitiva, esta es una película de Ritchie y su marca de fábrica está por todos lados. La novedad aquí es que a través del reptil personaje a cargo Hugh Grant, alguien dedicado a llevar información de aquí para allá con fines extorsivos, se impone lo autoconsciente y el juego con el metadiscurso. Es que el Fletcher de Grant busca extorsionar al ladero de Pearson (Charlie Hunnam) relatándole los hechos como si de un guión cinematográfico se tratara. Y ahí entran y se justifican, entonces, los flashbacks, flashforwards, cortes abruptos y demás recursos habituales del cine más representativo de Ritchie, pero en clave de caricatura. Y no deja de ser honesto y saludable que el director haya decidido tomarse un poco el pelo a sí mismo (incluso, en un diálogo sobre el racismo, parecería justificarse de la habitual ridiculización que hace de las diversas comunidades que habitan su Inglaterra). Ahora bien, todo este juego de casi dos horas puede ser divertido por un momento y hasta entretener, pero llegado un punto se vuelve pesado e irrelevante. Es que Ritchie, de tanto tirar de la piola, convierte a su película en una puesta en escena artificiosa que expulsa un poco al espectador (como las “grande estafas” de Soderbergh, digamos). ¿Cuál es el centro moral del relato? ¿Cuál es la mirada que tiene sobre aquello que está contando? ¿Para qué lo cuenta? A medida que avanza la película, los personajes se van esfumando ante nuestros ojos, perdiendo corporalidad y volviéndose una mera ficha en el entramado narrativo que se mueve de manera demasiado antojadiza. Que Ritchie haya hecho explícito, por medio de Fletcher, el recurso del creador, lo vuelve autoconsciente, sí, pero no necesariamente mejor. Claro que hay pasajes muy graciosos y otros donde la violencia se impone con la fuerza de lo estilístico, pero uno se siente un poco agotado (como agotados están los recursos del director) con tanta vuelta de tuerca que no dice nada más que cancherearla con el dispositivo narrativo y donde finalmente todo da lo mismo porque nada es real o relevante. Y queda la sensación de que te sacaron a pasear por un mundo para no llevarte a ningún lugar.
EL SUEÑO DE NOLAN Está la post-verdad, la post-pandemia y el post-inception, que es en verdad un tipo de película de acción y aventuras que toma como modelo El origen, aquel bodrio filosófico y pretencioso de Christopher Nolan, que al menos tenía el acierto de haber instalado el concepto: una realidad alternativa explicitada a partir de geografías errantes y retorcidas, fortalecidas por el uso sorprendente del CGI. En Sumergidos el ruso Nikita Argunov retoma la idea: aquí un arquitecto se despierta de un sueño y descubre que el mundo está al borde de la destrucción, con sus estructuras desintegrándose como en una realidad virtual y con unas curiosas criaturas persiguiendo a los humanos. Del asedio lo rescatan unos aventureros, que le explican lo que está sucediendo: en verdad está en coma y ese mundo se construye de sus propios recuerdos, pero también de los recuerdos de los demás. Ahí uno de los grandes problemas de este tipo de películas, construir un universo surrealista para ponerse a explicarlo sin confiar en las capacidades del espectador para decodificarlo por su cuenta. Todo es explicado por los personajes, no vaya a ser cosa que no se entienda. Sumergidos podía tomar aquel camino marcado por Nolan, pero tener su propia personalidad (como en algún sentido lo hizo la original Doctor Strange de Marvel, que usó el recurso y lo mejoró). Nada de eso pasa por la cabeza de Argunov, que replica el molde del cine hollywoodense sin la mayor gracia. Eso sí, hay como una ingenuidad constante en relato, como si sus giros y revelaciones fueran algo novedoso, y eso la vuelve un poco querible. No hay aquí pretensión ni solemnidad, ni un intento por reinventar el cine. La película es una aventura con sus héroes arquetípicos, sus antihéroes, sus villanos, sus romances y sus personajes que tendrán que hacerse cargo de que han sido elegidos como los líderes. Con estas herramientas, expuestas como en un orgulloso Clase B, Sumergidos avanza durante varios minutos como un relato con algunos hallazgos visuales, con personajes interactuando entre espacios que niegan las leyes de la gravedad: eso es lo mejor del film de Argunov, su creatividad en el diseño de algunas secuencias de acción. Pero de tanto rizar el rizo, Sumergidos termina con una última media hora donde los personajes tienen giros poco verosímiles, con algunas redenciones inexplicables y una lógica interna que termina derrumbándose. Es ahí cuando se comprende que este tipo de películas surgen como una simulación de películas preexistentes, que a su falta de originalidad le suman una absoluta falta de ideas para descubrir los espacios donde tomar distancia de sus apreciables influencias. Como si al concepto “inception a la rusa” no se le pudiera agregar nada más y la historia muriera ahí, en la comparación. O tal vez Sumergidos sea un sueño de Nolan injertado por Vladimir Putin.
UN CINE DE LAS EMOCIONES El caso que cuenta Buscando justicia, película basada en hechos reales, es de esos que generan una indignación notable: el protagonista es Walter McMillian, un hombre negro que en 1987 fue sentenciado a la pena de muerte luego de ser declarado culpable del asesinato de una chica blanca en Alabama. La sentencia se logró sin un juicio justo y basándose en un solo alegato, bastante dudoso por cierto. Pero la llegada de Bryan Stevenson, un joven letrado negro recién recibido en Harvard, genera movimiento alrededor de la causa y el descubrimiento de un sistema de injusticias sostenidas en un severo racismo y una discriminación alarmante: el testimonio de un montón de ciudadanos negros nunca fue tenido en cuenta. Como decíamos, cada minuto de este drama judicial avanza sobre esas cuestiones, sobre la indignante situación que padecen McMillian y varios de los detenidos en el “corredor de la muerte”. La discusión alrededor de la película está relacionada con tratar de comprender si es en verdad un film efectivo desde lo narrativo (no dejan de ser 136 minutos que fluyen sin problemas) o si las sensaciones que genera el episodio nos lleva por el lado de las emociones y nos nubla la razón. Buscando justicia tiene un poco de ambas cosas. Destin Daniel Cretton, director del atendible drama El castillo de cristal (también basado en hechos reales), es quien lleva las riendas de este drama judicial con mano sabia. Buscando justicia utiliza todos los clichés del subgénero: los alegatos épicos, las resoluciones de último momento, los personajes que se enfrentan desde su más pequeña individualidad a un sistema que los oprime, incluso desde la autoconsciencia en la cita a Matar a un ruiseñor. Sin embargo, el director no pone el peso del relato en estos lugares comunes, sino que los utiliza para potenciar el drama y las emociones del relato. Es que Buscando justicia pertenece a una tradición del cine hollywoodense que hoy se elude con algo de culpa, y esta es la de los dramas que apuestan por las emociones a riesgo de caer en sentimentalismos o excesos melodramáticos. Por eso que Daniel Cretton, que en El castillo de cristal mostraba un interesante manejo de la cámara y recursos narrativos virtuosos, aquí apuesta por la invisibilidad de su mano. Sabe que Buscando justicia es un drama de personajes y pone el peso en los vínculos que se generan entre los personajes de Jamie Foxx y Michael B. Jordan, o entre el de Jordan y Brie Larson. Ese componente humano que hoy sólo parece posible en el mainstream desde la fantasía (las películas de Marvel) o que directamente es anulado y reemplazado por un cinismo que vuelve todo bastante impersonal. Claro que Buscando justicia es un alegato y una declaración de principios contra la pena de muerte, y en ese sentido ingresa en una serie de explicaciones y subrayados innecesarios para que su discurso sea claro y no haya confusiones (todos lo sabemos, el racismo es malo). Pero de esa manera es también una película que se reconoce en sus falencias, que no es más que una demostración (otra vez) de la presencia de lo humano. Aceptarse en esas grietas es una definición mucho más inteligente contra el racismo y la discriminación que muchos de los diálogos que aparecen en la película. De todos modos es imposible mientras se mira Buscando justicia no pensar que se está ante una de esas películas que ya no se hacen. Y tampoco dejar de pensar que con un tema similar Clint Estwood en El caso de Richard Jewell hizo gran cine, y los detalles son los que separan a los grandes directores de los meros artesanos.
ALGUNAS ARMAS BUENAS De ET a la fecha, la idea del extraterrestre que llega no para hacer la guerra sino para hacer amigos ha sido explotada una y mil veces y Sonic: la película lo vuelve a hacer con un aire de levedad que se agradece. Sonic, el puercoespín corredor, fue un personaje muy popular de los videojuegos en los 90’s, la época en que la lucha estaba dada entre las compañías Sega y Nintendo, y los videojuegos eran un poco más simples que ahora: de hecho este personaje era una suerte de respuesta de Sega al exitoso Mario Bros de Nintendo. La película que busca revivirlo (un poco tardíamente, hay que decirlo) tiene mucho del cine -y del entretenimiento- de aquellas épocas, donde las cosas no eran ni tan gigantes, ni tan ambiciosas, ni tan bigger than life como en el cine mainstream de estos tiempos. Idea que se traduce, incluso, a la presencia de una estrella en el rol del villano para montar su showcito personal. Digamos que Jim Carrey, como el villano Robotnik, tiene todas las condiciones para hacerlo y, cuando lo sueltan un poco, aporta ese grado de locura que películas tan de fórmula (y tan familiares) como estas necesitan para respirar. Uno de los aciertos de la película dirigida por Jeff Fowler es tomar del original sólo los elementos característicos, sin intenciones de convertir todo en una experiencia que emule al videojuego. Sonic: la película es entonces una aventura con elementos de road movie y con la comedia como motor principal. Motor que no siempre funciona adecuadamente, pero que siempre está ahí para atravesar los peores momentos con la mejor cara. La voz en off canchera (un recurso que ya comienza a cansar un poco) nos ubica en la aventura, con Sonic escapando del Dr. Robotnik para frenar las acciones y retomar, ahora sí, desde los orígenes: un prólogo ligero que explica cómo Sonic terminó en la Tierra y por qué debe mantenerse escondido sin que nadie lo vea. Claro, algo saldrá mal y el personaje azul se convertirá en el centro de una búsqueda por parte del Gobierno que tiene a Robotnik como principal cazador. Y es a partir del Tom de Michael Marsden, un policía de un pequeño pueblo que desea irse a trabajar a una gran ciudad, que la película pone en juego valores como la amistad, el aquerenciarse con el lugar y la familia, todo de manera bastante rudimentaria. Lo que importa en el film de Fowler (y en un personaje como Sonic) es el movimiento, que permite que todo adquiera una lógica más cercana al dibujo animado con su humor slapstick y su suspensión de cierto verosímil: la película no hace nada por ocultar el carácter artificial del personaje, el realismo (graciadió) no es una meta aquí. A diferencia de proyectos similares como Detective Pikachu, Sonic: la película no se cree a sí misma tan inteligente. Y desde ese espíritu rudimentario es que avanza un poco desvergonzadamente sobre terreno conocido. Claro que así como el puercoespín azul y su energía son una suerte de arma poderosa, el recuperado Jim Carrey es esa arma potente que la película tiene para exhibir y hacer volar todo por los aires. Si su presencia es la más lógica como villano para perseguir a un dibujo animado, el comediante hace gala de su capacidad para absorber el centro de la escena en cada participación, incluyendo una secuencia física tan inexplicable, como divertida, en su camión-laboratorio. Precisamente esa ha sido una de las virtudes de Carrey desde siempre, volver anormal cualquier situación de aparente tranquilidad. Su Robotnik es eso, un tipo decididamente poco confiable al que, por algún motivo que desconocemos, el Gobierno le da un poder inusitado. Esa capacidad de Carrey para sobresalir, que en ocasiones puede generar cortocircuitos en narraciones más orgánicas, aquí se vive como algo vital. Esa locura, esa anomalía, es lo que vuelve mínimamente interesante a un film rutinario, aunque intelectualmente honesto como este.
EN LA ENCRUCIJADA Entre los tormentos que han atravesado múltiples artistas a lo largo de su vida, habría que sumar las películas biográficas que se les dedican, que se han convertido en una regla del cine actual y de intérpretes buscadores de premios. Por lo general tenemos a algún músico o intérprete famoso atormentado por algún episodio de su vida, que ingresa en una espiral autodestructiva sin retorno. O con retorno, si estamos en el tradicional relato de ascenso, caída y regreso con gloria. Todo esto permite que el actor o la actriz de turno se involucren en un tour de force interpretativo, repleto de tics y gestos ampulosos. Y por lo general es una búsqueda en la mierda ajena para el brillo propio. Este año el podio lo gobierna Renée Zellweger con una caracterización mimética de Judy Garland, la legendaria actriz y cantante que fue una niña prodigio del Hollywood clásico, un producto de la MGM que padeció reglas estrictas sobre cómo debía ser su apariencia y que terminó su vida a los 47 años con una sobredosis de pastillas. Judy, la película de Rupert Goold, es (además de un vehículo para el lucimiento de la Zellweger) una suerte de homenaje a esa figura un poco olvidada, pero también un pedido de disculpas formal de la industria cinematográfica sobre las atrocidades a las que somete, en ocasiones, a sus figuras. Judy, que tiene algunos flashbacks de los tiempos del rodaje de El mago de Oz, se ubica temporalmente unos meses antes de la muerte de Garland, cuando la artista atravesaba un divorcio complicado y enormes penurias económicas, y la posibilidad de realizar una serie de conciertos en Inglaterra aparecían como la promesa de cierta tranquilidad (económica y emocional) en su vida. La Garland de Zellweger es una mujer tensa, siempre con un cigarrillo a mano, maltratando a todos los que la rodean como una forma de autodefensa. Es un retrato que se ajusta al estilo mimético de actuación que sabe ganar premios, pero también es cierto que logra profundizar en aspectos vinculados con la incertidumbre que una estrella vive cuando su fama se ha ido. Hay en algunos silencios, en las miradas de la actriz contemplando todo lo que la rodea, un hastío bien representado de una figura que se sabe destruida por aquello que ahora la obligan a repetir. Si pensamos en la trayectoria de Zellweger, si bien lejos de las recaídas autodestructivas de Judy, hay algo que emocionalmente parece involucrarla con el personaje: una carrera que atravesó la fama mundial y que la depositó meteóricamente en el olvido. Claro que en esa actuación se observan los dilemas de la propia película y, por qué no, del personaje homenajeado: la contradicción entre bucear en las profundidades psicológicas o apelar a la reconstrucción efectista de la mera superficie. Esa encrucijada, que es la de toda biopic, se expone aquí de manera más que deliberada aunque, posiblemente, inconsciente. La mímesis introspectiva que logra Zellweger, más interesante y compleja que la mímesis corporal, es la que le aporta sus rugosidades a una película demasiado académica, demasiado prolija y segura de un camino que elige tocar los botones dramáticos justos y precisos. Ese torbellino que es Garland arrastra a todos menos a la propia película, y es una pena: tal vez lo único que desacomoda la delicada puesta en escena sean aquellos flashbacks gobernados por el trazo grueso, tal vez un poco vergonzosos, sí, pero al menos más vívidos o chirriantes que la administrativa acumulación de penurias posterior. La lucha entre la espiral autodestructiva del personaje principal y el autocontrol que somete el director a las formas es más o menos como el sometimiento de don Louis B. Mayer a la pobre Judy. Tal vez la única decisión interesante de Goold había sido eludir la representación del clásico Over the rainbow. Y cuando Judy está por terminar y pensamos que el director va a cometer esa saludable herejía, la Garland vuelve al escenario para cumplir con el numerito. Que emociona por la propia Zellweger y porque a lo último, pero no del todo tarde, la película se acuerda que los artistas no nos interesan por sus adicciones, sus miedos, sus tormentos. Nos interesan por lo que han representado, por lo que saben hacer, por su trabajo y por la relación que logran con nosotros, espectadores. La ficción por sobre la vida, que de eso se trata. Y ahí sí, abrazándose desaforadamente al lugar común y aunque con una escena deliberadamente manipuladora, la película termina con el brillo desfachatado que se debería haber permitido.
POR LA RUTA DE LAS BUENAS INTENCIONES La relación entre nuestra farándula televisiva y el cine argentino ha sido particularmente traumática, con esa máxima que representaron las comedias de la Brigada explosiva en los 80’s, que generaron no sólo una serie de éxitos comerciales impensados, sino también una generación de espectadores acríticos e indulgentes con un tipo de comedia falsamente popular y pobre conceptualmente. Hay en este tipo de producciones un cualquierismo, un desprecio por las formas cinematográficas y un regodeo en lo berreta, que sería algo menor si no fuera por la herencia cultural que han dejado y con la que han perdurado en el tiempo. Son esas formas las que se filtran, incluso, en producciones más profesionales como las comedias de Adrián Suar, por ejemplo. Es por eso que la figura de Federico Bal surge como algo extraño en el panorama. Es sí un hijo dilecto de esa pobre troupe farandulesca de los escándalos televisivos, pero también un tipo con una sensibilidad que ambiciona algo particular en ese mundo de vuelo bajo: ser una estrella de cine. Si bien el peso de Rumbo al mar, la película dirigida por Nacho Garassino, parece estar puesto en la presencia de Santiago Bal, padre de Federico y fallecido recientemente, es cierto que la película no podría haber llegado a destino sin la presencia de Bal Jr. y su ambición cinéfila. Si bien tiene participación en rubros técnicos de películas independientes como El fantástico mundo de cropogo o Somos nosotros, el actor se probó recientemente en el protagónico del thriller Crímenes imposibles y ahora reincide con esta road movie que se construye sobre cuestiones muy personales y donde se filtra lo biográfico. Santiago y Federico, padre e hijo, hacen de padre e hijo en la ficción. Es más, el padre está tan enfermo como lo estaba el propio Santiago en la vida real. El anuncio de una enfermedad terminal, lo lleva a Julio (Bal Sr.) a pedir que se cumpla su último deseo: viajar desde Tucumán a Mar del Plata para conocer el mar. Pero aún más, viajar en moto con su hijo, un poco díscolo e irresponsable. Esa es la premisa de Rumbo al mar y sobre la que avanza con la seguridad que aporta un subgénero con sus códigos claros y precisos: la película de rutas. Ahora bien, que haya una sana intención de construir un relato cinematográfico con cierta solidez narrativa no quita que Rumbo al mar sea una producción bastante deficiente en muchos aspectos. En primera instancia hay una trampa que le hace pagar los orígenes prosaicos de sus protagonistas: si Santiago Bal fue una figura del espectáculo nacional en algún momento del pasado, hoy sólo podemos relacionarlo con ese mundo de escandaletes señalados más arriba. Por tanto, las emociones que se buscan no pertenecen al cine y se observan un poco ajenas, como esas citas cinéfilas que la película imposta un poco para buscar filiación. Rumbo al mar intenta la comedia con los pobres resultados de una picaresca antigua y el drama con algunas reflexiones cercanas al aforismo. Sólo en aquellos pasajes donde los personajes se llaman a silencio y la cámara captura la química de dos tipos que se conocen y se sienten cercanos es donde alcanza la intimidad deseada, como en alguna sobremesa compartida o en esos invernales planos marplatenses del final. Pero tal vez el verdadero valor de Rumbo al mar sea el de permitir que la cuestionemos por sus decisiones cinematográficas y no tanto por sus excesos mediáticos y bufonescos.
EL INGENIERO MENDES Desde Belleza americana, su exitosa ópera prima, Sam Mendes se ha mostrado como una suerte de impostor. No sólo porque la mayoría de sus películas exhiben cierta falsedad, sino porque además intentan capturar conceptos y estéticas que le son ajenas, especialmente con cierta tradición del relato norteamericano. Ya sea su vampirización acartonada del indie en la citada Belleza americana o su reinterpretación del american way of life de Sólo un sueño o del noir con Camino a la perdición. Tal vez en Away we go, porque contaba con intérpretes confiables en su honestidad como John Krasinski y Maya Rudolph, Mendes alcanzó algunos momentos verdaderos. Mayormente el cine de Mendes es pose y efectismo (desde la ironía de Belleza americana hasta la disfuncionalidad del matrimonio de Sólo un sueño), y tal vez por eso 1917 sea la más auténtica de todas sus películas, aquella con la que termina de confesarse ante el espectador y quedar al desnudo como el gran impostor que es: un vacío narrativo disimulado en su banalidad por una suerte de pericia técnica (llamarla proeza sería enaltecerla un poco), un plano secuencia de dos horas que en verdad no lo es, y que se ha convertido en motivo de marketing, de reconocimiento en la temporada de premios y de aceptación por parte del público. La falsificación de 1917 es, ni más ni menos, que la del gran cine. Que aquí faltó a la cita pero con el que termina confundiéndose por pura devoción tecnócrata. 1917 cuenta algo mínimo y no hay nada de malo con eso: a dos soldados se les encomienda una misión riesgosa, salir de la trinchera británica, atravesar territorio ganado por los alemanes y llegar a otra trinchera británica para impedir que se lleve adelante un ataque que podría terminar con la muerte de 1600 soldados. Eso es lo que cuenta la película, apenas esa travesía, ese viaje al interior de la guerra, que será en verdad una muestra de carácter para los dos protagonistas. Y no está mal, al recurrente heroísmo inflamado del cine bélico 1917 le antepone apenas dos héroes que tienen como fin una misión pequeña, y que deciden ejecutarla con un nivel de responsabilidad envidiable. Mendes deja en espacio off la épica gigante y se concentra en sus protagonistas, algo con lo que amagó Nolan en Dunkerque, por ejemplo, antes de terminar seducido por el nacionalismo y el triunfalismo británico. En todo caso el problema de 1917 no es lo que dice (que tampoco dice mucho), sino la forma en que elige decirlo. Entonces su principal estrategia de venta, el dichoso plano secuencia, se le termina volviendo absolutamente en contra porque obliga a la narración más de lo que la hace fluir. El recurso, que en un comienzo llama la atención prontamente se vuelve innecesario, o sólo justificado para el mero exhibicionismo del director y sus ganas de pavonearse. Si Hitchcock recurría al plano secuencia en La soga para evidenciar el artificio y jugar con lo posiblemente teatral del asunto, no hay nada en 1917 que indique la necesidad de contar todo en un plano. Mucho menos cuando determinados eventos dan paso a elipsis que rompen el verosímil creado, o algunos movimientos de cámara se ven forzados por el dispositivo elegido. Como quedó claro, la de Mendes no es la primera película contada en un solo plano (sabemos que es falso y que los cortes se ocultan sabiamente con determinados movimientos de cámara, pero es una convención que aceptamos) e incluso tenemos un ejemplo reciente como la horrible Birdman. El plano secuencia es un virtuosismo que cuenta con muchos adeptos (estoy entre ellos, voy a fundar un club) y el avance tecnológico ha permitido que sea mucho más común de lo que lo era antes, pero como toda herramienta (y el plano secuencia no deja de serlo) precisa de algo que lo justifique narrativamente. Tal vez para Mendes volver continuo el tiempo es una forma de sumergir al espectador en la experiencia de los personajes, pero en verdad no lo logra porque en demasiadas ocasiones nos descubrimos más atentos al truco, a pensar cómo filmaron lo que estamos viendo, que a introducirnos en lo que le está pasando a los soldaditos. Cuando el dispositivo narrativo se vuelve demasiado protagonista la evasión es inevitable. Y la experiencia inmersiva que promete la película pierde su esencia. 1917 es como un mal mago al que le estamos viendo constantemente cómo hace el truco. Claro que 1917 tiene algunos momentos logrados, como aquel en el que los protagonistas inspeccionan un búnker alemán y la tensión se vuelve realmente insoportable, o cuando uno de los soldados sale corriendo por una ciudad destruida y las luces y sombras del gran Roger Deakins generan un efecto entre hipnótico y aterrador. Son momentos narrados con cierta pericia, pero donde la fotografía y el sonido juegan un papel más que fundamental para la construcción de los climas. De todos modos, son pasajes que también muestran un camino posible que la película nunca termina de asimilar: el del impacto constante, el de la fragmentación del relato por secuencias de alto impacto que no tengan una linealidad temporal. Pero volvemos al plano secuencia y a esa búsqueda pretenciosa que hace Mendes. Hacia el final la película elige la circularidad como una forma de terminar de definir las formas geométricas que la gobiernan. Y si bien uno puede intuir el sabor de la victoria de esos personajes que lograron el objetivo, no hay nada en la película de Mendes que emocione, que genere un efecto por fuera de la celebración de la prepotencia técnica. Es todo tan distante, frío y calculado que resulta imposible comprometerse con lo que pasa ahí dentro. Mendes se termina revelando como un ingeniero antes que como un director de cine.
EL ARBOL Y EL BOSQUE Luego de su flirteo con Netflix y la producción de Okja, el surcoreano Bong Joon-ho regresa a su país con Parasite, una comedia negra sobre una familia de clase baja que engaña a una de clase alta y termina ocupando su mansión de diferentes formas, con actividades cercanas a la servidumbre o la generación de servicios: sirvienta, chofer, profesor de inglés, son algunos de los intercambios posibles entre clases. Parasite es una comedia picaresca que a medida que avanza va virando hacia la negrura más absoluta, y que en el camino va dejando entrever las distancias económicas que existen en una sociedad partida, de inicio, por el acceso a lo tecnológico. En su narración, centrada casi en el único espacio de esa gigantesca casa, hay mucho de vodevil, incluso en algunas resoluciones sumamente antojadizas. Porque Parasite, en el fondo, vuelve a la vieja disquisición entre el árbol y el bosque: el árbol es su perfección narrativa que nos envuelve y nos lleva de las narices; el bosque, una película de guión, una serie de giros inverosímiles y una representación social que recurre al trazo grueso. La película de Bong Joon-ho puede ser amada u odiada, y aporta material tanto para quien se quede con el árbol como para quien prefiera ver el bosque. Es un poco lo que eligen los ricachones de esta historia, incapaces de ver más allá y descubrir lo que está sucediendo a su alrededor. Muchas veces al borde del candor, eso sí. Indudablemente que Parasite quiere asumirse como una sátira social, y al igual que Guasón ofrece elementos para la lectura sociológica fácil y un poco complaciente sobre los males del mundo. Hay detalles que están demasiado subrayados (y hasta presentan ciertas aristas discutibles) como el aroma de los representantes de la clase baja, pero otros más interesantes, relacionados con la propia geografía de la ciudad y cómo ello condiciona la existencia de cada sector social. En la ciudad que presenta Parasite están los de abajo y los de arriba, en una distancia social y cultural que es marcada por lo material y por la ambición de dinero. Escalar esa distancia es lo que nuestros antihéroes pretenden. Sin embargo, y también como la película de Todd Phillips, la película presenta una serie de variantes que permiten el disfrute más allá de sus símbolos y eso tiene que ver con la habilidad del director para construir un universo que nos encierra y nos seduce. Y nos deja, otra vez, mirando el árbol. La sátira social y familiar, oculta en los pliegues de una película de género, es algo que Joon-ho ya había hecho, por ejemplo, en The Host, aquella película de monstruos que tenía como fin último el rearmado de una familia disuelta en un contexto realmente salvaje. Pero el cambio de tono en Parasite es evidente, de aquel retrato amable y cariñoso sobre los personajes el director pasa a un cinismo que bordea por momentos el miserabilismo y lo deja a centímetros de un Iñárritu, como sucede por ejemplo con la secuencia de la inundación (un problema de la película es que resulta imposible tener empatía por algún personaje). Claro está, el surcoreano es un director con una mirada cinematográfica y eso, en algún momento, se impone. Y Bong Joon-ho va aplicando giro tras giro, hasta retorcer la historia al límite de sus posibilidades. Parasite, con sus constantes vueltas de tuerca, pone en alerta al espectador, lo hacen mover dentro de la trama (de esa casa), también lo incomoda y lo hace esperar el próximo evento que renueve la atención. Bong Joon-ho es un gran narrador y la variedad de recursos que pone en juego en esta historia son incontables, incluso aquellos que están para distraer y perdonarle algunas imprecisiones. Porque Parasite es una película de guión, pero con la virtud de que no se nota demasiado. Hacia el final (en un epílogo absolutamente anticlimático), la película termina evitando la condescendencia y se vuelve un poco más compleja. Sin embargo, si por algo recordaremos a Parasite será por todo lo que la antecede, por ese divertido rompecabezas que Bong Joon-ho va armando, incluso hasta quebrando el verosímil, y que una vez que encastra termina estallando en un festival gore. Y así nos quedamos (ad)mirando el árbol ante un bosque que, sí, no ofrece tantas novedades.