AMISTAD, DIVINO TESORO Cuando uno piensa en Jonah Hill inmediatamente se le aparecen un montón de imágenes salvajes y un humor bestial, propio del tipo que aprendimos a conocer a partir de Supercool y que alcanzó la cima de prestigio -sin perder salvajismo- en la desaforada El lobo de Wall Street de Martin Scorsese. Sin embargo, siempre hubo en sus personajes un trasfondo melancólico, una sensibilidad que era sepultada por un remolino verborrágico que intentaba -tal vez- enmascarar con espíritu bufón algún tipo de dolor o tristeza. El final de Supercool de hecho era de una calidad infrecuente para el resto del relato (gran comedia adolescente, hormonal y festiva), reflexionando con amabilidad a partir de Hill y Michael Cera sobre la amistad, los vínculos masculinos y ese proceso conflictivo que es crecer y dejar atrás cierta inocencia. Esa sensibilidad es la que precisamente estalla en En los 90, ópera prima de Hill en la dirección y un relato sobre infancias quebradas que se convierte en uno de los debuts más notables del cine norteamericano de los últimos años. Hill cuenta una historia bastante personal. Ambientada, como lo indica su título, en los 90’s, el protagonista es un joven sin padre a la vista, con una madre joven que parece hacer lo que puede y un hermano mayor abusivo que lo golpea constantemente. Lo personal viene del universo que retrata, esas calles de Los Angeles con jóvenes skaters y vidas urbanas atravesadas por cierto existencialismo. Hill recurre a la pantalla cuadrada y a los 16 milímetros, y viste su película de leit-motivs musicales y visuales que cuentan una época y hacen tangible un espíritu adolescente en ebullición. El aspecto de la película es algo sucio, sin caer en sordideces ni miserabilismos, pero que lo vincula estéticamente con directores como Larry Clark o Sean Baker: de hecho, En los 90 puede ser vista como una versión un poco más sentimental de Kids o Proyecto Florida. El protagonista, decíamos, en su intemperie emocional, encontrará en la calle y en un grupo de skaters la contención que necesita, y un núcleo de cercanía que parece darle cierta motivación a su existencia. Esta vida callejera está ilustrada por Hill sin ningún tipo de idealización y mucho menos de moralina, aún mostrando en la película los peligros a los que el joven Stevie se enfrenta (Sunny Suljic, impecable) pero mirándolo siempre como un par y nunca desde la distancia o con cierta superioridad. A Hill no le interesa inscribir su película en los debates televisivos de magazines berretas; lo suyo es el cine imperecedero, que no se agota instantáneamente. Y el registro cercano y cálido de un momento crucial en la vida de un grupo de personajes. En los 90 es una película potente, que muestra la inteligencia de Hill en diálogos y en imágenes que parece transitar los caminos de las comedias del aquí director y guionista, pero que se filtran sin solemnidad a través del dramatismo y la angustia que el subgénero del coming of age (las películas de crecimiento adolescente) representa: la primera imagen en la que aparecen Stevie y su hermano es un claro ejemplo de todo esto, pero fundamentalmente de cómo arrancar una película con una imagen poderosa y de enorme simbología con el relato y con lo que se contará a continuación. Hill conoce los códigos del subgénero que aborda, pero tiene la personalidad para hacerlo propio y contarlo bajo su mirada. Y en En los 90 se van arremolinando los temas y las ideas: las familias disfuncionales y la necesidad de los grupos de pertenencia, la calle como espacio de vida y los vínculos que allí se gestan, las necesidades de ciertas clases sociales bajas que nunca serán satisfechas, la búsqueda de un futuro y cómo nos puede distanciar de los orígenes, y la amistad, siempre la amistad, que brilla como el tesoro más amado en el notable epílogo de la película. Por todo esto que En los 90 puede ser considerado sin exagerar como el mejor debut tras las cámaras del cine norteamericano de esta década: la película de un director atento, que encuentra la forma adecuada de contar la historia que tiene entre manos, que logra ser personal sin ser autoindulgente, y que parte de elementos autorreferenciales sin dejar de lado la honestidad.
DOS MUJERES EN PUGNA Una madre y una hija. Ambas conviven en un departamento algo depresivo y mantienen algunos rituales, como el de ver una serie mientras cenan: “¿Vemos otro capítulo?” dispara alguna de ellas cuando la tensión evidente parece llevar el vínculo para ningún lado; la ficción como salida. Si bien en Viaje al cuarto de una madre hay escenas por fuera de ese único espacio, la directora Celia Rico Clavellino logra que el peso del hogar sea algo imposible de sobrellevar para las protagonistas, fundamentalmente porque ahí se encuentran los rastros de un hombre que ya no está (un marido, un padre). Por eso Estrella (Lola Dueñas) tendrá esporádicas salidas al exterior, mientras que Leonor (Anna Castillo) vivirá la necesidad de abandonar el hogar como una crisis existencial. Ese es el mínimo conflicto que este film español trabajará a lo largo de su hora y media, con una habilidad manifiesta por parte de la directora y sus intérpretes por los detalles y por encontrar emociones subterráneas, que parecen no estar ahí pero lo están. Leonor trabaja en un taller de costura planchando prendas, más por herencia que por gusto; no parece ser lo suyo. Estrella está encerrada en su departamento, casi catatónica, llorando algo que suponemos pero nunca se expone, mientras los rastros de aquel hombre aparecen encerrados en cajas y en placares en forma de zapatos y camisas en desuso. Es interesante la forma en que la ropa construye sentido, así como una manta representa la membrana que mantiene pegadas a hija y madre; también un vestido que la segunda le hace a medida a la primera. Para Leonor esa ropa que plancha es un lazo que no termina de separarla del hogar familiar y es aquello que acepta por tradición; para Estrella esas prendas que aparecen son lo que la ancla a su pasado y lo que le impide, en apariencia, salir. La liberación de ambos personajes viene a partir de decisiones en relación a eso. Ojo, liberación que no representa para el relato una salida definitiva: Viaje al cuarto de una madre es de esas películas en las que lo que importa son las decisiones y no tanto lo que los personajes logran con eso. Desde lo formal, la película de Celia Rico Clavellino parece inscribirse en la estética de ciertos dramas contemporáneos que apuestan por lo bucólico y la falta de emociones, pero en verdad es un retrato casi naturalista del vínculo entre una madre y una hija, a la vez que parece ser -por vía del metalenguaje y la autoconsciencia- un ejercicio en el que ambas actrices juegan a buscar lo sensible en su interpretación y en la de su compañera. Así las dos mujeres que en el relato aparecen en pugna, tensando la cuerda de su vínculo, son también las propias actrices viendo por qué lado atacan las emociones de la otra. Y contra el manual del drama que apuesta por la explosión como seguro de calidad, en Viaje al cuarto de una madre nada termina por hacerlo. Lo atractivo es que nada luce estudiado en la película y todo fluye con una naturalidad infrecuente, de esa que se consigue cuando hay por parte de los realizadores y sus intérpretes una comunión y una química especial. El resultado en el cine está atado, indisolublemente, al proceso creativo, de la misma manera que la vida es una sucesión de decisiones atinadas o no. Clavellino, Dueñas y Castillo entendieron todo perfectamente.
LA VUELTA AL PERRO Si en algún momento Illumination amenazó con convertirse en uno de los estudios de cine animado más interesantes de Hollywood, con demasiada velocidad fue lastrando su valor hasta convertirse en otra maquinaria a repetición de conceptos sobreexplotados. Los minions y las películas de Mi villano favorito son el máximo ejemplo de cómo algo que en un comienzo resultaba original y fresco se fue volviendo pura rutina. Ahora lo mismo ocurre con La vida secreta de tus mascotas, que en su segunda parte pierde mucho del atractivo que había generado el film original y que de manera demasiado explícita se vuelve una leve excusa narrativa sin demasiada complejidad ni gracia. Algo parecido le ocurrió a Dreamworks con la franquicia Shrek, pero en ese caso hubo una interesante decisión de cambiar el rumbo y dedicarse a la comedia y a films menores pero con personalidad. Con Chris Renaud (uno de los nombres fuertes de Illumination) nuevamente en la dirección -codirigiendo junto a Jonathan del Val- La vida secreta de tus mascotas 2 antes que una película parece tres cortos estirados hasta los límites de sus posibilidades. La película se quiebra en tres historias que tienen lazos comunicantes muy débiles, y si bien eso podría ser hasta una experiencia interesante desde lo narrativo, el relato nunca deja de apegarse a cierta estructura clásica de cine animado con aventuras y humor, más enseñanza incluida. Es decir, más que una apuesta por el montaje paralelo y el juego con la voracidad del cartoon tradicional, lo que se evidencia es la falta de ideas profundas, la aplicación de fórmulas efectistas y la repetición. Por un lado los perros Max y Duke se tienen que ir un fin de semana al campo junto a sus dueños; en otra de las historia el conejo Snowfall (que perdió la rugosidad del villano que tenía en la primera) se calza el traje de superhéroe y se encomienda a liberar al tigre de un circo; y finalmente la perrita Gidget tendrá que hacerse pasar por un gato para rescatar un juguete en el departamento de una anciana que vive rodeada de decenas de felinos. En los tres casos son premisas básicas que sirven para inspeccionar micromundos y elaborar algunas tesis mínimas sobre el coraje, el valor, la amistad y las buenas intenciones. Y si bien en cuentagotas, lo que hace sobrevivir a la película son aquellos momentos de humor genuino en los que se muestra un real esmero por jugar con la comedia. Si en el prólogo y el epílogo de La vida secreta de tus mascotas 2 hay una intención de reflexionar sobre el vínculo de dependencia entre los humanos y las mascotas, las ideas y la forma de exponerlas se vuelven tan subsidiarias de Toy Story que asusta un poco. Más si descubrimos que ese prólogo y ese epílogo tienen escasa correspondencia con el resto del relato, que son una excusa para justificar cierta estructura dramática y que hasta parecen un micro-relato dentro del relato mayor. De aquella primera parte en la que asomaba la soledad y la alienación a la que la ciudad sometía a los personajes nada queda, pasamos a una segunda entrega donde la aventura y el salir a la calle es pura rutina. Como un paseo apurado y sin ganas para que el perro salga a hacer pis y volvamos a casa para seguir con nuestras vidas.
SOBRIO MELODRAMA FAMILIAR Hay una madre que muestra la evidente degradación del Alzheimer. Hay una familia que se reúne, por unas horas, en un mismo espacio: el hogar fundante. Hay una celebración, la Navidad, merodeando y contagiando con su espíritu introspectivo. En Lo que fuimos, la ópera prima de Elizabeth Chomko, hay varios de esos elementos que ya vimos muchas veces en las películas norteamericanas (es una mezcla de film sobre reuniones familiares con film navideño y drama sobre enfermedades), algunos destinados al zamarreo lacrimógeno, pero que por algún motivo lucen aquí no sólo renovados, sino honestos en la forma en que articulan su discurso. Será que la propia directora confesó incluir muchos datos autobiográficos en este relato, pero lo cierto es que uno nota en las formas esa mesura y ese pudor para contener emociones que podrían descarrillar en cualquier momento. Alrededor de la madre con Alzheimer giran los conflictos principales del relato: un par de hijos absolutamente insatisfechos, una nieta sin metas y un marido que exacerba la fortaleza del vínculo para disimular la angustia existencial que lo carcome. Con todo esto, Chomko podría haberse hecho un festival de la misantropía y la miseria humana, pero Lo que fuimos -a partir de un sentido del humor bastante particular- se convierte en otro cosa, en una película que indaga en la familia, en esa construcción social idealizada, desarticulándola pero sin caer en golpes bajos ni lecciones de vida o moralinas. Hay personajes honestos, situaciones bien planteadas sin caer en subrayados, una mirada melancólica que no precisa de los excesos ni las provocaciones para exhibir un malestar. Lo que fuimos bordea el indie, pero se aleja de cierta pose maniquea molesta y afectada. Es un relato en la senda del drama familiar clásico y la directora se siente cómoda trabajando en esos límites del cine industrial sin someterse (más allá de algún giro) a sus manipulaciones. Si Lo que fuimos luce por una sobriedad infrecuente en el melodrama norteamericano contemporáneo, tal vez el combustible fundamental son las actuaciones de un elenco sin fisuras: Hilary Swank, Blythe Danner, Robert Forster (un actor de estirpe clásica como quedan pocos), Taissa Farmiga están perfectos, sutiles y magnéticos aunque sus personajes por momentos se puedan convertir en un cliché. Pero donde más se nota la mano de Chomko para dirigir intérpretes es en la presencia de Michael Shannon; actor que suele estar siempre un par de tonos más arriba de lo que la escena necesita, aquí aporta, como el hijo exhausto que busca terminar con algunos asuntos, una humanidad infrecuente en su registro. Humanidad que destila la película misma, y que la distingue por sobre todas las cosas. Decididamente Chomko es un nombre a seguir en el cine norteamericano.
UN TRAJE PRESTADO El nombre de Matías Szulanski es uno que viene circulando de manera profusa en el circuito del cine independiente argentino: con Astrogauchos, son cinco las películas que estrenó en apenas tres años (las otra son En peligro, Recetas para microondas, Pendeja, payasa y gorda y Reemplazo incompleto), cifra difícil de igualar en el complejo sistema de producción del cine argentino. Y si bien en sus películas se observa siempre una intensión de apostar por los géneros y hacerlo de manera lúdica, también asoman las limitaciones de la baja producción o de ideas que no terminan por fluir de la manera en que deberían hacerlo. Sin embargo, Astrogauchos es otra cosa, un film mucho más ambicioso que apuesta por una estética bien precisa y por una temática que no esquiva la necesidad de una ambientación de época. Ezequiel Tronconi interpreta Emilio Castillo, un científico que en la Argentina de 1966, y en plena lucha aeroespacial, asegura que los rusos le robaron los planos para poner en órbita al satélite Sputnik, y que de ponerse en marcha un plan que él creó el país estaría en condiciones de llegar a la Luna antes que lo soviéticos y los norteamericanos. Vistos los resultados y lo que sucede con el pobre Castillo, se podría decir que Szulanski sufre un poco las mismas consecuencias de la ambición formal y estética de su proyecto. Astrogauchos no es sólo una dirección de arte interesante y un trabajo destacado en vestuarios y peluquería, también desde lo fotográfico y desde los encuadres hay una intención de recrear el cine de los años 60’s y de darle forma por medio del humor absurdo. En la película de Szulanski se observan recursos que emulan el cine de Wes Anderson, tanto desde los movimientos de cámara y los encuadres como desde la introspección de los personajes, pero también a las películas de los hermanos Coen, con una mirada sardónica sobre la burocracia y un cinismo algo molesto. A Castillo las autoridades lo tienen de acá para allá, como también lo tiene de acá para allá su mujer, en una serie de situaciones absurdas y lunáticas que pretenden aprehender un espíritu de comedia que ya no se practica mucho. No se puede decir que Szulanski no tome riesgos y que en el contexto de la comedia argentina Astrogauchos no tome una distancia más que atendible. Si se apela a lo costumbrista, se lo hace por medio de una operación estética que suprime su costado más grosero para apostar por una risa contenida. Pero si algunos momentos funcionan y estéticamente la película se sostiene, hay algo en Astrogauchos que la vuelven absolutamente impersonal y dependiente de sus referencias. Los personajes nunca terminan de generar empatía y a cada segundo la película cae presa de las comparaciones. Y así como en Pendeja, payasa y gorda todo se veía como una tarantineada tardía, en Astrogauchos el espíritu de Wes Anderson y los Coen pesa tanto que más que un homenaje lo que vemos es un traje prestado que chinga por varios lados.
SOBRE LUGARES, Y CÓMO SALIR DE ELLOS Como suele ocurrir en la comedia romántica, los personajes se encuentran al comienzo del relato parados en un lugar del que, necesariamente, se deben mover para alcanzar el objetivo final: que es, claro que sí, el de encontrar el amor de la persona indicada. Es un género con sus reglas propias, con múltiples lugares comunes que la componen, pero también un territorio permeable a los vientos de cada época, especialmente porque están en juego los otros géneros, esos que hoy se encuentran en absoluta reconstrucción (y hablamos básicamente de la comedia romántica heterosexual, que es la que necesita reacomodarse al tiempo con el que dialoga). Tal vez sea por eso, también, que la comedia romántica es un género en desuso, porque no ha sabido pensarse y redefinirse en un tiempo donde la mujer ocupa un rol diferente o, al menos, lucha por torcer el camino impuesto culturalmente. O, en una teoría que abono con energía, porque los tiempos actuales son tan cínicos que no aceptan el tipo de historias que el género cuenta. Ni en tus sueños es, en ese sentido, una comedia romántica que hace autoconsciente ese proceso social y que lo expone con raptos de inteligencia y con algunas torpezas, pero que hace de los lugares y las formas de evasión su impronta fundamental. En el film de Jonathan Levine tenemos a Charlotte Field (Charlize Theron) como una Secretaria de Estado del gobierno norteamericano con chances de ser la primera Presidente del país, y a Fred Flarsky (Seth Rogen) como un periodista desempleado que termina escribiéndole los discursos a Field. Ambos tienen una historia previa en común: ella había sido niñera de él y fue su primer gran amor. La estructura sobre la que trabaja Ni en tus sueños (horrible título local que connota algo que la película nunca pone en crisis) es la tradicional, con los diferentes que se terminan atrayendo, con los giros que llevan a la pelea y la posterior reconciliación de la pareja, y con la comedia balanceándose con el drama amoroso. Pero la gracia están en los detalles, en cómo amalgama diversas posibilidades y las hace funcionar en su andamiaje narrativo: hay un aspecto visual lujoso, una aproximación a los personajes (sobre todo en la Charlotte de Theron) que se impregna del mito de las estrellas (y en todo esto el film de Levine parece estar invocando al cine clásico norteamericano, como lo hacía la encantadora Mi querido presidente, de Rob Reiner), pero también la contemporaneidad de la comedia a lo Judd Apatow que baja cierto verosímil a un terreno más mundano. En este sentido la presencia de Rogen es clave: habla de un tipo de comedia que, en apariencia, nunca podría coexistir con aquellas otras superficies un poco más sofisticadas. Pero Levine lo logra a partir de una muy ajustada puesta en escena capaz de imbricar el humor verbal con el slapstick, lo escatológico con lo sensible. La cima de todo esto es una secuencia musicalizada con It must have been love, de Roxette, donde lo sexual y lo sensual se dan la mano con el romanticismo y lo emotivo. Ahí, en ese momento, uno cree que Charlotte y Fred se enamoraron, y eso es algo que no muchas comedias románticas logran. Ni en tus sueños es una comedia romántica contemporánea y autoconsciente que nunca desprecia la esencia, no se vuelve cínica como podía ocurrirle a Apatow en algunos de sus ejercicios metalingüísticos. Tal vez utiliza su subtrama política para serlo un poco, pero hay un nivel de sátira que la vuelve divertida e incluso la presencia de Bob Odenkirk como el Presidente de los Estados Unidos (la idea más brillante de toda la película) incorpora la humanidad que el actor sabe darle a personajes reptiles y sibilinos. Lo fundamental entonces en Ni en tus sueños es cómo no sólo los personajes aprenden y se corren de los lugares que ocupaban (ella en la política, él en su progresismo bien-pensante), pero también la comedia romántica toma distancia del conservadurismo y la comedia contemporánea abraza cierto clasicismo sin sentir culpa. Y en el camino Rogen puede darle una vuelta de tuerca a su slacker fumón y Theron puede desarrollar una heroína romántica que no debe dejar atrás sus deseos para cumplir objetivos, más bien pensar qué lugar está ocupando y cómo debe correrse. Lo interesante en el trabajo de Levine es que logra hacer conscientes todos estos procedimientos sin que nunca atenten contra la fluidez narrativa de la película. Y uno encuentra, hacia el final, que los personajes han cambiado radicalmente sin perder su esencia y mucho menos su lógica.
DON’T LOOK BACK IN ANGER Si en su anterior película, Julieta, Pedro Almodóvar ya daba pistas de una bienvenida madurez, con la que dejaba atrás viejas obsesiones formales y estéticas para centrarse puramente en el relato y en las exigencias narrativas, en su último opus, Dolor y gloria, el cineasta español no deja de sorprender con un regreso a sus formas recurrentes pero desde una mirada clásica y sin los desbordes a los que nos tenía acostumbrados (y no hablamos de desbordes desde un punto de vista peyorativo, ya volveremos a eso). Si el cine -o lo cinematográfico-, por acción u omisión, siempre está presente en las películas de Almodóvar, no lo es menos aquí: el protagonista es Salvador Mallo (Antonio Banderas), un cineasta que atraviesa un proceso depresivo alimentado tanto por una acumulación de dolencias físicas y psicológicas, como por la reciente muerte de su madre. La posibilidad de reestrenar un viejo film suyo en la Cinemateca y de reencontrarse con algunas personas de su pasado, pero fundamentalmente con una infancia que vuelve en forma de recuerdos, pone a Mallo en el lugar del que intenta saldar algunas deudas y encontrar la paz consigo mismo. Y pone a Almodóvar, por cuanto entendemos a Dolor y gloria como un relato indudablemente autobiográfico, como un director capaz de mirarse el ombligo con absoluta honestidad. Dolor y gloria es una de esas películas que son más difíciles de lograr de lo que parece a simple vista. Son tantas las líneas que podemos trazar entre lo que ocurre ahí y la vida del propio director, que el relato bien podría haber ingresado sin problemas en un territorio de lo más barroco o confuso. De hecho, el propio Almodóvar de La mala educación intentó lo mismo con algunas complicaciones. Pero esta etapa de Almodóvar es tan reposada, tan clásica si se quiere, especialmente luego de ese esperpéntico regreso a sus orígenes que fue Los amantes pasajeros, que no hay lugar para la confusión: Dolor y gloria avanza con una tersura que desarma, utiliza saltos temporales precisos y recurre a lo autorreferencial sin caer en lo narcisista, tal vez el mayor peligro que corría la película empezando por el look alter ego que encarna Banderas. Entonces entendemos a la película como un espejo del director, pero como uno que se anima a deformar la imagen y a reconstruirla con absoluto libre albedrío. El fantasma de Almodóvar atraviesa la película, pero nunca lo devora (y lo fantasmagórico es clave en el film, tanto en la sombra eterna que es el cine desde un punto de vista inmaterial como los recuerdos vaporosos del protagonista surgidos a raíz de algunas sustancias). En Dolor y gloria hay libertad, incluso de los mandatos de la estructura dramática. Decíamos de los desbordes del cine de Almodóvar, que eran también marca en el orillo. Eso por lo que reconocíamos sus películas con sólo ver un plano, vuelve a estar presente aquí: los colores primarios en vestuario y diseño de interiores, el melodrama como ética y estética de los vínculos entre los personajes, las mujeres fuertes y apasionadas, las pasiones como un laberinto arrebatador. Todo esto está, decíamos, pero también es cierto que lo está en un plano mucho menos recargado. Almodóvar elige entonces, en una película que habla de él mismo, desvanecer los elementos que han constituido su cine, su “marca autoral”, para volverlos menos chirriantes. Con la sabiduría de un viejo, Almodóvar se hace presente sin volverse una caricatura, y comprende que al fin de cuentas la esencia es lo que importa. El director español deja de gritarnos a la cara tal vez por primera vez, para susurrarnos al oído, para contarnos su historia al oído. Y sin dejar de ser Almodóvar. Ese viaje del autor es el mismo que emprende, al fin de cuentas, Salvador Mallo (lo de Banderas es descomunal, hay que decirlo). Que emprende y que aprende. Porque si hay algo clave en Dolor y gloria es el aprendizaje de poder mirar atrás sin estar enojado. La mesura, la amabilidad, el humor y la claridad de esta película maravillosa (el montaje de escenas compartidas entre Mallo y su madre en el hospital son la síntesis de todo esto) no hacen otra cosa que volver materia una sucesión de sentimientos. Como al protagonista, el cine nos ha salvado. Otra vez.
BIOPIC DE AUTOAYUDA El biopic cinematográfico ha estandarizado una serie de reglas que lo vuelven un género tan previsible como efectivo para el público que busca lo biográfico como seguro de calidad: hay una suerte de contrato implícito por lo que se termina tomando como indudable eso que se nos cuenta en la pantalla. Y que no es otra cosa que la acumulación de datos enciclopédicos sobre la estructura de ascenso y caída de los ídolos. Dentro del género, el biopic sobre músicos es el que más se ha extendido a raíz de un dato cierto: los cantantes, los músicos, parecen tener esa dosis de carisma y gancho para convocar a multitudes (el reciente suceso de un film apenas discreto como Bohemian Rhapsody es una demostración cabal de esto). A este territorio se suma ahora Rocketman, la película de Dexter Fletcher que sigue a pie juntillas el reglamento: es un recorrido por un tramo de la vida del británico Elton John, muestra las luces y las miserias del artista, su genio y su talento, adosando datos biográficos wikipediables y un elenco interpretando a celebridades con esfuerzo y carácter mimético. Pero (y lo interesante de la película son sus peros) hay un borde que Rocketman decide atravesar, una contención que derriba, que la conecta con el personaje y que la vuelve distinta y fulgurante. El primer detalle interesante de la película de Fletcher es cómo decide construir el relato. Si la película es producida por el propio Elton John, que el John ficcional (interpretado con pasión por Taron Egerton, una de las claves positivas de la película) se introduzca en un grupo de autoayuda para, a partir de ahí, desandar un trayecto de su historia, es tan autoconsciente como honesto. No sólo porque pone al relato en una forma de discurso casi ficcional, sino porque ya no se trata de dudar de lo que se cuenta, sino de aceptar lo que se cuenta como una autorreflexión que puede estar ocultando o no algunos datos. Datos que pueden vestirnos alguna verdad, que pueden recordar con el nivel de irregularidad con que lo hace la memoria, embelleciendo o afeando lo que se desea. En definitiva, manipulando la historia, la verdad, que es aquello que todos los biopics hacen pero pocos se animan a confesar. Ese carácter de narrativa explícita tiene su correlato además con las formas que adquiere el mismo. Ese artificio que la película admite se relaciona con el género musical que es el que toma por completo el control de Rocketman. Aquí tenemos no sólo canciones ejecutadas sobre un escenario o en un estudio recreando pasajes históricos, sino también diálogos que se convierten en canciones (el momento coral de I want love) y números musicales subrepticios como el enérgico cuadro con Saturday night’s alright. Lo otro que hace distinta a Rocketman es lo desaforado de algunos pasajes. Si el propio Elton John es un intérprete desaforado a través de su vestuario, Fletcher encuentra el correlato visual y narrativo en una suerte de entramado de estímulos audiovisuales que hacen recordar por momentos al cine de Baz Luhrmann. Hay pasajes como el de Rocketman (el tema) que incluyen una metáfora de lo más grasa, pero la película asume que ese es además parte de su encanto y del encanto de su personaje: no temerle al ridículo, provocar, romper con determinadas estructuras. Por eso que en definitiva la clave en Rocketman es la auto-confesión, aquella sesión de autoayuda (a la que Elton John ingresa vestido de demonio) que le sirve al personaje real para hacer las paces con su pasado, también para pasarle factura a sus padres o aceptarse tal cual es (ahí ingresa otra metáfora un poco redundante, la del artificio abrazando al hombre que es, pero que la película asimila por los materiales con los que trabaja). Todo esto da cuenta de una egomanía que, en verdad, el propio personaje real nunca disimuló y por eso suena lógica. Claro que Rocketman es también una película que exige ingresar en sus propios códigos, pero eso es también algo distintivo en el contexto de un mainstream que se piensa para ser consumido sin complicaciones. Rocketman es la película que sirve para que el espectador conozca un poco más del personaje, pero que también le sirve al personaje para exorcizar sus propios demonios.
DIVERTIDA INTELECTUALIDAD El francés Olivier Assayas debe ser uno de los directores más cinéfilos del presente. En sus películas el cine puede ser sustancia o puede ser materia, y en Doubles vies hay más de lo primero que de lo segundo: en los diálogos, en el montaje, en la forma en que los personajes y sus vínculos se van construyendo ante nuestros ojos hay una evidente intervención de lo cinematográfico, de ese verosímil que se parece y no se parece a lo real. Lo curioso en el caso de esta película es que lo cinéfilo se presenta con gracia y lejos del estudio y la reflexión pedante. Doubles vies es una comedia, y es una tan fluida, tan chispeante, tan escurridiza y divertida, que pareciera que en su vida Assayas sólo ha hecho comedias. Así de perfecto es el mecanismo que moviliza esta historia de amores cruzados e intelectuales que discuten sobre los nuevos hábitos de consumo cultural. Los protagonistas son un exitoso editor parisino, uno de sus autores de toda la vida y sus parejas. Doubles vies es una película sobre la palabra como elemento que dirige la puesta en escena: 108 minutos de diálogos y más diálogos que fascinan y organizan cada plano. Pero también sobre la palabra como personaje y objeto de análisis, especialmente la palabra escrita, fuente indispensable de una industria editorial que comienza a hacerse demasiadas preguntas. Sobre redes sociales, papel impreso, digitalizaciones y demás bellezas que son puestas en crisis en este presente trata la nueva película de Assayas. Por temas, afinidades intelectuales, estructura y forma hay en este film una suerte de homenaje implícito al cine de Woody Allen. Llamativamente en Doubles vies no hay casi personajes jóvenes porque a Assayas lo vuelve a obsesionar un asunto, el tiempo. Y el paso del mismo es lo que pone en crisis a sus personajes, que parecen estar corriendo sobre parejas, vínculos y trabajos insatisfactorios. Assayas nunca pierde el humor y el cuarteto que integran Guillaume Canet, Juliette Binoche, Vincent Macaigne y Nora Hamzawi está perfecto. Hay un chiste que relaciona Star Wars, La cinta blanca y sexo oral que es seguramente lo más gracioso escucharán este año en una sala de estreno.
PIEDRA, PAPEL Y GUIONISTA Como en toda comedia negra, lo lúdico es indispensable. Lo es -como es regla- hacia adentro y hacia afuera de la pantalla: hacia adentro, porque pone a los personajes a jugar una competencia macabra de ver quién es el más listo; y hacia afuera, porque hace al espectador totalmente partícipe de ese juego y lo pone en el lugar de ver hasta dónde soporta lo denso del conflicto. Pero la clave es lo lúdico, el juego, la chispa que se desprende de las situaciones y las características de los personajes. No entender esto, caer en la mera agresión (una tentación muy a mano), es cinismo. Los muchachos de antes no usaban arsénico, el film de José Martínez Suárez de 1976, era sumamente lúdico. Y era perfecto en eso: funcionaba todo lo que tiene que funcionar en el género, y sumaba la inteligencia de unos personajes que definían su pericia en los juegos de palabras cruzadas. El cuento de las comadrejas, la remake que emprende Juan José Campanella, también es un film lúdico: la mejor secuencia de toda la película se resuelve alrededor de una partida de pool, el ajedrez es un componente tímido pero indispensable, y los personajes van construyendo ese rompecabezas de giros finales con espíritu deportivo. La pregunta de fondo es, entonces, ¿por qué la película de Campanella no está ya no cerca de su original, sino ni siquiera a la altura de una buena comedia negra? Si el film de Martínez Suárez usaba el cine como subtexto, para entender el conflicto de los personajes, Campanella lo vuelve su combustible principal: tenemos nuevamente la enorme casona habitada por la nostalgia de tiempos mejores, a la vieja diva en decadencia (Graciela Borges) y al trío de veteranos que la secunda como un molesto coro: su marido y ex actor, y sus dos amigos. La principal reescritura que hace Campanella en esta versión es la de los roles que ocupan los hombres: aquí no sólo son personas cercanas a la diva Mara Ordaz, sino que además formaron parte del equipo creativo detrás de sus películas. Y precisamente esa modificación, que parece menor, terminará siendo clave en el último y fallidísimo acto de El cuento de las comadrejas. Antes de llegar a eso, la película cuenta cómo la tensa paz que habitan los personajes en aquella vieja casona se quiebra con la llegada de dos desconocidos, que terminarán alentando la venta de la propiedad y la ruptura del vínculo entre los veteranos. Campanella se luce donde siempre se ha lucido, en su oído especial para hacer hablar a los personajes y volverlos criaturas puramente cinematográficas. Y el material original le da la posibilidad, además, de dejar atrás ciertos vicios de su cine costumbrista para volverlo un poco más retorcido. Claro, a veces la película cae en esa confusión marcada de la agresión gratuita que no es lo mismo que mordacidad buscada: a los cinco minutos los personajes se insultaron tanto entre sí que uno ya está un poco agotado. Hay un detalle interesante en El cuento de las comadrejas, que la vuelve una película peculiar: ¿cuántas producciones del cine nacional se animan a jugar con guiños y referencias al cine clásico y a volver materia su propia historia? La pregunta es, finalmente, a quién le habla la película y ahí se ingresa en un territorio de dudas e incertezas. El vínculo con lo clásico, con el propio pasado, es algo habitual en el cine norteamericano, que ha sabido construir el cine como patria. Sin embargo aquí, especialmente en los últimos veinte años, donde se vive en un clima de absoluto presente persiguiendo -en ocasiones- estéticas prestadas, el discurso de El cuento de las comadrejas parece tener destino hacia el vacío. Hay que reconocerle que este es un riesgo apreciable que corre Campanella, incluso cuando se le termina volviendo en contra, como en aquella escena donde se proyecta una vieja película sobre el rostro de Graciela Borges. Los rasgos de la actriz se confunden tanto con lo proyectado que se termina perdiendo la emoción que el momento requería. Es ahí donde El cuento de las comadrejas queda al desnudo en su estudiado y ampuloso gesto cinéfilo. Los defectos que la película venía esquivando al calor del carisma de sus intérpretes se amontonan todos en la última parte. Ese trío de la muerte que rodea a la protagonista representa las diversas fuerzas en pugna desde una perspectiva cinematográfica: Luis Brandoni (el actor) es la simulación; Oscar Martínez (el director) es la fuerza y el cerebro; y Marcos Mundstock (el guionista) es quien borda la estructura. Y a la par de cierto metadiscurso demasiado explícito, El cuento de las comadrejas termina ofreciendo el triunfo a la mirada del guionista antes que a la del narrador. La película da demasiados giros no sólo para ofrecer una distancia del original, donde el final era revelador, sino también para quedar a mano con su tiempo y su discurso de época. Entonces la traición final de El cuento de las comadrejas a Los muchachos de antes no usaban arsénico no es tanto el cambio en decisiones que toman los personajes, como la reconversión de algo que era absolutamente siniestro en algo definitivamente festivo.