DOS PELÍCULAS EN UNA La creación del Oxford English Dictionary fue allá por fines del Siglo XIX una empresa realmente delirante, una búsqueda obsesiva por cientos de miles de términos de la lengua inglesa y su origen, empresa que terminó involucrando a muchas personas que colaboraron desinteresadamente con James Murray y su equipo, encargados de coordinarlo y darle vida. Esa tarea es la que toma como eje Entre la razón y la locura, film de Farhad Safinia que trabaja dos líneas narrativas distantes pero que se terminan cruzando, y que tienen como tema central la locura, la institucionalizada y la otra. Murray (Mel Gibson) es instado por las autoridades de la Universidad de Oxford a producir el bendito diccionario. Mientras, el cirujano William Chester Minor (Sean Penn), perseguido por una locura alucinatoria, asesina a un hombre inocente. Safinia sigue estos procesos institucionales, el de los catedráticos coordinado el diccionario y el de la justicia condenando al cirujano, con la promesa de que en algún punto una cosa es el reverso de la otra. La dificultad del trabajo y el pánico a no poder avanzar lleva a Murray y su gente a pedir ayuda para encontrar la raíz de muchos términos que aún permanecen huérfanos. Es ahí cuando Entre la razón y la locura habilita el cruce entre ambas líneas narrativas: desde la prisión, William Chester Minor se convertirá en uno de los más destacados colaboradores del diccionario. En primera instancia lo que sobresale es el juego de espejos que monta el director: Murray y Minor pareen dos hombres torturados que han logrado canalizar su obsesión por diversos caminos. Así la película logra posicionarse sobre esa delgada línea que separa a los que están del lado de la locura de los que no. Y, claro, cómo las instituciones actúan en cada situación. Entre la razón y la locura avanza con interés y va construyendo un personaje sumamente rico como el Murray de Gibson, un catedrático y hombre de familia que afronta con absoluto profesionalismo la tarea que le invocan. Ese tipo de profesionalismo que lo termina alejando de lo afectivo. Claro que la otra mitad del relato es Minor y su estadía en el hospital psiquiátrico, situación recreada no con pocos clichés, aunque la aparición de la mujer a la que el cirujano dejó viuda le permite cierta rugosidad y la aparición de otros grandes temas: la culpa y la nobleza. Pero, melodrama al fin, Entre la razón y la locura minimiza sus aciertos en una última media hora donde se vuelve demasiado edificante y convencional, corriendo ante la obligación de ilustrar episodios certificados por la historia. Y en la suma final, la película de Safinia no logra del todo fusionar los dos relatos que la integran, fundamentalmente por sus rasgos estilísticos disímiles e imposibles de sincronizar. Por un lado tenemos la mesura casi clásica de Gibson para contar la construcción obsesiva del diccionario, mientras que por el otro tenemos otra interpretación del método a cargo de Penn y su exhibición de la locura. Síntesis del carácter esquizofrénico de una película que en contadas ocasiones termina por encontrar la claridad meridiana.
UN BERENJENAL INNECESARIO El policial no es un género desconocido para el cine argentino, que ha tenido grandes exponentes en el período clásico, e incluso algunos muy buenos en la etapa más contemporánea con películas dirigidas por Adolfo Aristarain o Fabián Bielinski. Se podría decir que el policial requiere de un director que conozca los mecanismos del género y que no se detenga exclusivamente en lo iconográfico. Precisamente esto último es lo que ocurre en El sonido de los tulipanes, pobrísimo film de Alberto Masliah que pretende descansar su poder en los clichés y lugares comunes del film noir sin darle a eso mayor profundidad. Si hablamos del peligro de caer en lo iconográfico, precisamente ese abordaje al policial conocido como noir es uno de los más riesgosos porque hay una estética reconocible que funciona como síntesis. La tentación es creer que con representarla alcanza. Y no. La película de Masliah tiene como protagonista al típico perdedor involucrado en cuestiones que lo superan, en este caso el escritor y periodista interpretado por Pablo Rago, convertido en el habitual investigador que fuma, bebe y termina seducido por alguna mujer peligrosa. Tras la muerte de su padre en una situación poco clara, el personaje se pone a investigar con la seguridad de estar ante un crimen y no un suicidio. La trama se relacionaría con una vieja historia que hace eco con los tiempos de la última dictadura argentina, y pone en el foco a una agrupación que parece estar atando los cabos sueltos del pasado. Es decir, a los problemas para representar los códigos del cine negro El sonido de los tulipanes le suma superficie del film político: ambientada en 2001, la película tira líneas directas al presente del país con un nivel de confusión que termina alarmando. No sólo porque lo político se instala a partir de diálogos subrayados y torpes, sino porque además no se alcanza a apreciar cuál es la mirada que el film termina teniendo sobre la derecha, la izquierda, los poderes concentrados, el peronismo, las agrupaciones subversivas, entre otros berenjenales en los que se mete sin necesidad. O tal vez sí. El sonido de los tulipanes precisa de cierto colchón de prestigio aportado por el Tema (así con mayúsculas) para simular complejidad. Complejidad que, claro, nunca llega y por el contrario se somete a una falta de rigor absoluta en todos los niveles: narrativamente el género se expone con inverosimilitud, los político es puramente discursivo, e incluso en su última parte quiere convertirse en un film de acción con pobres resultados. Y todo esto sin contar unos matones absurdos sacados de una película de los Coen, pero de las malas, tipo El quinteto de la muerte. Ni siquiera la presencia de intérpretes que han sabido estar bien en otros films como Pablo Rago, Gerardo Romano o Gustavo Garzón resulta un aliciente. Y ni qué decir de la pobre Calu Rivero que carece de cualquier rugosidad interpretativa como para convertirse en una mujer fatal. En todo caso, El sonido de los tulipanes funciona como comedia de humor involuntario.
LA ADORABLE REVOLTOSA La directora uruguaya Lucía Garibaldi toma elementos del coming of age para revelar, en clave de comedia asordinada, el submundo sexual e implosivo de una adolescente autoconscientemente conflictiva. Rosina, la protagonista, habita junto a su familia una ciudad balnearia que padece la falta de agua y la amenaza que los tiburones generan contra la economía turística del lugar. Mientras, ayuda a su padre en un emprendimiento de cuidado de jardines y piletas. Decimos que el grado de conflicto que rodea a Rosina es autoconsciente, porque muchas veces son las propias situaciones que la joven genera las que terminan explotando en su entorno familiar y laboral. La incomodidad es una regla que Rosina cumple para movilizar lo que es, en apariencia, un tránsito bastante abúlico por un lugar que no ofrece demasiadas posibilidades. Y por lugar entendamos tanto lo geográfico como la adolescencia que le toca atravesar. Se podría pensar a Los tiburones como una película que funciona por acumulación. Si durante los primeros minutos el tránsito de Rosina se vuelve un tanto confuso, y con ella el de la película, el constante trato con sus familiares y quienes la rodean hace que comprendamos mejor el tono que Garibaldi le imprime al relato. Que es básicamente un drama, con una superficie en la que se refleja mucho del cine latinoamericano que retrata las complejidades de la adolescencia, pero que deja asomar el serpenteo de la comedia viperina así como los tiburones dejan ver sus aletas entre las olas. El humor surge en algunos diálogos y situaciones, donde la desfachatez de la adolescencia queda expuesta sin ningún adorno ni impostura indie, pero además en las acciones que va generando Rosina con un espíritu bastante revoltoso. Si bien se observa la presencia de un entorno machista (especialmente en el grupo de hombres que trabajan con la protagonista) y cómo eso condiciona la experiencia de una adolescente, a Garibaldi parece preocuparle menos la representación de lo genérico que la de cualidades personales que se corren de lo correcto. Por eso que la de los tiburones (amenaza que sólo Rosina parece ver en el pueblo costero) es decididamente la metáfora que mejor funciona en un film que no duda en ser directo cuando debe serlo, como en cierta escena de sexo. Claro que la acumulación en Los tiburones va generando expectativas que la película termina por concretar recién en la última escena. Que es estupenda y precisa, pero que también revela otras posibilidades que la película nunca se preocupa por explotar. Rosina acciona en función de algo que le pasó. Su “revancha” es particular y disfrutable, y ese último plano con ella caminando y saboreando su triunfo nos deja en compañía de un personaje formidable e imprevisible, al que la película no le termina de hacer la total justicia que se merece.
LOS EJERCICIOS DE LA MEMORIA En 2015, al cumplirse cien años del genocidio armenio, el cineasta Hernán Khourian realizó un taller de cine con alumnos del nivel primario y secundario del colegio Jrimian de Valentín Alsina a donde concurren jóvenes de aquella comunidad. El objetivo era que los propios chicos profundicen en la búsqueda de sus raíces y en los hechos trágicos que atravesaron sus familiares, con la aprehensión de términos como diáspora, pero que fundamentalmente piensen ese fenómeno personal y universal que es la memoria. El cine es tal vez el arte que permite un diálogo más fluido con la memoria, y de aquel ejercicio escolar surgió este documental, que es una suerte de fresco en el que una multiplicidad de miradas y voces se enfrenta a los recuerdos y a la angustia de su posible extinción. Con inteligencia, Khourian reproduce su trabajo sin un emprolijamiento formal que adoctrine y organice las voces, y utiliza recursos del documental moderno y experimental para asimilar ese caos en que puede convertirse el aula escolar cuando la curiosidad convoca a la energía y la imaginación de los chicos. En Acá y acullá los chicos entrevistan a sus familiares, interrogan a sus padres y abuelos sobre qué saben del genocidio armenio a mano de los turcos, qué recuerdan, qué les contaron. Los testimonios nunca toman centralidad, sino que forman parte del estímulo audiovisual que propone Khourian: una fusión entre imágenes y voces que representan una de las nociones fundamentales del documental, la idea de que la memoria es algo individual que se entrelaza con otras memorias para construir algo universal y general. Así como los adultos transmiten a los jóvenes su conocimiento, serán los propios chicos los que volverán a ser comunicantes de un saber general hacia el futuro. Claro, la angustia aparece cuando ese conocimiento se ve limitado, cuando los datos del pasado comienzan a ser difusos, como en el caso del chico que se pregunta cómo ejercer la memoria cuando la salud de su abuelo impide la transmisión correcta de aquellos episodios. Ahí surge la duda sobre si la memoria no es algo finito, pero se fortalece la idea de lo general y su necesidad. Khourian no inhabilita ninguna idea ni forma de acercarse al objetivo. No adoctrina la imaginación de los pibes ni la ciñe a saberes institucionales. Sin embargo, a partir de una entrevista con la poeta Ana Arzoumanian aparece la mirada adulta que complementa el discurso más amplio y disperso de los jóvenes. Pero la presencia de Arzoumanian es más interesante si pensamos que ella misma fue alumna de este colegio, y es indudable que funciona como un puente generacional, además de formar una espiral temporal inagotable. La semilla plantada en los alumnos de hoy puede convertirse en la reflexión sobre la comunidad armenia de mañana, representada en Arzoumanian. Una reflexión que, además, se permite cuestionar decisiones institucionales y resaltar la importancia de que la memoria se complete, incluso, con aquellos detalles del horror, que nos interpelan sobre nuestro pasado y nos fortalecen como comunidad. Porque si Acá y acullá tiene un gran mérito es el pasar sin transiciones de un “ellos” a un “nosotros”, de volver general algo particular como el genocidio armenio, y pensarnos también a nosotros en relación a nuestra memoria aunque no pertenezcamos a la comunidad armenia.
UNA HISTORIA DE CRECIMIENTO El cine de Fabio Junco y Julio Midú (creadores del Cine con vecinos en la localidad de Saladillo) sigue manteniendo un espíritu independiente y artesanal, pero se observa en su factura una mayor pericia técnica, que es también un crecimiento inevitable -y saludable- cuando la tarea de realizar cine se ha vuelto habitual. Sin ese crecimiento, estaríamos hablando de conformismo o estancamiento. Hay en las películas de Junco y Midú algo similar a lo que ocurre con el cine de José Celestino Campusano, una bondad de las formas que sirve para perdonar algunas falencias repetidas, fundamentalmente el desequilibrio que se da a partir de la confianza en intérpretes no profesionales. Pero a diferencia de Campusano, donde todo es más radical y adquiere un tinte decididamente político, hay en Junco y Midú una intención por imbricar sus historias en relatos más convencionales y típicos del cine argentino. Es así como el costumbrismo se vuelve molde y el drama moral sustancia. Y cada película, como vuelve a ocurrir en esta Hojas verdes del otoño, encuentra sus limitaciones. El protagonista es un chico que ve cómo su familia se desmorona, entre una madre impávida que no puede salir de un presente algo ruinoso, un padre ausente y alcohólico, un hermano mayor que no quiere hacerse cargo de su situación, y abuelos que hacen lo que pueden con su soledad. “No hay familia”, dirá el pequeño Dante a una doctora tras la internación de su padre. El cine de Junco y Midú se ha sofisticado con el tiempo y los personajes ya no son tan lineales, sino que tienen su espesor y sus contradicciones. También desde lo formal han aprehendido formas del cine independiente, que aportan otros tiempos y un respeto a los silencios que se vuelven expresivos. Cuando una película apuesta por intérpretes no profesionales, lo mejor que puede hacer es apostar por la imagen y por lo simbólico, algo que los directores hacen a la perfección durante un buen rato. El debutante Bautista Midú no desentona, incluso cuando tiene que compartir escena con grandes como Mimí Ardú, Osvaldo Santoro o Marcelo Subiotto. Pero bien es cierto que funciona mejor cuando pasea su cuerpo y su mirada como una incógnita, que cuando tiene que hacerse cargo de líneas de diálogo un tanto impostadas. Hojas verdes de otoño tiene algunos problemas esperables como las actuaciones, y otros que provienen de cierta torpeza para resolver situaciones dramáticas sin caer en el aforismo y una falta de tensión que vuelve todo un poco monótono. Sin embargo, en los creadores de Cine con vecinos ya no existe la pose autoindulgente de lo artesanal, sino el riesgo de crear historias más ambiciosas. Aún con sus bemoles, Hojas verdes de otoño cumple con el relato de iniciación, con la historia de crecimiento que es tanto la aventura de Dante tratando de ensamblar los pedazos rotos de su familia como la de Junco y Midú tratando de construir un relato profesional y sólido.
WE ARE THE CHAMPIONS Luchando con mi familia es la historia de dos hermanos que persiguen un sueño y la distancia o cercanía que toma ese vínculo a medida que cada uno logra -o no- sus objetivos. Pero también es la historia de una familia marginal y súper freak, y su camino zigzagueante hacia el éxito. También la historia de un grupo de personajes que se dedican a una actividad para nada común, una forma de entretenimiento tan amable como menospreciada: el catch. También la historia de una chica que se siente un bicho raro, que duda sobre seguir el camino de la familia o separarse y convertirse en otra persona. También la historia de una chica que debe convertirse en mujer y de un grupo de mujeres que tienen que eludir los prejuicios, incluso los propios. Obviamente es también una historia de superación personal enmarcada en los límites del film deportivo y estirando todo lo que puede el verosímil de la “historia basada en hechos reales”. La película de Stephen Merchant es todo esto, y seguramente muchas cosas más, pero es sobre todo, y antes que nada, un milagro cinematográfico que se va construyendo ante nuestros ojos, con mucha gracia, con momentos de comedia notables y fundamentalmente con esa emoción noble que surge escasamente en el cine contemporáneo. La primera escena de la película nos prepara para lo que viene. Allí unos pequeños Zak y Saraya se pelean en el living familiar y Zak intenta ahorcar a su hermana. Inmediatamente ingresa Ricky, el padre, al grito de “¿qué estás haciendo?”, para explicarle que si quiere ahorcar a su hermana lo que tiene que hacer es tomarla de otro modo entre los brazos. Claro que hace su ingreso la madre y le enseña a Saraya cómo escaparse de esa situación. La escena es cómica y sumamente efectiva, pero también incómoda por la manera en que los personajes naturalizan la violencia. Así se presentan los Knight, esta típica familia de clase obrera británica que, cual troupe circense, organiza combates de catch a la vez que entrenan a los pibes del barrio para que se dediquen esta actividad en vez de andar a la buena de los peligros callejeros. Con enorme sabiduría, en apenas unos minutos, Merchant (director, guionista y actor en un pequeño rol de reparto) no sólo sintetiza a sus personajes y la lógica del mundo que habitan, sino que logra que los Knight (y su película) nos metan en sus bolsillos y no nos larguen más. La estructura central de Luchando con mi familia es la del film deportivo: Saraya se probará ante los buscadores de talento de la World Wrestling Entertainment (WWE, la principal entidad regente del catch en los Estados Unidos) y tendrá la oportunidad de ingresar en las grandes ligas. Es a partir de ese hecho, donde se cruzarán todas las líneas argumentales de la película, con una claridad y poder de síntesis apabullante: Luchando con mi familia nunca deja de ser graciosa, aunque caiga por momentos en el drama, mientras sigue el entrenamiento de Saraya y las dificultades que se le presentan en el camino, como así también los entretelones familiares y algunas oscuridades que permanecían ocultas por el bien del negocio grupal. Y a la par de sus grandes personajes principales se van construyendo otros de reparto sumamente queribles, incluyendo la participación de Dwayne Johnson haciendo de sí mismo. Merchant cuenta, sin ningún tipo de conflicto, la historia de un grupo de británicos que miran con fascinación ese gran entretenimiento norteamericano que es la lucha libre (así como él habrá visto en algún momento la notable versión yanqui de la serie The Office, que él creó en Inglaterra junto a Ricky Gervais). Y lo hace apelando, desde el relato, a las mejores tradiciones del cine británico y el estadounidense. Del primero saca esa aspereza socarrona, un poco cínica, y esa capacidad para reírse de cosas verdaderamente incómodas. De los segundos saca cierto espíritu noble, cierta amabilidad que aminora el cinismo british. En la fusión no hay pérdida, más bien todo lo contrario: una retroalimentación saludable, que energiza y hace más áspero el típico relato de éxito deportivo hollywoodense, pero a la vez vuelve más amable, y le quita la sordidez innecesaria, a la comedia urbana inglesa. Esa misma retroalimentación que hay en personajes que deben aceptarse para poder aceptar al otro y en un elenco súper lúcido, con una Florence Pugh despampanante y un Vince Vaughn en estado de gracia, como en Hasta el último hombre, aquella locura de Mel Gibson. Luchando con mi familia es una película feliz y luminosa, de esas que se edifican con materiales convencionales pero lo hacen de una manera tan notable que parecen contar su historia por primera vez. Merchant entendió todo y estamos absolutamente agradecidos por ello.
UNA TELARAÑA ADMINISTRATIVA “Paraguay es el único país del mundo que tiene dos o tres pisos”, dice -irónico- uno de los protagonistas de Chaco, nuevo documental de Daniele Incalcaterra y Fausta Quattrini. Es que la cantidad de hectáreas que son reclamadas por personas con título de propiedad en mano supera ampliamente las dimensiones del propio territorio paraguayo. Esta es la cuestión central que denuncia la película, que tiene al mismísimo Incalcaterra como protagonista de un drama kafkiano con puntos de conexión hacia el más reciente cine rumano: heredero de 5.000 hectáreas de bosque virgen que han quedado en medio de tierras “propiedad” de un sojero uruguayo, el objetivo del director es finalmente destinar esa zona como reserva para que la habiten los nativos de la tribu ñandevas. Sin embargo las trabas que encuentra, administrativas o políticas, la mayoría de ellas absurdas, hacen que su sueño nunca se concrete: Paraguay es uno de los países del mundo que más sufren el tema del desmonte y su selva se ve destruida día tras día. De ese tránsito, de las varias entrevistas con funcionarias, abogados y representantes de los nativos consta este documental que es como un callejón sin salida. Chaco es continuación de El Impenetrable, documental de 2012 en el que Incalcaterra contaba sobre la herencia que había recibido y cómo un decreto del por entonces presidente Fernando Lugo parecía clarificar el panorama. Sin embargo, pocos años después aquello será recordado como una mera ilusión y el director se enfrenta nuevamente a una serie de entramados judiciales de difícil resolución. En ese movimiento vano se cruzan la ineptitud de los políticos, la dudosa honestidad de la justicia, la avaricia de los empresarios agrícolas, la peligrosa sombra del negocio del narcotráfico y la razonable desconfianza de los propios nativos. Chaco se construye desde la lucidez de quien conoce bien el tema que aborda y cuáles son las diversas variantes que rondan el asunto: la síntesis, que es la propia trama judicial, le sirve a Incalcaterra para edificar un fresco sobre la situación social en Paraguay, un país que no parece poder escapar del destino pautado originariamente por una inescrupulosa repartición de territorio. Es cierto que hay una repetición en algunos asuntos y que el documental podría durar unos minutos menos, pero sin dudas que ese trazado espiralado se relaciona notablemente como el asunto de fondo, que es la burocracia y el sentimiento de moverse para no ir a ningún lado. Incluso hay honestidad en la mirada de Incalcaterra y Quattrini cuando en determinado momento ponen en duda el propio sentido del documental y cuál es el aprovechamiento que el arte hace de un tema real. Y si hablamos de síntesis, es notable la síntesis a la que arriban los realizadores con su último plano. Si Chaco se asume como una historia sin final feliz, aunque en verdad ni siquiera parece tener un final, la imagen de una araña atrapada en su propia telaraña concluye de manera inmejorable el recorrido de Incalcaterra. Durante el film, es el propio director el que le cuenta a su hijo sobre las viudas negras, sobre insectos que no atacan si nadie los agrede. Pues ahí lo tenemos a Incalcaterra, impávido ante tanto disparate, enroscado en su propia telaraña judicial y siempre atento a las agresiones que no tardarán en llegar.
ENTRE EL CINE Y EL MUSEO Entre los pintores que han marcado un estilo, sin dudas que Vincent van Gogh es el que más ha fascinado al mundo del cine. Ya sea porque se trata de una figura reconocida para el público incluso en su vida privada, como también porque precisamente su vida es la que ofrece una serie de elementos dramáticos que habilitan la curiosidad de la ficción. Su personalidad, la forma en que bordeó (o no) la locura, lo trágico de algunos de sus actos, el misterio alrededor de su muerte y, obviamente, su propio arte y la forma de llegar a él son detalles que una biografía cinematográfica utiliza como combustible. Y entre todas las posibilidades que tenía a mano, el director Julian Schnabel merodea en Van Gogh: en la puerta de la eternidad la cuestión estética hasta abrumar; trata de asimilar desde lo formal las pinturas del artista y fundamentalmente su uso de la luz, hasta terminar rindiéndose ante su elemento principal y más potente: Willem Dafoe y una actuación perfecta. Schnabel ha sabido construir una carrera retratando algunos personajes vinculados con el hecho artístico, pero su mirada se ha posado fundamentalmente en cómo esos personajes se han enfrentado de alguna u otra manera a un contexto complejo. Basquiat, Antes que anochezca o, a su manera, La escafandra y la mariposa dan cuenta de procesos dolorosos donde la creación es lo que termina justificando el pasaje. El problema con Schnabel es que suele ser un director de la forma ampulosa y de preocuparse por imprimir su sello en cada plano, elementos que terminan distrayendo y, en ocasiones, convirtiéndose en la única motivación de las imágenes en la pantalla. Por largos pasajes, Van Gogh: en la puerta de la eternidad no puede escapar de eso, es un merodeo refinado por paisajes, precioso desde lo visual pero vacío argumentalmente. Allí, Schnabel, pretende retratar el hecho artístico, estar en el preciso instante en que a Van Gogh se le ocurre tal o cual idea visual. Pero la película no se termina de definir entre el biopic tradicional y el cine disruptivo con tendencia a lo observacional, convirtiéndose sobre todo, y muy a su pesar, en un cuadro para admirar en un museo antes que en una película. Es recién en su última parte, cuando Van Gogh comienza a mostrar algunas fisuras en su salud mental, cuando la película debe ceñirse al dato biográfico y la narración toma una lógica más homogénea, que el film de Schnabel comienza a interesar entre tanta dispersión audiovisual. Tampoco es que Van Gogh: en la puerta de la eternidad se vuelva una película demasiado interesante, pero al menos sus ideas sobre el arte y el hecho artístico, y el vínculo de todo esto con el artista y su experiencia de vida, le da sustento al drama. En todo caso, la presencia de Dafoe siempre resulta intrigante, su forma de acercarse a la locura es realmente visceral y posee el magnetismo para que nuestra mirada se dirija hacia la pantalla. Es lo único que parece tomar vida, entre diálogos un poco pomposos y una solemnidad bastante tediosa.
LAS ÉPOCAS DEL CINE DE ÉPOCA Los tiempos han cambiado (afortunadamente) y Las dos reinas, la película de Josie Rourke, intenta ser muestra de eso y asimilarlo a partir de modificar estructuras de un tipo de cine avejentado: eso que conocemos como qualité y que se define en los decorados, peinados y maquillajes esforzados. No lo logra un poco por torpeza y otro tanto -repetimos-, porque los tiempos han cambiado, y entonces su apuesta por desapolillar aquellos viejos mecanismos resulta un tanto insatisfactoria. Hace unos veinte años Cate Blanchett aspiraba al Oscar por Elizabeth y hace once años lo volvía a hacer por Elizabeth: la edad de oro, aquellas dos películas de Shekhar Kapur que volvían con cierta energía al cine de reinas, palacios e intrigas palaciegas. Tuvieron su repercusión en el momento, pero está claro que ya lucen avejentadas. Y así como las princesas de la animación fueron reformulándose en la última década, al cine qualité ya no le alcanza con la imponente dirección de arte y una espectacular recreación (la película de Rourke hace un gran esfuerzo en todos estos campos), sino que deben, también, soplar los vientos de la época y convertir a sus personajes y su tiempo en un símbolo, en una metáfora de nuestro hoy. Vistas tantas veces estas historias en la pantalla, digamos que lo que moviliza ya no es tanto el carácter ilustrativo del pasado sino fundamentalmente el revisionismo y la actualización. Las dos reinas se mete con las internas entre María Estuardo, reina de Escocia, y su par Elizabeth, dueña del trono inglés. En la lucha por el poder, y en las idas y vueltas con las que la estrategia política condenó a ambas mujeres a ser víctimas del propio poder. Como decíamos, la película busca renovar ese aire acartonado del cine de palacios y miriñaques, y lo hace fundamentalmente a partir del guión de Beau Willimon, experimentado guionista de la serie House of cards. Willimon adapta Queen of Scots: the true life of Mary Stuart, el libro de John Guy, con carácter contemporáneo y construye una estructura que se asemeja mucho al de las series (ese objeto narrativo del presente), especialmente en el uso de giros que estiran el relato hacia delante. Es decir, Las dos reinas podría ser tranquilamente una miniserie, y cada dato que renueva el interés en la historia (engaños, traiciones, infidelidades, revelaciones) el final de cada capítulo que nos deje en suspenso. Hay que reconocer que esa dosificación de la información vuelve rítmico al relato, aunque eso no alcance del todo para convertirlo en una buena película. Decíamos que el film de Rourke es uno de decisiones estéticas y estilísticas. Hay otras decisiones, además, que son temáticas y discursivas, y que buscan volver a la película funcional a una época donde el discurso feminista viene a reconstruir un imaginario social, pero además de elementos que hablan de su apuesta por lo inclusivo. No hay nada de malo en ello, y el cine también puede valerse de la historia como metáfora del presente. El problema surge cuando eso se logra sin la mayor sutileza y recurriendo a eslóganes demasiado evidentes, como algunas líneas puestas en boca de Saoirse Ronan y Margot Robbie que lucen extemporáneas con el relato. La propia historia de María Estuardo involucra tantos elementos que cuestionan los roles de género y lo masculino, que Rourke y Willimon terminan demostrando con su remarcada discursividad la poca confianza que tienen en el espectador. La operación de Las dos reinas queda desvirtuada, además, cuando en la carrera por instalarse en determinado imaginario pierde contra La favorita, film de temática similar que impacta de manera más efectiva en el cine del presente. La película de Yorgos Lanthimos, aún con sus desniveles y desaciertos, resulta más áspera y moderna para plantear cuestiones similares. Por lo tanto, Las dos reinas sigue siendo cine avejentado por más que haga todos los esfuerzos por ser lo contrario y se cuelgue de los reclamos actuales con el fin de alcanzar un poco de prestigio.
IDEAS A LA DERIVA El documental La Feliz: continuidades de la violencia, de Valentín Javier Diment, dinamita en sus primeros minutos la imagen de balneario amable que existe sobre Mar del Plata, especialmente hacia afuera. Es una posición atractiva y genera interés por lo que viene: cómo la película desarticulará todo un imaginario construido alrededor de uno de los principales destinos turísticos del país, que es a su vez -y en el reverso de lo festivo- una ciudad que lidera los índices de desocupación nacionales desde hace un par de décadas y que evidencia tremendos problemas sociales y económicos. Está claro que los creadores de La Feliz: continuidades de la violencia tienen un plan: presienten cuál es el síntoma que quieren tratar y qué lo ocasiona. El problema es que no logran en los más de 80 minutos que siguen un relato homogéneo, que nunca retoma aquella premisa, y que se pierde en una serie de recortes históricos, dolorosos y terribles sí, pero que no terminan por justificar la tesis del documental. El recorrido histórico de la película abarca tres puntas: el crimen de Silvia Filler, una estudiante asesinada en 1971 dentro de la Universidad de Mar del Plata por integrantes de la organización paramilitar CNU (Concentración Nacional Universitaria); el caso conocido como “La noche de las corbatas”, donde varios abogados laboralistas fueron desaparecidos por la dictadura en 1977; y una serie de incidentes y hechos de violencia ocurridos en los últimos años (pintadas amenazantes, ataques callejeros contra representantes de agrupaciones políticas y sociales) cometidos por un grupo de jóvenes autodenominados nacionalistas, y con una explícita celebración de la iconografía nazi (los testimonios de sus referentes dan un poco de vergüenza ajena). Son tres episodios diferentes, pero con sus bemoles: si hay una relación más clara entre lo ocurrido en los 70’s, los delitos cometidos por estos jóvenes adoradores de Adolf Hitler guardan una relación un tanto más antojadiza. De hecho, los crímenes de la CNU y las desapariciones de la dictadura no son episodios que se puedan adjudicar en exclusividad a Mar del Plata, si pensamos en lo que la película pretende reflejar. Hay en La Feliz… tres películas que no terminan de unirse y parecen fluir por caminos separados. Una es la que repasa el asesinato de Filler y las diversas fuerzas en pugna, con testimonios que intentan desentrañar el asunto político/ideológico de fondo. Otra es la que sigue el relato de Marta García de Candeloro, que se vale del escalofriante testimonio en primera persona para contar el secuestro y la desaparición de personas, en este caso la del abogado Jorge Roberto Candeloro. Hay en la narración de ambos hechos una duda que me resulta imposible de salvar siendo marplatense y conociendo estas historias. La información se repasa tan velozmente, que uno no sabe de qué manera pueda ser asimilada por quienes son ajenos a ella. De todos modos no pasa de ser un problema formal. Estos dos pasajes, que recopilan información y aportan testimonios, son atendibles como herramientas de difusión y funcionan más como informe que como documental. Los problemas de la película llegan con su último pasaje, con el repaso del juicio que terminó con la condena de aquel grupo de jóvenes fascistas y con la lectura que se pretende hacer. Si algo nos enseñaron los juicios por crímenes de lesa humanidad es que no es lo mismo un crimen cometido bajo el ala del Estado que aquel cometido por organizaciones que accionen por propia determinación. La raíz del odio que sostiene esa violencia, la de la CNU de los 70’s y la de los neonazis urbanos del presente, puede ser la misma, pero en lo fáctico son diametralmente opuestas ya que unas (las de estos grupos fascistas actuales) carecen de la dimensión histórica adecuada. Querer relacionarlas como lo hace el documental es un acto un poco banal y forzado. En esa búsqueda de sentido no sólo pierde la coherencia, sino también el rumbo que se había planteado en un comienzo con aquel prólogo que queda a la deriva.