LOS ANTOJOS No debe haber tragedia peor para una película que la de revelar de manera inconsciente su propia futilidad. En El amor menos pensado eso sucede durante una sesión de chateo entre Marcos (Ricardo Darín) y su hijo. El hombre se separó de Ana (Mercedes Morán), su esposa de varios años, y desde entonces vaga por relaciones infructuosas. Y cuando el pibe le pregunta qué es lo que estuvo buscando en todo este tiempo -ya van casi como tres años de “divorcio”- el tipo no sabe qué responder, básicamente porque ni él ni la película tienen muy en claro el rumbo hacia donde se dirigen la cosas. Hay sí una seguridad en la ópera prima del habitual guionista y productor Juan Vera: El amor menos pensado quiere ser una comedia de rematrimonio a la vieja usanza, aprovechando un poco el molde contemporáneo que aporta Judd Apatow. Pero es una seguridad que expresa sólo en el qué: el cómo es lo que está totalmente en deuda en la película. Ese no saber del protagonista responde también a la sumatoria de elementos arbitrarios y antojadizos que recorren la narración a lo largo de sus extensos 136 minutos, y que en la mayoría de los casos no tienen una red conceptual que los contengan. La ruptura de la pareja es el máximo ejemplo de eso: Marcos y Ana, ante la instancia del nido vacío y de la necesidad de seguir con sus vidas ya sin aparentes objetivos que perseguir, descubren que no se aman. Lo hacen en una típica escena que se construye a partir de una premisa aparentemente ingenua que va descubriendo un mundo de oscuridad. O debería descubrir, porque en verdad no pasa y más allá del largo prólogo que Juan Vera edifica, los indicios que llevarían a una ruptura tan profunda no aparecen. Hay que decirlo, Marcos y Ana son un poco exagerados; pero la película no porque aprisiona todo ese devenir de búsquedas de parejas entre las paredes de la comedia televisiva nacional más convencional. Sólo algunos raptos de humor absurdo aparecen por ahí (Juan Minujin, Andrea Politti -muy divertida-), pero también son raptos apenas funcionales para desarrollar cierta idea conservadora del frikismo que se encuentra cuando se buscan amores por los arrabales de las relaciones humanas (Tinder, ¡oh qué horror!). Vera deja pasar así la oportunidad de tirarse de cabeza a la búsqueda de un humor guarro o más escatológico, aunque también está claro que el target al que apunta El amor menos pensado está lejos de esos universos chirriantes. A la sumatoria de antojos, pongamos también la ruptura de la cuarta pared (surge esporádicamente, pretende jugar con un suspenso inexistente y además quiere ser de a dos pero mayormente sostiene el punto de vista del personaje masculino) y la utilización de citas intelectuales que también aparecen por allí para recordarnos cada tanto que los personajes leyeron un libro, y que el director vio varias de Woody Allen (y no las entendió). Lo antojadizo de gran parte del relato podríamos adjudicarlo a la inexperiencia de un director debutante, aunque Vera es alguien vinculado desde hace mucho tiempo con el cine, ya sea como productor o guionista. También, a la novedosa presencia de Darín como productor y su escasa visión para determinar dónde cortar y dónde se está siendo redundante. Por eso que lo peor de El amor menos pensado es el montaje: ya no se trata de señalar planos largos que podrían estar buceando en el interior de los personajes, sino planos que se extienden más de la cuenta, incluso en instancias donde los intérpretes parecen estar reacomodándose para continuar la escena. Hay una discusión entre Marcos y una de sus parejas (Andrea Pietra) en la que los personajes van del living al dormitorio en esa suerte de loft que habitan, se reacomodan dentro del espacio, y el plano continúa cuando debería haber cortado para darle continuidad a la escena por medio de la edición. Cuando Darín pasa caminando del living al dormitorio, nos quedamos esperando que la luz baje y se cambie el cuadro, como en el teatro. Y no es ese el único momento en que El amor menos pensado hace recordar al teatro sin que eso signifique una búsqueda estética: sólo observar la cantidad de planos frontales y cómo Vera registra los espacios interiores. Hay algo que sí funciona muy bien en la película, y es la química entre Darín y Morán. Incluso la química entre los protagonistas y el resto de los personajes secundarios (lo de Darín y Luis Rubio o lo de Morán y Jean Pierre Noher es muy bueno), lo que también evidencia cierto tufillo rancio: el de un cine de actores, donde la imagen y la forma cinematográfica quedan absolutamente relegados y al servicio de las estrellas. Igual, seamos claros: El amor menos pensado no es el horror de las comedias de Suar, esos universos cancheros que actualizan subterráneamente miradas conservadoras; es apenas una película discreta que se cree un poco por encima de sus propias posibilidades.
LA BATALLA DEL MOVIMIENTO Hasta el momento, la saga Misión: Imposible había contado con cinco directores diferentes, cada uno incorporándole su estilo personal: Brian DePalma la introspección paranoide y la forma hitchcockniana; John Woo la espectacularidad artificiosa; JJ Abrams su voluntad y energía para ponerse al servicio del concepto; Brad Bird el espíritu paródico de la animación traficado en un film de acción y espionaje; y Christopher McQuarrie su origen de guionista para construir un relato de una perfección pasmosa, que fascina plano a plano, secuencia a secuencia, como una suerte de resumen y renacimiento. Misión: Imposible – Repercusión llega entonces para generar una alteración en la franquicia, al repetir al hombre detrás de cámaras por primera vez, aunque esto no es del todo antojadizo: porque hay que entender a Repercusión como una indudable secuela de Nación secreta y, tal vez, como el capítulo intermedio de lo que podría convertirse en una trilogía. En esta sexta entrega se continúan los episodios de aquella quinta parte, y se profundiza en la crisis personal que los actos y sus consecuencias generan en el agente Ethan Hunt y sus compinches. Todo, mientras McQuarrie articula una seguidilla de persecuciones, engaños y mascaradas magistrales, al servicio de la forma en que ese singular héroe de acción llamado Tom Cruise entiende el gran espectáculo: una exposición bella y fascinante del movimiento cinematográfico estirando todos los límites posibles. Es verdad que hay un tono más sombrío en Repercusión (aunque la película no pierda nunca el sentido del humor), que se puede asimilar ni bien se escuchan los primeros acordes de la intervención habitual sobre la mítica música de Lalo Schifrin, y que ese registro tal vez haga algo de ruido en comparación con la más lúdica Nación secreta. Los prólogos de ambos films son ejemplares: si aquella comenzaba a lo James Bond, con una inverosímil escena donde Cruise colgaba de la puerta de un avión que despegaba, ahora se elige un sueño, una pesadilla, en la que Hunt sufre por la fallida relación con su esposa Julia. Evidentemente a Cruise le gusta el melodrama (bueno, las películas de Misión: Imposible siempre fueron melodramas disfrazados de films de acción y suspenso) y el personaje de Michelle Monaghan vuelve una y otra vez para alertar no sólo de los peligros que acechan al pobre Hunt, sino también a la propia franquicia: volverse demasiado cruisedependiente, como pasaba en los peores momentos de la tercera entrega. Pero aún más: si el universo en el que se mueve Hunt es fascinante, lujoso, espectacular, Julia lo ancla a lo mundano, a lo prosaico. Y a nadie, por cierto, le interesa ver a Hunt desayunando y yendo a comprar el diario en pantuflas. Pero hay algo respetable en el film de McQuarrie y es que se anima a tirarse de cabeza al melodrama, como lo ha hecho tantas veces el propio Hunt lanzándose al precipicio. La insistencia, en este caso, es una saludable actitud. Y lo bueno esta vez es que sale totalmente airosa: porque a la perfección y la simetría de la película anterior, le incorpora el drama personal como un móvil para la acción. El tema de la amistad y el jugarse por el otro, incluso por encima de un bien superior, le agrega esa dosis de intimidad que convierte a esta aventura gigantesca en algo cercano. Repercusión es una película inquieta, reptil en las múltiples trampas con que nos enreda, hiperbólica en la autoconsciencia con la que administra sus tiroteos y persecuciones: aceptando que ya hemos visto a Hunt correr, conducir motos y automóviles incontable cantidad de veces, la película imagina múltiples posibilidades. Y tenemos un tiroteo sin sonido y donde sólo se escucha la banda sonora, una persecución súper orquestada y otra donde explotan en primer plano -y exclusivamente- los motores de autos y motos. Cada secuencia luce una planificación notable, donde el impecable montaje sobresale como la herramienta que logra darle sentido y ritmo a la narración, pero además las películas de Misión: Imposible alcanzaron un grado de sofisticación y elegancia difícil de ver en el resto del mainstream hollywoodense. Claro está que las callecitas europeas le dan ese look que la franquicia necesita para convertirse en el más distinguido entre los entretenimientos masivos y populares que el cine puede mostrar hoy. Repercusión luce a cada momento. Por cierto que como nunca la nueva entrega de Mision: Imposible hace recordar a James Bond, el padre de todo este asunto. Esa estructura de tiempo muerto que se inserta entre secuencia de acción y secuencia de acción explicita la idea de causa y efecto que la película quiere plasmar desde el título, pero también la actitud del astuto villano Solomon Lane (estupendo Sean Harris) que lleva a Hunt hasta el límite. Y esa estructura, decíamos, recuerda a las aventuras del agente 007. La comparación no deja de ser odiosa, porque mientras Misión: Imposible goza de un absoluto espíritu renacentista (trazando caminos sobre lo clásico, lo cual es curioso), James Bond se empantana en una búsqueda de sentido que olvida lo lúdico de sus orígenes, como ocurre con la última serie de películas protagonizadas por Daniel Craig. A las Misión: Imposible, a la luz de las ideas que alumbra Cruise desde la producción y poniéndole el cuerpo a cada escena, el paso del tiempo las ha ido convirtiendo en mecanismos cada vez más perfectos. Tal vez McQuarrie desde su estirpe de cineasta físico y virtuoso sea el mejor socio que encontró el actor para convertir sus obsesiones en acción, en una batalla del movimiento de lo más apasionante. Misión: Imposible – Repercusión es de esas películas que sólo exigen sentarse frente a ellas y disfrutarlas con el corazón en la mano. Gracias por tanto.
MAMARRACHO: LADO B Una década pasó del sorpresivo éxito de Mamma mía! (sorpresivo, sobre todo, por el nivel de mamarracho que la sostenía) y volvemos a aquella isla griega para enterarnos que la Donna de Meryl Streep se murió y la hija, Sophie (Amanda Seyfried), prepara una reinauguración del hotel que explotaba a toda pompa. Pero como sucede en varias franquicias del presente, el relato viaja a los orígenes de los personajes en una serie de flashbacks de lo más antojadizos para descubrir qué fue lo que hizo decidirse a Donna a quedarse en aquel lugar (por cierto, estos flashbacks niegan los flashbacks de la original, lo que deja en claro lo insustancial de la propuesta). La secuela Mamma mía! Vamos otra vez naufraga sobre aguas más o menos previsibles, consecuentes con el film que le dio origen -eso sí-, aunque no puede disimular que se trata de un relato de segunda mano, lo que queda en evidencia a partir del setlist al que la película tiene que recurrir: al estar basada en las canciones del grupo ABBA, es indudable que los verdaderos hits estaban en la primera y que esta continuación es un accidente. Entonces aquí, más allá de repetir algunos de los temas inevitables e inflamables de los suecos más copados de la historia, lo que escuchamos (mejor escuchar que ver el despropósito de malos números musicales que pasan por la pantalla) son esos temas que o habrán quedado afuera en la anterior o son lados B. Seguramente que los entrenados en ABBA nos podrán aportar todo tipo de detalles sobre la importancia de las canciones que aquí son citadas, muchas de ellas de manera absolutamente caprichosa (el momento Cher/Andy García es un ejemplo de todo lo que no hay que hacer). Pero lo cierto es que Mamma mía! Vamos otra vez se las tiene que rebuscar generando empatía un poco a la fuerza ante un repertorio que no engancha automáticamente, más allá de la belleza de muchas de esas canciones. El director Ol Parker, guionista de los placeres culpables y los romances geriátricos de El excéntrico Hotel Marigold, tiene como mayor trabajo el de lograr que las coreografías y los momentos musicales luzcan menos vergonzantes que en la versión anterior, donde el despropósito se apoderaba de la pantalla, todo se veía poco profesional y estrellas como Meryl Streep, Colin Firth o Pierce Brosnan lucían peor que nunca. Que esta secuela cuente con intérpretes jóvenes y probados en el terreno del musical le hace ganar algún punto, aunque tampoco da para maravillarse (tener menos en pantalla a Christine Baranski -una buena comediante que aquí resulta insoportable- es todo un aliciente). Si hay algo que esta franquicia no termina de asimilar es si se tira de cabeza al kitsch o si se toma demasiado en serio. De lo primero, sólo Brosnan parece haberse enterado; de lo segundo, su muestrario de aforismos sobre el amor y la vida parecen señalar que se va en esa dirección. Es entendible el espíritu naif sobre el que se construye el pop y se agradece en las canciones, pero cuando la película quiere ir un poco más allá queda en evidencia su limitado imaginario. Aún padeciendo Mamma mía!, uno podía entender el secreto de su éxito: un musical repleto de canciones populares que apuntaba más a lo emocional y al vínculo irracional con un tipo de espectador nostálgico, que a lo intelectual. La continuación, por más que luzca un poco más organizada (hasta hay algún número musical digno, como el de Waterloo), es una sumatoria de grandes momentos autorreferenciales que no terminan de funcionar, con conflictos que parecen sacados de la galera y situaciones sobre las que debería pesar algo de suspenso y se diluyen inevitablemente, como la presencia de la abuela de la familia. Mamma mía! Vamos otra vez no es atractiva formal ni argumentalmente, y apenas sobreviven las inmortales canciones de ABBA. Demasiado poco para una película que acumula estrellas (Amanda Seyfried, Lily James, Christine Baranski, Julie Walters, Pierce Brosnan, Colin Firth, Stellan Skarsgard, Dominic Cooper, Andy García, Cher, Meryl Streep) con resultados decididamente indeseables y donde sólo podemos rescatar el causar menos vergüenza ajena que la primera parte.
NAVEGANDO AGUAS PELIGROSAS Al igual que sucediera con sagas animadas como Shrek o Mi villano favorito, Hotel Transylvania comienza a ingresar en esa zona incómoda donde se va licuando su gracia inicial y sólo la venta de entradas justifica su existencia. Y como en aquellas, la sucesiva inclusión de conflictos familiares permite no sólo estirar la anécdota hasta el agotamiento sino sumar personajes que le den algo de aire a sus tramas cada vez más convencionales. Primero fue la aparición del yerno de Drácula, luego la del nieto de Drácula y ahora, en la tercera, la del interés romántico de Drácula: la misteriosa capitana de un crucero donde llevan al conde para que baje un poco el estrés. Hotel Transylvania 3: monstruos de vacaciones vuelve a exponer su universo de sentimientos básicos y resoluciones simplonas, esta vez ligados a la posibilidad del protagonista de encontrar un nuevo amor y cómo impacta eso en el vínculo padre-hija. Sin embargo, falla en aquello que la distinguía, especialmente a la primera: la construcción de humor a toda velocidad y atolondrado. El prólogo es estupendo: estamos en el pasado, Drácula y la prole viajan de polizontes en un tren, hasta que hace su entrada en escena el villano Van Helsing, especialista en cazar monstruos. La huida lleva a un brillante chiste de montaje donde vemos las fallidas cacerías de Van Helsing en una suerte de homenaje al Coyote y el Correcaminos. Esa velocidad y precisión en el humor slapstick es una de las mejores herencias del dibujo clásico que arrastra el ruso Genndy Tartakovsky, gran autor de animaciones televisivas (El laboratorio de Dexter, Samurai Jack) y director de las tres Hotel Transylvania. Otra cosa atractiva de su trazo, son los movimientos absolutamente antinaturales de sus criaturas, potenciando las capacidades del dibujo animado para satirizar lo real. Pero ese prólogo también es una muestra de los límites de Tartakovsky como realizador de largometrajes. A lo largo de toda la saga se nota demasiado que lo suyo es la construcción de pequeños segmentos de humor, que funcionan como sketches, y que a sus narraciones les cuesta fluir. De hecho hay un movimiento interesante que realiza reiteradas veces, y que tiene que ver con un desplazamiento lateral del plano donde se hilvanan múltiples chistes que disimulan la forma del sketch y que buscan integrarse con la narración (la película tiene algo de Jacques Tati por la sumatoria de chistes visuales enmarcados en un espacio definido). Es ahí donde Tartakovsky exhibe su cuota creadora y su visión de cómo la comedia puede pensarse, por encima del aspecto seriado que la película muestra por momentos. Es verdad que no hay pereza en el trabajo visual de Tartakovsky (como sí lo hay en el narrativo), pero tal vez Hotel Transylvania 3 lo que demuestre es que la gracia faltó a la cita o que aparece en contadas ocasiones, o cuando el formato de sketch se integra mejor. Otra cosa que debe hacer la película es fusionar el estilo anárquico de la animación con el humor familiar de Adam Sandler, voz principal de la película. Hotel Transylvania no es un film ciento por ciento Sandler, pero es verdad que hay mucho de su imaginario dando vueltas y que varios de sus amigos aparecen en el reparto. Por eso que a Monstruos de vacaciones no le hubiera venido mal pensarse más como una experiencia tipo Son como niños 2, donde la trama era totalmente engullida en favor de la sucesiva elaboración de gags. A esta tercera entrega de Hotel Transylvania se la nota complicada, entre su acumulación de chistes y la necesidad de detenerse para desarrollar una trama que incluya la aventura. Esa libertad, que le falta y que se extraña (sobre todo cuando el conflicto se demuestra decididamente menor), aparece recién sobre el final, con una guerra de DJ’s con, ahora sí, mucho del humor pop de Sandler. Lo cierto es que en Hotel Transylvania 3: monstruos de vacaciones hay algo agotador, que vuelve todo bastante irrelevante. En sus números musicales estirados, en sus chistes repetitivos y en sus moralinas algo conservadoras, la película se muestra como una franquicia al borde de la extinción, como ese crucero que lleva a nuestros personajes por aguas peligrosas.
UNA TRISTE DESPEDIDA Stefan Zweig: adiós a Europa arranca y termina con dos planos notables, ambos fijos, y que son los mejores momentos de la película. Si bien son planos que evidencian una arquitectura algo artificial, logran transmitir lo que cada espacio representa: rituales sociales determinados por la presencia de los cuerpos y su significado. En el primero de ellos un grupo de sirvientes prepara la mesa para el encuentro-homenaje al escritor Stefan Zweig, con diálogos que entran y salen del campo sonoro, y que evidencian la trivialidad que bordea lo transcendente, que finalmente ganará el centro del plano. En el segundo de ellos, la tragedia se deja ver apenas reflejada en un espejo, mientras los personajes construyen una suerte de coro mortuorio entrelazado con lo administrativo del procedimiento policial. El prólogo y el epílogo no sólo permiten vislumbrar el choque entre el mundo público y el privado del personaje, si no que logran además avanzar hacia el carácter trágico del protagonista. La directora y guionista Maria Schrader elabora así un par de grandes momentos cinematográficos, donde la información es dosificada de forma sutil y elegante. Como mayor cuestionamiento a Stefan Zweig: adiós a Europa podemos decir que Schrader no logra sostener esa intensidad formal durante el resto de un relato que, si bien elude con inteligencia el biopic más llano, avanza con cierto convencionalismo y demasiado sostenido en lo que los personajes tienen para decir. Zweig (gran actuación de Josef Hader) fue un escritor muy reputado durante la primera parte del Siglo XX, que tuvo que emigrar a Brasil cuando el nazismo comenzó a tener poder en Europa. En su persona, mientras acude a encuentros de intelectuales en Buenos Aires, visita pueblos y ciudades de Brasil, y se reúne con otros exiliados en Nueva York, la película pone el peso de las contradicciones. Si por fuera de lo formal hay algo valorable, es que Schrader nunca construye un personaje sin dimensiones, ni mucho menos un héroe marmóreo: si su visión de lo que el artista y el intelectual deben ser en tiempos convulsos está clara (lo dice en un atractivo intercambio que tiene con la prensa), la película nunca la hace suya. El Zweig del relato es un personaje con dudas, que reniega del lugar que la historia desea darle y que se siente incómodo en espacios donde lo político se explicita y se vocifera. Lo suyo es, por tanto, el gesto, el del europeo que se siente obnubilado ante ese nuevo mundo que le ofrece la selva brasileña, pero también el del ser trágico que avanza hacia su inexorable extinción frente a un mundo que sólo ofrece horror. Como decíamos, la película atraviesa los últimos años de la vida del escritor y se acerca al biopic sólo en el hecho de que relata episodios reales sin intenciones de wikipediarla. Lo interesante es su construcción, que elude los arcos dramáticos convencionales para avanzar con una capitulación que hace centro en los viajes del protagonista. Por eso el epílogo, en caso de no conocerse la Historia, surge como imprevisto (también porque el cambio en la apuesta formal es radical). Pero a no engañarse: en cada movimiento de Zweig aparece el camino inevitable, todo su recorrido es una ligera despedida no de Europa, si no del mundo. Tal vez si Schrader hubiera arriesgado más, como en el prólogo y el epílogo, estaríamos ante un gran film. Así, en todo caso, la película se va apagando un poco como la vida del propio Zweig.
PADRE E HIJO En Invitación de boda, la directora Annemarie Jacir narra una suerte de road movie urbana en la que un padre y su hijo (Mohammad y Saleh Bakri, padre e hijo en la vida real, ambos extraordinarios) salen a repartir las invitaciones del casamiento de la hija y hermana, respectivamente. El padre es un ex profesor muy reputado en Nazaret, mientras que el hijo hace un tiempo que vive en Italia y está de novio con la hija de un palestino de la OLP expatriado. Esa diferencia es la primera de las muchas que la película irá explorando, cuando los personajes comiencen a visitar parientes, amigos y conocidos. Pero además esos dos personajes, en ese auto, en esa ciudad, comenzarán a tener los chispazos obvios que van desnudando las distancias generacionales que los enfrentan, entre mandatos culturales a respetar o subvertir. Es cierto que Invitación de boda no se aparta de lo reconocible, ni de un esquema previsible de acción y reacción, pero hay algo en el contexto que la hace sobresalir del resto de las películas que cuentan los conflictos y dilemas de los habitantes de Medio Oriente: apela a la risa, a la comedia como mecánica para exorcizar su mirada sobre la realidad cultural, política y social. Si mucho de este tipo de cine apuesta, en su costado mainstream (como el que el film de Jacir representa), por el drama sórdido y manipulador, aquí hay una ligereza en la mirada que proviene también del registro costumbrista que la directora maneja con inteligencia. Lejos del regodearse en el “así somos los palestinos” -algo típico del cine argentino-, lo que expone este film son tanto las contradicciones como los dilemas de un sistema de valores como el que sostiene a ciertos imaginarios. En ese sentido, es también notable la forma en que la película riza el rizo de su premisa explorando múltiples puntos de vista sin repetirse ni sonar forzada en el recorrido de sus protagonistas. Pero donde Annemarie Jacir termina de comprobar su solidez como narradora es en el desenlace de Invitación de boda. Como buena road movie, el final del recorrido debe suponer una enseñanza. Si por momentos la película parece sucumbir a cierta remarcación y subrayado, hacia el final esquiva un componente melodramático que estaba a mano y acechaba peligrosamente al relato. Esa escapada por la norma a la que un film convencional hubiera recurrido la ennoblece y demuestra la honestidad de la directora, por fuera de las manipulaciones cotidianas del cine más miserabilista.
EL ORO Y EL BARRO El cine de José Celestino Campusano es un problema difícil de resolver para la crítica local, tanto como lo es la propia figura del realizador. Campusano es un tipo de ideas claras, al que parece no filtrarle ninguna crítica: todo lo contrario, su cine se va cerrando cada vez más dentro de sus propios códigos, más allá de observarse un evidente y saludable crecimiento en cómo trabaja con la cámara y la puesta en escena. También es un tipo de ideas un tanto duras, un poco inaccesible en su mirada. Y eso condena sus películas al peligroso territorio del “así soy yo, tómelo o déjelo”. Uno se podría preguntar, entonces, por qué el cine del director de Vil romance debe ser respetado en sus códigos cuando tiene evidentes problemas con las actuaciones y con diálogos explícitos y subrayados, mientras que en otros casos esos mismos inconvenientes son condenados. ¿Por qué la complicidad y la indulgencia? Desde la forma, el cine de Campusano reniega muy acertadamente de determinado establishment, a la vez que goza del beneplácito -por ejemplo- del Festival de Mar del Plata, que siempre le da centralidad colocándolo en sus competencias principales. Es una contradicción que posiblemente exceda al propio Campusano, pero que no deja de ser curiosa y hasta nos obliga a ver su cine desde un lugar un tanto sobredimensionado. Todo esto viene a cuento del estreno de El azote, y porque en su nuevo film lo bueno y lo malo de las películas del director sale a la luz nuevamente: a pesar de la incesante producción, la filmografía de Campusano es un presente constante y esa es su mayor desgracia porque denota un amesetamiento. El director de Vikingo y Vil romance regresa con otro de sus universos reconocibles: un mundo que retrata a las clases medias y bajas, sus problemáticas y su distancia de las instituciones que supuestamente deberían protegerlos, pero no hacen más que aislarlos. Lo interesante es que muda su mirada a la zona menos privilegiada de Bariloche, aquella que no sale en las fotos turísticas. El centro es un asistente social que además de los problemas de su trabajo, tiene que lidiar con una madre enferma y una ex que se aleja cada vez más. Allí aparece el oro y el barro: porque el retrato vuelve a ser honesto pero la forma hace todo un poco complicado de transitar. Campusano nunca se acerca a ese universo para explotar miserias y regodearse con distancia de clase. Y eso es lo mejor que tiene para ofrecer, sumado a un gran trabajo visual y narrativo con logrados planos que se sostienen sin cortes. Lo malo, es un poco lo de siempre: actuaciones que no están a la altura, situaciones un tanto grotescas narradas torpemente y diálogos que explicitan demasiado, cuando no están puestos ahí para bajar línea deliberadamente y sin demasiada sutileza. Es verdad que el cine de Campusano es casi un ovni dentro del cine nacional, uno que se mete con determinados temas y clases, y que se aleja del registro contemplativo e indulgente de mucho cine porteño. En las películas pasan cosas y los personajes se movilizan. Pero también es cierto que si alguna vez nació como respuesta a un cine nacional adocenado, hoy debe ser una opción y una realidad en vez de seguir siendo respuesta. Tal vez esto que le pedimos tenga que ver con formas que nunca llegarán, porque hay una determinación casi militante en avanzar en ese sentido. Y eso es totalmente aceptable, aunque no termine de cerrar. Como verán, uno mismo termina cayendo en cierta indulgencia, porque después de todo entiende el cariño con el que Campusano elabora sus métodos para elaborar películas y la manera casi antropológica con la que encuentra historias en cualquier lugar. Y porque si hay algo honesto en el director, es que retrata universos que conoce y sin necesidad de andar juzgando o señalando con le dedo.
DEMASIADO EGO Hay un pequeño momento de Re loca, la película de Martino Zaidelis con la que Natalia Oreiro vuelve -¡afortunadamente!- a la comedia, donde todo funciona a la perfección: hay una pertinente elección musical con Me vuelvo cada día más loca de Celeste Caraballo, el montaje es veloz pero preciso, y la Oreiro avanza con la energía que el género requiere, y que ella posee como una gracia divina. Si Re loca trata sobre una persona que termina estallando luego de bancarse todas, qué mejor que hacerlo a todo volumen, con faldas y a lo loco. Es un momento, un destello, que lamentablemente no genera contagio con el resto de la puesta en escena, más chata y al servicio de ese mal de la comedia cinematográfica local: el capo-cómico. Re loca, enésima remake del film chileno Sin filtro, es una comedia de premisa: Pilar, la protagonista, atraviesa una suerte de día de furia, donde su marido, su hijastro, su jefe, su amiga, su amigo, la novia de su amigo, su nueva compañera de trabajo, los automovilistas, los taxistas, todos, entre que le toman el pelo y la maltratan. Y ella se lo toma con una pasividad alarmante. La premisa es, entonces, ver qué pasa con ese personaje una vez que se libera y se decide a mandar a todos un poco a la mierda. Esa liberación, como en una película de los 80’s, llega por un elemento fantástico: un cóctel algo ridículo que la convierte en una suerte de sincericida sin concesiones. Pero, claro, la revelación puede ser una maldición. Re loca se construye entonces alrededor de su protagonista, lo que nos importa es su acción y reacción, que es al fin de cuentas el sostén de la comedia y parte de un ejercicio algo sádico. Si en la primera parte quiere que los espectadores nos divirtamos con los maltratos que recibe la protagonista, luego nos obliga a reírnos con los virulentos ataques de Pilar hacia los demás. El problema del film de Zaidelis (además de abusar de la puteada como recurso) llega cuando no logra equilibrar adecuadamente la comedia con el drama, y aquello que debería resultar gracioso suena únicamente violento, como ocurre con determinada escena que involucra a una amiga y su gato (¡un Farrelly a la derecha por favor!). La incomodidad de la escena, que no está buscada, descoloca y muestra los límites de la propuesta. Pero hay algo más, que seguramente tenga que ver con la estructura del relato original y el guión, y que Zaidelis no termina de resolver. O más bien, busca fortalecer a sabiendas del talento de su protagonista. Re loca obviamente se centra férreamente en Pilar y su viaje interior, en un arco dramático que lleva a una interesante doble aceptación: primero debe cambiar, para luego modificar aquello nocivo que resultó del cambio. Una suerte de “necesito ser otra persona, pero no me gusta demasiado lo que soy cuando lo soy”. Como decíamos, el centro es Pilar pero a diferencia de la mayor parte de la comedia argentina en Re loca, durante un buen rato, hay un interesante muestrario de personajes secundarios. Y remarcamos lo de “durante un buen rato”, porque a medida que avanza y el conflicto se cierra cada vez más sobre Pilar, la película va perdiendo de vista a muchos de esos personajes, quedando la mayoría desperdigados por la trama y sin una resolución acorde. Ni qué decir, además, del lugar incómodo en el que la película coloca a la mayoría, a los que no les permite un rato de dignidad, a excepción tal vez de la insoportable influencer que construye Malena Sánchez con mucha gracia. Este problema resulta insalvable porque evidencia los hilos del relato: en definitiva la mayoría de los personajes sólo están puestos ahí para ser un punching-ball de Pilar. Re loca, que trata sobre el ego lastimado de un personaje y cómo reconstruirlo, sufre inconscientemente por el ego de la capo-cómica. Cada escena parece diseñada para el lucimiento exclusivo de Oreiro mientras los demás asisten a una suerte de unipersonal. Claro que no es culpa de Oreiro, sino de un guión que queda preso de su propia trampa y que parece apurarse por construir momentos donde Pilar maltrate a los demás (¿cuántas escenas de automovilistas diciéndole cosas eran necesarias para afirmar el concepto?) con o sin justicia, no importa demasiado. La única resolución inteligente, amable y no forzada (en una película que hace de su última media hora una suerte de maratón de atada de cabos y pedidos de disculpas) llega con el conflicto de Pilar y Pablo (Diego Torres): allí la protagonista acepta un poco la realidad, por más que sea incómoda, y hasta se permite similar el defecto en el otro sin intervenir. Es un momento de lucidez del guión, que llega en el momento justo y le da a la historia un cierre mucho más digno que el del 90% de las comedias del cine nacional. Re loca nos deja con el sabor amargo de una oportunidad perdida (hay momentos de comedia genuinos que quedan un poco perdidos) y la buena vibra de ver a Oreiro brillando, con la espontaneidad y la energía que no se le veía… desde que había dejado de hacer comedias.
VIEJAS FÓRMULAS QUE NO MOLESTAN En el contexto del cine italiano que nos llega en la actualidad, el de los -pocos- grandes autores que le quedan y, especialmente, el de las comedias populares y un tanto desastrosas, este film de Francesco Bruni luce con elegancia un tono medido que no busca perderse en los arrabales autorales ni en los excesos de un cine berreta y agotador. Y no es que Amigos por la vida (torpe título local) goce de una originalidad extrema, porque cuenta una habitual historia de pareja despareja con choque generacional, pero lo hace con una apreciable simpleza, respetando la lógica de los personajes y fundamentalmente al espectador. La pareja despareja la forman el joven Alessandro (Andrea Carpenzano) y el anciano Giorgio (el legendario director Giuliano Montaldo). El primero es un adolescente en conflicto con su padre y la novia de éste, mientras que el segundo es un poeta olvidado que luce los estragos que le genera el Alzheimer. En Amigos por la vida, Alessandro tendrá que hacerse cargo de cuidar al anciano por las tardes, contra la amenaza de su padre de que si no se busca un trabajo lo echa de la casa. Es interesante observar cómo Bruni trabaja esos espacios con tonos diferentes: si el hogar de Alessandro hace recordar, con sus gritos y gesticulaciones, a la tradición más itálica, en los encuentros entre el joven y Giorgio se observa una saludable contención que sirve, además, para aminorar los efectos nocivos de los lugares comunes y las inevitables enseñanzas de vida. El recorrido de los protagonistas es clásico: primero hay un ligero rechazo, una distancia que se va acortando a medida que pasan los minutos y los personajes construyen un vínculo sólido. Ese quiebre en la relación se da a partir de los recuerdos de Giorgio, de datos de su pasado que se confunden con el presente en su mente afectada por la enfermedad y que intrigan a Alessandro. Pero, además, con una habitación donde el poeta, en una de sus primeras crisis, escribió sobre las paredes unos versos que lucen como datos para develar algunos misterios. Amigos por la vida, entonces, avanza como una comedia dramática que no abusa ni del grotesco ni del melodrama desbordado. Y que aborda con elegancia algunos temas universales como la vejez y el olvido, la adolescencia y la búsqueda de objetivos, y otros temas más puntuales de Italia como las nuevas generaciones que se enfrentan a una falta de sentido absoluta contra un pasado luminoso. Precisamente esa luz surge de un dato que aporta Giorgio y que moviliza a los personajes en una travesía final, situación que es contada en un registro casi de cine de aventuras adolescente. Para ese entonces, la falta de ampulosidad que quebró nuestras dudas iniciales permite que la pérdida del verosímil no nos preocupe demasiado. Amigos por la vida es, además, una muestra de un cine industrial que no molesta y que hasta reconforta por la manera en que utiliza viejos recursos.
#METOO GERIÁTRICO El habitual productor Bill Holderman debuta en la dirección con Cuando ellas quieren, un film que intenta instalarse en el mercado del entretenimiento geriátrico con una serie de veteranos que desean mostrarse piolas, actualizados, incluso sexuales: Diane Keaton, Jane Fonda, Candice Bergen, Mary Steenburgen, Andy García, Craig T. Nelson, Don Johnson, Richard Dreyfuss, Ed Begley Jr. integran un reparto de lo más amplio y talentoso, al que definitivamente esta comedia les queda demasiado chica. El entretenimiento geriátrico está conformado por una serie de películas que transitan los géneros tradicionales, pero con protagonistas de la tercera edad: hay policiales, comedias, dramas románticos. Pero hay algo más en Cuando ellas quieren: la premisa sigue a cuatro amigas de la adolescencia, que continúan varias décadas después reuniéndose mensualmente en un club de lectura donde discuten un libro que -como tiene que ser- las involucra intelectualmente pero, sobre todo, emocionalmente. Que el libro elegido sea 50 sombras de Grey habla no sólo de que la comedia busca ser “pícara” y que la sexualidad y el deseo en la adultez serán temas centrales, sino que también se busca un poco lastimosamente una conexión con el público del presente para no dejar a nadie afuera (en veinte años -soy generoso- nadie se acordará de esa trilogía literaria, por lo tanto el chiste de la película resultará intrascendente). Y que el punto de vista sea el de las cuatro mujeres, que se burlan de algunos códigos machistas, habla también de la necesidad por instalar a la película en el contexto de un Hollywood tomado por la reivindicación feminista. Podríamos definir entonces al film de Holderman como un #MeToo geriátrico. Pero lo peor de Cuando ellas quieren no es tanto su esfuerzo vergonzoso y evidente por rascar público entre las piedras, con un Hollywood cada vez más concentrado en explotar exclusivamente historias para jóvenes y adolescentes. Lo terrible es que realmente nunca funciona como la comedia atrevida o alocada que intenta ser, básicamente porque el público al que apunta no deja de ser conservador, empezando por una mirada algo elitista sobre la literatura (no es necesario que se nos aclare que Diane Keaton lee Moby Dick para contrarrestar el efecto Grey) y siguiendo por la manera convencional en que cada subtrama se resuelve: la viuda a la que sus hijas controlan, la hedonista que rechaza las emociones, la jueza severa que curiosea en las redes sociales, la casada enfrascada en un matrimonio aburguesado. Estas veteranas liberadas que hablan de sexo hasta agotar, terminan entregadas a historias donde la avejentada noción de amor romántico de las películas se impone y sin que Cuando ellas quieren (horrible título local, para variar) aporte una mirada autoconsciente al respecto. Para una comedia que busca provocar, no incomodar a nadie es decididamente su peor pecado. Así, toda la cháchara queda en la nada, cada señora finalmente encuentra su hombre para completarse (porque si no, viste…) y la película sólo acierta cuando el talento de Keaton, Fonda, Bergen o Steenburgen se impone aún en el marco de un producto tan mediocre como este.