UNA AVENTURA MINIMA Las películas animadas del belga Ben Stassen tienen una virtud que es, por contrapartida, su propia maldición: director de films como Vamos a la Luna, Las aventuras de Sammy -y su secuela– o Trueno y la casa mágica, se observa en su manejo de las herramientas narrativas y discursivas una solidez para hacer llegar cada relato a un lugar seguro. Son películas claramente destinadas a los niños, que no tienen la más mínima intención de ampliar el target de público y que por eso relucen como elementos distintivos dentro de la producción de cine animado contemporáneo. Ninguna de estas películas es una maravilla o trasciende una agradable medianía, y es en ese lugar donde se encuentran sus límites: la idea de no arriesgar es también un ejemplo de su falta de ambiciones. Las locuras de Robinson Crusoe es otra muestra que mantiene todos esos aciertos y errores. Trabajando nuevamente en la dirección junto a Vincent Kesteloot, Stassen toma aquí al clásico personaje creado por Daniel Defoe, tal vez el náufrago más popular de la historia, pero como un elemento secundario: los protagonistas son los animales que Crusoe se encuentra en la isla donde naufraga con su barco. Sobre lo que reflexionan los directores es nuevamente sobre el conflicto entre la civilización y el regreso a la naturaleza, representado en ese choque de culturas que se da entre el marino y la fauna circundante. Primero hay distancia, luego el lógico acercamiento y finalmente la comunión entre ambos mundos que termina encontrando lo mejor de cada espacio. Mientras, los animales son acechados por un grupo de gatos bastante neuróticos. El film en definitiva es un relato infantil que oculta con buenas armas su costado más didáctico. Como decíamos, no estamos ante ninguna maravilla y Las locuras de Robinson Crusoe recurre a las herramientas tradicionales del cine animado infantil: un humor naif de situaciones y centrado en lo físico, villanos bien claros y contundentes en su maldad intrínseca, un diseño colorido, y una narración clara y precisa que inhabilita la complejidad. A esto se suma la habilidad de los directores, que logran algunas secuencias de acción más que interesantes como aquel recorrido en plano secuencia por una suerte de madriguera donde los personajes van persiguiéndose y cayendo. Seguramente algunas de las películas de Stassen son más atractivas que otras (Trueno y la casa mágica tenía más peso argumental), y eso está vinculado con la profundidad de los temas que abordan: en ese marco, esta es una aventura sin demasiado vuelo, que encuentra sus mejores momentos en el carisma que desprende un diseño de personajes bastante atractivo. Es que son películas tan amables que se hace difícil despreciarlas.
ROSEBOX En la piel de un ex deportista, el tema de los recuerdos es sin dudas algo clave: la vida útil de un deportista tiene una fecha de caducidad, algo que no se da en ninguna otra actividad pública donde a lo sumo lo que puede determinar un cierre es la falta de creatividad o la limitación del talento. Por eso, la posibilidad de indagar en ese tremendo espacio off que es el después de la fama, en mirar la forma en que se mira el pasado de gloria, es algo sustancioso, y el director Hernán Fernández lo aborda con criterio y sensibilidad en La piel marcada, documental que se centra en la figura del ex campeón mundial de boxeo Sergio Víctor Palma, quien actualmente padece la inmovilidad con la que un accidente cerebro-vascular mermó la actividad de su cuerpo. Un detalle: Palma sí tuvo el origen que tienen la mayoría de los boxeadores, de humildad y pobreza, pero a contrapelo del lugar común nunca se convirtió en un tipo arrogante o en un ser autodestructivo. Incluso, una vez retirado perfiló por el mundo de la canción y la escritura de poesía. Tal vez por eso, el destino le tenía guardado un doble impacto: primero un fortísimo accidente automovilístico, luego los problemas de salud mencionados anteriormente. Es como si no hubiera escapatoria al camino trágico de esos héroes populares. Y el Palma que aparece ante la cámara de Fernández es un tipo que añora, que recuerda, porque básicamente su cuerpo lo condenó a ese reflote constante de viejas epopeyas. La piel marcada trabaja aquellos momentos del pasado, los que hicieron del personaje alguien destacado en el mundo, desde el relato oral del propio protagonista o desde los archivos audiovisuales. De hecho es muy emotivo ver al Palma sesentón viendo al Palma joven, deportista, luciéndose en el ring. Si hay elementos en el documental que permiten el retrato de vida, el repaso de episodios históricos, el reconocimiento al ídolo deportivo, indudablemente la materia con la que están hechos los recuerdos se terminó convirtiendo en el leitmotiv principal. Fernández los piensa a partir del propio punto de vista del ex boxeador: como una chapita que uno va a buscar al fondo del mar y que nunca logra conseguir. Palma hace referencia a ese oleaje que empuja y empuja hacia el fondo, cada vez más, insondable. Y la película lo recrea a partir de planos del protagonista observando, mirando por ventanas que vaya uno a saber a dónde conducen. Aparecen también elementos evocativos, como esos copos de algodón de la cosecha en el Chaco a donde el protagonista quisiera alguna vez regresar. También hay cosas que no funcionan del todo en la película, como ese relato en paralelo de un pibe que sueña con ser un gran boxeador y al que vemos en sus incipientes pasos amateur. Lo que importa es la claridad del protagonista, la manera en que se cuenta a sí mismo con sus dudas y certezas sobre lo que fue. Y también, claro, la incógnita que es ese futuro enorme que le queda por vivir. Como el Charles Foster Kane de El ciudadano, este Palma sueña con ese Rosebud (aquellos copos de algodón) que lo conducen invariablemente al pasado, a la niñez feliz aún en las limitaciones. Fernández logra un retrato impensadamente sensible, y lo hace exprimiendo totalmente la dosis de tristeza y melancolía que el personaje habilita desde su mirada taciturna. Como no podía ser de otra forma, La piel marcada termina con un plano de Palma mirando el horizonte.
FANTASIA Más allá de los kilos de marketing y los excesos de campañas de difusión de dimensiones globales, hay detrás del fenómeno Marvel en el cine al menos una serie de gestos interesantes, que permiten ver cómo cada película es pensada incluso más allá de su función de producto recaudador. Es decir, después de ocho años de estrenar películas a razón de dos por año, ese universo de historias que se cruzan y se retroalimentan sigue funcionando a pesar de las variantes en tonos y registros que cada película -inevitablemente- impone: está claro, y por más que haya elementos similares, no es lo mismo una película de Iron-Man que una de Thor o una de Capitán América. La gigantesca franquicia es pensada como un todo con múltiples conexiones, pero no por eso deja de tener (salvo excepciones, pienso en Iron-Man 2) un valor por unidad; cada film es importante y genera en la acumulación un conjunto que fluye con una lógica impecable, algo que casi no tiene parangón ni siquiera en el circuito de cine de autor. Todo esto se observa también en Doctor Strange: hechicero supremo, nuevo personaje que se incorpora al universo cinematográfico de la compañía con un muy buen primer paso. Otra cosa que se observa con singular claridad en Doctor Strange: hechicero supremo es la facilidad que tiene esta gente para instalar personajes nuevos, lográndolo sin quebrar la lógica general: en la historia que se cuenta todos estos personajes habitan el mismo universo, y por más que haya elementos que nos lleven a pensar en lo hiperbólico del asunto, nunca dejamos de creer en lo que está pasando en la pantalla. Hay un verosímil ajustadísimo. Pero además, es evidente que Marvel va renovando el aire de la franquicia cada tanto, con símbolos que se repiten, pero con la conciencia del respeto que se debe sostener sobre los viejos mitos. El Strange de Benedict Cumberbatch, por cuestiones psicologistas, es una criatura que tiene mucho del Tony Stark de Robert Downey Jr.: el mejor en lo suyo, arrogante, individualista, solitario, clase social alta. Sin embargo, mientras Stark tiene que hacer un descubrimiento personal que tiene que ver con él mismo como parte de la estructura capitalista (por eso se convierte en una máquina, máquina que a su vez está construida con los propios materiales de su imperio industrial), Strange hace un descubrimiento que es también interior pero tiene que ver más con lo espiritual y con un saberse parte de una estructura mucho más subjetiva y universal cuanto mística. En ambos personajes prima la pérdida de lo individual por sobre un bien superior, ese es su proceso educativo en el mundo Marvel. Doctor Strange: hechicero supremo es la nueva Iron-Man, es la que viene tal vez a imponer nuevas criaturas para seguir rizando el rizo. Y si usted es de los que creen todavía que todo no es más que una pavada, vea nomás lo que están haciendo Warner y DC Cómics… Una parte fundamental del éxito comercial y artístico de Marvel está relacionado con la empatía y la conexión con el espectador, a partir de una decisión que tiene que ver con algo indispensable: el casting. Veamos, en Doctor Strange: hechicero supremo tenemos a Benedict Cumberbatch, Chiwetel Ejiofor, Tilda Swinton, Mads Mikkelsen, todos nombres consagrados incluso en otro perfil cinéfilo que podrían estar haciendo tranquilamente películas de autor en Europa. Pero no. Y dejemos de lado el cheque voluptuoso que deben haber recibido, porque lo que se ve en pantalla es una energía y un carisma arrollador, incluso un espíritu festivo de gente grande que se divierte disfrazándose de hechicero, mago, villano o lo que sea. Es desde ahí, desde esas presencias que por el peso de sus nombres propios nos piden algo de respeto, que Marvel trafica sus ideas y que incluso se acerca a un público externo al cómic. Porque está claro, las películas de Marvel ya son patrimonio del cine y cada vez más (a pesar de los guiños hacia los fanáticos) se valen por sí solas. En Doctor Strange: hechicero supremo el cásting vuelve a ser perfecto y esa sensación está pautada por la idea de que no pareciera haber otro actor capaz de interpretar a esos personajes. Por los tráilers y por la propia materia que compone al personaje, la película de Scott Derrickson supera incluso las limitaciones que uno suponía. Es decir, todo el elemento espiritual y new age está presente y tiene su peso en la trama, pero queda relegado a un plano lateral e incluso sobre el final se le da un interesante giro que la aleja del solemne libro de autoayuda con acción y aventuras que podría haber sido. Pero el logro principal del director es construir una película que aprovecha el dispendio de CGI a su favor, algo que no siempre sucede en este tipo de propuestas, construyendo imágenes de una belleza absoluta y reimaginando los chiches visuales de una película como El origen llevándolos a una instancia que el propio Christopher Nolan nunca pudo hacer. Si en aquella lo imaginativo era aplastado por la recurrencia a la explicación típica del director, aquí esas imágenes se suceden con un sentido plástico que le suman otra dimensión a la aventura. Y ese espíritu lúdico, que se observa también en la construcción del anti-héroe existencialista de Strange y en la actuación del imprevisible Cumberbatch, es un juego constante con las posibilidades de la fantasía. Si bien tiene sus lagunas narrativas y su repetición algo molesta, Doctor Strange: hechicero supremo aparece como la película de Marvel más libre, imaginativa y despojada, la que menos hace evidente sus finos hilos de factura industrial.
TODOS PIERDEN Sobre la base de El jugador, de Fiodor Dostoievsky, Dan Gueller construye en su ópera prima un film ambientado en el presente y en el entorno de un casino (el Hotel Provincial de Mar del Plata), que como en una ruleta hace girar a un grupo de personajes con un claro destino trágico: está el jugador compulsivo que hace diez años que no pisa un casino; su jefe, un viejo empresario del mundo de la carne; los nietos de éste, dos vividores que se desprecian un poco mutuamente; una novia con dejos de femme fatale; otro que apuesta toda su guita en un negocio que involucra la venta de cocaína. Gueller casi no mueve la cámara de las habitaciones y los pasillos de aquel hotel, y construye un thriller que si bien carece de grandes secuencias de acción sí tiene una tensión constante entre trampas y giros que van tornando su trama en un camino imprevisible como el azar que ronda a la ruleta. Gueller apoya su película sobre dos texturas: primero, la que le ofrece la propia obra de Dostoievsky, el costado moral y la mirada sobre el vicio y la compulsión; la otra, un espíritu de policial negro, con sus personajes encerrados en destinos trágicos y en el que invariablemente todos perderán más allá de alguna victoria pírrica. Además, la utilización de ese casi único espacio -encima el fantasmal Hotel Provincial con sus pasillos amplios y vacíos-, aporta desde los encuadres que elige el director una potenciación de lo mínimo de esas criaturas que aparecen en la pantalla: los personajes se ven pequeños y derrotados caminando por ese escenario gigantesco que los devora en su propia ambición. Tal vez haya un problema en la película de Gueller, y no, no son algunas actuaciones que no dan con el tono adecuado (y en determinadas secuencias de tensión chirrían). El asunto con El jugador es que aún siendo Alejandro (Awada, sólido) el personaje desde el cual el espectador se involucra, porque es el que menos poder tiene y el que de alguna manera cuestiona con su mirada ese universo que tiene en frente, por sus características de tipo taciturno y derrotado es bastante difícil sentir empatía por él. Y sin esa empatía necesaria, ese mundo escurridizo se nos hace distante y ya nos da lo mismo quién gane o quién pierda. Aún así, el director maneja los giros y las trampas con inteligencia, y sabe dotar a su película de un personalísimo aspecto visual que la distingue: el último plano es realmente notable. Eso así, El jugador funciona más cuando se vuelve oscura y trágica, que cuando pretende cierta ligereza y humor. Dentro de un género como el policial, con amplia tradición en el cine argentino, Gueller inscribe una obra digna y se presenta como un director para tener en cuenta a futuro.
LA REVOLUCION DEL AMOR No importa cuán basado en hechos reales o documentados estén los episodios que una película narra, si la forma de contar no es la adecuada, si todo queda relegado a un tono que no es el ideal y quiebra el verosímil y el rigor que una película exige siempre. Eso es lo que sucede en Operación México: un pacto de amor, producción dirigida por Leonardo Bechini. La película, escrita por el propio director, está basada en una novela del ex canciller Rafael Bielsa y sigue casi minuciosamente el derrotero de Edgar Tulio Valenzuela -“Tucho”- , alto mando de Montoneros que al ser “chupado” por los militarías en el verano de 1978 es obligado a traicionar a los propios y participar de una operación -la del título- para terminar con los líderes de esa agrupación guerrillera. El conflicto central está dado en que “Tucho” tiene a su mujer y compañera de militancia, además embarazada, tomada de rehén por los militares, y la traición a uno (los militares) o los otros (los montoneros) significará la pérdida de una parte importante de su vida: el amor y la familia o los ideales políticos. Así como se la cuenta, la historia de Operación México contiene esos elementos que habilitan la grieta entre la actividad pública (ser guerrillero y tener ideales políticos) y la privada (el amor y la construcción de una familia), y si uno no está al tanto de los detalles el suspenso sobre qué decisión tomará Valenzuela (un Luciano Cáceres intenso) sostiene buena parte de la escasa tensión del relato. El problema es precisamente que Bechini, con una herencia excesivamente televisiva, trabaja la puesta en escena de una manera absolutamente rutinaria, perdiendo en el camino el potencial thriller que tenía entre manos si lo que quería era contar un “entretenimiento” sobre el horror real. Y además, la subtrama romántica está trabajada con tal nivel de simplificación que recuerda más a una tira diaria de Pol-ka que a una historia donde se cocine el drama interno de dos personajes cuyas decisiones tienen implicancias políticas e históricas. Operación México: un pacto de amor, en su título, parece albergar esa dicotomía entre el thriller político sobre la dictadura y el drama romántico manipulador que no termina de resolver a su favor. Y no lo hace, porque más allá de las buenas intenciones de darle a una película con aires de masividad un subtexto tan fuerte, demuestra que el emprendimiento es demasiado complejo y que su director no está a la altura. Esos momentos de intimidad entre los amantes, plagados de diálogos ridículos y cursilerías varias, son el lastre final de una película que ya estaba atornillada al suelo por la pobreza de sus imágenes y la imposibilidad de generar algún tipo de tensión a pesar del material sumamente potente con el que se contaba.
MALTRATAME QUE ME GUSTA Tres amigos (Adrián, Daniel y Santiago) se van de campamento a una pequeña ciudad costera: uno es el típico molesto que se la pasa haciendo chistes, el otro el mujeriego y el tercero el más sensible y callado, que además porta una cámara de video con la que graba todos los detalles del viaje. De hecho, el film aprovecha ese punto de vista que representa la cámara y donde queda impreso claramente que la historia se ambienta en 1996. En Como una novia sin sexo, la película de Lucas Santa Ana, los personajes representan un trío de estereotipos, pero ese no es el mayor inconveniente: en una historia que tiene a la sexualidad y los deseos reprimidos como uno de sus combustibles sustanciales, el problema mayor tiene que ver con la falta de sensibilidad por parte del guión para exponer sus conflictos con más complejidad y humanidad. Los personajes, a los que hay que sumar a una chica que se relaciona con uno de los amigos, se aporrean, se maltratan, se violentan, pero nunca se comprenden. Y, lo que es peor, la película tampoco parece demasiado preocupada en comprender a sus criaturas. Lo que importa, finalmente, es exponer una sordidez lavada. El camarógrafo es gay, pero nunca se lo confesó a sus amigos. Y aparentemente está enamorado del mujeriego que, obviamente, hace gala de una virilidad inusitada. El otro, el jodón, es alguien a quien todo lo que pasa a su alrededor parece no hacerle mella, ni siquiera un problema familiar que lo ata mentalmente a la Capital. Por un rato, Como una novia sin sexo expone sus conflictos de manera solapada, hasta acertadamente. El juego de la sexualidad masculina y los códigos machistas entre amigos está relatado sin gran vuelo, pero con una dosis de rigurosidad en el habla, incluso en lo corporal de los personajes que se manifiestan entre torpes y contenidos. Hasta ahí el film es bastante honesto. Santa Ana incluso aprovecha el espacio geográfico sugerente, ese límite entre una vida interior (el bosque) y otra exterior y más desinhibida (la playa) como bien lo hizo en El desconocido del lago el francés Alain Guiraudie. Pero así como el trío protagónico sufre un cisma cuando Juli ingresa en la ecuación, también la película empieza a confundirse y a volverse bastante problemática. En primera instancia, la joven se relaciona con uno de los amigos y eso ya provoca en el resto el desagrado por el extraño que viene a romper la paz del grupo. Pero, aún peor, moviliza los celos que muchas veces trascienden la frontera de la amistad y se vuelven otra cosa. Esa obsesión que surge en los personajes y que ensombrece la hasta ahí clara narración, es lo que ni los personajes ni el director parecen saber resolver. Lo que se revela claramente es el carácter funcional del personaje femenino, de quien desconocemos su destino luego del evento que genera la crisis: es como si el guión dijera sutilmente “listo, ya hiciste tu gracia”. Hay en esto una postura un tanto misógina de poner al rol femenino en el lugar de la que viene a modificar el status quo masculino. Pero esto no es todo: ella es la depositaria de una serie de agresiones que los muchachos le propinan y que la rebajan al lugar de la que “anda buscando pija”. Lo positivo, si se quiere, es que los amigos tampoco resuelven los conflictos entre ellos con demasiada inteligencia. Todo esto, que sucede en los fatídicos últimos diez minutos de Como una novia sin sexo, minimiza los aciertos de la película pero además hace repensar aquella primera parte donde los diálogos se exponían con honestidad. Tal vez no era eso, si no falta de vuelo por parte del guión para contar lo suyo, que es mucho más complejo de lo que estos machos adolescentes y reaccionarios con el pito en la mano pueden ser.
VIEJOS TRUCOS, VIEJOS VOTOS Cuando nadie lo pedía, Bridget Jones volvió. O tal vez alguien lo pedía, y esa era Renée Zellweger para quien este personaje es una suerte de amuleto que puede devolverle la vida perdida a su adormilada carrera. La actriz se pone nuevamente en la piel del personaje más autoconsciente de la historia del cine: su voz en off siempre fue una clave en la franquicia, que funcionaba a la vez como voz de la conciencia de Bridget. Esa voz le marcaba los errores, incluso dialogaba con ella misma, la contradecía, y era material indispensable de la comedia. Era un recurso que aportaba cierta noción de intertextualidad en tiempos donde las redes sociales todavía no habían invadido la experiencia del día a día, por lo que el regreso de Bridget Jones a la pantalla debía asimilar aquellas cosas que modificaron el mapa de la sociedad y la cultura universal en estos 15 años. Ahí el primer gran desacierto de la película: salvo por unos hipsters ridículos que copan la producción del programa de televisión donde la protagonista trabaja, esta El bebé de Bridget Jones podría estar ambientada en 2001 que ni lo notaríamos. Como lo dice el título claramente, la tercera entrega trae la novedad del bebé. Y el bebé es, digamos, un MacGuffin que sirve para apuntalar la estructura que siempre ha apuntalado a las películas de Briget Jones: una estructura geométrica con forma de triángulo, el tironeo entre dos partes. La protagonista queda embarazada, pero como en pocas horas tuvo sexo con dos hombres, no hay certeza de quién puede ser el padre: entonces embauca a los dos haciéndoles creer que lo son, y uno de ellos no es otro más que el viejo (literal y metafórico) Darcy de Colin Firth, el amor de toda la vida. De ahí, el juego de enredos y equívocos a los que el personaje se somete por no decir la verdad de una. Porque la Jones podrá creérsela muy superada y moderna, pero sigue siendo una conservadora de campeonato que cree representar a la madre de las meretrices si confiesa haberse acostado con dos tipos. El nivel de osadía en los atrevimientos del personaje sigue teniendo ese tufillo de provocación para abuelas. Cuando hace ya década y media apareció el personaje de Bridget Jones en el cine (antes había sido fenómeno de ventas editorial), el mismo era presentado como una suerte de mujer moderna y liberal. Mentira, Bridget nunca lo fue. En verdad el personaje vino a representar un ala más autoconsciente del rol secundario de la mujer en la sociedad, ese que sólo se completa con la presencia de un otro y que no puede escapar a los mandatos sociales. La autoconsciencia la hacía un poco más simpática y divertida, pero en el fondo era una forma de disfrazar el conservadurismo de la propuesta: en el horizonte, está claro, Bridget quería casarse de blanco y formar una familia. En ese sentido esta tercera entrega es mucho más honesta: la protagonista ya pasó los cuarenta y lo que anda buscando es cómo paliar esa soledad en un presente donde la rodea gente de su edad y ocupada, o gente joven y demasiado imprevisible. El mayor acierto de El bebé de Bridget Jones, que cuenta con el regreso de Sharon Maguire en la dirección, es abordar algunos temas interesantes como las nuevas formas de afrontar la maternidad o la paternidad sin ponerse demasiado solemne o cursi. Pero el mayor problema es que no logra construir situaciones genuinamente graciosas alrededor de esta premisa, más que algunas donde se observa el oficio de un elenco que conoce las cuerdas básicas para invocar la risa: Emma Thompson haciendo un personaje muy divertido y de taquito, Patrick Dempsey con su galanteo patético, Firth con esa cara de culo patológica y la Zellweger recuperando el muestrario de mohines con el que alguna vez nos convenció de que tenía talento. Como verán, todos trucos viejos que hacen juego con una comedia que atrasa unos cuántos años, tanto formalmente como en los votos que cumple su personaje.
LEVE ELOGIO DE LA AMARGURA Hace ya un tiempo que Dreamworks dejó de preocuparse en ser el reemplazo de la vieja Warner de los Looney Tunnes (aunque mantiene una veta cómica indudable) o de pretender de forma un poco prepotente que sus películas se conviertan en franquicias perdurables, incluso de hacer cine más complejo a lo Pixar. De hecho, se nota en cómo han optado por un calendario de estrenos que los quite del centro de la escena: este año ni quisieron pelear con Buscando a Dory. Es cierto que todavía andan por allí las Kung fu panda y que las Madagascar y las Cómo entrenar a tu dragón permanecen en un espacio ambiguo donde no se sabe si habrá más, pero con la llegada de Trolls se confirma un poco ese lugar secundario que la compañía comienza a abrazar con más fuerza: una película pequeña pero sólida, que aún abusando de los tópicos del cine familiar logra generar empatía por su sentido del humor irredimible, y que pone toda su energía en un diseño que aprovecha las posibilidades ilimitadas de la animación en cuanto movimiento, paleta de colores y generación de espacios y criaturas. Si podemos marcar un lugar que viene a representar Trolls, podríamos decir que es el de la reciente Home, aunque está un par de peldaños por debajo. Trolls aprovecha otra de las posibilidades del cine de animación pensado como pura mecánica industrial, esto es ser un camino directo para la fábrica de peluches y muñecos articulados. Aunque inteligentemente revierte ese sentido, ya que hace el camino inverso: antes que película, los personajes ya fueron muñequitos hace más de medio siglo. Entonces lo que tenemos en pantalla es un producto con una textura que genera las ganas de un abrazo inmediato, y a partir de allí surge una exploración de la superficie como un espacio de placer forzado e incuestionable. Porque sobre lo que reflexiona el film de Walt Dohrn y Mike Mitchell (no casualmente con experiencia en el universo lisérgico, naif y festivo de Bob Esponja) es precisamente el placer, la alegría y la diversión como imposición: los trolls habitan un mundo donde las fiestas están programadas, donde los abrazos son constantes, donde todo se hace porque se debe hacer (y sentir) y se expresa mecánicamente. El mundo de los personajes es como una agobiante, interminable fiesta de casamiento. El conflicto fundamental de la película, entonces, no es la pelea entre trolls y bertanos (un gran MacGuffin), esos ogros que sólo encuentran la felicidad morfándose un gnomo una vez al año, sino la forma en que el 99 por ciento de los trolls quiere hacerle ver al troll rebelde y gruñón (cuya voz original pertenece a Justin Timberlake) que el mundo es todo lo colorido y alegre que ellos pretenden. Branch (así se llama el personaje), con calma meridiana, irá imponiendo progresivamente su punto de vista y la película irá arribando a una suerte de consenso: este troll descolorido descubrirá que se puede permitir la alegría perdida, pero también demostrará que el secreto del asunto es la correcta asimilación de las emociones que va imponiendo el camino. “A mal tiempo buena cara, pero tampoco seamos necios”, podría pensar Branch. A su manera y aunque leve, la película es un elogio de la amargura. Y el elemento fundamental de Trolls, que no hemos mencionado hasta el momento, es la música. Porque estamos ante una película que sí es animada, sí es fundamentalmente una comedia de aventuras, pero en lo concreto es un musical que recrea notables hits del soul y el pop, de allá, de más acá y de ahora. Ahí, también, hay otra clave: no sólo porque los momentos musicales son los mejores de la película, profundizando ese aprovechamiento de los colores y la invención de mundos y personajes (el viaje de Poppy hacia la tierra de los bertanos es memorable), sino porque además Trolls es una película que explicita sus enseñanzas a través de canciones. Por eso que sus peores momentos, sobre el final cuando cae en la enseñanza innecesaria, es cuando deja de decir lo suyo con pop y lo verbaliza ordinariamente. El film de Dohrn y Mitchell es uno con moralina, un cuento de los de antes sobre aceptar al otro y de buscar consensos aún en las diferencias. En los momentos en que escapa a la fórmula (que por suerte son la mayoría) se convierte en una experiencia realmente disfrutable.
UNA PELICULA DE OTRO TIEMPO Y LUGAR Una comedia romántica sensible con personajes naif. “Nada nuevo”, dirá el lector y estará equivocado. Miss es una verdadera rareza si nos detenemos a pensar unos segundos el panorama del cine independiente argentino, que es donde se inscribe; incluso es una película muy arriesgada: su apuesta es definitiva por la comedia (aunque melancólica, comedia al fin), una herejía si pensamos en términos festivaleros, con un protagonista al que se pone en un lugar fácilmente ridiculizable (un tipo desgarbado y poco agraciado que se enamora de una modelo principiante y muy bella) pero al que la mirada del director Robert Bonomo observa con una distancia tan precisa que no cae ni en el paternalismo ni en el cinismo. Y esa es la clave de la película: poner en escena una historia que pertenece a otro lugar y a otro tiempo, pero con una sensibilidad que la ancla perfectamente en un aquí y ahora que se adivina hostil desde el fuera de campo pero que nunca la daña. La historia de Roberto Law Makita, el protagonista, es más que interesante. Bonomo lo conoció en un casting y se fascinó con él, pero en vez de un documental la investigación sobre su persona desencadenó en una ficción, que se nutre de elementos de su vida aunque los traduce en una forma de raro reality show. Uno supone que el Law Makita de la realidad no dista mucho del que se ve en Miss: soñador, algo ingenuo, cree tener algún tipo de poder adivinatorio y es fanático de los récords mundiales. Precisamente, anda con un libro Guinness, aquel famoso material donde aparecían los fenómenos universales más ridículos y que hoy luce fuera de moda. De ese tipo de ingenuidad es de la que habla Bonomo en su film, de una que no tiene tanto que ver con la ignorancia o la negación, sino más bien con una lógica remota y con otro verosímil. Por eso también que ronde como un fantasma la figura de una vieja Miss Argentina -otro objeto fuera de moda-, personaje sobre el que cae un velo de misterio que multiplica el sentido que la película construye sobre el tema del pasado. Si bien algunos podrán ver relaciones entre Miss y el cine de Wes Anderson, lo cierto es que Bonomo no piensa sus universos melancólicos desde una perspectiva estético/estática. También, es cierto, esto no sucede porque los personajes de Miss pertenecen a otra escala social que los intelectuales andersonianos; son clase obrera, incluso marginales si pensamos el tema de la inmigración (Law Makita es mezcla de chinos y japoneses, su amigo es boliviano) y el tipo de trabajos que consiguen: cuidan casas de familias pudientes, se quedan con las sobras del sistema. En esa mezcla de universo cinematográfico cerrado y autosuficiente, con un la exposición de un contexto socio-económico de sectores medio-bajos la película incorpora una rugosidad impensada y no expresada en términos políticos explícitos. Ese es el mundo que habitan los personajes y nadie intenta rebelarse aquí: por eso el refugio en el pasado, en esa forma de seguridad. Lo que termina importando en Miss es esa historia de amor, que se nutre de situaciones simpáticas, absurdas, naif, y que sigue el derrotero de tantas historias de amor del cine: los amantes se conocen, se acercan, se distancian, se reencuentran. Pero que tiene la singularidad de estar construida con la textura de un cine no tan convencional, con sus tiempos y su personalidad bien definida. Desde ese cruce de conceptos es que hay una empatía veloz con el espectador, pero también una exigencia por ingresar en sus códigos humorísticos y temáticos. Miss es una película sencilla a simple vista, y son sus personajes -fundamentalmente el protagonista- los que terminan de confirmar su característica de rara avis. Lo raro, en este caso, no es tanto una sobreabundancia de símbolos y poses contraculturales, si no la más radiante e impensada humanidad.
DEMASIADA EXCITACION Al efecto guarro de La fiesta de las salchichas le pasa más o menos lo mismo que a Michael Bay con el CGI o a La pasión de Cristo con los latigazos: termina siendo tan repetitivo y monótono el recurso, que se atraganta hasta anestesiar el efecto. No está para nada mal la jugada de Seth Rogen, Evan Goldberg y la banda habitual (sí, los directores son Greg Tiernan y Conrad Vernon, pero sólo prestan el conocimiento en la animación y el vértigo narrativo) en recuperar para el mainstream norteamericano la idea de la animación para adultos, e incluso ser autoconscientes respecto de su condición de producto de mercado: de hecho, el centro del conflicto tiene que ver con los consumidores ya que los protagonistas son alimentos y objetos, que no casualmente habitan un supermercado y desean ser elegidos por los humanos, vistos como dioses que trasladan hasta un paraíso puertas afuera. Como suele ocurrir con buena parte de esta generación de comediantes (podemos incluir a Jonah Hill, Paul Rudd, Kristin Wiig, James Franco, Michael Cera y tantos otros que brindan sus voces en el film) la forma de rebelarse contra determinado estado de las cosas es un refugio en el hedonismo, y la lucha es entonces por hallar los límites de una convivencia pacífica. El arco dramático más que interesante que atraviesan los personajes tiene que ver con el descubrimiento de que no existe tal paraíso, y ante la negación de Dios y la ausencia de un objetivo lo que queda es entregarse a ese hedonismo tan preciado. Que aquí se entiende, hacia el desenlace, como una osada orgía gastronómica en la que participan salchichas, tacos, panes, salsas, bebidas y todo lo que se imagine que habita un supermercado. Pero el problema de La fiesta de las salchichas no es tanto aquello que quiere decir, y que finalmente dice con un espíritu libertario bastante infrecuente para Hollywood, sino el camino que se debe atravesar para llegar hasta ahí. Es como si Rogen y Goldberg (los guionistas y habituales compinches) tuvieran claros los motivos que los llevó a construir este peculiar artefacto audiovisual, pero no pudieran pasar del chiste originario: una salchicha y un pan de panchos quieren coger. La fiesta de las salchichas confunde reflexión con amontonamiento de ideas. Y si no ideas, al menos referencias que supongan una mirada a otro nivel: entonces aparecen un bagle y un lavash que remedan el conflicto entre judíos y musulmanes, pero la mirada es tan básica y superficial que el chiste se repite hasta perder efecto. Lo mismo ocurre con todo lo demás, incluso con la idea de película animada guarra; de hecho muchas veces ni siquiera hay un chiste, lo que hay son objetos puteando. Da la impresión de que por momentos Rogen y Goldberg se engolosinaron con las posibilidades que brinda la animación, con esa libertad infinita en las formas, y como adolescentes sin control de hormonas sexualizaron en extremo el asunto hasta volverlo ordinario y con escaso timing cómico. Porque lo que más preocupa en definitiva son los escasos momentos graciosos que la película logra construir. No deja de ser curioso el fracaso artístico de La fiesta de las salchichas puesto que Rogen y Goldberg crearon hace unos años Este es el fin, una comedia realmente osada, sexual y de timing perfecto donde se aprovechaban desde la auto-referencia los límites de lo permitido por Hollywood para hacerlos volar por los aires (cuando lo que se debe exponer es el propio físico y no los pixeles de un dibujo animado se piensa más y se construye mejor: incluso, aparece el componente humano, que aquí brilla por su ausencia). Aquella película que jugaba con la idea de un fin del mundo y la llevaba al fondo, es el reverso perfecto de este film animado que aún jugando dentro de la misma liga se queda a mitad de camino porque se piensa primero como osadía y luego como reflexión. Lo que les termina pesando a los guionistas es precisamente esa libertad tan ansiada: cuando no hay una barrera que derribar, lo que queda en evidencia es la futilidad o no del objeto en cuestión. Y este -lamentablemente- es el caso.