LA MARGINALIDAD COMO GESTO Maldito seas, Waterfall! es una propuesta infrecuente dentro del panorama del cine argentino actual: es una comedia que apunta al público festivalero con sus referencias cinéfilas y su juego con el cine dentro del cine, pero que exhibe -a partir de burlarse de aquellos materiales que la componen y que son un guiño a los clichés del denominado Nuevo Cine Argentino-, una vocación por saltar el gueto y ser popular. Tal vez no logre ninguna de las dos cosas, ni que la apoye un público masivo ni que los “intelectuales” la tomen demasiado en serio, pero en el espíritu lúdico que la motoriza hay algo atractivo que supera, incluso, las propias limitaciones y falencias. El film de Alejandro Chomski tiene un supremo acierto: su protagonista, Roque Waterfall (un Martín Piroyansky como pez en el agua), es una suerte de slacker, un hedonista de campeonato que vive de rentas y sin mayor objetivo en su vida que el de ver viejos partidos de Atlanta, su equipo. Waterfall es un tipo sin reglas y sin dogmas, o si los tiene son dogmas vagos que apenas funcionan como un ligero manual de instrucciones. Entonces, el acierto es que Chomski desde la forma apuesta por una narración que incorpora el espíritu del personaje: hay un humor lunático que a veces funciona, mucho absurdo y un devenir de situaciones sin un hilo demasiado evidente. Waterfall se cruza con un director checo que está filmando una película en Argentina y que se termina fascinando con su impostura, por lo que busca retratarlo en un documental. Este elemento es el que aprovecha Chomski para burlarse un poco de sus colegas y exponer la ridiculez de ciertos conceptos que inundan el cine de un perfil más independiente. Es cierto también que así como la película opta por un recorrido zigzagueante y que genera una enorme correlación entre forma y contenido, por momentos se vuelve un poco confusa en relación a cuáles son las verdaderas intenciones del realizador. Porque si por un lado la burla es divertida, por el otro se vuelve un recurso fácil desde el momento en que no opone un concepto a cambio (por ejemplo, algunos personajes son sólo una idea sin profundidad como la “rubia cheta y tonta” que se relaciona con Roque). Maldito seas, Waterfall! acompaña a sus criaturas hasta cierto momento, porque a la hora de las resoluciones les suelta la mano y prefiere la mirada distanciada que aporta el cinismo . Cuando llega el final, lo que vemos es la película sobre Waterfall, que respira mucho de ese falso lirismo del film que Barney Gómez presentaba en aquel festival de cine de Springfield. Pero allí donde Los Simpson construían una sátira que se podía leer en dos direcciones, la película de Chomski profundiza uno de sus niveles, tal vez el único. Maldito seas, Waterfall! es una película que funciona cuando más arriesga y apuesta por lo lúdico volviéndose imprevisible, y que en contrapartida se empantana cuando se contenta con señalar con el dedo desde un lugar de superioridad. Pero sin hacer una apología tonta de la originalidad, hay que reconocerle su carácter de rareza casi marginal; marginalidad que por otro lado le sienta perfecta a Roque Waterfall.
UNA COMEDIA ENCERRADA EN SU PREMISA Es 1985. Dos familias vecinas de apellido García tienen una hija, el mismo día y en el mismo hospital. Unos, que ya tienen dos hijas rubias como la madre, se sorprenden porque la niña es “morochita”. Los otros, primerizos y con madre morocha y padre brasileño y de piel morena, se impactan de igual manera cuando reciben una beba rubia. En verdad, son los hombres de la casa los más shockeados, crisis machista filtrada inteligentemente en el film escrito y dirigido por Pablo José Meza. No hay premisa mala, se dirá, sólo malas elecciones en el abordaje. Y la premisa de Las ineses puede parecer forzada por momentos, pero no es lo que falla en el film, que tampoco es demasiado despreciable aunque sucumbe ante la imposición del costumbrismo y un grotesco aligerado como única forma de acercarse al humor. Meza ya había experimentado con el cine de premisa en la igualmente fallida La vieja de atrás. Ahí había jugado a implosionar un universo asfixiante de puertas adentro, habitado por la señora Adriana Aizenberg y el joven Martín Piroyansky. En Las ineses, que es más abierta y utiliza más exteriores, la asfixia se siente igual. La película nace a partir del dato del intercambio de las niñas y las decisiones que toman sus personajes, y no puede avanzar más allá de ese origen, repitiendo la temática y los chistes en un loop algo molesto a medida que avanzan lo minutos (que tampoco son tantos: apenas 75). Es como si ese mundo de personajes simples, de gente de pueblo y de barrio, careciera de matices y niveles que le permitieran más complejidad y vuelo al relato. Por allí sobrevuelan cuestiones como las diferencias a la hora de afrontar la maternidad y la paternidad, la construcción de una identidad, las distancias culturales y sociales en la Argentina pegada al fin de la dictadura. Pero nada es demasiado profundo, y Las ineses se detiene demasiado en el juego de tensiones que se dan entre sus personajes (padre, madre, suegra, vecinos) con la repetición en los prejuicios que ya quedaron claros desde el arranque, a la vez que pone demasiado el foco en una de las familias, desbalanceando el interés por el retrato grupal. Pero como decíamos, tampoco Las ineses es una película que moleste. Es una comedia amable, simpática, por momentos efectiva, aunque algunos pasajes de humor negro carezcan del timing necesario como para ser graciosos antes que incómodos, y es llamativo el montaje que recurre a elipsis algo abruptas, sobre todo a la hora de las definiciones. Y otro detalle que se relaciona con lo del abordaje: si la comedia cinematográfica argentina ha ido construyendo algún tipo de identidad, la misma se da a partir de la recurrencia del costumbrismo y el grotesco. Este año Angelita, la doctora fue una exponente clara de ese acercamiento a las tradiciones, aunque con la salvedad de ciertos frenos a la hora de exagerar en la coloración y los tonos. Esa autoconsciencia está más difusa en Las ineses, donde por momentos gana lo chillón. En todo caso, se trata de una búsqueda filiatoria con el pasado filtrada con las necesidades expresivas del presente. Algo germina, pero no termina de nacer. Como este film.
EL HOMBRE COMO LOBO DEL HOMBRE En su ópera prima como director, el experimentado asistente de dirección Emiliano Torres trabaja con la textura de un western áspero y sureño diversos temas que tienen un subtexto social: lo viejo amenazado por lo joven, las duras condiciones laborales en los sectores rurales, el capitalismo reconvertido pero siempre frío y distante desde una perspectiva humana, el límite moral que trazan las decisiones vinculadas con el espíritu de subsistencia, lo familiar contrapuesto a la soledad de algunos trabajos que son, paradójicamente, fuente de ingresos para sostener lo primero; incluso analiza las interrelaciones en grupos masculinos atravesados por un machismo exacerbado. Pero lo realmente interesante en la mirada de Torres es que nunca los temas (que son muchos) se imponen a lo narrativo, a lo que se cuenta en primer plano, con una solidez infrecuente para un debutante, tanto para narrar como para organizar las diversas capas discursivas de su película. El invierno cuenta dos historias en paralelo, la del viejo capataz Evans (Alejandro Sieveking) y la de su joven reemplazante Jara (Cristian Salguero), historias que se cruzan y que, en esa fricción, permiten que el film vaya mutando de drama rural a thriller, a la vez que condiciona el horizonte de sus protagonistas. La llegada de Jara a la estancia sureña motiva el despido de Evans, hombre huraño alejado de la calidez familiar a la que ahora se ve obligado a regresar. Pero la frustración del viejo en ese regreso a la sociedad se espeja en la experiencia de Jara, a quien no le será nada fácil controlar la actividad de la estancia acechada por bribones y cuatreros durante ese invierno solitario. De alguna manera, todo esto va tensando un clima espeso que amenaza siempre con salirse de cauce. La violencia, afincada e intrínseca, se irá desbordando progresivamente. Duelo tácito (los personajes casi ni se relacionan en las jornadas que comparten, pero son conscientes de lo que representa la presencia del otro), uno intuye que Evans y Jara volverán a verse las caras en algún momento. Más allá de algunos objetos que operan como metáforas algo remarcadas (un muñeco de madera que Jara talla para su hijo), Torres es muy preciso tanto en la manera que trabaja las emociones de sus personajes como en la forma en que hace que el paisaje (descomunal y fotografiado a la perfección) ingrese en el relato. Por un lado, las actuaciones son secas y hieráticas, pero sin exagerar el rasgo estético y logrando un verosímil riguroso; por el otro, El invierno corre el riesgo de sucumbir a cierto paisajismo pero el director siempre encuentra la salida para que se justifique cada plano general en pos de acentuar la soledad y pequeñez de los personajes. En esa contraposición, la de los personajes con su entorno, es que la película define su carácter seco, árido, introspectivo. Y las decisiones de puesta en escena del director son de una precisión envidiable. Pero hay un tercer ámbito que se debate en El invierno, que a veces está presente aunque mayormente ocupa un espacio off agobiante: y ese es el capitalismo, el mundo del dinero y de las transacciones, de los negocios que se valen de lo humano como principal materia prima. Cuando los personajes creen estar tomando una decisión (desde negar la existencia de una familia a decidir volver al lugar del que ha sido expulsado), es en verdad una acción condicionada por un sistema que utiliza y descarta. El invierno, sin hacerlo explícito ni marcarlo demasiado, apuesta por una estructura circular en la que las situaciones se repiten pero cambian los protagonistas, en una forma de recrear también la perversidad de las leyes del mercado. La idea es la de un tiempo que se continúa y replica, donde lo nuevo va devorándose a lo viejo, y donde un poder externo determina la supervivencia del más apto. Allí aparecen los personajes de Adrián Fondari y Pablo Cedrón como representantes de ese poder que define, a la distancia, el destino de estos hombres. Como lo hiciera en su tiempo el filósofo Thomas Hobbes, Torres se apodera en El invierno de la máxima que indica que el hombre es el lobo del hombre. La pone en escena con indudables herramientas cinematográficas, en un film que demuestra tantas filiaciones como capacidad para construir un discurso autónomo, incluso de cierto cine nacional independiente agotado y reiterativo.
LO PEQUEÑO COMO EJEMPLO DE GRAN CINE En tiempos donde los géneros (e incluso las estéticas de mucho cine ajeno al mainstream hollywoodense) abusan de lo hiperbólico para seducir a una audiencia ganada por los estímulos constantes, una película como Por siempre amigos aparece como una verdadera rareza. No tanto porque esté construida en base a una fuerte impronta autoral, sino porque elige contar el drama de sus personajes con total amabilidad, sin caer en estruendos, emociones impostadas o efectismos, y construye un relato de una sinceridad inusitada en el cine actual. Ira Sachs, el director, es una reconocida personalidad del cine independiente norteamericano con más de dos décadas de trayectoria, que hasta se aleja de los tics del cine indie de su país: en Por siempre amigos no hay lugar para la sordidez ni la intensidad molesta, todo es relajado y humano, aún en las crisis y los roces que mantienen los personajes. Hasta los conflictos que movilizan el drama parecen mínimos. Una familia hereda un departamento en Brooklyn y allí se mudan: la propiedad, cuenta también con un local alquilado por una mujer extranjera que tiene un taller de confección de ropa. La tensión comienza a darse entre los dueños y la inquilina, cuando desean actualizarle el alquiler y esta se niega a hacerse cargo del nuevo contrato. Pero aún más, porque el hijo de la mujer y el de los recién mudados, cuyo patriarca es un actor de teatro under (extraordinario, Greg Kinnear), se hacen amigos, en una de esas amistades que modelan definitivamente una adolescencia y una futura adultez: de ahí los “pequeños hombres” del título original. Por siempre amigos transita con levedad todas las cuerdas que toca: es un poco de comedia urbana, otro tanto de drama sobre las diferencias culturales y económicas, y fundamentalmente un coming of age. El principal atractivo de Por siempre amigos está dado en cómo Sachs cuenta esa amistad adolescente entre Tony y Jake (talentosísimos Michael Barbieri y Theo Taplitz), que va creciendo entre códigos compartidos y la necesidad de vincularse con un contexto social determinado. Si en la cámara del director hay sensibilidad y mucha amabilidad, también hay una gran habilidad para impedir el retrato apologético y ramplón sobre la adolescencia que exuda mucho cine norteamericano contemporáneo. Sachs respeta el punto de vista de los chicos, básicamente porque los deja ser ante la cámara y los observa con dilección casi documental, pero a la vez los enfrenta al mundo adulto sin forzar el verosímil dramático que su película sostiene notablemente durante 85 minutos y respetando también la lógica de unos y de los otros. Si los pibes no comprenden del todo cómo los vínculos se pueden quebrar por cuestiones monetarias, los padres de Tony y Jake se muestran lógicos en sus crisis financieras y actúan urgidos por sus necesidades. Por siempre amigos es un film sin villanos… o mejor dicho, un film sin maldad. Si alguien hace daño, es consecuencia de alguna decisión equivocada. Pero Sachs nunca refuerza ese concepto, e incluso deja en un saludable espacio off muchas de las cuestiones que determinan los comportamientos de sus criaturas. La película se completa con la intuición del espectador, por eso también que deje sedimento y que nos invite a pensarla mucho más allá de su final: aunque en verdad es una película tan cálida, que casi nos obliga a habitarla más que a pensarla. Las acciones y reacciones de los personajes son la clave, también la forma en que pueden dejar alguna enseñanza (después de todo es un relato de padres que intentan educar a sus hijos a como pueden) sin ponerse sentenciosos. Si la película tiene un tono leve, casi pidiendo permiso para no molestar, mucho de eso se sostiene en las actuaciones, fundamentalmente la de ese gran actor que es Kinnear, dueño de un porte clásico que genera cierta tensión con la contemporaneidad que respira mucho del cine indie en el que actúa. El acierto mayor de Por siempre amigos, pero en definitiva del registro de Sachs, es que sus personajes parecen seres humanos y comunes (algo dificilísimo de lograr) sin por eso perder un centímetro de su consistencia cinematográfica. Esta película es, casi, una epifanía.
ENCARGOS ANCESTRALES Y ECONOMICOS Acostumbrado a un registro experimental, Mauro Andrizzi arriesga en Una novia de Shanghai a moldear su cine bajo estructuras un poco más convencionales: estamos ante una suerte de comedia de enredos, protagonizada por dos chinos que encuentran un cadáver y deben darle sepultura para cumplir con el deseo de un fantasma. Además, el film nace como un proyecto de película por encargo, a partir de un concurso organizado por una empresa que invitó al realizador a filmar en China, pero elude inteligentemente esa convención que podría haber mostrado su génesis en el orillo y se construye como un relato con elementos autorales bien precisos. Una novia de Shanghai es el transitar de sus dos protagonistas por paisajes reconocibles y no tanto de esa ciudad gigante, una especie de road movie urbana en el que los personajes se cruzan con varios personajes -a cuál más excéntrico-, mientras trasladan un pesado ataúd. Algo errante en su narración, como el camino de los personajes, la película encuentra sus mejores pasajes en situaciones retratadas con un humor entre absurdo y lisérgico, y en la contemplación que hace la cámara de Andrizzi de las calles de la fascinante Shanghai: un rompecabezas colorido y singular que aporta el marco inmejorable a una historia bajo toda norma delirante. Como decíamos, a pesar de ser un proyecto financiado por una compañía con fines publicitarios, Andrizzi mantiene la organicidad y la originalidad en las imágenes y los recursos con los que las construye. Es un film libre, que se nutre tanto de la comedia tradicional como de la espiritualidad oriental, con elementos de “el gordo y el flaco” y puntas de contacto con Nueve reinas, que además exhibe por momentos el ojo de buen documentalista del director. El tema del “encargo” (económico en el director, ancestral en los protagonistas) está presente en la premisa que moviliza a los protagonistas, y el director juega con eso y se divierte.
EL HOMBRE DEL OTRO LADO DEL MUNDO Como en El hombre de al lado, Marino Cohn y Gastón Duprat en El ciudadano ilustre se muestran interesados en esa suerte de choque que se da entre la civilización y la barbarie, o como ellos lo ven entre la sociedad intelectual y moderna y los sectores medios-bajos embrutecidos y conservadores. Si antes la contienda era individual, dos personajes que podían simbolizar un todo, aquí el choque es más abrupto: lo intelectual lo vuelve a representar un hombre, en este caso el escritor Daniel Mantovani (un perfecto Oscar Martínez), pero lo brutal está representado en los habitantes de un pueblo, en un grupo, básicamente en una sociedad que se parece mucho a esa sociedad argentina que habita el interior del país: vida de pueblo, de gente aparentemente bonachona y espíritu amable que esconde bajo la superficie un machismo y una violencia constitutiva. Por lo tanto, El ciudadano ilustre debe ser vista como una sátira virulenta e incómoda sobre el ser nacional. En el film el protagonista es un escritor argentino que ganó el Premio Nobel y que se encuentra recluido en su hogar de Barcelona tras cinco años sin poder escribir un nuevo libro: precisamente, Mantovani había señalado durante su duro discurso al recibir aquel galardón que para él ese instante sintetizaba su muerte creativa. Lo que logra sacarlo del letargo es, curiosamente, una invitación del intendente de su pueblo natal, que lo convoca para ser nombrado ciudadano ilustre. Para el escritor será no sólo una forma de regresar al terruño tras cuatro décadas de ausencia, sino también para -tal vez- renovar su imaginario: es que su obra está ineludiblemente ligada con los personajes que habitaban su pueblo. A partir de estos elementos, la literatura y la mirada del profesional, la película genera puntos de contacto con otra obra de Cohn y Duprat como El artista. Porque precisamente muchas de las discusiones que se generan entre el protagonista y los habitantes del pueblo tienen que ver con el arte, con la cultura y con una forma de plantarse ante los mismos, sin indulgencias. Hay en El ciudadano ilustre elementos de lo esperpéntico a lo Luis García Berlanga (con lazos ineludibles hacia ¡Bienvenido, Mister Marshall!) pero también al neorrealismo italiano, especialmente a Los monstruos de Dino Risi (no de gusto el cine nacional heredó tanto de la comedia española e italiana). El arribo de Mantovani al pueblo es una escalada de horrores que pone en evidencia no sólo la chatura del lugar y sus habitantes, sino de lo oprobioso de cierta noción de ser nacional arraigada e instalada culturalmente. Los directores son todo lo virulentos que su mirada suele ser, pero acrecentada por un personaje misántropo y decididamente cínico, al que se agradece que Martínez no construya desde la antipatía patológica sino desde una parquedad no exenta de cierta amabilidad, forzada, pero amabilidad al fin. Durante buena parte de la película, las cosas funcionan porque la comicidad surge genuina, creativa, impiadosa pero divertida, más allá de una puesta en escena que o busca emular la chatura del espacio donde habita la ficción o es decididamente básica. Pero el ridículo constante del que es víctima el protagonista no puede más que invocar la risa del espectador por ser una referencia apreciable (el paseo en autobomba, los concursos de arte entre gente con buenas intenciones pero carente de una sensibilidad artística, el chauvinismo, el oportunismo político), pero también por gozar de un timing preciso: el film de Cohn y Duprat se viste de las ropas del costumbrismo para deconstruirlo y despedazarlo en una operación similar a la de ¡Soy tu aventura! de Néstor Montalbano pero con mala leche. Y precisamente este elemento es el que termina generando cierta crisis dentro del film, y el que le impide un cierre adecuado o más claro: la mala leche. Porque progresivamente, cuando las cosas se van poniendo más oscuras, los directores eligen no sólo reforzar el imaginario de imbecilidad constante de los habitantes del pueblo, sino ponerse del lado de Mantovani, que es también -y no hay que olvidar- el punto de vista de un tipo que hace cuarenta años que mira todo desde la vereda de enfrente y tiene una posición fácil respecto de su entorno. La crueldad y la misantropía pueden ser divertidas un rato, incluso la película es valiente e incómoda al animarse a cuestionar muchas de las cosas que el cine nacional con aliento masivo decide ocultar, pero si no hay una instancia que humanice a los personajes todo queda en una pose canchera y superficial, maledicente: El ciudadano ilustre le ofrece a sus criaturas poco lugar para la redención y opta por la bajada de línea sentenciosa antes que por la sátira, perdiendo en el camino parte de su objetivo principal. Antes citábamos a Berlanga y Risi, pero en verdad el espíritu que termina campeando en la película es el de los hermanos Coen en su versión más molesta, esa que los encuentra ubicados en un Olimpo desde el cual señalan con el dedo y se ríen de todos los idiotas personajes que construyen. Es curioso viniendo de Cohn y Duprat, quienes con El hombre de al lado habían logrado una centralidad inusual en la mirada abordando los mismos temas que abordan aquí.
A NO PESTAÑEAR “Si van a pestañear, háganlo ahora”. Una película que comienza con esta línea, no puede más que prepararnos para una aventura fascinante, pero además se impone a sí misma un reto muy grande: esta aventura tiene que ser fascinante. Kubo y la búsqueda samurái se apodera de esa frase y la hace cuerpo, a través del relato y del más puro placer por la narración, pero también a través de su protagonista, Kubo, una suerte de juglar que arranca sus historias exigiéndole a su audiencia eso mismo que la película nos exige a nosotros: prepararse para lo increíble. Kubo y la búsqueda samurái es, además, la nueva maravilla de los estudios Laika, productora de cine animado especializada en stop-motion. Un repaso por su corta filmografía nos prepara para lo mejor (El cadáver de la novia, Coraline, ParaNorman, Los Boxtrolls), pero además sienta las bases para un tipo de entretenimiento que respira libertad a cada segundo: cada una de estas películas resulta en primera instancia un prodigio técnico y visual, pero sobre todo una apuesta a complejizar la estructura del mainstream animado actual con historias que no se sienten apresuradas por convertirse en el fenómeno de feria del momento. La atención está puesta en lo que se cuenta, en los personajes y en un correcto fluir que justifica cada una de las decisiones de puesta en escena: por ejemplo en Kubo y la búsqueda samurái (torpe título local que inhabilita la poesía del original) la relación entre las tradiciones orientales y la referencia al origami tienen una estupenda concordancia no sólo con los sucesos que se cuentan, sino con las formas que va adoptando el relato en sus diversas capas: lo real, lo fantástico, lo onírico, la aventura y -fundamentalmente- el rescate del cuento y la tradición oral como una forma de memoria. El gran tema de Kubo y la búsqueda samurái es precisamente cómo lidiar con las pérdidas. El protagonista sale, ante la presencia de una madre conmocionada y paralizada, a buscar sus orígenes, pero fundamentalmente a definirse hacia el futuro. Kubo arrastra una historia trágica, oscura: su abuelo le arrancó un ojo, sus tías lo buscan para matarlo, su heroico padre fue asesinado. Pero todo es una idea borrosa en la mente del protagonista. Por eso para Kubo, conocer y comprender ese pasado, será una forma de romper con el maleficio que impide el crecimiento. El camino que transitará es el que lleva del niño al adulto, y en ese movimiento tendrá que lidiar definitivamente con las pérdidas, asimilarlas. Para eso, el director Travis Knight se vale de una adecuada aplicación de la cultura oriental, especialmente en lo espiritual y en el vínculo que generan con la muerte y el más allá, pero -como decíamos- también en su tradición con las historias fantásticas y los cuentos que no son más que metáforas de lo terrenal. Todo esto es sobre lo que avanza el film, que es en verdad y en primer plano una gran aventura repleta de imaginativas secuencias de acción, con una utilización adecuada del humor que no suena a extorsión de la falta de ideas, y a unos personajes sólidos y coherentes con su propia y decidida búsqueda. Y si todo esto no alcanza, Knight sabe que Kubo y la búsqueda samurái se podría valer sólo de su apartado visual para maravillar. Ojo, no estamos hablando de imágenes bellas y estáticas, sino de una poética visual que funciona perfectamente en la experiencia de sus personajes y, también, en la del espectador. Porque si las imágenes tienen la cualidad de ser imponentes, también son representativas del cuento que la película busca ser. Kubo y la búsqueda samurái es finalmente una celebración del contador de historias -y por relación, del cine mismo-, que encuentra en la propia esencia del arte cinematográfico la capacidad de construir memoria y, de paso, inhabilitar el olvido. Ahí está la clave de la película: ser alguien, hacer algo significativo, convertirse en recuerdo, ser memoria, hacerse inmortal. Ahora sí, podemos pestañear.
PERDIENDO LA FORMA Cada tanto se impone esa idea (apolillada) de sobrevalorar humoristas que no usan malas palabras en su discurso cómico, lo que se conoce popularmente como “humor blanco”, como si la no recurrencia a groserías fuera un valor en sí mismo. Si miramos detenidamente, aquellos comediantes del cine que han logrado cierto consenso a su alrededor, son habitantes del universo del “humor blanco” o al menos no han caído reiteradamente en la escatología. Se podría rescatar a un tipo como John Waters, pero bien es cierto que bajo su figura se erige un aspecto contracultural, rupturista, que avala en cierta medida su nivel de ordinariez como una forma de la comedia política. Lo otro, el humor genital, escatológico, soez, enmarcado en el contexto de comedias que sostienen cierta idea de status quo social, es siempre condenado. Mike y Dave. Los busca novias es otra de esas películas que al trabajar sobre el terreno de lo grosero, impiden que su interesante reflexión sobre los roles femeninos y masculinos en la comedia contemporánea norteamericana sobresalga, y sólo se destaque su catarata de chistes estúpidos y ordinarios. Así de mal le ha ido con la crítica. Hay en Mike y Dave. Los busca novias muchas ideas, algunas formales y otras temáticas. Entre las formales, se impone esa noción de diversión contra cierto orden establecido, a la que apelan una y otra vez por los personajes, en situaciones que se acumulan, pero también por la película misma. El film de Jake Szymanski elude la fluidez narrativa de la comedia mainstream clásica con una estructura fragmentaria (algo de esto intentaba con suerte dispar Adam Sandler en Son como niños), que se despreocupa del arco dramático y que incluso rompe en ocasiones con los típicos giros de caída y redención de los protagonistas: ahí tenemos el epílogo, donde la idea de pedido de disculpas de los hermanos Stangle (Zac Efron y Adam Devine, muy divertidos) es no sólo aumentado y exagerado, sino además satirizado desde adentro mismo del relato. Pero no estamos aquí ante un realizador que se preocupe demasiado en la forma, como pueden ser otros comediógrafos talentosos del presente como Nicholas Stoller, Adam McKay o Paul Feig, sino más bien ante un tipo que prefiere hiperbolizar el sentido y lo simbólico. Por eso que Mike y Dave. Los busca novias pueda resultar algo enmarañada y desprolija, y seguramente muy imperfecta. Desde lo temático, lo interesante está dado en la composición de sus personajes. Los hermanos Stangle son instados a llevar al casamiento de su hermana a dos chicas presentables. Y ahí aparecen Tatiana (Aubrey Plaza) y Alice (una forzada Anna Kendrick). Si en la comedia -especialmente en la sexual- los personajes masculinos son los que tienen carretera libre para la mentira y la manipulación, aquí son ellas las que se abusan de la tontería y la ingenuidad de los muchachos. Y no hay en esto un simple reemplazo genérico (no se trata de chicas haciendo cosas de chicos), sino de una mirada moderna que saber que los roles y los espacios tradicionales que cada uno ocupa se han movilizado. En eso, Mike y Dave… se parece bastante a Damas en guerra. Con la diferencia de que si en aquella la mirada masculina estaba lateralizada y hasta puesta en un espacio off, aquí está centralizada y en constante fricción con lo femenino, lo que deja aún más en evidencia su dosis de patetismo y ridículo. Los guionistas de Mike y Dave. Los busca novias son Andrew Jay Cohen y Brendan O’Brien, los mismos de las dos Buenos vecinos, detalle que no es para nada menor si observamos la manera en que en esa franquicia se deconstruyen los discursos de sus protagonistas masculinos, especialmente en la segunda parte donde el punto de vista femenino tomaba un importante primer plano. Hay aquí algo parecido, con la diferencia de que el film de Szymanski prefiere no verbalizar el asunto y ponerlo en movimiento, hacerlo material cinematográfico: aquí las chicas no sólo son las que la tienen más clara, sino las que modifican las acciones y hasta las que se solidarizan a pesar de las distancias iniciales que puedan existir entre ellas. Y su película brilla tanto en el humor verbal como en un par de secuencias de humor físico gloriosas (la escena del masaje, la del cuatriciclo), que evidencian también cierta violencia contenida que el humor salvaje ha demorado siempre hasta castrarse. Y lo último para destacar es Efron, quien desde 17 otra vez ha venido abriéndose camino en la comedia, y que a partir de Buenos vecinos parece haber encontrado un lugar de privilegio y clarividencia cómica, incluso aprovechando su propio físico y hasta burlándose de su rol de sex-symbol adolescente que alguna vez ocupó. Claro, es un camino que definitivamente lo relegará de los premios, pero que como a Mike, Dave, Tatiana, Alice y esta comedia los llevará a la felicidad de hacer la que se les canta, siempre y a todo momento, y con perdón por las groserías.
DEMASIADO EGO Con un ojo en la puesta en escena asfixiante y plagada de primeros planos de John Cassavetes y con otro en el abordaje de cierta neurosis intelectual del primer Woody Allen (especialmente el de Annie Hall y Manhattan), el nuevo niño mimado del indie norteamericano Alex Ross Perry impone desde los primeros fotogramas de Analizando a Philip una declaración de principios que es a la vez una suerte de prisión para su película: personajes de una misantropía extrema, una cámara exageradamente nerviosa, una voz en off (Eric Bogosian) morosa y con intenciones didácticas, un trabajo con la imagen que busca vincularse con el cine independiente norteamericano de los 70’s. Es decir, si el espectador no logra relacionarse emocionalmente con Analizando a Philip en los primeros minutos, raramente lo pueda hacer luego. El film no sólo profundizará en sus apuestas, sino que además ingresará en algunas lagunas narrativas que exhiben demasiado la preocupación del director por parecer, antes que por ser. Lo que en Cassavetes o Allen era genuino, aquí resulta pura emulación. Tal vez la arrogancia en el tono se corresponda con el personaje principal, el pedante escritor Philip Lewis Friedman, a quien Jason Schwartzman le presta su habitual talento para este tipo de personajes entre intelectuales, snobs y repudiables. Friedman publicó una exitosa primera novela y ahora se enfrenta al vacío de su segunda obra, a la vez que se cruzan los sentimientos en la insatisfacción que le provocan sus sucesivas relaciones amorosas. Lo que le permite el clic, no sólo a Philip sino también a la película, es el acercamiento de un escritor consagrado (aunque algo improductivo desde hace años), Ike Zimmerman (un notable Jonathan Pryce), quien lo toma como una suerte de protegido y se lo lleva a vivir a su casa de campo. Lo que surge a partir de ese encuentro es una suerte de reflejo en doble circulación: por un lado Ike se ve en el joven Philip, y por el otro Philip se ve en el viejo Ike. Lo curioso (y se agradece) es que el director no elige, a partir de esta situación, la posibilidad del viaje introspectivo sanador, sino que cada personaje se hunde cada vez más en su misantropía y sus particulares modos para hacerle daño a los demás. Y esto es curioso en el film de Perry: si bien los personajes pueden tener repetidamente actitudes cuestionables, hay en su acercamiento no un cariño pero sí al menos una comprensión o un dejo de honestidad, lo que le impide caer por ejemplo en el sadismo intelectual de los peores Coen. El inconveniente con Analizando a Philip es, básicamente, de tono. Aquella voz en off que casi que nos relata un cuento, y que en los primeros minutos inunda la pantalla con una monotonía un poco molesta, se transfiere al orden de lo narrativo. Escasamente la película pueda escapar de ese adoctrinamiento formal que el director impone: a pesar de varios estallidos emocionales en las vivencias de sus personajes, la película no se desmelena nunca, avanza pensándose demasiado desde el look y el aspecto. Es más un tour de force estético, que exhibe a un director seguro en el cómo contar, pero un poco redundante en el qué contar. Lo que sí demuestra Perry es un gran manejo en la dirección de actores: si algo de verdad surge en su película, eso se debe a Schwartzman, Pryce, Krysten Ritter y Elisabeth Moss. Especialmente Moss, una gran actriz que brilló en la serie Mad men pero que no ha tenido en el cine la suerte y la atención que merece. Su personaje es el único que logra evadirse del mundo autoindulgente y arrogante del resto de las criaturas que habitan el film, convirtiéndose de alguna forma en el punto de vista del espectador. Pero además su rostro es el que mejor soporta los primeros planos de Perry, la tensión en sus ojos es la chispa que precisa la película para encenderse de vez en cuando. Chispa que, por otra parte, Perry no se permite hacer estallar del todo y eso hace que su proyecto fracase en un mar de egolatría, más allá de su evidente talento para la construcción de unos diálogos acertadamente irónicos.
CIVILIZACION Y BARBARIE La buena salvaje. Heidi (una mezcla entre la novela original y la iconografía de la serie animada de los 70’s) perdió a su madre y la llevan a vivir con su abuelo, un hombre bastante tosco que habita una cabaña en la pradera. El vínculo atraviesa el arco esperable: primero el abuelo pone distancia, después empieza a quererla. Para cuando son uña y carne, Heidi es llevada a la fuerza a vivir en la casa de una familia de alta sociedad: lo que sucede ahí es una reformulación del habitual tópico del buen salvaje. La niña no recibió más instrucción que la vida entre cabras y trotes en los Alpes suizos, es desmañada y un poco bruta. La severa institutriz intenta acomodarla a la nueva vida, lo que significa en ocasiones ser bastante cruel. Heidi llegó a ahí a pedido de un hombre viudo, que está lejos del hogar y quiere una compañía para su hija discapacitada, Clara. El director Alain Gsponer compone toda esta primera parte sobre la base del conflicto básico: la niña silvestre intentando acomodarse a una vida civilizada. Las secuencias gastronómicas son la base (ya lo mostró Steven Spielberg en El buen amigo gigante), puesto que el comportamiento en la mesa ha sufrido de una estructuración que distancia a los grupos sociales: la contraposición entre un almuerzo en la cabaña y uno en la casa refinada es más que evidente. Pero Gsponer, además, trabaja todo este recorrido con un concepto de cine qualité para niños, que en ocasiones resulta bastante molesto. La buena ilustrada. Claro está, Heidi buscará regresar al origen, a esa cabaña y a su abuelo, regreso que instala el mismo conflicto, pero al revés: es ahora la niña ilustrada la burlada por sus compañeros salvajes, ya que entre otros motivos elige el oficio de la escritura por sobre alguna otra tarea rural. Lo curioso en el film es que todos estos conflictos no parecen tener mayor sedimento en la psicología del personaje, puesto que Heidi absorbe todas las lecciones que la película le enfrenta con tan buena predisposición, que resulta bastante falsa (fundamentalmente sobresale su relación con el abuelo, que es mucho menos traumática de lo que debería). En todo caso, el vínculo más interesante es el que se genera con Clara, que adquiere rasgos posesivos y bien identificables con la lógica de una niña que ha sufrido el abandono y la introspección. Lo que está claro es que Gsponer no quiere amilanarse ante los conflictos, y amén del colorido que desprenden sus escenas alpinas, aligera cualquier carga dramática que la historia posee (el personaje del abuelo tiene sus ribetes oscuros) o que uno pueda recordar de aquella tira animada. Si la lucha es entre civilización o barbarie, esta Heidi elige un poco de ambas: lo barbárico como reacción ante lo ordenado y establecido, lo civilizado como intrusión de la ilustración en la conformación de un nuevo tipo de sociedad. Y si bien no significa que hay que elegir entre uno u otro, es bien cierto que esa indefinición y esa apuesta por una corrección política excesiva es lo que hace de esta película un producto apenas correcto, pero carente de vida y complejidad.