LA MADUREZ DE UN GRAN ARTISTA Hay un lugar un poco abstracto que los críticos señalamos como horizonte deseable de un director de cine, y esa estancia es la madurez. No sabemos muy bien qué es ni de qué se trata, pero tal vez tenga que ver con cómo un narrador encuentra los símbolos exactos de su cine sin caer en la tentación de los guiños exacerbados y los gestos para la tribuna. Se podría decir que una vez que el realizador ya vació su valija de novedades y trucos, se asienta en una solidez formal que antes que ocultar su presencia la explicita a través de la sabiduría que imprime el relato. Es verdad que a veces esa madurez puede ser conservadurismo, y que no siempre significa crecer: que un tipo tenga 60 años y haya pasado 30 filmando no quiere decir necesariamente que haya madurado. A lo sumo, está más viejo. En todo caso, y si no podemos encontrar una explicación acorde, por suerte Pedro Almodóvar estrenó Julieta, una película que representa empíricamente aquello de la madurez del artista. En Julieta están los temas recurrentes del autor, incluso los colores de siempre, pero el nuevo opus de Almodóvar se preocupa menos por hacer evidente el gesto y más por contar, por narrar, por desandar una historia que en otras manos se hubiera enredado mortalmente, y que aquí goza de una claridad meridiana. El centro es una mujer que tiene noticias de su hija después de muchísimos años sin verla: decidida al reencuentro, suspende sus planes y emprende la escritura de una carta con la que quiere clarificarle algunas cosas a su hija Antía, cosas que tal vez llevaron a distanciarse. Lo que veremos de ahí en más serán una serie de flashbacks que narrarán la vida de Julieta, desde que conoce al padre de Antía hasta el presente. Claro está, al otro lado del túnel en el viaje introspectivo que emprende la protagonista no está su hija, si no ella misma (por eso el corte final es perfecto y uno de los mejores finales del director). Almodóvar borda este recorrido con sorpresas y giros, que a la manera del film de misterio que la banda sonora y un tren hitchcockneano insinúan, va haciéndose cada vez más sinuoso y nos va comprometiendo cada vez más como espectadores. Si en el director el melodrama ha sido siempre la lengua madre, aquí todos los elementos que integran el género están pero atomizados por una puesta en escena que elige muchas veces el off para contar el horror: y qué melodramáticamente bellas son las voces en off de este film. Porque lo que importa antes que nada en la películas es mostrar cómo impactan los hechos en Julieta. Su rostro, desdoblado en Emma Suárez (presente) y Adriana Ugarte (pasado), es el territorio perfecto por el que además la historia del cine de Almodóvar transita para encontrar un espacio de paz y extrema lucidez: si desde Volver pareciera que el director está filmando una única película con variaciones, donde lo que importa es lo autorreferencial y la necesidad de canibalizar su propio cine (como lo explicitó en la notable Los abrazos rotos), Julieta es la más perfecta de estas piezas talladas desde la autoconsciencia. Porque si la sabiduría formal está en cada movimiento de cámara (brillante el puente entre pasado y presente utilizando un toallón y desde la economía de recursos), la misma es casi imperceptible y no está puesta para el lucimiento personal. No es un lugar fácil el que arriba Almodóvar aquí, porque exige la total honestidad y grandeza de querer pasar desapercibido: lo que importa es el cuento. Y el cuento, sobre la ausencia y la culpa, es increíble. Julieta es una película de aspecto simple, casi sin subtramas y concentrada en la experiencia de su protagonista. Pero logra el milagro de que el espectador llegue al final del recorrido, terso y sin grandes sobresaltos, no sólo conmovido por la experiencia sino sorprendido por la forma progresiva en que el relato lo va involucrando, y eso se debe a las múltiples capas que sabe administrar el director; múltiples capas como las de esa memoria de la protagonista que se desgrana ante nuestros ojos. Como buen demiurgo, Almodóvar duda de otros dioses. Y por eso construye un relato que habla de la culpa sin involucrar directamente el componente cristiano. Sin los excedentes habituales (algunos de ellos, incluso, muy disfrutables) Julieta es claramente -vaya obviedad- una película de Almodóvar, y bajo sus propias reglas es que la protagonista sufre, teme y padece entre las tinieblas que siembra la cruel y angustiante ausencia. Porque Julieta es una película tan bella como dolorosa, una síntesis y una cima.
LOS PECES DE LA BUENA MEMORIA Buscando a Dory es una secuela y fundamentalmente un spin-off, dos conceptos que habitualmente el imaginario popular adjudica a la falta de creatividad. Y son conceptos que, en el fondo, exhiben el sentido más industrializado del cine: ese que manufactura películas pensando en el público previo que un producto puede tener y su rendimiento futuro en la taquilla. Para más detalles, Buscando a Dory es secuela y spin-off de Buscando a Nemo, una de las películas más exitosas en toda la historia de la compañía Pixar, y en su momento el film animado más taquillero de todos los tiempos. Industrializado, manufactura, producto, compañía, taquilla, términos administrativos que remiten al capitalismo y parecen lejanos al cine, que es un arte y que por eso -se supone- debería estar motorizado por la imaginación y el espíritu filantrópico. Pero en ese océano llamado Pixar, estas nociones duras (y oxidadas) sobre el cine tienden a quebrarse y a demostrar que tras las secuelas, spin-off y precuelas puede haber ideas, bellas, que amplían un mundo resignificándolo y justificándolo fotograma a fotograma. Aunque muchos arruguen la nariz, lo de las secuelas no es nuevo para Pixar. La tercera película de la compañía, por ejemplo, fue Toy Story 2. Incluso han incursionado en la precuela con Monsters University y ya Cars 2 fue una suerte de secuela con spin-off. Y en ninguno de los casos, más allá de buenas o malas películas, se puede hablar de pereza o falta de imaginación. Si hubo pifies fuertes (Cars 2), todo tiene que ver con una apuesta que resultó fallida, nunca con ir a lo seguro. Toy Story fue cimentando film a film una reflexión sobre los vínculos y el paso del tiempo que profundizó en la angustia existencial de sus personajes (y de nosotros, espectadores); la precuela de Monsters Inc. transitó con creatividad, inteligencia y emoción el subgénero de películas universitarias; y la citada Cars 2 se pensó desde el lugar del niño que puede usar un autito de juguete (ese autito, el Rayo McQueen, metalenguaje del merchandising incluido) para involucrarlo en una historia de acción y aventuras, en clave Bond como para sumar pertinencia cinematográfica. ¿Cómo ingresa entonces Buscando a Dory en la ecuación? Hay que pensar antes nada que 2015 fue un año particular para Pixar: sus dos estrenos (Intensa-Mente y Un gran dinosaurio) fueron conceptos nuevos, algo que en el cine de alto presupuesto actual parece impensado. Los resultados fueron dispares, Intensa-Mente fue un éxito descomunal, de público y de crítica, y Un gran dinosaurio fue castigada con apatía por la crítica y desdén por el público: fue el film menos exitoso de la compañía. Desde lo personal, tengo que decir que Intensa-Mente resulta una película decididamente insatisfactoria, que apuesta a preceptos que se alejan profundamente de lo que sostuvo históricamente la obra de Pixar. Va definitivamente por el mensaje sobre lo narrativo, pierde el humor y ritmo habituales, y más allá de aciertos esporádicos es un film que se sostiene en la sobre-explicación y en la supuesta complejidad de un andamiaje más ingenioso que inteligente. Es la apuesta de Pixar por atraer otro tipo de público, ese que pretende al cine como herramienta. Nunca como un fin en sí mismo. Un gran dinosaurio es otra cosa, es el regreso del mejor Pixar, ese capaz de emocionar de manera sofisticada (el vínculo Arlo-Spot, su acercamiento a partir de las ausencias que comparten, la resolución del conflicto sin la necesidad de diálogos es de las cosas más bellas que ha firmado Pixar), creando personajes imperecederos y que se definen por medio de la acción. Claro, su apuesta inicial por el cuento infantil y su estructura simple la hicieron ver como una película tradicional, demasiado tradicional, quedando soslayada toda su genialidad impresa en imágenes descomunales, tanto interior como exteriormente. Entonces Buscando a Dory aparece en este horizonte como el reaseguro de Disney sobre Pixar (el momento en que ambas empresas terminan fusionándose es clave en toda esta historia) para consolidar una audiencia en un camino que parece estar regado a futuro por incontables secuelas, precuelas y spin-off, pero también por productos originales que traten de instalar conceptos novedosos. Lo importante en el fondo es siempre el trabajo y el cuidado sobre el producto entregado, y tras la historia de Buscando a Dory hay trece años de laburo, trece años de pensar el por qué una historia merece ser contada. Lo que se ve en pantalla, entonces, es el resultado feliz de ese trabajo, de Andrew Stanton retomando aquel universo para indagar y poner la lupa en el lugar adecuado. Y, fundamentalmente, en descubrir qué hacía indispensable a la película original, su esencia, su espíritu. Porque lo que se observa en cada continuación de Pixar es que no hay una necesidad de extender universos porque sí. El análisis de lo que se va a contar es minucioso. Si Toy Story era sobre la infancia y el paso del tiempo, y Monsters Inc. representa el ala político y social de la compañía, Buscando a Nemo es la aventura y la diversión como revalidación de los personajes y las familias disfuncionales. Cada continuación, entonces, respeta ese espíritu sin por eso apostar al “más de lo mismo”. Por todo esto es que no estamos ante Buscando a Nemo 2, con el pececito perdiéndose nuevamente, sino frente a Buscando a Dory, donde aquella pez olvidadiza -que antes era secundaria- y su conflicto se ponen en el centro: la búsqueda de sus orígenes, aquello que ha perdido, especialmente su familia. Y no es curioso que a esta altura del camino, Pixar se pregunte por su espíritu y su propia esencia, por qué cosas se han perdido en el camino y qué es lo que hay que recuperar. Y Buscando a Dory responde energéticamente con una historia que reproduce el andamiaje de aquella (es un viaje oceánico con búsquedas multiplicadas de lo extraviado: Merlin y Nemo buscando a Dory, Dory buscando a sus padres), pero que presenta objetivos bien claros. El trabajo de guión es preciso, quirúrgico, y construye un camino repleto de momentos de emoción con set-pieces que reproducen el espíritu aventurero y divertido fundacional. Buscando a Dory está hecha de los mismos materiales que Buscando a Nemo (la road movie, la enorme cantidad de personajes memorables, las imaginativas escenas de acción articulando el relato), por eso inconscientemente opera de una forma singular sobre nuestra percepción: acorta el tiempo, reduce esa brecha temporal de trece años entre una película y la otra, y nos queda la sensación de estar redescubriendo a Pixar, de que no pasaron veinte años, de que somos niños otra vez. La película imprime con sabiduría que la ansiedad por el reencuentro suspende el paso del tiempo. Buscando a Dory trabaja entonces sobre la memoria, sobre aquello que la constituye, y lo hace empecinadamente a través del vínculo entre los objetos y los recuerdos. Pero lo más importante es que hace todo esto mientras vemos a los personajes moviéndose, tomando decisiones, enfrentándose a desafíos, en medio de un diseño de espacios y personajes apabullante por lo precioso, y a una catarata de chistes memorables. La última media hora está entre lo mejor de la historia de Pixar. Y es decir… Puede que en relación a otros productos de la compañía, Buscando a Dory plantee las emociones y los sentimientos de una manera más básica y directa. En todo caso estamos ante una licencia, un tipo de historia que precisa de estas formas ante otras que pueden permitirse ser más sofisticadas como Un gran dinosaurio, Wall-E, Ratatouille o Toy Story 3. En ese océano inagotable llamado Pixar hay espacio para todo. Buscando a Dory nos invita a sumergirnos con todas las ganas, y a divertirnos como la primera vez.
EL SENTIDO DE LA VIDA Es curioso lo que pasa con Il nome del figlio, adaptación italiana de la obra de teatro francesa Le prénom que ya había tenido una versión cinematográfica gala dirigida por sus propios autores, Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière. Y es que la versión italiana dirigida por Francesca Archibugi comprende mejor el tema y es más profunda en el conflicto humano de los personajes que la original, más allá de que todo esto -por cierto- no termine por redondear una gran película. O, al menos, una mucho mejor. En Il nome del figlio se da nuevamente el encuentro de un grupo de amigos y parientes, una cena que comienza a desbordarse cuando uno de ellos bromea con la posibilidad de llamar a su próximo hijo con un nombre poco recomendable por la pregnancia cultural que involucra: en el original era Adolf, aquí es Benito. El conflicto es interesante, porque de alguna manera reflexiona desde un espacio muy prosaico sobre las categorías sociales vinculadas a objetos o nombres propios, y que en este caso permiten una mirada política, incluso ideológica sobre cómo nos vinculamos con la historia. Lo que surge aquí es el cruce entre la clásica izquierda italiana representada en Sandro contra ese nueva Italia rica, liberal y embrutecida que representa Paolo. Unas de la virtudes de Le prénom -virtud que arrastra clásicamente el vodevil francés- era la de poder sintetizar y estereotipar conductas, y aún entre los lugares comunes funcionales, problematizar la crisis de los diversos estratos sociales. Si el izquierdista Sandro tiene conciencia de clase, eso no le impide ser un machista y maltratar bastante a su mujer; si el materialista Paolo está orgulloso de eso que representa, eso no le impide sentirse minimizado intelectualmente ante los otros. En la vorágine que construyen ambos personajes (cuñados en la historia que cuenta la ficción), se suman los otros, que de alguna forma representan otros lugares comunes: el artista sensible posiblemente gay, la ama de casa invisibilizada, la frívola que en algún momento demuestra una sensibilidad superior. Pero lo que hace Archibugi para ser un poco más gratificante que su original francés, tiene que ver tal vez con la propia esencia italiana de su propuesta. En primera instancia el acierto es formal, porque incorpora una serie de flashbacks que nos muestran los orígenes de los personajes, dándole aire al relato. La directora no tiene que estar necesariamente orgullosa de palabras que le son ajenas, por lo que se toma otras libertades a la hora de recrear la historia y eso le saca el lastre de lo teatral. Pero, y acá lo fundamental, a partir de esos flashbacks y del peso que tiene en la cultura italiana el tema de la paternidad, Il nome del figlio es más sensible y consciente de la apuesta y de lo que ponen en juego sus criaturas: el peso de la circularidad de la vida, de que lo que importa en definitiva es lo que los trasciende, aquello de lo que en definitiva hablaba un John Lennon, es capturado de alguna forma por la cámara y le permite al jueguito intelectual e ingenioso que propone el original una dosis mayor de melancolía. Más allá de lo grosero de algunos momentos. Si la original era más cerebral en función de cómo los diálogos se iban articulando y en la forma impiadosa en que los personajes se destrozaban ante nuestros ojos, Il nome del figlio es más emocional, más sanguínea. Será así o será que las raíces italianas me tiran más.
DISTRACCIONES DEL SISTEMA Si bien Jodie Foster como realizadora abordó siempre temáticas recurrentes, inscriptas en géneros o subgéneros muchas veces visitados, habitualmente tuvo una mirada descentrada desde la cual aplicó un punto de vista personal. Es cierto, se trata de una filmografía tan dilatada y poco concentrada temporalmente, que cuesta encontrar en todo caso un rasgo autoral: su cine parece surgir por una necesidad del momento. Sin embargo, esta El maestro del dinero es su películas más inclasificable, no porque su estructura denuncie elementos disruptivos formalmente, sino porque es la más clásica y convencional de todas sus películas. Un thriller, con elementos satíricos, sobre los medios de comunicación, el periodismo y el sistema capitalista, que no dice nada novedoso en ninguno de sus puntos pero que ofrece el talento de una realizadora ecléctica que demuestra poseer las herramientas suficientes para contar un cuento en términos cinematográficos. El maestro del dinero tiene todos los elementos para convertirse en un thriller sobre el capitalismo y sus víctimas, y ser visto con solemnidad y gesto de “qué mal está el mundo”. Pero, y ahí tal vez el máximo pase de magia de Foster, la película es una sátira, tiene aliento de tal y termina con cierta negrura reduciendo el conflicto al tamaño de un incidente. Que acaso el mundo sigue y nada importa demasiado: dicha insignificancia denunciada, que no es otra que nuestra propia insignificancia de habitantes del mundo, es lo más amargo que tiene para ofrecer el film protagonizado por el genial George Clooney y la desperdiciada Julia Roberts. La sátira está implícita desde el vamos: el Lee Gates de Clooney no es más que un bufón, un periodista económico que monta un showcito en la tele y tira primicias que no son más que informaciones filtradas desde los espacios de poder, que lo usan como una marioneta para su maniobras espurias. Una de esas maniobras es la que centraliza la atención, cuando uno de los damnificados a punta de pistola toma el estudio donde se emite el programa en vivo de Gates, y le pone un chaleco con explosivos al conductor con el fin de llamar la atención y encontrar algún tipo de respuestas a su quiebra incipiente: el tipo invirtió un dinero siguiendo un consejo de Gates y perdió todo. Los planteos de El maestro del dinero sobre los movimientos del sistema y de la pasión del periodismo moderno por montar showcitos de impacto no sólo no son novedosos, sino que además un poco obvios. Es que los aciertos de la película hay que buscarlos por fuera de sus “denuncias”: recordemos, estamos en el territorio de la sátira. Y el humor, negro, espeso, es un indudable material que opera en los climas del film. En ese sentido lo mejor que tiene para decir Foster sobre el asunto que aborda, es que si el sistema financiero por un lado es perverso y permite cualquier tipo de maniobra espuria, por el otro se vale de una serie de ingenuos y arribistas que lo sostienen consciente o inconscientemente. Si por un lado están los que gozan de los beneficios de ser voceros de primicias y mostrarse influyentes, por el otro están los que gustan beneficiarse con las rentas que ese sistema genera. A El maestro del dinero la podemos acusar de esquivar un poco el bulto y poner la culpa en un lugar incómodo, o al menos de repartirla sin que nadie se lo exija. Incluso, hay material como para señalar al personaje de Clooney como un tipo pasado de ingenuo, y con una culpa algo exagerada e impostada a medida que avanza la historia. La película termina siendo mucho menos corrosiva de lo que parecía que iba a ser en un comienzo y se sostiene gracias a la pericia de la realizadora para tensar las cuerdas del thriller hasta límites que habilitan la suspensión del verosímil. El mayor peligro de la película de Foster es que en su afán por mostrar de forma burlona cómo somos nada más que material de descarte, termine haciendo con sus personajes lo mismo que señala. Aún así, hay que rendirse ante la capacidad narrativa de Foster. Su película es un mecanismo que funciona perfectamente, nos obliga siempre a mirar y, en todo caso, es como el sistema que denuncia: las fallas están escondidas, ocultas, debajo de enormes capas de buena inversión, inversión que es -en este caso- entretenimiento. ¿Foster habla de Wall Street o de
UN ESPEJO QUE AUMENTA Arranquemos con un par de verdades. Es cierto que Alicia a través del espejo es mejor que Alicia en el país de las maravillas, aunque también es cierto que no era muy difícil lograr eso. Aquella película era tal vez el punto más bajo en la carrera de Tim Burton, y no es que esta sea gran cosa pero al menos la aventura resulta un poco más atractiva, y a pesar del hiperbólico diseño digital hay algo en la experiencia de esta Alicia más adulta y decidida que resulta interesante y tangible. Claro está, para apreciarla del todo hay que tratar de olvidar el poder lisérgico e inventivo de la obra original de Lewis Carroll y permitirse disfrutar, apenas, de la mirada autoconsciente y metalingüística de la que es capaz el director James Bobin, quien logró darle nueva vida a los Muppets pero no pudo acá salirse del todo de la celda que el diseño de Burton y Disney definieron como predeterminado para esta secuela. Burton pifió al traducir su universo freak al paródico mundo fantástico de Carroll: su Alicia era fría y distante, sin alma. Bobin, lo demostró con Los Muppets, sabe cómo trabajar personajes cuyo universo se les opone. La película abre con un muy buen prólogo donde el espíritu de las aventuras marítimas ofrece todo su encanto, y allí vemos una Alicia resuelta, que construye su propio destino. Claro, hasta que el mundo en el que habita la oprima y la obligue a la evasión que representa atravesar el espejo y regresar al País de las Maravillas. La primera contradicción de estas películas es que lo maravilloso es muy poco maravilloso. La segunda, es que todo lo que se observa y sucede tiene una traducción verbal: así, se achata el poder del original hasta una síntesis administrativa y muy poco estimulante. En ese sentido, la virtualidad de las imágenes profundiza la distancia que el espectador siente por grandes pasajes del film. Alicia a través del espejo se pretende un film feminista. Y lo logra por momentos, especialmente cuando deja los parloteos y pone a su heroína en acción. Llamativamente, tanto el prólogo como el epílogo en este mundo son mucho más sustanciales que todo lo que ocurre en el universo fantástico. El inconveniente mayor proviene de los guiones de Linda Woolvertone, quien entiende que este territorio es fértil para la metáfora y los paralelismos visuales un poco burdos. Y otro punto, evidentemente Bobin no es un director de acción, y por momentos su película luce confusa, enroscada en secuencias donde el movimiento se ve frenético pero muy poco estimulante. ¿Qué hace entonces mejor a esta Alicia que a la otra? Básicamente su sentido del humor, que se vale de juegos lingüísticos autoconscientes, especialmente con el personaje de Sacha Baron Cohen, el villano Tiempo. Cohen es uno de los grandes aciertos, un actor que se siente cómodo haciendo personajes extremos y que aquí aporta cierta rugosidad a un film evidentemente pensado para el público infantil y adolescente. Otra, es la delirante Helena Bonham Carter. Es cierto que Alicia a través del espejo tiene varias ideas visuales y narrativas en juego, empezando por una serie de criaturas divertidas y una lúdica administración del tiempo y el espacio. También es cierto que estos recursos se agotan por momentos y encuentran un límite. En definitiva lo que hace que todo se sostenga (inclusive la poco feliz subtrama del Sombrerero, showcito de Johnny Depp incluido) es la solidez de Mia Wasikowska, quien entregada a la aventura se observa mucho más cómoda que con la anodina introspección de la película de Burton. En definitiva, un film mejor de lo que se podía prever pero mucho menor de lo que debería haber sido.
MÁS ALLÁ DE LA VANIDAD En primera instancia, Poner al rock de moda puede parecernos un acto de excesiva vanidad: que un grupo como Banda de turistas, que lejos está todavía de la masividad y la mitificación y reconocimiento del mundo del rock, piense en un documental en el que exponen su intimidad es delirante en su egocentrismo. Sin embargo, a partir del trabajo del realizador Santiago Charriere, es que la película termina justificándose y hasta tematizando un conflicto central, como el de la necesidad de construir un hit para introducirse fuertemente en el mercado del rock. Que de eso se trata en fin la película, de monetizar un sentido artístico, de hacer canciones populares y de poner al rock de moda, aunque suene contradictorio con la conducta irreverente que históricamente ha marcado el género. Nunca podrá ser moda. Charriere acumula material: filma a los músicos en ensayos, mientras producen su nuevo disco, mientras viajan entre diversos puntos de las giras, cuando tocan en vivo. No es un típico documental de entrevistas, es de registro y observación, y se incluyen pasajes ficcionados con un Luis Luque en plan productor musical setentoso. Incluso, ninguna canción de la banda aparece entera en el film. El director, consciente de que su película precisa públicos por fuera de los fans del grupo, lo que hace es tomar a Banda de turista como concepto: el conjunto de jóvenes voluntariosos con ganas de triunfar. Ese es el eje del documental: cómo se edifica ese triunfo, cómo se lo trabaja, cómo se le da forma. Poner al rock de moda necesitaba de una banda que no fuera de las más masivas, pero sí de las que conocieran el circuito y mantuvieran ese aliento de la ilusión. Un hitazo como Química es el gancho que da entidad y cohesiona la búsqueda de la película. Poner al rock de moda se vale de múltiples recursos visuales para contar su historia (en el fondo es un documental que sostiene un hilo narrativo) y eso le permite cierto nervio que saca de la monotonía a otros pasajes, donde las discusiones sobre los caminos que va tomando el disco se vuelven un poco abstractas. Si bien no es necesario ser fan de Banda de turistas para disfrutarlo, sí es necesario un espectador curioso sobre cómo es el trabajo de construir y desarrollar una idea artística, y en este caso convertirla en disco. Así el documental justifica su existencia y elude lo vanidoso, o al menos lo disimula bien.
LOS CALIENTES Voy a hacer una comparación exagerada -y por eso mismo injusta- pero que sirve para ejemplificar. El final de El hilo rojo tiene puntos de comparación con el de Los puentes de Madison, empezando porque ambos incluyen un vehículo y la lluvia, y además una toma de decisiones que no se da (o que sí, pero en el sentido contrario del deseo). En el film de Clint Eastwood, es Meryl Streep quien decide no bajarse de una camioneta, permanecer con su marido y ver alejarse al amor de su vida. En El hilo rojo, es Eugenia Suárez la que se acerca en un remise para encontrarse con su amante, pero decide no bajar, mentir por medio de un mensaje de texto y abandonar esa historia prohibida. Si con Streep sufrimos, es porque Eastwood construye unos personajes exquisitos y porque en esa escena se desarma un mundo, el de los protagonistas: es un momento realmente angustiante, calibrado magistralmente por el montaje y en el que el peso de lo que los personajes pierden es tangible. En cambio, lo de Suárez nos resulta hasta inverosímil, porque los personajes no son más que conceptos apenas esbozados y ni siquiera entendemos qué pueden llegar a ganar o perder, más que su vida cómoda de clase media alta. Que en todo caso sería reemplazada por otra vida cómoda de clase media alta, como se está usando cada vez más en el cine mainstream argentino: los protagonistas de la mayoría de las películas son gente que vive bien. Lo acepto, comparar Los puentes de Madison con El hilo rojo es de mala persona: una es una obra maestra, uno de los mejores films románticos de las últimas décadas y encima dirigido por un genio absoluto, y este es apenas un dramita de diseño con algo de erotismo ligero, y sostenido en base a escándalos mediáticos que poco tienen que ver con el cine. Sin embargo, ambos cuentan más o menos lo mismo. Ojo que El hilo rojo no debe ser descartada de antemano y por sus antecedentes escandalosos, ya que sobre la base de un libro poco interesante como Abzurdah, la misma directora Daniela Goggi y Eugenia Suárez habían logrado un producto mucho más digno, que incluso sorprendía por la manera en que capturaba lo más interesante del material de base. Si en aquella el shock y el impacto morboso del libro autoconfesional quedaba relegado a un segundo plano, la directora no puede hacer nunca aquí que la película se justifique más allá de darle material a un público que irá al cine influenciado por la mala televisión. El hilo rojo es casi el registro de una calentura, y dos o tres escenas de cama filmadas más o menos a reglamento para que nadie se incomode y la taquilla sea buena. Se parece de alguna forma a todos esos malos imitadores de Bajos instintos que surgieron en los 90’s. El problema del peso del morbo en la película tiene que ver con cómo la directora desatiende algunas resoluciones, para hacer avanzar el relato en dirección a la historia de los dos amantes. Si hasta las escenas en que ambos comparten con sus respectivas parejas parecen hechas a las apuradas porque la película lo que necesita en pantalla es a Suárez y Benjamín Vicuña. Y a Suárez y Vicuña empelotados en la cama. Esta necesidad de avanzar está tan torpemente expresada en la película, que incluso una situación como la del desenmascaramiento de los amantes se resuelve de una forma tan abrupta, que uno duda de las capacidades de estos dos para sostener una doble vida: lo de Vicuña reconociendo velozmente su amorío por una foto que en realidad no dice nada, es de una tontería inusitada. Algunas cosas están bien, como cierto diálogo en que una compañera y amiga de Suárez le cuenta que su novio la dejó por whatsapp. Ahí aparece, tenue y apenas insinuada, una reflexión sobre los sentimientos en los tiempos de redes sociales, que incluso se reflejaría en el espectador tipo que es el que concurre a ver este tipo de “acontecimientos” cinematográficos: “¿fuiste a ver la de la China Suárez en pelotas?”, seguro que preguntan algunos esta semana. Y ese hubiera sido un camino interesante, una dosis de autoconsciencia que le hubiera sumado algo de sustancia al relato. Por el contrario, tenemos una comedia romántica primero -ni tan graciosa, ni tan romántica- y un drama romántico luego -también, ni tan dramático ni tan romántico-, pero todo demasiado lavado, desapasionado, ni siquiera erotizante. Y no lo es porque los personajes no tienen mundo, a pesar de pasársela volando. No nos importan, nunca dejan de ser Vicuña y Suárez, los que salen en los noticieros. El hilo rojo son 100 minutos de nada, de reflexiones sobre el amor cercanas al aforismo y frivolidad disfrazada de osadía.
UNAS HISTORIAS VIOLENTAS Una sana costumbre de cada año (o cada dos años) es el estreno de Historias breves, que impone una suerte de recorte sobre parte del audiovisual nacional en germinación: una serie de cortometrajes sin mayor hilo conductor que el de registrar el trabajo de un grupo de egresados de la carrera de cine, y su mirada sobre este arte mayor. En el background de este proyecto se encuentran nombres como los de Pablo Trapero, Daniel Burman o Lucrecia Martel, entre otros muchos talentos, por lo que el desdén es una actitud incorrecta para enfrentarse a lo que puede ser la cantera del futuro. Este año Historias breves llegó a su 12ª edición y, tal vez de manera inconsciente, la serie de cortos presentados sí ofrece una suerte de unidad temática: el centro parece ser la violencia, institucional o hereditaria e incrustada en el núcleo familiar, lo que lleva a reflexionar sobre si tiene que ver la casualidad o el clima de época influye en el pesimismo. Claro está que hacer una mirada global es incorrecto, ya que no estamos ante una serie de cortos que busquen la homogeneización del concepto: por eso que la calificación a Historias breves la hacemos a partir de un promedio, y redondeando a favor de los realizadores. Por lo tanto, pasemos a reseñar cada corto de manera individual y en el orden de proyección: -La canoa de Ulises, de Diego Fió. El corto representa una temática reconocible, que es la del choque entre las tradiciones y la modernidad. Lo hace a partir de registrar la actividad que realizan en la selva dos hacheros, uno anciano y otro joven: el primero buscar inculcar sus costumbres en el otro, que impone desde su vestimenta y artilugios tecnológicos el imperio de la modernidad y la intromisión cultural. Más allá de plantear una situación nada original y de caer a veces en el preciosismo visual que impone el paisaje (notablemente fotografiado), La canosa de Ulises acierta en evitar cualquier tipo de reducción reaccionaria e incluso aporta un pasaje feliz en la puesta en escena de un rap en lengua original. -El plan, de Víctor Postiglione. La violencia en el hogar, un padre que golpea y maltrata salvajemente a su esposa, y unos niños que planifican algo. El espacio que impone el director es inquietante, más allá de cierto tono grueso en algunas situaciones. Pero está claro que Postiglione aborda la temática desde la mirada del cine de género, y en El plan sobresalen los climas de tensión y cierto subterfugio ominoso vinculable con el cine de terror. Lamentablemente el desenlace se torna previsible y pierde impacto, padeciendo nuevamente el hecho de ser poco sutil. -Cimarrón, de Chiara Ghio. Es posiblemente el más críptico de los ocho cortometrajes, aunque lo críptico no esté más que dado a partir de la forma con que la directora elige contar una historia que narra la venganza del oprimido. Un trabajo con el sonido y el montaje que apuesta por climas enrarecidos, y la supresión de cualquier tipo de empatía permiten pequeñas muestra de los riesgos que se toma Ghio. Un corto potente, aunque a veces recargado estéticamente. -Una mujer en el bosque, de César Sodero. Dentro de Historias breves 12 es decididamente el más particular, porque apuesta a la ciencia ficción pero sin dejar de lado el naturalismo del espacio en el que se narra la historia. Un hombre vive en una casa en el bosque con una mujer robot: el film alcanza algunos climas melancólicos en su postal postmoderna a lo Spike Jonze, pero es una triste reflexión sobre el amor y la aceptación de la pérdida. -Las nadadoras de Villa Rosa, de Josefina Recio. El despertar sexual en la adolescencia es una temática también muy recurrente, y encontrar formas novedosas de contarlo es la tarea que enfrenta la realizadora en este corto. Por momentos, en el registro de un grupo de chicas que hacen natación con una profesora algo exigente, lo logra, porque la puesta en escena es precisa y la utilización de una paleta de colores pastel le suma sobriedad y tensión, aunque en algunos momentos el exceso de elipsis y simbolismos profundicen un “no decir” algo afectado. -El inconveniente, de Adriana Yurcovich. Uno de los mejores cortos de este paquete pertenece a la experimentada Yurcovich, quien cuenta la aventura de supervivencia que atraviesa una anciana durante la Navidad, en la que se le cortó la luz en el edificio (aparentemente deshabitado) donde vive y que debe aprender a sobrevivir a partir de su imposibilidad para bajar de ese piso 12. El inconveniente se podría haber quedado en el mero registro satírico de algo real (los cortes de luz veraniegos en Capital Federal), pero sería apenas un ejemplo más de costumbrismo. El corto lo trasciende por el humor negro que trasunta y por lo progresivamente aberrante que se va volviendo la experiencia de esta anciana. Gran montaje y aprovechamiento del espacio. -Las liebres, de Martín Rodríguez Redondo. Al igual que Las nadadoras de Villa Rosa, este corto aborda un asunto que tiene un fuerte imaginario instalado en el cine: en este caso, un padre que sale a cazar con su hijo como reflexión sobre la imposición de discursos machistas y patriarcales. Si bien por momentos no se corre demasiado de una mirada un poco vista, es gracias a las actuaciones, sin desbordes ni sobreactuaciones, especialmente del pequeño Leonel Hucalo como ese niño que se niega a matar una liebre, donde se alcanza a ver con mayor precisión cómo la normalización de esos discursos irrumpe de manera violenta en el imaginario infantil. -Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia, de Dolores Montaño. Tal vez la verdadera rareza de Historias breves 12 sea este corto, no porque tenga algún tipo de distinción formal o temática, sino más bien porque apuesta definitivamente por la comedia, entre tanto drama y cosa pesada. Tres agentes policiales están en el interior de un camión hidrante, esperando entrar en acción. El humor surge por el enrarecimiento que lo considerado “normal” adquiere en un espacio poco habitual, pero incluso por el grotesco con el que se expone el discurso institucional de la fuerza represiva. Motaño, además, hace un muy atractivo uso del espacio off. El final no está a la altura, pero no limita los logros de este corto.
DOS PERSONAJES ENCERRADOS Los personajes de Caída del cielo, los protagonistas Alejandro (Peto Menahem) y Julia (Muriel Santa Ana), son claramente dos criaturas sobre las cuales se pueden elaborar lazos hacia la screwball comedy, aquellas comedias del período clásico norteamericano donde la locura era un carácter ineludible. Alejandro es un profesional, es sonidista, y parece un tipo bastante obsesivo. Julia es un personaje neurótico y bastante inclasificable. Obviamente, ella arrastrará con su presencia y personalidad al más opaco Alejandro. El motivo de su encuentro, también es lunático: el tipo sale al patio de su casa cuando de repente la mujer le cae “del cielo”. A partir de ahí, entre la lesión de ella, el ánimo protector de él y la soledad de ambos, se irá forjando un vínculo construido en base a ocultamientos, equívocos y verdades dichas a media. Caída del cielo es, desde su propuesta, una película que promete. Pero lamentablemente hay algo en el orden de la ejecución que no termina de funcionar en la película de Néstor Sánchez Sotelo. No tanto por las esforzadas actuaciones de Muriel Santa Ana y Peto Menahem, ambos muy bien y con evidente química en pantalla, sino por una realización que no encuentra el timing preciso que la comedia necesita para explotar y ser efectiva. Y buena parte de eso se debe a una segunda línea del film, que uno puede vislumbrar entre su título y la premisa (ese “caer del cielo” puede ser algo más), que quiere explotar la veta melancólica de la historia, incluso su potencialidad sanadora: soledades, intentos de suicidio, miedos, pánico por el paso del tiempo, que se exploran en un sentido más melodramático que humorístico. Así, el humor se ve aprisionado entre una estructura que lo exige y una temática que lo repele. Hacia el final, Caída del cielo apuesta un poco confusamente al drama romántico y la convencionalidad de las situaciones, jugadas con poca gracia, limitan las posibilidades. Otro problema que evidencia Caída del cielo es el de la poca fluidez entre subtramas. Si bien Alejandro tiene un trabajo, que vemos y hasta podría ser más explotado por la vía del absurdo (una pretenciosa obra de teatro hecha en base a silencios), su actividad y las criaturas que allí habitan se vinculan poco con la historia sentimental del protagonista. Así, Caída del cielo desvirtúa una de las reglas de la comedia romántica: dos buenos protagonistas y secundarios que se luzcan en los momentos justos, retroalimentándose para potenciar la comicidad. El film de Sánchez Sotelo avanza como en compartimentos estancos, estancamiento al que se suma la historia de Alejandro y Julia, que prácticamente se resuelve en el interior del departamento. Dos criaturas evidentemente explosivas, sometidas al encierro, son un error de concepto. Todo lo que está mal en Caída del cielo se puede adjudicar a los desacoples de puesta en escena y a ideas que son más interesantes en el papel, que en la práctica (ahí podemos citar una bonita escena en la que él toca la batería al compás del ruido de las muletas de ella, pero que no termina de funcionar). De todos modos, los dos personajes tienen la fuerza suficiente como para sostener el relato más allá de las fallas que se observan. En todo caso, podemos entender a esta película como un borrador de algo mejor que está por venir.
Nos habíamos amado tanto Como en la reciente Mon roi, Nessuno si salva da solo de Sergio Castellitto recrea el nacimiento y la destrucción de una pareja a partir de flashbacks que recortan ese vínculo con pequeños momentos que trazan un todo. La diferencia es que mientras en aquella película francesa el punto de vista desde el cual llegaban los recuerdos era el de la mujer y se reflexionaba de esa manera sobre los roles que representan lo masculino y lo femenino -incluso de la mirada de uno sobre el otro-, aquí son ambos ex amantes los que parecen invocar a los fantasmas durante una fría cena para “negociar” las vacaciones de los dos niños que han quedado como fruto de aquel vínculo. Si bien este tipo de historias representan una suerte de subgénero instalado fuertemente en el cine europeo, y en el imaginario de tanto drama romántico, Castellitto lo aborda con una energía singular y una pasión identificable con “lo italiano”: hay excesos de tono y en las actuaciones, y en ese sentido funcionan perfectos desde la autoconsciencia los protagonistas absolutos del film, Riccardo Scamarcio y Jasmine Trinca. Los intérpretes saben cuándo exacerbar los climas, cuándo apostar al reposo, y en todo momento hacen creíble ese vaivén de amor/odio sobre el cual se construye el film. Si el director tiene un gran acierto, es el de transmitir las emociones de sus personajes y entre tanto ir y venir a través del tiempo, desarrollar una superficie de absoluta melancolía sobre esta pareja autodestructiva. Su apuesta formal, totalmente moderna desde la velocidad que imprime el montaje, es bastante básica pero efectiva. Es que los problemas de Nessuno si salva da solo no tienen tanto que ver con la repetición de una fórmula, sino más bien con el protagonismo que adquieren las palabras por sobre las imágenes. La película es una adaptación de una novela de Margaret Mazzantini, esposa del director. Y el film no parece poder desprenderse del peso literario, ni tampoco de cierta misoginia que se da en la despareja construcción de personajes (algo que se podría adjudicar velozmente a su origen italiano): mientras él luce más complejo y carismático aún en sus dobleces, el personaje femenino se posiciona desde el presente del relato en un lugar incómodo de indefinición e incluso ingratitud. Esto no sólo hace desigual la disputa ante los ojos del espectador, si no que le quita un poco de razón a su justificado desdén. Si bien la película parece jugar con este estereotipo, no es una autoconsciencia que alcance para justificar la construcción del personaje. De todos modos, para el final quedará el epílogo de la película, que ingresa en un territorio de optimismo algo ramplón y que es más discutible y polémico que todo lo anterior, aunque también es cierto que está contado con cierta supresión del verosímil que buscaba el resto del descarnado relato. Después de toda la basura que los ex cónyuges sacaron de debajo de la alfombra, se produce un pase de magia por el que los personajes comienzan a verse, tal vez, de otra manera; recuperan un poco de la vieja chispa. Es claramente un final falso que busca la emoción impostada del espectador y que poco tiene que ver con los tramos de verdad amarga, de honestidad brutal, que la pareja se había espetado durante todo ese ring de boxeo verbal que protagonizado durante 90 minutos.