EL VENTRÍLOCUO Y SUS VOCES Chasman y Chirolita representan una de las duplas más importantes de la historia del humorismo nacional, especialmente de ese humorismo vinculado con el mundo del teatro y los clubes nocturnos. Y decimos dupla desde la autoconsciencia total de saber que estamos ante un hombre de carne y hueso (Chasman) y un muñeco (Chirolita): es que don Chasman, para los no enterados, era un ventrílocuo, y uno notable, dueño de una técnica prodigiosa, que además tenía la habilidad de ser un muy buen contador de historias. Pertenece, desde otra rama del arte y la creación, al mismo grupo que René Lavand: la clave es el saber contar, conocer perfectamente el tiempo del relato oral y aquello que lo hace atractivo. Claves que parece tener también el director Alejandro Maly, quien desde el terreno del cine documental construye en ¿Dónde estás, Negro? un relato dividido en tres actos que va de lo mínimo (Chasman y Chirolita) a lo general (la historia del ventrilocuismo), siempre generando un interés hipnótico en lo que se está contando. Maly reconoce en Chasman y Chirolita a los referentes más populares del país y con ellos arranca su documental. Pero luego los trasciende, con lo aprendido a cuestas, y se acerca a los herederos, quienes hoy actualmente se desempeñan en la profesión, e incluso recupera la historia de un viejo ventrílocuo, antecesor de Chasman, en uno de los pasajes más emotivos de la película. Lo primero para destacar es la forma en que el director articula toda la información, el modo en que reflexiona sobre esa profesión pero especialmente sobre sus referentes y la mitología, a veces oscura, que los rodea. Porque así como nosotros, espectadores, decimos “dupla” y no logramos ver un muñeco sino a otro personaje más, la simbiosis entre el artista y la herramienta, el muppet, lleva en ocasiones a situaciones un tanto límites. Y ahí es donde el documental de Maly encuentra un tono particular que lo distingue. Porque, convengamos, algunos de estos personajes están para el Borda y ¿Dónde estás, Negro?, que podría ejercer una mirada distante y apostar a la burla o al tono irónico para connotar el desfasaje de los protagonistas, decide ser amable (hasta levemente cariñosa) y ofrece un espacio totalmente desprejuiciado para que los ventrílocuos expongan su punto de vista. Ahí surgen no sólo posiciones firmes, si no también encontradas sobre la profesión y sobre la relación que cada uno entabla con el muñeco. Algunos son profesionales conscientes del arte del entretenimiento, otros han elegido este camino como una salida a ciertos conflictos personales. Esta misma posición, la de una distancia amable, es la que toma para enfrentarse a la historia de Chasman y Chirolita. Maly no es complaciente con el personaje, y rescata tanto el talento en su performance como un carácter algo hosco que se contradice con la dulzura de su propuesta artística. En ese sentido, es un documental particular. ¿Dónde estás, Negro? termina siendo un muy completo homenaje a una actividad no del todo reconocida, que indaga tanto en la técnica como en el componente psicológico que condiciona al artista hacia una creación determinada. Un documental que tiene la enorme virtud de encontrar un tema apasionante y abordarlo con notable inteligencia, entregando esa multiplicidad de voces que, al fin de cuentas, son el centro del arte del ventrílocuo.
EL CINE SE MUEVE A Paul Greengrass le lleva unos diez minutos poner en movimiento a todos los personajes. Es como si no quisiera jugar con las expectativas del espectador y va enseguida a lo que importa: la acción trepidante cruzada con múltiples dosis de tensión y suspenso. Oda al movimiento constante, esta Jason Bourne es un justo regreso al universo del agente más hiperbólico que habita ese mundo conocido como cine. Y acá, en esta quinta entrega, el cine vuelve a moverse. Jason Bourne es una justa mezcla entre Identidad desconocida y La supremacía de Bourne. Es decir, por un lado está el misterio que se va ensamblando de a poco y por otro lado las secuencias de acción notablemente ejecutadas. Es cierto, para ser una película mucho más imperecedera (es decir, la eterna Bourne: el ultimátum) a este film le falta un misterio mucho más complejo y más personajes multi-dimensionales orbitando alrededor del protagonista. Pero el guión es inteligente y hace el recorrido inverso que cualquier otra película realiza: el film arranca impactante, pero vacío, los conflictos se adivinan demasiado leves y precisa de esos golpes de adrenalina tan propios de Greengrass como para tener vida. Sin embargo, a medida que los personajes comienzan a incorporar dimensiones y un espíritu más reptil, Jason Bourne se va solidificando, hasta un final en el que con enorme sabiduría se nos deja con ganas de mucho más. No es menor el tema del guión, obra de Greengrass y Christopher Rouse, encargado del montaje. El detalle está dado en que el director y el montajista son, dentro de una producción cinematográfica, los que se acercan al cine con una visión mucho más cercana a la matemática: el corte, la extensión de una secuencia, la unidad temática entre escenas. Si el cine es tiempo, son el director y el montajista los encargados de encontrar ese timing. Y Jason Bourne, como todas las películas de la saga dirigidas por el británico, son precisamente una exaltación del tiempo, también una reflexión sobre el mismo: el suspenso de muchas escenas (especialmente lo que sucede en la magistral secuencia de Londres) está construido alrededor de una lucha entre los cuerpos y los objetos, y las salvadas son en el último segundo. Alguna alquimia especial existe aquí, ya que el uso del montaje frenético y el sonido disruptivo son recursos que mayormente salen mal en el cine de acción contemporáneo. ¿Será que junto al dominio de la técnica el director le suma un interés especial por los personajes? Es posible, y la clave es Matt Damon. Damon es un actor particular. No tiene una presencia singularmente atractiva para lo que es una película de acción, pero es cierto que cuando se acerca tanto al drama como a la comedia lo suyo es una apuesta corporal. Y es por eso que el pasaje a este tipo de películas resulta más fluido. Damon es un actor clásico, con una presencia de tipo común que deja de lado el divismo a lo Tom Cruise, la otra vertiente de interés dentro del género en el presente. Si Cruise apuesta por un tipo de acción que es puro artificio, Damon pone sus fichas en lo concentrado y en lo físico (si lo comparamos con alguien, podría ser con Harrison Ford). De ahí que su presencia se realce con la cámara de Greengrass, documentalista de la ficción, observador de lo concreto. Como decíamos, Jason Bourne es una película que se mueve constantemente, pero que mueve también al cine hacia un lugar de espectacularidad sorpresiva y mueve al espectador en la butaca. Pero, además, está integrada por tres secuencias donde la movilidad de las masas es por un lado un elemento dramático clave y por el otro, una demostración de virtuosismo de Greengrass y su equipo: la enorme secuencia en Grecia, lo que sucede en Londres o el final en Las Vegas tienen como fondo una lucha constante entre lo público y lo privado (Bourne es perseguido por la CIA, ante un resto del mundo que desconoce lo que está pasando a su alrededor), lo que sucede en la superficie y lo que está tras bambalinas. En esa lucha, con cientos de extras movilizándose en escena, se adivina también la tesis fundamental de todo film de Bourne: el mundo se ha convertido en un lugar peligroso, terreno de cultivo para paranoias varias donde la tecnología se ha vuelto la más peligrosa herramienta para invadir la privacidad de las personas. Pero la mayoría lo desconoce. Greengrass tiene la habilidad para hablar del mundo, sin perder de vista el espectáculo. Ese es, al fin de cuentas, el mayor atractivo de esta saga fundamental, a la que esta quinta entrega le renueva el interés y nos permite soñar con nuevas aventuras.
BELLOCCHIO, EL VAMPIRO Los grandes directores de la época dorada del cine italiano podían ser nostálgicos, melancólicos e incluso caer en una tristeza crepuscular o en el humor más insidioso, pero nunca se permitían la oscuridad absoluta. Sus películas eran retratos luminosos, y esa luz tenía que ver con la vivacidad de una comunidad. Pero algo ha pasado en aquel país durante las últimas décadas para que los dos autores más importantes y vigentes actualmente, Nanni Moretti y Marco Bellocchio, sean representantes de un cine que irreductiblemente camina hacia la pesadumbre, hacia el retrato descorazonado de una sociedad que ha perdido determinados valores y se consume en el caldo del materialismo. De Moretti vimos la terminal Mia madre el año pasado y ahora nos llega la oscura y tenebrosa Sangre de mi sangre, firmada por el impar Bellocchio. Lo primero que salta a la vista en el nuevo film del director de Vincere es su audacia, aún siendo ya un octogenario que no necesitaría ser provocador o innovador. Bellocchio filma lo que quiere y como le parece, sin ataduras a una estructura convencional o a lo que determinaría el ineludible paso del tiempo: relato partido en dos, Sangre de mi sangre cuenta por un lado una historia ocurrida en el Siglo XVII en un convento (homenaje a Dreyer incluido), donde una joven acusada de brujería y de motivar el suicidio de un religioso con el que mantenía un romance, atraviesa una serie de castigos divinos con el objetivo de sacarle una confesión o demostrar su pacto con el demonio. En la segunda parte, la película salta a nuestro tiempo y sigue a un magnate ruso que quiere comprar aquel convento, ahora convertido en la ruinosa mansión de un viejo conde sospechado de ser un vampiro. Más que por intérpretes que juegan dos roles y por espacios que se repiten, no hay relaciones mayores entre las dos historias, y ni siquiera Bellocchio apura un registro unificador: si la primera parte juega con cierto horror gótico disuelto en un drama romántico, en la segunda puesta por la comedia entre absurda y grotesca, máxima concesión del director para con la herencia del cine italiano. Claro está que si hay algo que de alguna manera justifica la presencia de dos historias en apariencia disímiles, es el tema del poder y la arbitrariedad de su impartición. Ya sea el ridículo procedimiento cristiano del comienzo o la evidencia de una sociedad fragmentaria después, en Bellocchio hay una mirada sobre cómo este proceder pragmático se lleva puesto consigo el placer y la sexualidad. Por eso el triunfo final es una bella joven desnuda elevándose, por eso un viejo vampiro -sinónimo de la sensualidad y lo sexual- es el mejor observador de la decadencia del presente. Hay un diálogo entre este personaje y un par suyo que trabaja de odontólogo que es antológico, pero mucho más lo es la forma en que Bellocchio pone en escena de manera totalmente natural algo que es definitivamente absurdo. Seguramente que la primera historia, por sutileza, por el trabajo con la luz y por la tensión que genera, sea mucho más interesante que lo que ocurre después, jugado un poco por el lado de la farsa pero también de modo más fragmentario. También, hay que decir, es mucho más clara en función de objetivos y resultados dramáticos y argumentativos. En todo caso, son digresiones de un autor octogenario que está más preocupado por encontrar nuevas formas de contar, que por decir lo que tiene para decir. Como el vampiro de su película, uno lo imagina a Bellocchio entre las sombras mirando a su alrededor y horrorizándose con lo que ve. Pero, demiurgo como es, tiene también la capacidad de imaginar la potencial venganza de las víctimas de la represión. Porque el deseo, al fin de cuentas, es imposible de controlar y reglar institucionalmente. La humanidad que se filtra entre un sistema que es puramente técnico, como el cine.
UN DIGNO HEREDERO La comedia italiana es uno de los conceptos más maltratados en la historia del cine, principalmente porque lo televisivo ha avanzado notablemente sobre la cinematografía de aquel país y porque la falta de autores importantes ha terminado por convertir al género en un reservorio de lo más rancio y conservador de la sociedad. De ahí, también, el notable éxito comercial: un poco, digamos, como sucede con buena parte de la comedia que se hace en Argentina. Pero de repente un producto como ¡No renuncio! aparece como una anomalía, y sin correrse demasiado de la estructura convencional demuestra que con un par de gestos la comedia puede recuperar su mejor tono. ¡No renuncio! tiene el elemento fundamental que estas comedias precisan: el capo-cómico. Y Checco Zalone, bajo la batuta del director Gennaro Nunziante, es el ejecutante perfecto de una serie de bufonadas que retoman algunos de los puntos claves de las históricas comedias de Mario Monicelli o Dino Risi. Es decir, una mirada crítica y descarnada sobre el propio ser nacional, que si abusa un poco del costumbrismo tiene la virtud de hacerlo sobre la base de un sincericidio muy divertido. Zalone interpreta aquí a un empleado público, un tipo aferrado a su puesto casi de manera patológica, que con tal de no aceptar el retiro voluntario (y rechazando importantes indemnizaciones) prefiere ser trasladado a los destinos más inhóspitos del mapa italiano. Incluso, acepta ser trasladado al Polo Norte. Si hay algo por lo que ¡No renuncio! sorprende, y de ahí su carácter contemporáneo, es la velocidad: eso le permite no sólo tener un ritmo sostenido en base a situaciones humorísticas que se acumulan a otras, sino fundamentalmente amortiguar el efecto nocivo de aquellos chistes malos o rancios con otros mucho más ocurrentes que están por venir. Hay situaciones decididamente inventivas, y lo positivo es que muchas de esas situaciones están compuestas por ideas que sirven para profundizar la burla sobre ese burócrata machista y xenófobo, que es Zalone, por extensión, el italiano medio. La otra cosa acertada que hace la película, más allá de abusar de ciertos chistes recurrentes aunque con la capacidad de agotar todas las instancias de un posible gag, es la de sostener el punto de vista del protagonista, un punto de vista bastante problemático, pero sin por eso ponerse de su lado. Obviamente Zalone terminará siendo un buen tipo y es más un pelele que un corrupto cínico, pero la película tiene la habilidad para reírse de su mirada sobre los otros más de lo que lo hace sobre los otros. Su paso por Noruega, enfrentando la civilización a la barbarie italiana, es un gran ejemplo de esto; también la forma en que soluciona un conflicto entre dos de los hijos de su novia. ¡No renuncio! acepta también el chiste incómodo, jugando en un peligroso filo sobre la corrección política. Por eso es que el film se resuelve de una manera bastante insatisfactoria, ya que abandona su maldad caricaturesca para caer rendida ante un voluntarismo y una bondad exacerbada. Hasta los personajes más odiosos tienen su espacio de redención, pero eso no sucede como en las comedias de Adam Sandler (a quien más se le parece Zalone de los comediantes contemporáneos) de una manera fluida, sino por la más rudimentaria manipulación. Con estos reparos, ¡No renuncio! es casi una joya dentro del decadente panorama de la comedia industrial italiana.
CONTRA LA SOLEDAD La vida secreta de tus mascotas, la nueva producción de Illumination, tiene al menos un par de buenas ideas que son puestas en escena de manera totalmente fragmentaria a la narración central: son el prólogo y el epílogo, donde de alguna manera el bello diseño visual se impone y se da la mano con el montaje y con una interesante construcción psicológica de los personajes. Lo que allí se ve es la premisa del film, que es la indagación en lo que hacen las mascotas a espaldas de sus dueños, pero que es más una motivación para lo que ocurre en el nudo de la historia, que no es más que una aventura convencional que pone en juego -eso sí, a puro movimiento- una noción fundamental del cine animado contemporáneo como es la amistad. Claramente la película de Yarrow Cheney y Chris Renaud sufre un poco el drama de no poder extender narrativamente una idea de origen, pero suple eso en forma de múltiples invenciones felices, que tienen que ver con personajes sumamente lunáticos y chistes de un timing perfecto. La vida secreta de tus mascotas era una idea que se desarrollaba mucho mejor en forma de cortometraje. Sin embargo lo que hay es un largo, y bajo esa estructura es que hay que analizar el film. Y si La vida secreta de tus mascotas ingresa en un mercado saturado de cine animado mainstream, que va desde productos refinados y sofisticados como los de Pixar (casi siempre) a otros más efectivos desde su impronta humorística sin mayores complejidades, lo más interesante que tiene para ofrecer son sus novedades, que afortunadamente las tiene. Y esa es la buena noticia. En primer caso, hay que rescatar como una marca autoral de Illumination la utilización del color, de tonalidades brillantes y de formas estilizadas que dan una idea de golosina interminable. Y es un dulzor que no empalaga, porque desde la construcción de personajes y situaciones existen rugosidades y excentricidades varias. A eso se suma una mirada sobre el espacio urbano como en ninguna otra película dentro de este registro, con una Nueva York que es un personaje más y que exhibe a partir de sus diferentes niveles esos mismo quiebres que reconstruyen un entramado social que fortifica la idea de grupos y de comunión entre diferentes que la película exhibe sutilmente. Y lo de la sutileza es fundamental, porque La vida secreta de tus mascotas aprende aquello de que el cine es movimiento, básicamente, y que ese movimiento tiene que ser suficiente para justificar un mundo, sus criaturas y sus moralejas. La forma en que se va dando la amistad entre los perros protagonistas, Max y Duke, tiene que ver precisamente con lo físico, con cómo uno pone el cuerpo por el otro en determinado momento, y nunca se subraya todo esto por medio de diálogos. Aún en sus ambiciones medidas de ser un correcto divertimento, la película es una aventura bastante sabia, contada con solidez y con la creatividad como para construir personajes carismáticos por un lado y delirantes por otro, como ese conejo que lidera un grupo de animales algo enojados con el resto del universo. Y otra marca de Illumination a esta altura, es la inteligencia para asimilar que la falta de profundidad en los conflictos psicológicos de sus personajes invita a -sin obviarlas- desarrollar ligeramente las subtramas dramáticas. Porque no se trata de pereza como en el caso de la saga de La era de hielo, sino de una decisión bien precisa de presionar el botón de la emoción moderadamente. En esta jugada se resigna mucho de lo imperecedero de una película (raramente se trate de películas que se potencien con nuevas miradas), pero se fortifica una idea de cine luminoso, juguetón y divertido. Un cine del presente que no busca de ninguna manera la trascendencia, pero que no por eso se recuesta en la comodidad. Incluso en ese epílogo mencionado anteriormente hay algunas instancias de real belleza, visual pero también conceptual, que tiene que ver con el entramado social que refleja la película, integrado por gente mayormente solitaria que vive a la sombra de una ciudad siempre gigante (no caprichosamente son muchos los planos de personajes contemplando la ciudad, de espaldas al plano). En ese marco surge la amistad, irracional entre humanos y mascotas. Pero fundamentalmente la exploración de la psicología perruna, esa devoción entre servicial y heroica, como un remedio contra la soledad.
SILENCIOS QUE HABLAN Con elementos indisimulables que la vinculan con el cine de Lucrecia Martel (la represión en el interior argentino, cierta banalidad de las clases pudientes, la mirada clasista de sus personajes ligeramente solapada, el sonido con el espesor de un personaje más), Paula de Eugenio Canevari es el retrato de un par de adolescentes en fricción con un mundo que no los contiene. Ella, la empleada y niñera de un matrimonio de clase media elevada agraria, está embarazada y quiere abortar. El, el hijo de aquel matrimonio, carente de todo tipo de empatía con el exterior, especialmente con lo familiar, que viene de sacrificar obligado por el padre a su perra. Desde sus silencios, su estricto trabajo formal y un sonido que enrarece constantemente (como en La ciénaga de Martel), Paula es una película sobre aquello que no se dice (la palabra “aborto” falta a la cita en sus 65 minutos) pero que está latente amenazando con explotar. En este tipo de propuestas, bastante comunes dentro del cine argentino más festivalero, ese “no decir” resulta muchas veces una ausencia de recursos por parte del realizador para evitar decir, en términos cinematográficos, aquello que no sabe cómo decir. Es, amén de la experiencia formalista que aparenta, una postura cómoda. No es el caso de Canevari, quien evidentemente juega ese silencio tanto desde la inexpresividad de sus personajes, la marcación actoral, como desde la precisión formal con que sonidos e imágenes construyen un universo sórdido. Tal vez el mayor problema de Paula sea su falta de originalidad dentro del amplio panorama del cine argentino, como que se trata de un tipo de propuesta algo transitada, y de una última secuencia en una fiesta familiar donde los diálogos terminan por exponer demasiado aquello que hasta entonces estaba bien expresado en imágenes.
LAS CHICAS SUPER-CAZADORAS Impensadamente, la nueva versión de Cazafantasmas se convirtió en la película más comentada del año, más a su pesar que a su favor. Es que desde que se conoció este proyecto, que recuperaba una de las franquicias más apreciadas por el público nostálgico de los 80’s, la expectativa comenzó a decaer cuando se fue confirmando el elenco: un grupo de actrices se harían cargo de los roles que Bill Murray, Dan Aykroyd, Harold Ramis y Ernie Hudson habían encarnado hace más de tres décadas. “¡Herejía!”, gritó la popular. Y uno, que carece de un sondeo como para comprobar el verdadero motivo del enojo, que incluyó críticas lapidarias desparramadas por Internet (¡cuando la película ni siquiera se había estrenado!), tiene que pensar que todo está relacionado con el cariño hacia el original y hacia el sentido de pertenencia a lo que se considera un “intocable”. Pero uno es medio malicioso, y entiende que detrás de todo esto en verdad lo que hay es una postura machista, tan ridícula como repudiable. Aunque en todo caso, Cazafantasmas es en algún sentido la puntada final en la escalada solapadamente feminista que viene realizando el director Paul Feig de un tiempo a esta parte. La reacción, por lo tanto, es la esperable. Es que hace un tiempo que don Feig viene poniendo a la mujer en roles que habitualmente estaban ocupados por hombres en el cine de Hollywood. Si Damas en guerra fue una suerte de relectura de la comedia escatológica masculina y Chicas armadas y peligrosas un policial y una buddy movie, Spy, una espía despistada puso a Melissa McCarthy en el rol de una agente del servicio secreto que se iba ganando su espacio a puro profesionalismo. Claro que todo esto no es más que una lectura superficial, porque esas películas iban mucho más allá del intercambio de “figuritas” y roles y luchas de género: eran películas que miraban profundamente temas como la amistad, la independencia, el profesionalismo, la familia, la sexualidad. Y todo, pero todo, tamizado por esa notable capacidad del director para construir secuencias de humor desbordadas de creatividad, inteligencia y explosión, pero también de un vínculo con sus estrellas que produce sociedades alegres y energéticas. A las habituales McCarthy y Kristen Wiig, Feig suma aquí a Leslie Jones y Kate McKinnon. Pero Cazafantasmas es tal vez un paso más allá y una propuesta de un nivel de osadía mayor dentro de esta ecuación. Porque no es sólo que pone mujeres a jugar roles habitualmente masculinos, sino porque se anima a releer un film considerado como “clásico” por muchos y homenajearlo tomando distancia (utiliza sus símbolos con una desfachatez increíble), y porque apuesta a generar un blockbuster femenino lejos de la comedia romántica y más cerca del film de aventuras fantásticas. Y esto, créase o no, Siglo XXI, es impensado. Lo curioso es que en su ensamblaje y en la forma en que se establece el cast, esta Cazafantasmas tiene enormes similitudes con aquella de 1984. Porque la original, que fue un éxito un tanto impensado -hay que decirlo-, era el traslado a una película con aires taquilleros de un grupo de comediantes provenientes de la televisión que podían o no funcionar en un film cómico, sí, pero más pensado en función de las fantasías terroríficas y adolescentes de aquella época. Y está claro que Feig no sólo pensó en las actrices que le son más cercanas, sino también en un grupo que es, desde lo femenino, estructuralmente similar: el Saturday Night Live (SNL) en plan mainstream cinematográfico universal. La diferencia mayor de esta nueva versión tiene que ver con una cuestión temporal: en plena tecnocracia cinematográfica, los efectos especiales tenían que ser el centro en 1984 para explicitar la capacidad de Hollywood por generar unas imágenes imposibles, aún en lo rudimentarias. Cazafantasmas circa 2016 sabe que no tiene mucho que hacer en ese terreno, que el recurso del CGI está sobreexplotado, y apuesta definitivamente por la comedia y por la capacidad cómica de un cuarteto que funciona perfectamente (si bien aquí estamos en el terreno de una comedia que relee a otra comedia, la operación de aligeramiento es parecida a la que hizo Todd Philips con Starsky & Hutch). Y pone en evidencia algo que la nueva Vacaciones -estrenada el año pasado- invocó con singular gracia: los cambios sociales y culturales que permiten, dentro de una comedia familiar como esta, un chiste como el de McKinnon: “se me ocurren al menos siete cosas para hacer con un muerto en este momento”. El público se ha movido hacia determinados lugares, Cazafantasmas es la prueba exacta de esa actualización. Que las estrellas del SNL de antes hayan sido preferentemente varones y actualmente sean mujeres (algunas que han pasado y otras que permanecen: de Wiig a McKinnon, de Tina Fey a Amy Poehler) es una comprobación que la reactualización de los géneros se da de manera solapada, más allá de militancias y discursos de trinchera, necesarios y fundamentales. Porque efectivamente lo que hace Feig no es discursear sobre los espacios que ganan las mujeres (en todo caso ya lo hizo más explícitamente en Chicas armadas y peligrosas), sino ocupar esos espacios ganados en buena ley (y es una tontería que tengamos que estar hablando de espacios ganados, como si tuvieran que ganarse esos espacios) sin pensarlo o reflexionarlo. Cazafantasmas es una película femenina, pero eso se da por pura lógica. Y en todo caso lo que termina importando no es tan sólo eso, sino que se trata de una película graciosísima, feliz, llena de grandes ideas y repleta de momentos para atesorar, que continúa una tradición, la respeta y la actualiza. Y de eso se trata, básicamente, el cine.
EL NOBLE ARTE DE AGARRARSE A LAS PIÑAS Quienes fuimos niños en los 80’s protagonizamos de alguna manera el final de una era, ya que por entonces se dio el ocaso de aquellos Titanes en el ring que brillaron en su última etapa por la televisión. Luego vendrían otros fenómenos de catch televisado, como Lucha libre o 100% lucha, que tuvieron su éxito, pero nada se compara con esa mitología creada en buena medida por Martín Karadagian: los personajes representaban estereotipos kitsch y la apuesta física tenía más que ver con el clown que con los luchadores originarios. El documental Agárrese como pueda. Qué dicen los cuerpos al volar, dirigido a seis manos por Javier Romero, Nicolás Bratosevich y Claudio Celada, busca ser tanto un resumen como un homenaje al catch argentino, en sus diversas variantes y etapas, recorriendo información de manera minuciosa y contando con el testimonio de viejas y nuevas glorias, pero fundamentalmente acercando un punto de vista que resulta indispensable: ese que mira al catch como el cruce definitivo entre el deporte y el arte, y que se acepta como una mentira placentera de creer. Hace algunos años, otro documental como Cracks de nácar, trabajaba una veta similar y exponía a partir de sus dos protagonistas, Rómulo Berruti y Alfredo Serra, cómo la práctica del fútbol con botones era una simulación feliz del mundo real. Las anécdotas de Berruti y Serra iban en ese sentido, sobre la fascinación de la mentira, pero especialmente sobre la creación que esa mentira requería. Lo que importaba, en todo caso, era el arte de recrear, lo que en múltiples niveles se bifurca con la ficción. Precisamente, Agárrese como pueda… mira a sus protagonistas como artistas, pero a la vez como profesionales en un arte que requiere preparación y seriedad: es un film sobre profesionales. Sin alardes técnicos ni piruetas formales sofisticadas, los directores crean un documental que cumple por un lado con la acumulación de información, por el otro con el acopio de datos históricos y testimonios de primera mano, y finalmente con una lectura acertada de por qué es importante que esos personajes aparezcan en cámara. Romero, Bratosevich y Celada tienen otro gran acierto. Vinculan el arte del catch con la alta cultura, a partir de textos de Roland Barthes y testimonios del actor y director teatral Pompeyo Audivert, pero esa mirada intelectual sirve de contexto, acompaña, profundiza la reflexión, pero nunca es el fondo del asunto. El primer plano le pertenece a los luchadores, de Peucelle a Viloni, y ese respeto tiene que ver con que, primordialmente, el arte del catch es un arte popular, viene de los entretenimientos de ferias y se sofisticó con el uso de nuevos medios de comunicación, pero nunca perdió su centro. Sin embargo, la esencia trabajadora de sus estrellas (es interesante cómo todos pertenecieron a los sectores humildes) confirma ese rol sacrificial del luchador y aleja de imposturas que sólo buscan justificar una disciplina por medio de la intelectualización de sus formas. A pesar de sus 120 minutos, que parecerían demasiados, Agárrese como pueda…es un documental con un montaje de notable precisión. Aborda diversas etapas en una disciplina cuya historia tiene casi cien años (desde los orígenes en la Misión Inglesa al Luna Park, pasando por el brillo de la tele a este presente de giras por clubes de barrio), y la información luce clara y contundente. Incluso, nunca apela a la nostalgia como método de fácil vinculación con el espectador: porque es interesante también como fenómeno antropológico descubrir cómo en el pasado esa mentira podía ser más asimilada como verdad por un público no tan cínico y mucho más naif. Y si bien el presente no luce tan brillante como ese pasado mítico de Karadagian llenando el Luna Park, el documental evita caer en la lástima. A los directores les preocupa el homenaje a una forma de arte y entretenimiento no del todo reconocida, no se quedan en el pasado y aceptan la continuidad (no hay distingos entre Karadagian o Viloni), y lo hacen con una honestidad y simpleza que es el más justo reconocimiento a estos luchadores mitológicos con pinta de pibes de barrio.
MIL INTENTOS Y ALGUN INVENTO El caso de La era de hielo es uno de los más curiosos del cine mundial, ya que (como se puede ver en este informe de Ultracine) cada entrega superó a la anterior en taquilla y en Argentina, por ejemplo, el cuarto capítulo de la saga es actualmente el tercer film más taquillero de todos los tiempos detrás de Minions y Titanic. Mundialmente, como saga animada, es la más vista detrás de Shrek. Curioso, decimos, porque su valor como producto cinematográfico es bastante dudoso a esta altura y seguramente que su rendimiento en taquilla sea lo único que la sostiene en el tiempo y en la maquinaria de producción. Una quinta entrega ya parece, a esta altura, una exageración. La primera La era de hielo, allá por 2002, significó una interesante novedad, porque no se sostenía tanto en el recurso humorístico (que por ese entonces estaba sobreexplotado por Shrek) como sí lo estaba en un trío de personajes muy atractivos y en un contexto histórico/geográfico que aportaba a la melancolía que reinaba en el relato: la idea de supervivencia estaba enunciada con amargura y desolación. Incluso era una muy interesante adaptación de Tres hijos del diablo de John Ford. Ninguna de las películas que siguieron está a la altura (ni cerca) y encima se ven invadidas por una indecisión en el tono algo preocupante: el debate sería entre apostar por ahondar en los conflictos de los personajes o entregarse a la diversión histérica del cartoon clásico, explotando hasta el hartazgo las características de cada personaje. Lo que no logran ver sus creadores es que el drama de sus criaturas es a esta altura intrascendente, que los problemas maritales y paternales del mamut Manny ya aburren y que sus miradas sobre la estructura familiar son decididamente conservadoras y anticuadas. Lo que La era de hielo necesita ser es aventura, ritmo, alocamiento. Y en ese debate entre el “contar algo” y el lanzarse a la aventura, a esta La era de hielo: choque de mundos le lleva unos minutos definirse aunque no lo haga del todo. Porque necesita plantear en el prólogo el conflicto de (otra vez) Manny, ahora enfrentándose al casamiento de su hija y a un yerno que parece medio pelele, y porque ese conflicto reaparece cada tanto retrasando el movimiento y la diversión. Pero es a partir de la reaparición de Buck, aquel gran personaje que energizaba la tercera entrega (y que en la cuarta era torpemente relegado), lo que hace que esta quinta parte adquiera algo parecido a la vida y no se quede en la mera repetición de guiños apolillados. Lo que moviliza a los personajes es pura excusa argumental, y a esta altura nadie debería sentirse ofendido por eso: la presencia de Scrat es ya un autoconsciente guiño sobre lo prosaico que da paso a lo trascendente. Lo importante es que los personajes se mueven, a veces de manera vertiginosa, a veces integrándose con el relato, y la apuesta es ir a mil por hora en una suerte de rally humorístico: como un standapero subido al escenario, tirando chistes a uno por segundo, tratando de embocar las más de las veces y fallando mucho, claro. De esta manera, la efectividad de la película se debe a la calidad del humor o el timing en la comicidad. Y en una película que apuesta tanto por el chiste (hay una variedad que va de lo sublime a lo bochornoso), y a tanta velocidad, de vez en cuando surge algún invento original y novedoso que la moviliza alegremente (salvo la obra maestra Madagascar 3, pocas han podido hacer eso con tanta eficacia): claro que a lo largo de cuatro películas se han desarrollado tantos personajes, que esa variedad permite que siempre haya alguna tecla que funcione y afine mejor que las otras. Es seguramente su falta de ambición y sus escasas pretensiones reflexivas, lo que hace de La era de hielo: choque de mundos una película disfrutable, aún en sus desniveles, que se integra felizmente a una larga franquicia sobre la extinción. Franquicia que, por otra parte, debería ponerse a reflexionar sobre su propia finitud como propuesta cinematográfica.
UN ABURRIMIENTO INTERPLANETARIO Día de la Independencia, de 1996, es una película importante para el cine de entretenimiento masivo norteamericano. No lo es tanto porque se trate de un gran film, sino más bien porque llegó para generar un cambio de paradigma en el mainstream (hay películas que son imperecederas y marcan tendencia -Star Wars, por ejemplo-, y otras que sólo marcan tendencia y son funcionales a modificaciones sistémicas). Ubicado estratégicamente en la mitad de la década, el film de Roland Emmerich sirvió para que los últimos rasgos del cine de acción ochentoso se terminen de evaporar y reluzca un nuevo imaginario (en paralelo también iba surgiendo Michael Bay, de la que esta película parece bastante deudora, especialmente en la participación de un elenco de estrellas que van por el cheque): adiós al héroe individual, bienvenido el héroe colectivo que se enfrenta a destrucciones gigantescas y universales, en un sincretismo patriótico que acompañaba desde el cine las germinales nociones de globalización. Y este movimiento acompañó la decadencia de los Stallone, Schwarzenegger, Gibson y Willis, para alumbrar un nuevo tipo de heroísmo, que era grupal como en el cine catástrofe de los setentas pero que recuperaba un componente nacionalista y reaccionario como en el viejo cine bélico. De hecho, reconstruye la mitología de las películas de guerra bajo la estructura de la ciencia ficción paranoica de los cincuentas. Día de la Independencia era, bajo toda regla, un cambalache. Pero uno bastante divertido, y eso era lo que la rescataba. Si bien por entonces Emmerich era un tipo repudiable (recordemos ese horror llamado Godzilla), luego vendrían películas como El día después de mañana, 2012 o El ataque, y la confianza en su postura autoconsciente y en su capacidad para aportar una mirada tan política como ingenua aún dentro de producciones sostenidas en el goce del “rompan-todo”, llevó a considerar su cine con cierta simpatía: aún dentro del despiporre de CGI, Emmerich lograba trazar grupos humanos atractivos, con sus rugosidades sociales. Por eso, por la evolución que demostró como narrador, es que tal vez había alguna posibilidad de que Día de la Independencia: contraataque resultara una película de aventuras y acción tan desvergonzada como disparatada, un pasatiempo descerebrado al que resulte imposible tomar en serio en su fascismo. Porque era claro que su fascismo regresaría, puesto que era una de las claves. Hay otro elemento interesante en Día de la Independencia, y es más político: la original se estrenó en un momento donde el gobierno demócrata de Bill Clinton estaba dando sus primeros pasos y evidenciaba cierta debilidad luego de tres gestiones republicanas. Día de la Independencia: contraataque llega en un momento donde el gobierno demócrata de Barack Obama está llegando a su fin y, también, muestra debilidad. La crecida de gobiernos conservadores en el mundo indudablemente convierte al discurso de Día de la Independencia en un reflejo de su tiempo. Pero el problema fundamental del discurso de esta secuela es que se da en el marco de una película que no funciona bajo ningún punto de vista y que pifia en todas las apuestas que hace. Por lo tanto es imposible tomarla en serio, no por su nivel de disparate sino por el tedio que provoca este abrumador recorrido por clichés recreados sin gracia. En Día de la Independencia: contraataque hay algo claro, Emmerich ya no se toma tan en serio el asunto y apuesta por la sátira autoconsciente. Varias líneas de diálogo van en ese sentido, jugando a destapar los lugares comunes del cine de destrucción masiva mientras -además- los vemos suceder en pantalla. El inconveniente mayor es que esa autoconsciencia está expresada con una falta de timing increíble, incluso en el medio de tanto ruido que es imposible asimilarlo: por ejemplo hay un gran chiste sobre la destrucción de la Casa Blanca que se pierde por el amontonamiento al que nos somete el director. Por momentos pareciera que Emmerich no tocó una cámara en veinte años y no supiera cómo se tiene que contar hoy un entretenimiento de estas dimensiones. Si al menos en Día de la Independencia había una buena primera parte, donde el suspenso estaba bien desarrollado y la destrucción tenía un carácter de novedoso por cómo se construían las imágenes, en este presente de sobre-explicitación del CGI ya nada impacta y la tecnología aburre con un sentido burocrático. A las imágenes les falta creatividad y el movimiento es poco inventivo, apenas un par de momentos (un colectivo escolar perseguido por un monstruo gigantesco) en dos horas que aburren más de lo que entretienen. Tal vez lo mejor que tiene esta secuela tardía es que resulta imposible que su impacto hoy sea igual que el que tuvo la original. Dudo realmente que su aparición lleve a que el mainstream actual lo imite o que marque algún tipo de tendencia: la destrucción masiva es algo que han asimilado las películas de Marvel y el cine de acción pasa actualmente por otro lado. En todo caso, también sirve como para ver cómo los 90’s fueron una década sostenida en la más pura artificialidad. Regresar a un ícono de aquellos tiempos, revisitarlo, es decididamente poner en evidencia ese vacío insustancial de una década que aportó poco para la cultura universal. Día de la Independencia: contraataque es una película aburrida, tediosa y avejentada.