Un costumbrismo bonachón El costumbrismo ha sido una de las tonalidades que buena parte del cine argentino incorporó como forma de expresar una cercanía con los espectadores, especialmente en el drama y la comedia. Y la televisión tomó la posta, explotando el recurso hasta convertirlo en una odiosa recreación de sectores populares con múltiples lugares comunes y estereotipos muy nocivos. Como una forma de volver a las bases y aceptar al costumbrismo como un registro posible desde donde contar una historia, aparece Angelita, la doctora, una película que si bien no es ninguna maravilla representa un acercamiento amable y creíble a historias y personajes simples, y especialmente por el evidente control sobre los materiales que ejerce la directora Helena Tritek con el fin de que la película no se desajuste hacia una bonhomía exacerbada. En primera instancia hay que reconocer que Tritek, reconocida directora teatral, hace en su debut en la pantalla grande un pasaje hacia el cine que no presenta mayores inconvenientes. Amén de una peligrosa recurrencia a la metáfora gruesa, con una analogía entre pájaros y seres humanos que es un tanto básica y demasiado presente en el relato como buscando elevar una película que no pide ser otra cosa que lo que es, por lo demás demuestra buena mano para controlar un elenco de viejas estrellas (Ana María Picchio, Hugo Arana) con tendencia a la sobreactuación y administrar las diversas historias que se imbrican detrás del personaje de Angelita. Es que Angelita, la doctora es un relato coral de personajes que se relacionan con la protagonista, una mujer que asiste a los vecinos del barrio y que trabaja unas horas en el hospital del lugar: el hijo sin rumbo, el viudo que tiene una relación particular con su perro, una pareja de ancianos con un vínculo un tanto disgregado por el paso de los años. Acostumbrados como estamos, cuando nos enfrentamos a este tipo de films costumbristas, al bochorno, la película de Tritek destaca por la sobriedad (dentro de lo posible) con la que se acerca a ese universo de gente amable sin empalagar ni destilar una buena onda falsa. Incluso destilando algunas dosis de una amargura no del todo licuada en sus criaturas: en eso sobresale Angelita, esa mujer a la que todos llaman “doctora” aunque no lo sea, y que en cierta forma representa los sueños frustrados de un grupo de personajes que arrastran, como dice el tango, el dolor de ya no ser. Ese germen triste es el que le pone límites al costumbrismo y nos dice que la alegría que se exhibe no es otra cosa que el revés de la tristeza que se oculta. Dentro de sus propias posibilidades, Angelita, la doctora es una buena película. O una película buena.
La fuerza del cariño Con los hermanos Coen me pasa algo particular: en repetidas ocasiones no entiendo de qué están hablando en sus películas, sobre qué versa ese existencialismo entre fatalista y sardónico del que abundan sus personajes en los tantos diálogos crípticos que acumulan film tras film. Claramente si bien en su obra hay ejes temáticos u obsesiones que se repiten un poco dispersamente, la cuota autoral habría que buscarla más en sus formas, en los géneros que suelen frecuentar (un poco de neo-noir y otro tanto de comedia negra con pose satírica), y en una serie de personajes amorales, mayormente neuróticos destruyendo los plácidos espacios de diseño que sus puestas en escena virtuosas planifican. La mayor crítica que puede recaer sobre los Coen es que son más escritores que realizadores, que se evidencia demasiado la manipulación sobre los personajes y que el maltrato hacia los mismos resulta a estas alturas patológico: ¿qué creador dedicaría tanto tiempo a construir criaturas patéticas y dignas de burla? Sin embargo, aún sobre los lineamientos de una filmografía sólida en cuanto universo reconocible, lo que diferencia la genialidad de la banalidad en su cine resulta un acto abstracto. Con el mismo nivel de absurdo y desidia por una lógica narrativa, los Coen son brillantes en El gran Lebowski y canallas en Quémese después de leerse. ¡Salve, César! viene un poco a trazar una medianía saludable en su cine porque, hay que reconocer, tiene una multiplicidad de ideas (políticas, cinematográficas, ideológicas, culturales) que es también una marca en el orillo: buenas o malas, sus películas siempre tienen cientos de ideas sobre las que se construyen. Esta nueva película tiene la acumulación de criaturas habitual de los Coen (y con ello el desfile de estrellas que a veces resulta antojadizo) y una amplia galería de personajes entre torpes y estúpidos, pero sin embargo se ve ganada por algo inusual hasta el momento en el cine de los hermanos: el cariño por el universo que vienen a retratar, en este caso el Hollywood de la década de 1950. Si bien es cierto que existe una cuota de cinismo en la reivindicación que hacen los Coen de la industria (son los mismos directores que fueron impiadosos con el mundo del cine en Barton Fink, por ejemplo) y del sistema de estudios, se trata de un cinismo autoconsciente en el sentido de que acepta una mentira como forma de subsistencia, ridiculizadas las ideologías y las creencias religiosas. Con un afecto impensado (aunque se pueden hallar rastros de eso en el epílogo de Temple de acero), los hermanos aceptan el entretenimiento industrializado y de masas como un espacio de fantasía que, en todo caso, desarrolla con el ciudadano un pacto de suspensión de la incredulidad mucho más justo que el del capitalismo o el cristianismo. El meollo de ¡Salve, César! es la desaparición de una estrella de Hollywood mientras está rodando un péplum a lo Ben-Hur, y el punto de vista que se sostiene es principalmente el de Eddie Mannix (Josh Brolin), nombre de film noir y especie de investigador privado de un estudio de Hollywood: claro, la película es una mezcla de ese tipo de policial con la sátira impiadosa de los hermanitos. El trabajo de Mannix es mantener bajo control a las estrellas del estudio, manejar sus vidas privadas o aquello que trasciende a la prensa, en un momento donde la vida privada de los actores y actrices era controlada con pulso de hierro. Era una sociedad que no estaba preparada para soportar algunas sordideces que podían surgir con correr un poco la cortina. Y ahí aparece Mannix cumpliendo el rol del fixer, una figura que -dicen- era habitual por aquellos años de cazas de brujas: le busca un padre al hijo de la actriz que quedó embarazada soltera, coloca a un joven carilindo en una comedia que exige algo de talento, construye un romance entre dos estrellas jóvenes, negocia el rescate del actor que ha sido secuestrado. Lo curioso de Mannix, una especie de Cristo del sistema de estudios, alguien que en definitiva sacrifica hasta su propia vida por mantener el secretismo sobre las figuras del cine (y de ahí que funcione totalmente la parábola sobre el film cristiano que es ¡Salve, César!), es que se trata del personaje más moralista en la historia del cine de los Coen, si no el único: el tipo va al confesionario porque no puede dejar de fumar, es buen padre y se preocupa por su esposa. Sin dudas una rareza absoluta, aunque es habitual que los hermanos decidan sumar pequeños elementos disruptivos dentro de la lógica de su filmografía. Característica que mantiene la estampa independiente de su cine. ¡Salve, César! funciona en un par de niveles. El primero de ellos es el más explícito, la forma en que los Coen miran aquellos años con una nostalgia muy vívida para recrear, desde la notable fotografía de Roger Deakins, los diversos géneros y subgéneros que la industria de Hollywood producía a repetición, con especial lucimiento en un cuadro musical a lo Fred Astaire que protagoniza el cada vez más lúcido Channing Tatum. Y el otro nivel, es la sátira menos destructiva que afectuosa que desarrollan esta vez los hermanos. Como si la nobleza de Mannix, ese hombre que absorbe todos los pecados porque básicamente cree en eso que hace y decide sostenerlo a como dé lugar, inundara el espíritu de la película. Pero -y siempre hay un pero-, está claro que para ¡Salve, César! ese universo de fantasía y potenciador de sueños es aquel Hollywood que hoy luce lejano en un tiempo donde la frivolidad terminó con la elegancia, con aquel tipo de elegancia. Claro que el film es desparejo, que es inevitablemente fragmentario, que hay personajes que se terminan perdiendo porque son puramente herramientas del guión, pero es en esos momentos de lucidez -que son mayoría- donde la película marca la diferencia y se presenta como la obra de unos tipos siempre atendibles, aún con sus vicios y sus excesos autoindulgentes.
El movimiento impensado El aporte de María Fux es invalorable. No sólo como artista, donde se consagró como una bailarina tan talentosa como creativa: con el tiempo, su reflexión sobre la relación entre el cuerpo y la música, especialmente el ritmo, la llevó a desarrollar una actividad denominada danzaterapia, con la que desde hace años integra a gente con diversas discapacidades y las instruye no sólo en la aceptación de su cuerpo por medio de la danza, sino también en el desarrollo de un tipo de movimiento novedoso, impensado. A los 94 años, Fux continúa con esta actividad en su academia. El documental de Iván Gergolet recoge el testimonio de la bailarina, pero además el de varias de las personas que concurren a su academia. Si bien se trata de relatos hechos a cámara, el film se vale mayormente de la voz en off que se asienta sobre recortes con imágenes de las clases de Fux. Sin mayores virtudes formales más que la de ser concreto con el tema que tiene que abordar (aunque sí, hay un par de planos secuencia muy buenos), Gergolet recurre al rigor cinematográfico escapando notablemente de las variantes posibles en las que podría haber caído su film. Por un lado, Danzar con María podría haber sido una apología de la artista anciana y su energía y vitalidad contra todo pronóstico. Por otro lado, un viaje hipersensible y demagógico focalizado en discapacitados que la luchan. Pero afortunadamente el documental se corre de estas posibilidades y se permite apostar por la experiencia inusitada, novedosa, por esos movimientos poco convencionales que los danzantes recrean durante las clases. Y esto es totalmente coherente con la búsqueda de Fux: si la artista sostiene que cada uno, cada persona, tiene un ritmo particular en su interior y lo que se pretende es liberarlo y expresarlo, nada mejor que la ausencia de reglas. En ese movimiento impensado se cruzan, finalmente, la vitalidad de una artista impar que comparte su saber con las posibilidades infrecuentes que encuentran aquellos expulsados de las academias. Y lo hace sin alardes de ningún tipo.
Cruces de la vida… y del cine En A la sombra de las mujeres, de Philippe Garrel, hay parejas con conflictos y hay cine, pero más allá del meta-discurso autoconsciente lo que hay es gente que labura sobre el cine, que lo usa como material para su propia subsistencia. Los protagonistas son un documentalista y su esposa, que lo asiste y edita sus películas, y la amante del hombre, una joven que trabaja en un archivo cinematográfico. El juego de espejos que monta Garrel es tan complejo, aunque el film haga apología de cierta liviandad en el tono, que la película puede ser vista a través de sus diversas capas, como así también se puede ver a los protagonistas: seres que no revelan sus verdaderas intenciones, que esconden, que mienten (en muchos aspectos se parece a Mientras somos jóvenes, de Noah Baumbach). De hecho, la mentira y su simulación como una forma de civilidad terminan siendo los temas que unifican las diversas subtramas de este gran film, rodado en 35mm y blanco y negro, como tiene que ser… según Garrel. Es decir, A la sombra de las mujeres es una suerte de ida y vuelta, de diálogo con la nouvelle vague, pero también con sus propias filiaciones. Si por un lado hace recordar a todo ese cine grande proveniente de Francia en los 60’s, espejándolo en sus temas, obsesiones estéticas y modos de registrar lo urbano, también pone un ojo en aquellos realizadores que se vieron evidentemente influenciados, como por ejemplo Woody Allen. Tranquilamente A la sombra de las mujeres podría ser una película del neoyorquino: están las parejas quebradas, la sexualidad y el placer tamizados por el filtro de lo psicológico, cierta tensión existencialista. Pero lo que falta es el humor, o no. En verdad el film de Garrel es una suerte de comedia sin chistes o sin intenciones humorísticas, porque las idas y vueltas de los personajes, sus reacciones ante los episodios que protagonizan, tienen la capacidad de sintetizar de la sátira: allí se ve lo angustiante, pero especialmente lo ridículo. A partir de la liviandad y de lo que sugiere antes de lo que muestra, lo que termina logrando Garrel es un relato que a pesar de las influencias suena novedoso. Porque trasciende tanto a la nouvelle vague como a sus continuadores, mixtura y, en definitiva, hace que ese material con el que se sustenta, que es la pura experiencia cinematográfica, tome vida y se parezca a eso que le pasa a los espectadores: incluso los interpela con una voz en off también algo socarrona que literaliza las emociones de los personajes. Si el cine “intelectual” suele ser estimulante, lo es por fuera de lo emocional y ahí está su límite, despreciando buena parte de aquello que hace singular al cine como experiencia. Garrel es consciente de esto, y construye un film vívido y, si se quiere, hasta divertido, que reflexiona sobre el cine mirando la vida y viceversa, en una serie de cruces interminables y circulares.
Una sombra ya pronto serás No se puede negar que Kóblic es una película arriesgada. En primera instancia, se anima a registrar el horror de los denominados “vuelos de la muerte” y a utilizarlo como tema para construir la culpa que pende sobre su personaje principal y que lo lleva a tomar las decisiones que toma en la película, que es en el fondo un policial rural con estructura de western. Riesgo que está presente al poner en el centro a un personaje antipático como el que interpreta Ricardo Darín (culposo o no, es un personaje que hizo lo que hizo), y con el que nos vemos obligados a empatizar ligeramente: integrante de la Fuerza Aérea, se negó a completar una de las misiones con las que los militares durante la última dictadura arrojaban detenidos al río, y ahora se esconde en un pueblo donde las Instituciones superiores no parecen tener presencia. Es 1977, la etapa más violenta del gobierno de facto. También es arriesgada la decisión del director Sebastián Borensztein de, primero, pensar en Oscar Martínez para rol del comisario del pueblo, y posteriormente construir ese personaje, que es en sí una caricatura del poder más aberrante y que impacta fuertemente con el contexto más naturalista que busca el film, poniendo en crisis su propio verosímil. El comisario que aparece en Kóblic es un tipo decididamente desagradable, la personificación del mal más radical, un personaje que a partir de la caracterización que logra Martínez adquiere una fisicidad inhabitual para el cine argentino: tal vez hay que irse hasta el Julio Chávez de Un oso rojo para encontrar una composición similar. Su Velarde es en cierta forma el espíritu del film y el que potencia la parte más polémica del trabajo de Borensztein: porque para que el personaje de Darín pueda sostener cierto vínculo con el espectador -Kóblic viene a representar la violencia más solapada y en apariencia ingenua del obediente hacia las instituciones-, era necesario enfrentarlo al que ejerce el poder violento de manera explícita e impune, y lo representa con imposible ánimo reivindicador. Kóblic pone en juego dos formas del horror y las hace friccionar, ahí logra sus mejores tensiones: Darín y Martínez, está dicho, están soberbios. Curiosamente los aciertos del director son más evidentes cuando se balancea con inteligencia en los terrenos más problemáticos de su película. Si Kóblic es un anti-héroe, la construcción que vemos en la pantalla evita cierta mitificación incómoda. Está claro que aún con elementos típicos del policial de venganza, no hay en esa justicia por mano propia que ejerce Kóblic una exoneración de culpas. Este militar no es una suerte de Charles Bronson supliendo a las instituciones, sino más bien un tipo que acciona para borrar sus propias huellas en el afán de convertirse en una sombra. Si ayuda a alguien en el camino, en verdad lo hace de casualidad: al personaje lo mueve un ánimo individual. En eso se aleja de los héroes tradicionales del western, a quienes movía un ánimo mayormente social en la reinstalación de un orden que en el fondo simbolizaba el avance de la sociedad. Kóblic es más reptil, sin ser un tipo desagradable. Borensztein ahí, además, captura un espíritu de época en Argentina: el sálvese quien pueda. Por eso que ante la solidez de algunos aspectos del film, fundamentalmente sus dos personajes principales, el relato se resiente en asuntos vinculados con la estructuración de los giros dramáticos. El romance de Kóblic con una joven del lugar (Inma Cuesta, actriz española que luce un forzado hablar bonaerense) y la posterior aparición de un marido abusivo parecen elementos algo apresurados, evidenciando la necesidad del guión por hacer avanzar acciones de segunda línea que motiven los cambios en la primera capa del relato. Ese romance, que es una subtrama apenas funcional, tiene la dudosa capacidad de humanizar al militar, aunque también es cierto que el vínculo está mostrado, desde la perspectiva masculina, con una fuerte dosis de desapasionamiento: hay algo necesariamente sexual, que en definitiva (y conocidos algunos detalles) simboliza para los amantes una forma de huida. Todo esto, sumado a desniveles interpretativos, hace que por momentos la película pierda solidez expositiva o se le noten demasiado algunos hilos. Si la serie de giros lucen un poco deshilachados como apresurados y sin la suficiente energía que brinda el rigor narrativo, y algunas metáforas (la sanación de un perro) son ya un poco recurrentes, Kóblic se asegura -como decíamos- a partir de sus personajes sólidos y en la distancia justa con que registra las acciones, una suerte de anticuerpo contra sus propias fallas, que son más estructurales que discursivas. En este sentido, hay que señalar que el abordaje del western es tanto funcional como una forma interesante de repensar un Estado por medio de la forma en que la Ley se administra. Si el western simbolizó para el cine norteamericano una moral constitutiva, el film de Borensztein termina reflexionando -a través de ese género- sobre la ausencia de una moral y, ante el desamparo, de una búsqueda de identidad por medio de la violencia. Ahí se entiende la necesidad de Kóblic por, en determinado momento, calzarse sus ropas oficiales, a plena luz del día, para ejercer un último acto definitivo. Todo esto, antes de evadirse y convertirse (otra vez) en una sombra. Borensztein corta el film en el momento justo: la historia es una herida que no termina de sangrar, parece decir la película.
Los dos más odiados Al igual que en la última película de Quentin Tarantino, Los 8 más odiados, en la premiadísima Mandarinas, de Zaza Urushadze, varios personajes terminan recalando (algunos de forma un tanto fortuita) en un mismo recinto, un grupo de tipos distanciados por diversas cuestiones vinculadas con la guerra y las diferencias étnicas y religiosas, también políticas, lo que hace que la narración se sostenga en la tensión que reside en esos vínculos a punto de explotar (dos soldados enfrentados heridos, y dos hombres simples a su cuidado y contención). Mandarinas es, como la de Tarantino, también una película teatral no sólo por cómo centraliza su atención casi en un único espacio cerrado, sino además por la forma en que dispone a los personajes en el plano, haciéndolos mover y por lo tanto modificando los puntos de interés y de información sobre lo que vemos. Claro, lo que diferencia a una película de la otra es la intención final de sus directores. Mientras a Tarantino lo moviliza una maldad intrínseca potenciando la podredumbre de sus personajes irredimibles, a la vez que cincela sobre la tosquedad de ese film en exceso barroco una serie de referencias, citas y homenajes que, incluso, mencionan a su propio cine, en Urushadze lo que sobresale a partir de su puesta en escena controladísima y su calculado crescendo dramático y trágico es el mensaje bienpensante sobre el horror de la guerra y el absurdo de los hermanos asesinándose entre sí. Tarantino toma las tensiones de la Guerra Civil norteamericana para generar polémica y reforzar la idea de que aquellas tensiones se sostienen hoy, mientras que Urushadze se vale de los conflictos bélicos entre chechenos y georgianos para un alegato pacifista en extremo simplista. En verdad hace mal uno en comparar películas que nunca se imaginaron cercanas, pero bien vale ponerlas en abismo para reconocer cómo el cine, el verdadero cine, el de los grandes directores que imaginan y piensan cada imagen y ponen en crisis los discursos, supera cualquier intención que excede al arte, como es la diplomacia de un tipo como Urushadze. Y no es que Los 8 más odiados me parezca un film irreprochable (de hecho me resulta tedioso en su provocación adolescente y caprichosa), pero en la frialdad académica de esta coproducción entre Georgia y Estonia hay tanta vocación por agradar que resulta bastante repudiable. Lo peor de películas como Mandarinas es que ni siquiera están mal. De hecho los cuatro protagonistas están notables y son pilares indisimulable de los logros del film, y hasta la composición de esos personajes simples y puestos en fricción sólo por los absurdos de las ideologías y los extremos de alguna manera justifica la mirada plana sobre la guerra y lo humano. También es digna de destacar la música, una melodía que es un himno mortuorio que de alguna forma anticipa el callejón sin salida en que la historia introduce a los hombres simples. Porque es eso, un cuarteto de tipos simples que de la noche a la mañana se enfrentan a lo inevitable. Tal vez el mayor problema de Mandarinas no sea la propia película, sino más bien lo funcional que resulta a ese público que piensa el cine como un catálogo de lugares comunes y frases hechas sobre la humanidad.
Intensamente En Juana a los 12, el director Martín Shanly puso de protagonistas a su hermana y su madre para contar una historia ambientada en el colegio bilingüe al que él mismo asistió. Esto, que parece un desmedido ejercicio narcisista, supera todas las expectativas cuando el realizador no sólo sostiene cada decisión de puesta en escena sino que además demuestra que aquellos son sólo elementos desde los cuales parte para construir un relato sumamente atractivo sobre lo asfixiante y rutinarias que pueden ser las instituciones, como así también lo difícil que suele ser ese período que atraviesa la protagonista. Ni el colegio, ni el cúmulo de psicopedagogas, docentes particulares y entidades neurológicas, ni la propia madre parecen ser suficientes para comprender, abarcar y contener a esa Juana que atraviesa el complejo proceso de crecer, de ir de la infancia a la adolescencia. Y el director aborda ese período con una serie de apuestas formales tan inusitadas como arriesgadas, que logran la proeza de hacer físico, sin caer en metáforas groseras, ese mundo interior que la protagonista evidencia sin comprender demasiado. Con climas que bordean el terror psicológico, una puesta en escena destacada y decisiones formales tan interesantes como pertinentes con lo que se está contando, Juana a los 12 muestra en Shanly a un director con una voz poderosa y muy sólida en su ópera prima, que no se regodea en el habitual esteticismo inane del cine independiente argentino, sino que construye una historia con una enorme tensión que subyuga la aparente calma, al igual que ocurre en esas instituciones que moldean en vez de formar. Y si tenemos en cuenta la familiaridad de las actrices y del ambiente que el director recorre en su película, se podría decir que se trata de un autor con total falta de autoindulgencia.
Del dicho al hecho No se puede negar que Martín Basterretche carezca de ambición, sobre todo si tenemos en cuenta que Punto ciego es no sólo una película de bajo presupuesto sino además su ópera prima. En el film se dan cita varios tópicos transitados muchas veces en el cine, empezando por las obvias referencias hitchconianas o depalmianas, con el inocente de espíritu fisgón involucrado en una serie de episodios que lo superan, sino además texturas que traen a la memoria recursos literarios que se emparientan con los sueños, lo onírico, incluso el drama romántico con elementos fantásticos y la creación de un espacio ficcional, como esa ciudad portuaria en la que la historia se ambienta. Y como si todo esto fuera poco, hay que sumar una suerte de conspiración paranoica que tiene como epicentro a los piratas y una organización oculta que se encarga de combatirlos, más una suerte de reflexión sobre el cine y las imágenes y su potencialidad verista. Pero el problema de Punto ciego no es que se trata de demasiada información para 86 minutos de película, sino que mayormente está presentada de manera bastante torpe. Hay en la película espacio para lo mitológico, con autoconsciencia de leyenda urbana. El centro es un director de cine novel que está filmando una película a escondidas, tomando imágenes de gente que transita en la esquina frente a su casa. Y una de esas noches, en las que su cámara se obsesiona con una mujer que pasa por allí repetidamente, termina siendo testigo de un aparente crimen. A partir de este suceso, la trama del realizador que (a lo Travolta en Blow out) es testigo involuntario se cruza con otra trama, que es la de un amigo periodista que investiga a la mafia de los piratas. Es ahí donde surgen nombres que parecen provenir del mundo de la ficción, figuras que entre las sombras mantienen el balance de la ciudad. Hay un mundo que el film relata y un clima paranoico mal desarrollado y sin fuerza. Basterretche comienza a desandar a partir de ahí una serie de vueltas de tuerca que buscan por un lado tensionar el relato con la energía de lo fantástico, incluso lo fantasmagórico, y por otro lado con una subtrama investigativa-policial que tiene como eje a una improbable organización y un villano exuberante con divismo bondiano. El problema principal de Punto ciego es que el guión parece más preocupado en esas vueltas de tuerca, en sorprender con un giro constante, antes que en hacer de esa sucesión de trampas un relato no sólo fluido sino además coherente. Al perderse la lógica interna, se quiebra el verosímil y ese “puede pasar cualquier cosa” termina pesando contra los resultados finales. Para colmo de males, el corto presupuesto se nota en la falta de rigor para resolver algunas situaciones, y las actuaciones son bastante débiles, empezando por el debutante Alvaro Teruel, más conocido por su participación en el grupo musical Los Nocheros. De todos modos, hay que decir a favor del director que se nota en Punto ciego una ansiedad por trabajar un tipo de relato que el cine argentino carece: hay algo ligero, revoltoso y vital en la película, pero se pierde ante la sumatoria de desprolijidades y vaguedades con que se va acercando a un final que se pretende irónico y es en verdad incongruente (si bien se sabe Clase B, hay poco humor en la película). Depurados esos asuntos, es posible encontrar algunas virtudes en un relato que evidentemente era más interesante en los papeles que en lo concreto.
El melodrama y el naturalismo Las idas y vueltas de las parejas ya son, miradas desde el cine, un subgénero en sí mismo, y la directora Maïwenn parece totalmente autoconsciente al respecto construyendo en Mon roi (impertinente no traducción del interesante “Mi rey”, que es lo que significa ese título original en castellano) un film que no sólo retrata el comienzo y final de una relación de pareja sino además llevando cada instancia a un nivel hiperbólico que recuerda las texturas del melodrama. En esa apuesta por los excesos, la realizadora acierta cuando logra algunos momentos de una intensidad verosímil y cuando se recuesta sobre el talento de sus dos excelentes protagonistas, Emmanuelle Bercot y Vincent Cassel. Maïwenn también sostiene el relato a través de un interesante juego de montaje paralelo: el presente está construido alrededor de un accidente de esquí y la posterior rehabilitación que realiza Tony (Bercot), mientras se enlazan flashbacks en los que conocemos el pasado de la protagonista, su enamoramiento, su amor loco, con Georgio (Cassel). Es interesante por cuanto la directora no trabaja explícitamente los flashbacks como recuerdos precisos, si no como instancias de vida que vienen a la memoria en momentos que son tiempos muertos dentro de una larga y aburrida rehabilitación médica. La falla se da cuando el montaje deja ver alguna metáfora un poco burda, entre el pasado y las imposibilidades de Tony para caminar en el presente. Pero no deja de ser un atractivo recurso desde donde abordar una historia que, de otra forma, resultaría un tanto trillada. También es fundamental la forma en que la directora registra el encandilamiento inicial de la pareja y su posterior degradación: si por un lado hay una recurrencia al melodrama, con sus excesos de tono, por el otro hay una cámara cercana, en constante movimiento, que parece señalar lo verídico que existe por detrás de los géneros. Esa lucha constante entre el artificio y lo naturalista (con herencia dentro del cine francés), que se sostiene también por las presencias de los dos protagonistas y la cotidianeidad con la que actúan sus roles (especialmente en la primera parte del film), es lo que le aporta al relato una tensión y fuerza infrecuente. Ese nervio, es en definitiva lo que invoca los propios fantasmas del espectador cuando observa el -por momentos- descarnado retrato de una relación que se va en picada, salvando las diferencias sociales y de clase que los personajes evidencian con nosotros. Pero tras todo el depurado y autoconsciente trabajo formal, Mon roi tiene como eje tal vez una cuestión que pasa un poco desapercibida entre tantos gritos y -pocos- susurros, y que es la mirada femenina sobre lo masculino y su imprevisibilidad, no del todo manifiesta o reconocida culturalmente, como así también el espacio que se forja el hombre como soberano dentro de una relación que debería ser de a dos. El final es ejemplar en ese sentido, con una serie de miradas que se cruzan y se esquivan, y una actitud corporal que busca seducir a la vez que repele. Esa fascinación de Tony por Georgio queda explícita, de ahí lo de “Mi rey”, aún en la violencia física o psicológica que aquel pueda ejercer sobre ella. La película de Maïwenn es una suerte de reflexión sobre el rol que juega la mujer y de qué manera se enfrenta a lo masculino. Es verdad que en su búsqueda de una dosis similar de naturalidad y verismo, cae en momentos de un sadismo gratuito y permite que los personajes se degraden de manera muy poco pertinente. Por estas cosas, Mon roi no es la gran película que podría haber sido.
La reinvención de los colores Esta tercera entrega de Kung fu panda cumple con creces con una de las premisas básicas de la animación: es terriblemente creativa visualmente, con un uso de los colores y del movimiento que asombra. Decididamente, la elección -un poco agotada la historia del héroe improbable- es poner toda la energía en el campo visual, pero no con un sentido de preciosismo vacuo, si no como una forma de trasladar el espíritu de los personajes al trazo, la forma y su propia deformación en pantalla, que combina perfectamente con la historia de Po y su autodescubrimiento. De esta manera, el film de Alessandro Carloni y Jennifer Yuh Nelson alcanza una coherencia entre fondo y forma que es poco habitual en un mercado de cine animado mainstream más preocupado por diseñar muñecos que se vendan que por alcanzar algún estímulo artístico (salvamos a Pixar en esta ecuación, está claro). Se podría asegurar sin miedo a exagerar que Kung fu panda 3 reinventa los colores. Si Dreamworks explotó demasiado rápido la gallina de los huevos de oro que fue Shrek, convirtiendo un origen interesante en una sumatoria barroca y poco feliz de guiños para la platea, con las franquicias de Cómo entrenar a tu dragón y Kung fu panda parecen haber aprendido la lección: el tiempo que pasa entre película y película es el prudencial para madurar el material. Y en esta historia del oso panda karateca se observa con mayor detenimiento la coherente progresión que va haciendo el personaje hacia sus orígenes. El arco dramático que ha recorrido Po va de la autosuperación a la pérdida de los temores, y ahora es turno de descubrir su identidad y su origen: el tema que surge aquí es la paternidad, con la aparición en escena del padre biológico luchando con el adoptivo por hacerse del amor del hijo. Tal vez en el camino la saga pierde un poco de vista a los personajes secundarios, quedando en un segundo plano demasiado lejano y convertidos en un mero comic relief de un solo chiste, pero termina siendo necesario para fortalecer ese nudo dramático que se resuelve aquí con bastante inteligencia, algo que por demás es marca de fábrica de la franquicia. Hay algunas cosas que Kung fu panda 3 respeta como una manera de pertenecer a una tradición, que es la suya (si algo tiene de bueno, es que no se parece a ninguna otra): lo visual, aquí exuberante, siempre estuvo presente, como la comicidad veloz y feroz que hace recordar al cartoon clásico, tan veloz que a veces el ritmo agota un poco. Y último, pero fundamental, las Kung fu panda son estupendas películas de acción, con secuencias notablemente montadas y villanos interesantísimos y poderosos, que nos generan dudas acerca de la forma en que pueden ser derrotados por nuestro héroe. Lo de las escenas de acción tiene gran relevancia aquí porque el humor de la saga se da a partir del movimiento, y qué mejor que un grupo de personajes involucrados en aventuras espectaculares para potenciar la comicidad. Ya hace rato que estas películas dejaron de ser sobre un gordo que puede ser karateca y, en definitiva, héroe. Lo aleccionador se ha reducido a su mínima expresión (hay una enseñanza sobre lo importante del trabajo en grupo, pero es sutil y ejemplificada en movimiento), y lo que pone la maquinaria a andar son estas aventuras y la solidez de un grupo de personajes que no precisan demasiada presentación. Seguramente el factor sorpresa ya no funciona tanto y algunos chistes se hacen demasiado repetidos, pero allí donde Kung fu panda 3 amenaza con ponerse un poco rutinaria, apela a la magia del color y la excitación de las figuras en movimiento, una suma de creatividad alucinante que lleva incluso a la película por territorios de experimentación. Es ahí donde la película sube la vara y deja en claro que lo suyo es el puro juego, la inventiva y la sensibilidad nunca sensiblera. Como decíamos, una saga que si bien bebe de obvias referencias, tiene una identidad definida y una personalidad impar.