ACORDEONES Y CINE ARGENTINO Lo primero que escuchamos en la versión cinematográfica de Más respeto que soy tu madre son unos acordeones que nos hacen recordar a otros acordeones, los de Esperando la carroza. Como en el cine norteamericano alguien cada tanto quiere filmar la nueva versión de El ciudadano, en nuestro cine alguien quiere hacer la nueva Esperando la carroza. Si el texto original de Hernán Casciari publicado en el bog Orsai (demonios, ¿tenemos que explicar lo que es un blog o están de moda de nuevo?… ya me perdí en el tiempo) nos llevaba inmediatamente a aquella familia retratada en el ochentoso film de Alejandro Doria, lo cierto es que la voz escrita requiere de nuestra propia voz, que le da un tono e impronta amoldado a nuestras propias expectativas. De todos modos el chirrido del costumbrismo colisionando con el grotesco estaba presente, y de eso se dio cuenta Antonio Gasalla en la muy exitosa adaptación teatral, que durante varias temporadas convocó millones. La diferencia entre aquella puesta y esta película de Marcos Carnevale es la obvia: en el teatro argentino el grotesco tiene una tradición muy asentada, y sus tonos conviven mejor con la experiencia sobre el espacio amplio del escenario donde la exacerbación explota sin necesidad de contención. Y, claro, Gasalla entiende completamente el género y lo sabe traducir a través de lo kitsch. Por el contrario, Carnevale es un émulo, además de un realizador con pocas virtudes a la vista en su ya extensa filmografía. Lo que queda entonces en esta Más respeto que soy tu madre es una suerte de copia esforzada y muy fea, a la que se le notan todos los piolines e intentos, y que por eso mismo se vuelve absolutamente fallida, especialmente cuando busca un poco extorsivamente (y un poco tanamente) la contracara sentimental a algo que no lo tiene. En eso, Esperando la carroza nunca se traicionaba. Aclaro también (aunque ya lo aclaré acá) que no me gusta Esperando la carroza, una experiencia agobiante, un campeonato de actuaciones chillonas a la que al menos le reconozco (sí sí sí, sus tres o cuatro frases para hacer remera) el valor de lo repentino: para los años amarronados de la post-dictadura su presencia en los cines fue como un estallido, una suerte de auxilio emocional para una sociedad que necesitaba esa explosión de la risa virulenta contra cierto imaginario del ser argentino. Y ahí radica una de las principales fallas de Más respeto que soy tu madre: su ubicuidad a destiempo. Los protagonistas, la familia Bertotti, son el clan disfuncional que ya sabemos, que aparecen como un coletazo del menemismo. Claramente no es una traición al texto original, que surgía como exorcismo de los 90’s y la debacle de la Alianza, pero a más de dos décadas de aquellos episodios es indudable que su ironía se licúa demasiado. Y si como dice alguien por ahí, “en Argentina tenés una crisis cada diez años”, no hubiera sido para nada desatinado ambientar la historia en el presente aunque hubiera requerido cierta valentía que ninguno de los involucrados parece tener. Claro que estamos hilando demasiado fino, porque en verdad los problemas de Más respeto que soy tu madre no son de fondo, sino que están en la superficie misma, en el póster me animo a decir. Todo es un horror casi desde el vamos, desde sus primeras escenas gritonas, desde el maquillaje imposible con el que Diego Peretti hace de abuelo, también un guiño a la mamá Cora de Gasalla, o el cocoliche con el que lo hacen hablar (lo de Peretti merece un desvío: es sin dudas uno de los mejores comediantes del cine argentino, aunque es cierto que lo suyo es un registro más apagado, cercano al absurdo, y aquí se lo lleva a extremos que le quedan incómodos, sumado a un actuación corporal que nunca nos permite ver al abuelo que pretende interpretar), en su narración incongruente, en su humor negro ejecutado con absoluta pereza, en la falta de tiempo cómico de todo el elenco y en su giro final que busca tener el costado evocativo a lo Ratatouille. Más respeto que soy tu madre es solo cuantificable dentro del multiverso de Carnevale, y por eso mismo no puede ser calificada como lo peor: ese sitial lo ocupa la impar (por fea) Corazón loco.
REALEZA TV Uno de los testimonios que se pueden escuchar, entre los varios, de diversas épocas, que aparecen en el documental de Ed Perkins, hace mención a una decisión de la monarquía británica que, entendiéndose como algo pasado de moda, profundizó el contacto con la gente a través de una mayor exhibición mediática. Esa exhibición es fundamentalmente la que permite la construcción de una película como Lady Di pero, además, la que motoriza una de sus tesis principales: cómo el agobio de la prensa, esa invasión a la intimidad, llevó de alguna forma a la trágica muerte de Diana Spencer. La película de Perkins monta un relato a partir de informes televisivos, imágenes de archivo que edifican un continuo de la vida pública e íntima de la monarquía y -preferentemente- de la propia Lady Di, ya que el documental aborda el período de tiempo que va del casamiento de los príncipes hasta la muerte y el entierro de la princesa de Gales. Perkins inscribe a su película en esta nueva tendencia de los documentales, que es la de la recopilación de archivo sin necesidad de una voz en off que ordene las imágenes o de testimonios que contextualicen. En Argentina, por ejemplo, una operación similar realizó Lucas Gallo con 1982, su documental sobre Malvinas. Perkins toma fragmentos televisivos de programas periodísticos o de chimentos, que siguieron obsesivamente los entretelones de la pareja real integrada entre Charles y Diana. Desde el sorpresivo vínculo que terminó en casamiento, a las constantes revelaciones sobre infidelidades mutuas y la ruptura posterior, con Diana Spencer ganando protagonismo progresivamente desde aquella joven tímida a la mujer decidida, dueña de una impronta que permitió demoler hipocresías varias en torno a la realeza. Más allá del hecho en sí, lo que revela en paralelo la película es cómo el avance de la tecnología y su relación con el periodismo fue borroneando las líneas entre lo público y lo privado. Era casi imposible que Lady Di se moviera sin que a su alrededor no hubiera al menos una centena de fotógrafos y camarógrafos. Esa sucesión de imágenes es la que hoy, acumulada y editada, permite construir un relato casi en tiempo real. No es menor, tampoco, pensar que estas imágenes abarcan de los 80’s a los 90’s, un tiempo donde todavía el control de la revelación de la intimidad de los famosos estaba en manos de los medios periodísticos. Qué sucedería hoy cuando la tecnología llevó a los hogares la posibilidad de capturar cualquier imagen, mientras las redes sociales nos otorgan la posibilidad de difundirlas. Por estos motivos, Lady Di surge desde el pasado para alimentar un debate del presente. Y eso le da además un carácter extraño, casi de ficción montada sobre el terreno de lo documental. Más allá de una música incidental que por momentos sirve como comentario y de una puntualización en algunas artimañas de fotógrafos y camarógrafos alrededor de la figura de Lady Di, el documental alcanza estas reflexiones desde sus imágenes y a través de su virtuoso uso del montaje.
OTROS SECRETOS EN TIEMPOS VIOLENTOS Basada en una novela de Reynaldo Sietecase, la historia está ambientada en diciembre de 1980 en la ciudad de Rosario, donde la desaparición de un empresario motoriza una pesquisa judicial y policial, con el obvio contexto de la dictadura de fondo aunque en lo concreto no se trate de un caso en el que los militares estén involucrados directamente. Un crimen argentino relaciona algunos tonos y géneros que suelen ser complejos para el cine nacional, pero la dirección de Lucas Combina logra que lo resultados sean al menos satisfactorios. Hay una puesta en escena rigurosa y un elenco sólido integrado por Nicolás Francella, Luis Luque, Malena Sánchez y Darío Grandinetti, aunque quien termina sobresaliendo sea el menos conocido Matías Mayer. Si bien hay una fuerte tradición del cine argentino con el policial, es cierto que ese vínculo se daba más fuerte con los tópicos del noir, que en cierta forma se relacionan con la tragedia tanguera porteña. De ahí -tal vez- la asimilación del género y la correcta traslación a un registro más nacional. Por el contrario, Un crimen argentino se apega más a la fórmula del relato procedimental (ese que vemos sobreexplotado en series como La Ley y el Orden), en el que seguimos a dos ayudantes del juez mientras tratan de dilucidar qué pasó aquella noche en que el empresario desapareció. En esa pareja (Francella y Mayer) se dan elementos de la buddy movie, sin que la película vire decididamente a la comedia pero sí con lo que mantiene un tono más ligero entre tanto clima ominoso. En cierta medida, por tono y apuesta, por contar una época violenta del país a partir de un episodio lateral que no tiene en apariencia relación directa, se adivina un poco el molde de El secreto de sus ojos de Juan José Campanella, sobre todo en sus intenciones de hacer hablar a los personajes un poco como se habla en la calle y de recrear cierta picardía nacional. Tal vez a Un crimen argentino le falte un misterio mejor urdido, ya que prontamente todas las sospechas derivan en un único personaje. Pero Combina maneja bien la tensión y hacia el final suspende el misterio en una espera que tiene a los protagonistas como vigilantes de un testigo clave. Hay sí una escena fundamental que se resuelve con un montaje paralelo un poco confuso en relación a sus simbolismos, como es también confusa su mirada final sobre el crimen y su relación con los crímenes de la dictadura. La película abre con aquel infame testimonio del dictador Videla sobre los desaparecidos y, sabemos, de alguna manera se buscará relacionar una cosa con la otra. Ese forzamiento de algunas instancias se contradice con el rigor que previamente había mostrado la película para recrear los entresijos de la Justicia, lo cual se remata con una última escena demasiado canchera, ahí sí más cercana a cierta viveza argentina (sobre)explotada por el cine de Campanella.
EL JOVEN MANOS DE MASAJISTA El tópico del desconocido que llega para revolucionar a un grupo de personajes es reconocido y tiene amplios exponentes, pero hay algo en la película de la prolífica directora polaca Malgorzata Szumowska, codirigida junto a su director de fotografía Michal Englert, que la vincula con El joven manos de tijera de Tim Burton. Ese barrio de suburbio al que Zhenia -el protagonista- llega con su cama para hacer masajes, la forma en que moviliza aspectos sexuales de las mujeres con que se relaciona y en el destaque de que el personaje sobresalga en un trabajo manual hay mucho de aquella criatura melancólica interpretada por Johnny Depp. Claro que mientras a Burton lo movilizaba el cuento gótico y, en especial, una relectura de Frankenstein, en el film de Szumowska y Englert hay mucho del realismo social del cine de la Europa del Este y las intenciones son decididamente políticas. Pero, siempre hay un pero, la aparición subrepticia de algo que podríamos llamar realismo mágico convierte a Nunca volverá a nevar también en una suerte de relato fantástico donde el personaje, como aquel, termina preso de su propio destino, un poco trágico pero también un poco positivo, en la manera en que termina influyendo en los personajes con los que se cruza. Por lo pronto, este joven manos de masajista llega a Polonia proveniente de Ucrania, y ya en la primera escena podemos ver la forma en que utiliza su talento: no solo es hábil para descontracturar cuellos y espaldas, sino que además lleva a sus clientes a un estado de trance que los conecta con algún conflicto personal. Hay en ese elemento disruptivo de un relato que parece querer ser otra reflexión sobre la inmigración europea, una apuesta por el surrealismo, por llevar la historia a un territorio cercano al cuento de hadas donde lo mágico obre de forma sanadora. Y si ese carácter reparador lo vuelve un cuentito un poco molesto, la fotografía de Englert y ciertas metáforas visuales la convierten en algo realmente empalagoso. Ahora bien, esa resolución surge como una capa más en una sumatoria de niveles con los que Nunca volverá a nevar nos envuelve en un clima de extrañeza, antes que como aplicación de una moraleja berreta. Entre lo críptico y el manual de autoayuda surge este producto extraño y estimulante de a ratos. La intención de que la película opere sobre nosotros como Zhenia sobre sus clientes se cumple a medias, aunque nos moviliza en su constante imprevisibilidad.
AMORES Y DESAMORES PERROS De manera casual, tal vez, la anteúltima película de Dominik Moll (tiene una última, La nuit du 12, estrenada en el reciente Cannes) traza desde su título un paralelo con los Amores perros de Alejandro González Iñárritu; es decir, estamos ante otro retrato coral de la sociedad, otro relato dividido en capítulos y otra historia que referencia lo peor de las personas con el mundo animal: los perros allí, las bestias aquí. Hay algo de la imposibilidad de ver lo horroroso en lo humano que relaciona a estas películas con el Diario Crónica. Y si bien aquella película del mexicano no es el peor ejemplo de su cine (que fue perfeccionando su miserabilismo con el paso de los años), sirve como ejemplo de un tipo de propuesta fuertemente afincada en el mundo de los festivales y en el universo del cine de autor. Si Solo las bestias escapa un poco a esa etiqueta, es gracias a que Moll no termina de ocultar sus dotes de buen narrador y hábil generador de climas. Ambientada en un paraje bucólico francés, un territorio nevado que recuerda al Fargo de los hermanos Coen, Solo las bestias comienza con una historia que progresivamente se va abriendo como en un caleidoscopio que deja ver diversas taras de la sociedad: de hechos más íntimos como una infidelidad a otros más universales, como las estafas virtuales que sirven de excusa para reflejar miserias del colonialismo europeo. En un comienzo tenemos Alice, una mujer que visita a su amante, un hosco hombre de campo, y que convive con un padre algo imperativo y un esposo distante, metido siempre en su trabajo de la cría de ganado. El montaje recorta diversas situaciones y los personajes dejan respuestas en suspenso, por lo que Moll nos da la pauta de que aquí hay algo más de lo que en primera instancia se nos muestra. La desaparición de una mujer -primero- y la del esposo mencionado anteriormente -después- generan el primer giro en la película. Giro que se toma como un cierre de capítulo, ya que la película continuará mostrando esos mismos hechos pero desde diversos puntos de vista. La mayoría de las historias tienen al engaño como elemento singular, engaño que en ocasiones puede llevar a hechos triviales, a decisiones intempestivas y lindantes con lo humano (un personaje oculta un cadáver como si se tratase de un muñeco) o directamente pretenden mirar las desigualdades del mundo con un dejo de ciudadano sorprendido con las cosas que pasan. A diferencia de Iñarritu -está dicho- Moll tiene la habilidad suficiente como narrador para darse cuenta que lo que tiene entre manos es un thriller antes que un film de denuncia, y nunca se deja ganar por el panfleto. Eso no impide, claro, que la película se balancee entre momentos notables y con filoso clima de suspenso, y otros que son demasiado bochornosos o banales, plagados de giros un poco inverosímiles, en los que el guion se impone a cualquier lógica. Solo las bestias es una película que padece algunos de los males del cine actual, especialmente el que circula por el palmarés de los festivales, y que funciona mejor si uno no se lo toma demasiado en serio. Y es, gracias a su efectividad (ha ganado premios después de todo), una de esas películas que puede devolver a un director como Moll al lugar que parecía ocupar allá por el 2000 con Harry, un amigo que os quiere, su segundo y muy interesante film.
LOCURAS EN EL ORIENTE El comentario sobre un tráiler no debería formar parte de la crítica de una película porque es un hecho que excede a la misma, pero en este caso estimo que es pertinente. Un poco porque vendía mal (muy mal) a la película, y otro tanto porque esa baja expectativa posiblemente potenció la recepción positiva que tenemos al verla. El avance de El perro samurái nos vendía la historia de un perro un poco torpe que tenía que aprender a ser un guerrero, por lo que inmediatamente pensábamos en que esto era “Kung-Fu panda con un perro”. Pero el film animado de Chris Bailey, Mark Koetsier y Rob Minkoff es algo más que esa simplificación y queda en evidencia desde el mismísimo arranque. En esa primera escena, un grupo de personajes viene cabalgando y de repente se choca con los títulos sobreimpresos. Gesto autoconsciente que inmediatamente nos instala en otro lugar. Y mucho más cuando descubrimos que una de las voces originales es la de Mel Brooks, pero que además el director de El joven Frankenstein es productor y guionista. Y es que precisamente El perro samurái es una reescritura, remake, homenaje -o como usted quiera etiquetar- de Locura en el oeste, la exitosa comedia que Brooks estrenó en 1974 con Gene Wilder en el protagónico. Aquella era una parodia de los westerns en el preciso momento histórico en el que el género comenzaba a dar las hurras. El perro samurái, entonces, recupera un poco de la estructura y organiza algunas secuencias alrededor de la original, a veces un poco forzadamente como cuando hacia el final se rompe la cuarta pared y los personajes se escapan de la pantalla del cine. En Locuras en el oeste eso tenía una integración con lo que se venía contando y aquí surge más como gesto. Lo mismo podemos decir de la secuencia de flatulencias, que en el clásico de Brooks operaba como comentario que rompía con la mitología de las películas del oeste y que aquí aparece apenas como gag escatológico y un poco toscamente. Pero aún en esa torpeza para integrar el homenaje a una narración nueva y -mucho más- a un lenguaje diferente como es el del cine animado para chicos, hay en El perro samurái un regreso a los tiempos en que la comedia se preocupaba antes que nada por hacer reír. Y ese espíritu que campea a lo largo de sus más de 90 minutos (incluso en los juegos de palabras tontos) es el mejor homenaje que la película puede hacerle a Mel Brooks. También en ese movimiento se distancia bastante del resto de la animación que se estrena por estos tiempos, e incluso se sobrepone a una animación un poco regular y a un diseño de personajes no del todo lúcido.
MAMÁ SE VOLVIÓ LOCA Una cosa queda en claro después de ver 30 noches con mi ex: nunca importó quién dirigía las películas protagonizadas y producidas por Adrián Suar. Ahora que él mismo se coloca detrás de cámaras y prueba en ese rol, la película no se aleja dos centímetros de lo que plantearon Dos más dos o Corazón loco, por poner dos ejemplos de dos directores diferentes: se podría decir que hay un estilo que fusiona diversas fórmulas de puesta en escena y temáticas, y que siempre han tenido que ver con una mirada autoral que el propio Suar indicaba desde la producción. Desde la puesta en escena se apuesta por una claridad narrativa muy televisiva, sin mayor vuelo, y temáticamente se busca impactar preferentemente en un público poblado de parejas integradas por gente de clase media (con aspiraciones) de más de 45 años y con varios años de convivencia. En esa complicidad con el lugar común del tipo que menciona a su pareja como “la jabru” radica parte de la efectividad del humor de Suar. El cómo se cuenta -entonces- queda siempre detrás. Lo entendieron Kaplan, Carnevale o Taratuto, y Suar ganó la confianza -y el oficio- como para hacerlo y que luzca profesional. Hay una idea que Suar cada tanto retoma, algo que viene de la comedia clásica norteamericana y que tiene que ver con personajes femeninos imprevisibles que vienen a romper con un mundo masculino estructurado. Lo hacía la “Tana” Ferro de Un novio para mi mujer (seguramente la mejor película de Suar) y lo vuelve a hacer la “Loba” de 30 noches con mi ex. La diferencia sustancial es que mientras la “Tana” era divertida desde su mala leche para desconectar con un entorno social definido, la “Loba” (Pilar Gamboa haciendo lo que puede con lo que le dieron) es en verdad una enferma psiquiátrica y lo suyo es una acumulación de patologías. Lo que no deja de ser curioso en este film dirigido por el actor, es que cuando es evidente que el personaje que padece es el de ella, la película dirige constantemente su punto de vista al padecimiento de él, quien aparece como la verdadera víctima. De esta forma 30 noches con mi ex incurre en ese problema habitual de las películas de Suar, que lo imponen en la escena con una capacidad enorme para el aleccionamiento de su coprotagonista femenina. Aquí eso sucede de una manera sorprendente, ya que la película en determinado momento parece darse cuenta de eso (hay una discusión entre los protagonistas por ese mismo asunto), pero luego se olvida. Es como si Suar quisiera llevar constantemente la historia para el lugar común machista del tipo al que la mujer le rompe las pelotas (algo que por otra parte es fundante de los conflictos de sus personajes), sin asimilar que su mujer en este caso tiene un problema de salud. Ahora bien, si la película pone en primer plano a un personaje con un grado de locura importante, y pretende hacer humor con eso, fracasa en sus intenciones de hacer comedia porque le falta locura e imaginación para poner eso en escena, más un ritmo que combine con lo imprevisible. Por el contrario, 30 noches con mi ex es como tantas otras comedias cinematográficas argentinas, incapaces de pensar el humor desde la imagen, muy chata narrativamente, resolviendo sus conflictos en extensos diálogos donde los personajes están estáticos. Y para peor, sobre el final le agarra la culpa acerca del tratamiento que le dio al tema psiquiátrico y pretende volverse seria, algo a lo que su falta de profundidad no ayuda en lo más mínimo. Es más, luego de haber utilizado al personaje de Pilar Gamboa y sus puteadas como único recurso cómico, cuestan afrontar la solemnidad y el melodrama sensiblero sobre cómo atender un asunto de salud. Hay algo en ese puente entre la comedia y el melodrama que no funciona. De todos modos podemos llegar a afirmar que el debut de Suar en la dirección no es un fracaso, en función de que no desentona con el resto de su filmografía. Si funcionaba antes, seguramente funcione ahora. En todo caso el gran error de la película es confiar demasiado, hasta la auto-indulgencia, en la capacidad del actor para conectar con su público sin sumarle algo, una idea, que la vuelva distintiva.
UN NUEVO CAMINO PARA EL SUPERHÉROE Entre tanta producción con la temática de superhéroes, un subgénero que en una década y media (si tomamos en cuenta Iron-Man como el inicio de esta nueva generación de películas) parece haber agotado todas sus posibilidades, lo de DC Liga de las Súper-Mascotas representa un camino y una posibilidad más que estimulante. Y no solo para el subgénero, sino además para la propia DC, que en su colaboración con Warner ha sufrido un fracaso artístico de lo más sonoro. DC Liga de las Súper-Mascotas es un film animado y una comedia, dos variables que para DC-Warner han sido una escapatoria de lo más feliz: LEGO Batman y Jóvenes Titanes en acción! La película fueron derivados muy interesantes. Y aunque este film de Jared Stern está un poco lejos de ambas propuestas, toma un poco de aquí y de allá, es decir relectura de los personajes, parodia, autoconsciencia y una forma de acercarse a lo súper-heroico por otros medios. El éxito de DC Liga de Súper-Mascotas es más válido, incluso, si ponemos en la balanza el hecho de que se supera a una animación lejos de los estándares del Hollywood actual y a un diseño de personajes un poco tosco. Con esos atenuantes, el film de Stern se constituye como un relato de iniciación pero también de repensar el lugar del superhéroe. Esto se da a partir del protagonismo de Krypto, el perro de Superman al que los celos lo llevan a perder a su dueño, y de la pandilla de animales en adopción que adquieren poderes especiales a partir de un accidente generado por un conejillo de india amante de Lex Luthor y con espíritu de venganza. Lo que hace la película a partir de la inclusión de Krypto es pensar un poco ese lugar de soledad en el que se manejan los superhéroes, y cómo la mirada perruna hace del compañerismo y la lealtad valores indispensables en la construcción del héroe. Aunque todo esto no sería un poco más de lo mismo, si la película no fuera decididamente graciosa y ligera, incluso con un par de secuencias emotivas que se sostienen sobre los vínculos de los personajes. DC Liga de Súper-Mascotas cuenta con una galería de personajes tan variada como divertida (incluso en aquellos personajes que son de un solo chiste), y con representaciones muy ocurrentes de personajes míticos como Batman o Superman, que se debaten un poco entre el narcisismo y los problemas de sociabilidad. Claro que podríamos exigirle a la película un poco más de locura, ya que a diferencia de las citadas LEGO Batman o Jóvenes Titanes en acción! luce un poco más apegada al universo DC o con un control que le quita vuelo. Pero si pensamos el exceso ombliguista en el que las películas de superhéroes parecen haber ingresado, girando invariablemente sobre sí mismas, esta producción animada es una amable y ligera aproximación a un universo con múltiples variables a explotar y que, lamentablemente, el mercado a veces no permite. En el caso de DC-Warner, es una salida más que atendible a sus barrocas y solemnes
ELVIS ESTÁ VIVO La exuberancia del cine de Baz Luhrmann había encontrado un límite en El gran Gatsby, una película fallida en la que el director no lograba imbricar su estilo audiovisual barroco con los dilemas existenciales y la introspección del personaje. Por eso que el abordaje de la vida de Elvis Presley generaba cierta expectativa: un director desbordante recreando la vida de un artista más grande que la vida misma, uno de esos tipos que redefinió la idea del showman y que se convirtió en mito. Por lo tanto Elvis es todo lo que uno puede esperar de una película de Luhrmann, pero incluso más: porque al artificio constante, al juego exacerbado con los códigos del melodrama y a su habitual falta de miedo al ridículo (puede pasar de un momento notable a uno bochornoso de una escena a la otra), el director suma un grado de profundidad inusitado. Esto le permite no solo recrear a Elvis por medio de la imitación, y hasta de la exageración de la caricatura (y en todo eso es clave la enorme actuación Austin Butler), sino que incluso logra un grado de cercanía que hasta le permite capturar la esencia del personaje. Elvis es Elvis. Esta noción de tomar la esencia del personaje no es algo menor si pensamos que Luhrmann navega aquí las turbulentas aguas del biopic musical. Este subgénero tiene reglas propias, pero el director -como es habitual- usa esos marcos reguladores hasta hacerlos volar por los aires. Si las biografías cinematográficas se han vuelto un compendio de datos enciclopédicos (eso que llamamos wikipedismo) acomodados por la mayor o menor pertinencia del guion y dispuestos para un espectador campeón del dato y de la trivia, el director satura las dos horas y media de película con información, datos y detalles hasta volver todo un guiso de referencias medio inasible. La síntesis mejor lograda es la escena en la que comprime la etapa cinematográfica de Presley en una secuencia de montaje magistral. Luhrmann acumula esos datos, que pautan los giros dramáticos de su película, como elementos dispuestos para lo que importa: el Elvis artista, aquel que explotaba sobre el escenario y que aparece por primera vez ante nuestros ojos en una de las mejores escenas, robando a pura electricidad gritos, jadeos y orgasmos de una platea que parece fundar el concepto de histeria en el Siglo XX. Pero otra cosa que pone a Elvis en un lugar desacoplado de la biografía tradicional es que el relato es llevado por la voz en off del Coronel Parker (un Tom Hanks deslucido, al que evidentemente le sienta mejor el relato clásico que la épica artificiosa de Luhrmann), representante histórico de Presley, y un personaje tan ambiguo como fascinante. El Parker que habla es el de los últimos años, el viejo decadente y enfermo que merodeaba los casinos de Las Vegas, el que ya había sido descubierto en todas sus trampas. Por lo tanto la voz en off no puede ser otra cosa que una mezcla de adoración y desprecio, o de auto-justificación. No deja de ser curioso que Luhrmann elija a Parker como punto de vista, aunque también es cierto que Luhrmann, ilusionista del cine, siente una empatía evidente por ese personaje que es un poco un charlatán de feria (como el Harold Zidler de Jim Broadbent en Moulin rouge!). Por lo tanto Elvis, la película, opera sobre la figura de Parker (le da el beneficio de la palabra pero también lo desnuda) de la misma manera que Parker opera sobre el Elvis personaje. Todos los reparos se detienen cada vez que Elvis/Butler sube al escenario. Aquella secuencia iniciática en Memphis, la preparación de un especial navideño, los shows en Las Vegas, todo está filmado con un nivel de energía que muy pocos pueden capturar en el cine actual. Y no son muchos, además, los que lo hacen a puro movimiento; pero Luhrmann lo logra: la puesta en escena brilla, el montaje es preciso y fundamental, y las ideas visuales se acoplan al ritmo de las canciones. Es como si para el director todo lo que sucede por fuera del escenario no fuera más que un tiempo muerto solo justificado por esos estallidos multicolores del artista. Sobre el final Luhrmann pone el pie en el freno y logra dos secuencias muy buenas: una, la despedida que Elvis tiene con su mujer y su hija; la otra, aquella que por medio de una transición brillante pasa del registro de la ficción del rostro de Butler al registro documental del verdadero Elvis. Que no logremos dilucidar cuál es cuál es uno de los guiños que evidencian que se logró el milagro, que la película capturó la esencia. O que, simplemente, Elvis está vivo.
ETÉREO E IMPREVISIBLE El personalísimo cine de Apichatpong Weerasethakul sobrepasa en Memoria un reto: filmar en un país que no es el propio, en una cultura y una lengua absolutamente diferentes a la suya como la colombiana. Pero si el tailandés ha erigido una filmografía sobre la base de filmar lo infilmable, lo extraño, lo fantástico oculto detrás de la más ramplona materialidad de lo real, la experiencia de una extranjera en tierras lejanas es una forma inteligente de traducir sus propias incertezas como director. Se podría decir entonces que Weerasethakul pone en imágenes su propia dificultad para comprender lo que lo rodea, y también lo imposible de las coproducciones si quisiéramos ver la película con un dejo de ironía. Por primera vez, el director, se pone al mismo nivel del espectador: Ya no es su universo desplegado ante los ojos del que mira, sino él mismo metiéndose en un asunto que se va bifurcando a medida que avanza y sobre el que no parece tener demasiadas certezas. La protagonista es Jessica (Tilda Swinton), una británica especialista en botánica que reside en Colombia. Allí, durante una madrugada, se despertará sobresaltada por un ruido que retumba como el golpe de un objeto contra otro. Es desde ese mínimo incidente que Weerasethakul edifica un relato centrado en lo extraño como alteración de la vida cotidiana: es que ese sonido, que solo Jessica parece oír, se volverá una constante y la protagonista saldrá a buscar explicaciones, entre especialistas de la salud o incluso con un ingeniero de sonido. Será el comienzo de un viaje que llevará al personaje a algo parecido al origen de la civilización, y es que en Memoria se imbrican elementos materiales con espirituales, en una metafísica y un surrealismo que parecen no pertenecer tanto a lo religioso como a la sensibilidad del cine. Planos largos y estáticos, un trabajo expresivo con el sonido, encuadres lejanos que toman a los personajes casi por completo y despojados del subrayado de lo gestual, imágenes con poder icónico dispuestas para que los espectadores decodifiquen su significado, si es que hay alguno o se trata tan solo de una pura experiencia lúdica. Memoria es como una película burbuja, que como todo el cine de Weerasethakul funciona dentro de sus propias reglas. Uno no entiende muy bien qué está pasando, pero comprende cómo está pasando, y en eso se diferencia de la mayoría del cine festivalero donde en ocasiones no se comprende lo que debería entenderse. Cine festivalero, también, del que el director tailandés es una suerte de referencia desde hace un par de décadas. Y como toda referencia, a veces se lo sigue de forma un poco incomprendida. Cine experimental alojado dentro de las reglas del cine argumental (porque hay un recorrido y un sentido que nos llevan a pensar en instancias clásicas del relato), Memoria es también un tipo de cine que enamora más por sus aspectos formales que por la manera en que logra emocionar al espectador. Ahí radica, un poco, la distancia que siento particularmente como espectador y que no me permite disfrutar al 100% de la experiencia: algunas escenas se notan estiradas, algunas ideas se repiten, algunas cosas podrían no estar y no afectarían en lo más mínimo el relato. Se podrá decir que eso sucede en la mayoría de las películas, pero lo cierto es que en un film como Memoria lo que se vuelve reiterativo es su propio concepto. De todos modos uno observa en Apichatpong Weerasethakul a un autor con un preciso control de su cine, que a fuerza de registrar lo inmaterial se vuelve etéreo e imprevisible.