AMISTAD (Y RACISMO) EN EL AIRE Historia de honor representa un tipo de cine que parecería estar en retroceso hoy, una historia de amistad masculina en el marco de un conflicto bélico, más precisamente la Guerra de Corea allá por comienzos de la década de 1950. Claro, hay una trampa para que esto le interese a alguien en el Hollywood del presente: contar la historia de Jesse Brown, el primer piloto afroamericano en volar en combate para la Marina de los Estados Unidos. Por lo tanto, el film de J.D. Dillard se convierte a través de la intensa interpretación de Jonathan Majors en un relato de camaradería varonil, coraje militar y heroísmo, sí, pero sobre todo en un drama que señala el racismo y cómo Brown usó ese desprecio en contra como combustible para sus proezas aéreas, aunque a veces pareciera quedar atrapado en sus pensamientos y tormentos. La base del relato es la relación entre Brown y Tom Hudner (Glen Powell, que también apareció en Top Gun: Maverick, con el que este film comparte algunos detalles y cierta estructura del guion), un piloto igual de talentoso pero más riguroso en relación a los aprendizajes obtenidos en la Academia. Y ese es un conflicto basal aquí: la disputa moral entre quien se corre de las normas y quien las sigue a rajatabla. No es para nada ingenuo que quien siga las normas sea el blanco y quien las desprecie sea el negro: hay en esa decisión una determinación del que siempre estuvo sometido, romper con lo que se impone como norma es una actitud política. Y la película de Dillard, así como le sucede al mismo Brown, queda atrapada entre su voluntad de ser mucho más que un film sobre el racismo y los apuntes obvios y repetitivos sobre los padecimientos del protagonista. Lo que juega a favor de Historia de honor es que Dillard resulta bastante pudoroso, tanto para exhibir los padecimientos de sus personajes como para enarbolar un discurso heroico. En ese sentido su film es sumamente clásico, contenido en sus emociones y gestos, y apura sobre el final una serie de secuencias de acción muy bien resueltas, en las que los personajes dejan un poco de explicarse y avanzan desde las demostraciones de valor y lo actitudinal. Así el costado chauvinista de los relatos bélicos norteamericanos queda relegado, en pos de una historia concentrada en dos personajes que confrontan miradas y forjan una amistad de esas que trascienden el tiempo. Y eso en definitiva es lo más interesante de la película y lo que la conecta con algunos clásicos del género. Cuando Dillard se centra en eso, su película se vuelve vibrante y hasta un tanto melancólica; cuando no, gana el discurso y los momentos de actuación para el Oscar. Un dilema un poco insalvable y que parecen hinchar la película hasta los 140 minutos.
CÓMO CAPTURAR ÚLTIMOS MOMENTOS No sabemos bien si aquel verano que recuerda la Frankie adulta a través de viejas cintas de VHS fue el último instante que vivió con su padre, pero sí que fue uno muy particular en el que se quebraron varios momentos de esos que dan pasos a otros momentos, los de la pérdida de la inocencia y los de la llegada de la adultez. Calum y Frankie pasan unos días noventosos con canciones de R.E.M. y Blur, en uno de esos resorts algo grasosos donde un animador sube al escenario vestido con un saco con brillitos. Esos días de verano que comparten padre e hija y que son un aprendizaje en presente sobre aquello que los distancia y, en futuro, sobre aquello que en definitiva los unía. Tal vez Frankie evoque con dolor o con tristeza, pero la directora debutante Charlotte Wells evita en Aftersun hacer explícitos los sentimientos y nos invita a presenciar recortes, pedazos de un instante que se rompe ante nuestros ojos. Posiblemente hablar de pérdida de inocencia y llegada a la adultez nos ancle la historia en el relato adolescente, mientras que la película de Wells es un dispositivo bifronte que sostiene tanto el punto de vista del padre como de la hija, más allá de que sea la hija la que mira al padre constantemente a través de la cámara y través del VHS. Pero bien es cierto que en la mirada de Calum -padre joven al que se lo ve perdido en la cercanía de los treinta- hay algo de la inocencia de su hija que se le escurre entre los dedos. Mientras Frankie ve que la seguridad de su infancia se empieza a ir al demonio con las inseguridades de la adolescencia, para Calum el terror es descubrir que su hija comienza a transitar un camino que para él ha sido frustrante. Entre el deseo de ella por descubrir nuevos caminos y la pulsión conservadora de él por aprehender un tiempo y un espacio, la película elige un cruce entre ambas posibilidades a través de las grabaciones caseras que inconscientemente guardan la ilusión de congelar el tiempo para recuperarlo cuando se haya perdido. En definitiva el cine, la imagen grabada, como resguardo de la memoria. En cierta forma Aftersun es una película simple: un padre y una hija de vacaciones, mientras surgen reproches típicos de la relación. Pero el film de Wells se vuelve complejo a partir del uso de la imagen y del montaje, del registro de instancias puntuales en las que la mirada de la directora se corre del lugar común. Wells juega con la textura del digital al VHS, recurre a las canciones para definir los estados de ánimo de sus criaturas, apela a los silencios, extiende algunos planos hasta que el clima opresivo, aun en un paraje paradisíaco como ese, se vuelve palpable para el espectador. Aftersun es un juego de cajas chinas en las que en primera instancia tenemos a un padre observando a una hija, pero más adelante a una hija mirando a ese padre en retrospectiva y finalmente a un espectador que los observa a ambos. La mirada es clave en Aftersun porque Wells sabe entregarnos un relato que vale la pena mirar. Y finalmente es la película la que nos mira a nosotros para interpelarnos. Aftersun logra todo esto sin hacer explícito sus recursos, sin caer en diálogos grandilocuentes, ni en metáforas banales, pero con dos actuaciones consagratorias (Paul Mescal y la también debutante Frankie Corio) y en un compromiso por un tipo de relato donde lo que se imponen son las emociones sin trampas.
EL TIEMPO QUE SOMOS La Pinocho de Guillermo del Toro (así, “de Guillermo del Toro”, porque se destaca la firma del autor, pero también que esta es una versión muy personal) es una película que contiene muchas de las obsesiones del director, y que encuentra en su cruce con el texto de Carlo Collodi tal vez el mejor territorio para que las mismas se desarrollen con enorme precisión. Hace tiempo que el director mexicano viene buscando en otros lugares (adaptaciones de comics, remakes) aquello que comulgue con sus propias ideas, y parece haber encontrado aquí la historia exacta en la que puede reflexionar sobre todo lo que siempre ha reflexionado sin que se anule el carácter creativo de su obra ni el elemento narrativo: los marginados, la monstruosidad intrínseca del ser humano, el discurso fascista y los totalitarismos, el paso del tiempo surgen como tópicos lógicos en un relato que fusiona cuestiones indispensables del texto original y otras que son propias del director. La alquimia lograda es envidiable, Del Toro parece haber nacido para contar esta historia. De entrada la técnica del stop-motion nos envuelve en un mundo que suena tanto a cuento de hadas como a pesadilla, una tragedia puesta en contexto en la Italia fascista de Mussolini. Y en ese marco, la historia de un padre (Gepetto) que pierde a su hijo luego de que una Iglesia fuera bombardeada por error. Los símbolos religiosos están presentes por todos lados en la película de Del Toro (codirigida con Mark Gustafson), fundamentalmente cuando luego de haber conseguido la vida, Pinocho se sienta reflejado en otra figura de madera a la que los demás, sin embargo (y a diferencia de lo que sucede con él: notable secuencia en una iglesia mediante), veneran: Jesús. El camino del personaje es el mismo del texto original (y del modelo que Disney desarrolló con el clásico de los 40’s) aunque aquí pensado más a la manera de un calvario: un muñeco de madera que un hombre talla como forma de remedar la muerte de su hijo (en una escena cercana al horror, con ecos de Frankenstein), y que por un elemento mágico obtiene la vida. Y ahí comienza la travesía, el relato moral sobre cómo ser personas buenas a través de la ilustración (Pinocho se siente tironeado entre la obligación de ir a la escuela y la fama instantánea que prometen los oportunistas que se cruza en el camino) con un Pepe Grillo cantarín que funciona, siempre, como conciencia. Puede que en el relato que construye Del Toro algunos aspectos del original queden relegados debido a la excesiva autosuficiencia que se le otorga a Pinocho, por ejemplo el mismísimo Pepe Grillo que aquí pierde un poco el norte o resulta demasiado accesorio, más allá de ser quien lleva el relato desde la voz en off. Sin embargo hay decisiones notables que minimizan esos aspectos y que indican que en verdad el director tiene otras intenciones con el personaje: si bien, como decíamos, está presenta el tema de la ilustración, el asunto pasa aquí más por la idea de la libertad contraponiéndose al totalitarismo, las propias decisiones contra aquello que impone el poder, el adoctrinamiento. Y la liberad, incluso, a riesgo de equivocarse. Porque de esas decisiones, de esas búsquedas, se edifica la vida de las personas, una experiencia única e intransferible. Algo que rebota en el fabuloso epílogo de la película (lo mejor que filmó Del Toro hasta el momento) y que se vincula tal vez inconscientemente con Inteligencia Artificial de Steven Spielberg, que era a su vez una reversión libre de Pinocho. Allí se habla del paso del tiempo, de su tragedia como experiencia cuando vamos dejando cosas atrás, y de cómo esa vivencia es la que en definitiva nos talla como humanos. Del Toro encuentra una última imagen increíble, el fruto de un pino que cae, y una frase que aplica como lacónica reflexión: Somos eso, un momento en el tiempo. Y no hay más nada. La emoción es incontenible, por más que los créditos nos regalen una canción bonita y un simpático paso de comedia de Pepe Grillo con la voz de Ewan McGregor.
EN BUSCA DE LA AVENTURA PERDIDA Desde el póster, su tipografía, Disney nos prometía un gran relato de aventuras, que parecía fusionar a Julio Verne con Indiana Jones. El director, Don Hall, es alguien con pergaminos más que válidos dentro de la compañía, con esa gran película que es Moana y dos relatos interesantes como Grandes héroes y Raya y el último dragón, por lo que la invitación era más que interesante. Pero a poco de comenzar, luego de un prólogo atractivo en el que se plantean conflictos y contrapuntos entre personajes con una mirada opuesta entre caídas, corridas y salvadas límites, lo que sigue es un relato decepcionante, que se va abrazando a una discursividad exasperante en la que todo pasa por lo que los personajes tienen para decir y nada por las acciones, la aventura o el movimiento. En ese prólogo, se sientan las bases del conflicto de la familia Clade: un padre con espíritu expedicionario y un hijo con otros intereses. Cuando en pleno viaje al mundo extraño del título, el primero decida continuar la travesía y el segundo decida volverse con un descubrimiento (unas plantas que contienen energía), los lazos se romperán de forma definitiva. O hasta que una larga elipsis nos lleve a 25 años después, con el hijo convertido en esposo, padre y granjero, e involucrado en un nuevo viaje a aquel mundo lleno de vida con formas abstractas en el que está pasando algo con la planta que les provee energía. Un mundo extraño, como tantas películas de Disney (y como tantas películas Americanas) es sobre padres e hijos, sobre ese vínculo difícil, sobre esa relación tirante que se cocina entre el cariño y la presión de los legados. Es, en definitiva, un tópico viejo que encuentra aquí un problema generacional: La construcción de positivismo tan propia de esta era hace que el dilema de los personajes suene un poco inverosímil. Porque, de otro modo, ¿cómo es que ese padre que construye un matrimonio interracial, tiene un hijo gay con el que se lleva fantástico y, de mascota, un perro al que le falta una pierna, y que además padeció la presión de su propio padre para convertirse en lo que no quería ser, termina encerrado en la misma posición que su progenitor, esperando de su hijo algo que no desea? Hay algo que luce un poco falso en el relato (tan falso como esa escena familiar en la que preparan una comida bailando alegremente), o al menos apurado por la necesidad de incluir tópicos de la agenda woke, a lo que se suma sobre el final y de manera absolutamente forzada (incluso pareciéndose demasiado a Moana) un mensaje ecologista y giros en los que personajes en apariencias buenos tienen comportamientos malos, para convenientemente volver a ser buenos en el final. Un mundo extraño luce más interesada en decir sus cosas que en ver la forma en que las dice sin caer en subrayados, simplificaciones o discursos bienpensantes. Problemas de un guion mal desarrollado, más preocupado en ser políticamente correcto que coherente. Y si con eso no alcanza para mandarla al fondo del olvido, hay que decir que desaprovecha un bonito diseño de personajes y carece de humor (aunque lo intenta) como para ver que no funciona por ningún lado.
UNA MIRADA CERCANA A LA ADOLESCENCIA Sublime es una rareza dentro del cine argentino: Es un relato de adolescentes, pero no de esos adolescentes estetizados, impostados y tristes del Nuevo Cine Argentino. Acá hay pibes que actúan como tales, en un universo que los contiene con sus raptos de emoción y tristeza, sin obviar la melancolía pero sin un plan conceptual de esos que son efectivos en el circuito festivalero. Sin embargo la película de Mariano Biasin no es solo una rareza por eso, sino porque el tipo de película adolescente que es, es algo de lo que carece la cinematografía nacional: Un relato vibrante, emocionante, divertido por momentos, contado con un nivel de proximidad que también evidencia un problema. ¿El cine nacional tiene público para una película como esta? La respuesta es no. Y en eso, además, exhibe cierta valentía. Acá hay cuatro amigos con sus códigos, tienen una banda de rock y están preparándose para tocar en el cumpleaños de uno de ellos, evento que piensan como el gran lanzamiento del grupo. Se hacen jodas, se acompañan, pero también viven algunas decisiones de los otros como traiciones. Adolescencia. Y el conflicto principal precisamente tiene que ver con la gran tragedia de esa instancia de la vida: el amor y sus complicaciones, porque uno de los pibes está enamorado secretamente de otro, que para colmo de males es su mejor amigo. Biasin cuenta una historia de amor homosexual en la que queda de lado el dilema de la aceptación y revelación de la identidad sexual (ningún personaje reacciona negativamente a la revelación del protagonista y para el protagonista el conflicto parece ser otro) para tirarse de cabeza al romance y al rechazo como límite dramático. El director construye un universo creíble, de personajes que vuelven real esa amistad que viven, pero también de extremo rigor a la hora de mostrarlos tocando y componiendo canciones. Lástima que hacia el final, en un gran problema que sufren muchas películas de estos tiempos (la desconfianza acerca de si ya está dicho lo que había que decir y el exceso de subrayado), hace una de más como para reforzar una idea que ya había quedado bien delineada. Puede ser algo mínimo, pero en verdad revela un poco cómo a veces las ideas en el cine del presente están por encima de lo que la narración necesita.
NO TODO LO QUE RELUCE EN COREA ES ORO Si bien lo hacen con credenciales más que evidentes, tendemos a suponer que los asiáticos, cuando hacen cine de género, solo filman genialidades o maravillas o cosas muy creativas. Claro, esto pasa con filmografías de las que tenemos un recorte muy acotado, merced a una distribución que ha centralizado la exhibición en unos pocos países. Pero después del éxito -vía Netflix- de El juego del calamar, y tal vez de la oscarizada Parásitos (que era otra cosa, es cierto), el cine de Corea del Sur comenzó a encontrar ciertos mercados a los que hasta hace poco no llegaba, o lo hacía solo por medio de festivales. El ejemplo claro es Argentina, donde se ha vuelto más o menos regular que se estrenen películas de género de aquel país. Por supuesto, con el arribo de más producción podemos ver las grietas de un cine que como toda industria se nutre de grandes realizadores y otros del montón que solo cumplen un rol sumamente funcional: Amenaza explosiva, de Changju Kim, es una demostración de un nivel técnico acertado para ilustrar una historia rutinaria y poco imaginativa, sostenida en una premisa que se agota a la hora. Tal vez el primer indicio de la falta de imaginación y creatividad sea que Amenaza explosiva es en verdad una remake de El desconocido, película española dirigida por Dani de la Torre con el protagónico de Luis Tosar. No soy de los que creen que las remakes son descartables de antemano, pero sí es llamativa, para una cinematografía que ha sabido construir grandes relatos de acción, la búsqueda fronteras afueras de una historia que se construye sobre la base de elementos bastante básicos. En lo concreto lo que tenemos es a un empresario cínico y desinteresado de su familia, que una mañana cuando lleva a sus hijos al colegio, recibe una llamada telefónica misteriosa que lo extorsiona pidiéndole una cuantiosa suma de dinero a cambio de no detonar las bombas que colocó en el auto. Es más, le pide que no se baje nadie del vehículo, que no hable con nadie, que no pida auxilio ni socorro. Como decíamos, cine de premisa. Y como pasa siempre con el cine de premisa, la clave es descubrir hasta cuándo se sostiene eso. Se podría decir que durante casi una hora, Amenaza explosiva se mueve y encuentra en ese ritmo constante una superficie por la cual avanzar sin que se observe lo inverosímil del asunto. Claro, mientras se mueve, las cosas funcionan. Con el cine de premisa pasa lo mismo que con los misterios: se pone tanto peso en la resolución que en el caso de fallar, se desvanece el módico interés generado. Y en este film surcoreano pasa eso, en duplicado: por un lado el relato precisa detenerse en cierto momento, y la película se vuelve estática y verborrágica, abrazando el melodrama y alejándose del suspenso módico que había sabido construir y de la creación de imágenes interesante. Por el otro, cuando vamos resolviendo el conflicto, la película ingresa en una zona bastante moralista, donde de alguna forma se salva del escarnio al no tomar la decisión que uno pensaba que iban a tomar. En definitiva una película más, un relato apenas correcto, que seguramente pierde interés por lo mal acostumbrados que nos tienen los grandes directores de cine de acción asiático.
EL NUEVO CINE ARGENTINO VA A LA ESCUELA Si bien lejos de la repercusión de Argentina, 1985, y con ambiciones mucho más modestas, existe entre El suplente de Diego Lerman y la reciente película de Santiago Mitre una suerte de reivindicación de ciertos esquemas de cine industrial que hasta hace años parecían un poco despreciados por un cine argentino más ocupado en sueños autorales y búsquedas festivaleras. Porque si Argentina, 1985 es antes que nada una correcta película judicial, El suplente no es otra cosa que un aplicado drama que se aferra a la estructura típica de ese subgénero de docentes y alumnos que el cine norteamericano ha sabido construir hasta agotar todos sus recursos. Habrá quien vea, también, una suerte de resignación de un cine (y de una generación de directores) que ha tenido que simplificar su discurso para llegar, tal vez, a una audiencia más masiva. Que cada uno tendrá sus pruritos y sus criterios para entender el lugar actual de buena parte de la cinematografía nacional y los alcances de una película como esta. El acierto de El suplente, en todo caso, es saber aplicar esa estructura genérica a un universo que se siente bien auténtico, con una recreación del mundo estudiantil que respira una problemática propia de un lugar y un momento determinados. Algo que por ejemplo el cine europeo ha sabido recrear con películas como Entre los muros, por ejemplo. Lucio, el docente e intelectual que interpreta con su solidez habitual Juan Minujín, deja de lado el mundo universitario para ir a dar clases a un colegio secundario del conurbano bonaerense. Y si en esa decisión parece haber algo antojadizo del guion, lo cierto es que responde a un presente algo incierto del personaje: relación conflictiva con su hija preadolescente, un divorcio reciente y un padre enfermo, que administra en el barrio un comedor mientras intenta lidiar con los problemas socioeconómicos de sus vecinos y las presiones de políticos y narcos. Por lo tanto, hay en ese viaje del protagonista una idea de búsqueda personal, de reencontrarse con una vocación de la que parece haberse alejado y de recuperar el control de su vida. De un tiempo a esta parte, Lerman parece haber encontrado un tono para su cine que es el de merodear problemáticas sociales (violencia de género en Refugiado; adopción y venta de bebés en Una especie de familia) con una estructura de cine de género, incluso de thriller. Es un camino peligroso, porque por un lado el registro genérico puede verse deslucido y por otro, los temas importantes, simplificarse. Sin embargo el director se siente cómodo y logra que sus relatos fluyan en ambas direcciones. En ese plan, El suplente es tal vez el que rinde en una escala menor, porque se tiene que atar necesariamente a demasiados lugares comunes prediseñados, como ese núcleo de pibes que parecen hijos de la marginalidad estetizada de series como Okupas o El marginal, y algunas situaciones parecen un poco inverosímiles, como esa invasión de Gendarmería en la escuela. Y porque en ocasiones la película cae presa de cierto voluntarismo, del que escapa gracias al protagonista, un personaje con más complejidad del que el relato parecería ofrecer en primera instancia. Es Lucio quien se lleva el punto de vista y Minujín quien aporta su coraza tan amable como incómoda para construirlo. Seguramente la película encuentra su punto exacto en la última escena, donde se cruzan las obsesiones formales de un director con inquietudes autorales y la sintaxis del guion perfecto, que sabe sintetizar con una imagen lo que le pasa a los personajes sin necesidad ni subrayados.
PIÑA VA PIÑA VIENE Sabemos hace rato que los asiáticos son los mejores filmando películas de acción, pero hoy la presencia en la cartelera de alguna película del género proveniente de aquel país se hace más necesaria que nunca, sobre todo para que podamos recordar los tiempos en que el cine de acción tenía la capacidad de divertirnos y transmitirnos cierta energía, que no era más que una alegría contagiosa. El cine de acción norteamericano, preocupado en otros asuntos y con algo de miedo a replicar conceptos del pasado (salvo excepciones como la saga John Wick o la inusitada Nadie), perdió esa capacidad lúdica y la aparición de una película como Fuerza bruta de Lee Sang-yong nos saca de la modorra; nos saca de la modorra a pura piña y patada. Eso sí, a diferencia de muchos de sus colegas, el coreano Lee Sang-yong es más un noble artesano que un autor. Por decir algo, Fuerza bruta no tiene la elegancia formal de una de Johnnie To, pero sí la precisión narrativa de alguien que conoce los géneros que aborda. La evidencia es una larga secuencia de persecución por las calles de Seúl, en la que participan varios vehículos, varios personajes, hay acción en dos espacios diferentes, y todo se comprende mientras la película avanza llevándonos de las narices y la acción confluye relacionando las diversas subtramas. Y eso que Fuerza bruta es una película bastante enredada, con una trama algo confusa que incluye viajes de Corea del Sur a Vietnam, turistas coreanos secuestrados, un sicario, un empresario un tanto despreciable, un secuestro, una negociación, un villano salvaje, matones de aquí y matones de allá. Claro, todo se amalgama gracias al talento para el movimiento y a la falta de pretensiones del relato. Y también se amalgama por el carisma de Ma Dong-seok, su protagonista (conocido internacionalmente como Don Lee), un actor de esos que parecen haber nacido para el género y que lo hacen con tanta naturalidad que no parecen estar actuando. Ma Dong-seok funciona en la acción y en la comedia, con un personaje que es como una fuerza de la naturaleza, un detective con métodos poco recomendables que hace evidente con su actitud escurridiza que lo suyo está por los márgenes del sistema: hay que verlo escapando con cara de atrevido luego de pegarle una patada al villano de turno y hacerlo atravesar un parabrisas. De todos modos Fuerza bruta no se hace demasiadas preguntas, lo suyo es brutal sin ser excesivo (hay matanzas virulentas pero narradas con la sutileza del fuera de campo), riguroso en los métodos sin perder la ligereza. Una película de los tiempos en que el cine era un músculo antes que un pedido de disculpas.
EL GRAN SIMULADOR Hace unos años, cuando se estrenó Escándalo americano, escribí una crítica titulada (la pueden leer acá) El mejor pescado podrido de la historia. Lo que intentaba decir sobre aquella película de David O. Russell era que estábamos ante la obra de un director que nos pasaba gato por liebre, pero que lograba el objetivo: una historia sobre personajes falsos que era pura falsedad, que a través de los premios y la crítica alcanzaba el prestigio sin ser demasiado relevante. Pero Escándalo americano era consciente de eso, era casi un juego grosero y en el que se habían gastado varios millones para que Russell pudiera cumplir su capricho. Con Amsterdam, Russell llega al mismo lugar, una película vacía y sin alma, puro artificio, pero que perdió en el camino todo el sentido lúdico. Por eso mismo, no hay autoconciencia que le aporte un poco de interés, apenas un director consagrado y un elenco multiestelar mostrando su talento a reglamento, en una película que simula ser muy divertida pero lo es solo en ocasiones. O puede también que yo haya caído en la trampa de Escándalo americano y tarde, con Amsterdam, estoy dándome cuenta que Russell no es más que un chanta con cierto poder en Hollywood. Si en las últimas películas de Russell las comparaciones con el cine de Martin Scorsese surgían directamente a partir de temas y formas que el director conjugaba sabiamente, como un imitador con algo de talento que presenta su show en un casino de Las Vegas (y que hasta había heredado al fetiche Robert De Niro), Amsterdam es otra cosa. Es Russell jugando a ser los hermanos Coen, con algo del sentido pictórico para la puesta en escena y el encuadre de Wes Anderson. Y de fondo, como en Escándalo americano, la recreación de otra historia increíble, solo posible en ese parque de diversiones hecho país que son los Estados Unidos: aquí un complot que en los años 30 del siglo pasado intentó terminar con el gobierno de Roosevelt. Con este material, lo que hace Russell es construir una sátira, como si el trío protagónico (Christian Bale, Margot Robbie, John David Washington) fuera una suerte de tres chiflados metidos en una de Hitchcock. Pero el resultado no es fallido por todo lo que intenta meter aquí dentro, sino más bien porque esa apuesta por un espíritu lunático en clave deadpan nunca es efectiva. El delirio supuesto se convierte en deriva narrativa, y cada vez que la película parece encontrar un centro y un tono, se dispara hacia lugares insustanciales en los que nos resulta imposible conectar con algún personaje. Y la sucesión de voces en off tampoco ayuda para cohesionar el relato, porque el punto de vista se hace más disperso aún. Claro que Russell tiene talento y cada tanto, entre el elenco multiestelar que posee, encuentra algo de oro en el barro en el que él solito se metió: aquí son Michael Shannon y Mike Myers, como dos espías que quieren pasar como fanáticos de las aves, los únicos que parecen entender la clave sardónica del relato y nos regalan algunos momentos de comedia real. Y precisamente eso, el humor extravagante, algo que es marca de estilo de Russell, es lo que le falta a esta película, que el director finalmente supone que construyó para poder decir algo sobre el mundo. Hacia el final, comete el peor de los pecados: querer buscar el tono sensible y ordenar la película detrás de un sentido nostálgico y evocativo. Ese epílogo luce como manotazo de ahogado que más que cerrar el relato, lo abre hacia un lugar que nos hace ver el desperdicio que fueron las dos horas previas.
UNA AVENTURA CON PRETENSIONES La mujer rey reúne algunos de los elementos que la agenda del Hollywood actual mira con más interés: personajes negros fuertes y mujeres con liderazgo. Lo hace a partir de tomar la historia real de un ejército de mujeres de un país africano (Dahomey, hoy Benín) que en el Siglo XIX luchaba contra la opresión de otra nación más poderosa, que además negociaba la venta de esclavos con el continente americano. Lo que sí quedó en el debe, amigos de la corrección política, es el reclamo de apropiación cultural, con un elenco hablando una suerte de “africano” mezclado con inglés, liderado por una Viola Davis tan intensa como siempre. Davis interpreta a Nanisca, la comandante de este ejército que, según el relato dirigido por Gina Prince-Bythewood, se entrenaba en un espacio cerrado, sin la presencia de hombres aunque sus destinos estuvieran marcados, sí, por las decisiones que tomara el rey Ghezo, interpretado por John Boyega. La mujer rey, entonces, sigue en paralelo dos relatos: el primero es el de Nanisca, una mujer cuyo carácter se adivina, pues, como una coraza que esconde algunas marcas y tragedias del pasado; y el segundo es el de Nawi (Thuso Mbedu), una joven que se niega a ser entregada en matrimonio y que por eso es abandonada por su padre en el cuartel del citado ejército. Esta historia da pie para que la película incorpore el típico relato del camino de la heroína, que pasa de joven inexperta a notable guerrera. Y mientras esto pasa, los caminos de Nanisca y Nawi se irán cruzando hasta límites insospechados. Si uno no se toma demasiado en serio a La mujer rey, es decir si no intenta tomarla como una lección de historia, funciona: es una película de acción con secuencias de pelea bastante físicas, filmadas con mucha pericia y vigor. Y es también una película que a sus temas los convierte en narración, por lo que elude bastante los discursos subrayados ya que lo que quiere decir está ahí, en pleno movimiento. Es también una película con un tipo de diseño un poco antiguo, de los tiempos en que Hollywood nos quería pasar por verídicos elementos puramente ficcionales o, sin ir más lejos, invenciones hechas y derechas, como es el caso de la propia Nanisca. En el fondo no es más que una versión un poco más oscura y violenta de la Wakanda de Pantera Negra, aunque todos pongan cara de que están actuando en algo muy serio y real para enseñar en las escuelas.