Horror en familia Un filme de terror psicológico y maltrato infantil, con Renée Zellweger. Caso 39 podría haber sido original, revulsiva, y al menos en su elección argumental lo es: la violencia de padres sobre hijos suele tener menos prensa que la de género y víctimas aun más indefensas. En la apertura del filme, el alemán Christian Alvart despliega esta problemática y, a mitad de partida, practica un enroque imprevisto entre atormentados y atormentadores. Desde allí, intenta combinar el terror "familiar" -lo cotidiano cuando se vuelve extraño- con el sobrenatural, menos eficaz. Logra, sobre todo al principio, pasajes de suspenso y de horror psicológico. Después, abusa del cine de fórmula: hasta que todo atisbo de originalidad se desvanece. Renée Zellweger interpreta a una asistente social -agotada, escéptica, un tanto anestesiada por la rutina- que de pronto siente una empatía especial con una nena de diez años (gran trabajo de Jodelle Ferland) a la que intuye maltratada por sus padres. Los niños, en esas situaciones (que corren el riesgo de repetir de adultos), no suelen tener el beneficio de la palabra ni la opción de la ruptura de lazos: el personaje de Zellweger intenta suplir esas imposibilidades ajenas. Pero su propia historia de vida, no muy feliz, hace que todo sea más complejo. Un giro posterior, que dará vuelta la trama, ubicará a los adultos en situaciones de horror ante niños: en algún momento veremos a Bradley Cooper, en el papel de un psicólogo, y a la propia Zellweger jaqueados -aterrados- por pequeños. En el caso de ella, al punto de una transformación violenta. Es una pena que la inclusión de elementos diabólicos, y la utilización de recursos muy transitados en el género, vayan haciendo cada vez más previsible al filme. Y que terminen por adueñarse de él. Un caso de posesión, pero cinematográfico. Es evidente que la incursión norteamericana le quitó espíritu innovador a Alvart. Y que su decisión -¿temerosa, obligada?- de mezclar clichés de distintas ramas del cine de terror le anuló las chances de ir a fondo con la violencia familiar ejercida sobre niños, una cadena más temible que el demonio. La (oscura) idea de que sólo pueden causarnos un mal extremo aquellos que amamos.
Persiguiendo a la ex esposa Una comedia de amor y desamor, combinada con el thriller, sobre un ex policía que captura a prófugos por dinero. El principal misterio a develar en el El caza recompensas, una comedia que mezcla la guerra de los sexos con el thriller cuasi paródico, es su duración: 110 minutos. Veinte de más, para aquéllos que disfruten de los odios y enredos, siempre absurdos, mal justificados, entre Jennifer Aniston y Gerard Butler. Ciento diez de más, para aquéllos que quieran ver algo novedoso, intenso o al menos gracioso. La película, cuya trama parece por momentos haber sido dejada a la deriva, falla incluso en su humor, de libreto. Butler interpreta a un ex policía, echado por inútil, que se dedica a capturar a prófugos de la Justicia a cambio de recompensas. Aniston, a la ex mujer de él, periodista de investigación, que cometió una infracción de tránsito y no se presentó ante el juez ... porque estaba en medio de la resolución de un caso policial. Entonces, Butler, siempre con sus camisitas de mangas cortas ajustadas para mostrar bíceps, la persigue en busca de la doble recompensa: conseguir dinero y vengar el matrimonio fallido. Lo que ocurre de ahí en adelante a nivel sentimental podría adivinarlo hasta un niño de pocas luces. De la trama policial, mejor no hablar: cualquier adjetivo sonaría agresivo. Butler "secuestra" a Aniston al principio y genera algo así como una road movie en la que no faltan gags -casi nunca efectivos- en Atlantic City y otras ciudades. Queda la duda de la duración. ¿Se habrá dormido o escapado el montajista en medio de la edición? Todo es posible en esta película.
Los une el amor y el espanto Este crítico leyó la novela Villa Laura, de Sergio Dubcovsky, en 2005: recién se publicaba. Cinco años después, vio su adaptación cinematográfica, Dos hermanos, dirigida por Daniel Burman, y releyó el libro. Esta vez sintió que los protagonistas, Marcos y Susana, aquellos hermanos antitéticos y simbióticos, no podían ser otros -nunca habían sido otros- que Antonio Gasalla y Graciela Borges. Mérito de Burman, que los vio desde siempre, apostó por ellos (los directores jóvenes, en la Argentina, están obligados a justificar la contratación de estrellas) y tuvo pulso sereno para dirigirlos. Y mérito de la pareja protagónica, que no sólo encarnó a estos personajes en un nivel superlativo: los hizo bailar un pas de deux de atracción/repulsión en un microcosmos opresivo matizado por el humor: un universo, como el del cualquier otro amor, con reglas propias. La obra de Dubcovsky -delicada, íntima, tan carente de demagogia argumental como de esnobismos estilísticos- no se centra en los personajes y su vínculo: es ellos. Las circunstancias que atraviesan Marcos y Susana funcionan al servicio de esta matriz: la de descubrirnos sus interiores y sus modos de complementarse, sin subrayados ni obviedades. Burman -que escribió el guión con Dubcovsky- supo traducir la idea central: Dos hermanos es una película de personajes -no tiene elementos que nos distraigan de ellos- más que de trama, lo que no significa que sea tediosa, ni contemplativa ni meramente antropológica. Al contrario, está muy bien narrada: sin ir directamente, artificialmente, a las sensaciones: generándolas a través del retrato minucioso, las actuaciones, las puestas propicias. A pesar de sus rarezas, Marcos y Susana -dos seres que se atraen y repelen, opuestos pero necesitados el uno del otro, endogámicos- nos resultan cercanos. "Ninguno había elegido nacer dentro de ese cuerpo ni moldear el carácter con el estilo que les había sido conferido. Pero se sometían. Padecían una historia común", escribió Dubcovsky en Villa Laura. Observados de cerca, parecen personajes de drama; de cerca, de comedia. Burman dosificó ambos géneros con armas cinematográficas: puestas, manejo de planos, ambientación, fotografía, vestuario. El resultado: un filme con trasfondo ríspido, opresivo, pulido por la gracia y la sensibilidad contenida. Gasalla, en un papel distinto a los que le conocemos, interpreta -ya desde sus posturas- a un hombre que preferiría ser invisible. Un sesentón, orfebre y ajedrecista, modoso, atildado, frágil, delicado, pasivo, que vive en función de su madre (Elena Lucena) hasta que ella muere. Borges, en un papel que le sienta perfecto, hace de una aristócrata -acá, falsa aristócrata- venida a menos. Una mujer egocéntrica, extravagante, narcisista, patética, no sabemos hasta qué grado consciente de su perturbación, que ama, odia, cela, castra, a veces humilla a su hermano. Ella hace un trabajo centrífugo (capaz de provocar encono, piedad o gracia); él, centrípeto (que genera empatía). No pueden estar juntos ni separados: se profesan un amor enfermizo, asfixiante, posesivo. En manos de otro director, la película podría haber virado hacia el exaltado humor paródico, estilo Esperando la carroza, o hacia la emotividad crepuscular, estilo Elsa & Fred. Pero la séptima película de Burman transita caminos distintos, tan lejanos a las fórmulas de la masividad como a la experimentación que, casi como una obligación, demandan algunas elites. A veces se debate sobre los "riesgos" que asume un director. Desde que participó en Historias breves (1995), icono del recambio generacional en el cine argentino, Burman fue probando nuevos terrenos: no haber hecho variaciones de un mismo filme durante 15 años fue y es una forma de tomar riesgos; haber cambiado la forma de producción, también. Con los años, sus personajes fueron creciendo generacionalmente, pero los conflictos familiares siguieron siendo el eje de sus agridulces historias. En Dos hermanos son la columna vertebral, las partes y el todo.
La fiesta olvidable Una comedia, muy previsible, sobre un nuevo rico. La gran fiesta..., comedia dirigida y protagonizada por Gad Elmaleh -cómico stand-up de origen judío, nacido en Marruecos y exitoso en Francia-, se centra en un nuevo rico. En la Argentina conocemos bien a este tipo de personaje: gente que disfruta menos del ejercicio de sus privilegios que de su exhibición. Antes de filmar esta opera prima, Elmaleh interpretaba a Coco en sus shows. Pero es muy distinto hacer un gag paródico teatral que un largometraje de (pretendido y nunca logrado) humor. Coco es un self made man improbable: su personalidad se basa en la torpeza (sobreactuada por Elmaleh), la candidez y la falta de registro de lo que ocurre a su alrededor. Un empresario que se hizo de abajo, escaló -con buenas armas- en la pirámide social y está obsesionado por el Bar Mitzvá de su hijo Samuel. Para ostentar -verbo que lo define- su capacidad económica planea hacer la fiesta en el principal estadio de fútbol, e incluso "tocar" a sus contactos políticos para que al día siguiente se decrete feriado. Además, le descubren un problema cardíaco -el descuidado Gérard Depardieu hace un cameo como cardiólogo- y un conocido planea el Bar Mitzvá de su hijo en la misma fecha. Así que Coco decide adelantar la ceremonia de Samuel y que festeje antes de cumplir los 13, como lo marca la tradición judía. Las conductas del empresario tienden al desdén por el deseo ajeno e incluso las leyes. Pero el tratamiento del personaje, que es simpático y ampuloso, borra cualquier atisbo de acidez. Pero eso no libra al espectador de la última parte, la de la redención: gastada, de manual. El resultado: un filme con poco ingenio y demasiados mohines, superficial y subrayado al mismo tiempo.
El artista, sus fantasmas y su familia Lino Pujía, hijo de Antonio Pujía, rodó una "ficción real". O viceversa. Aunque su punto más sólido no sea el virtuosismo formal, La muestra tiene una cualidad poco frecuente en el (llamémosle) cine independiente argentino: alma. Y humor: otro elemento escaso, y mucho más cuando se trata de un filme centrado en un artista plástico del prestigio de Antonio Pujía. En esta película, su hijo Lino hizo -las palabras son de él- "una ficción documentada". Creó una historia en base a la realidad, con cada personaje, todos familiares suyos, haciendo de sí mismos. En el centro, el escultor deprimido por las infinitas dificultades para organizar una muestra (si Antonio Pujía tiene tantas barreras, imaginemos lo que ocurrirá con el resto). A su alrededor: desdén, materialismo, círculos cerrados. Y las reacciones de los seres queridos: pena, bronca, preocupación, resignación o búsqueda, amor y también celos. El realizador hace dialogar a la música con las esculturas y así marca tempos y estados anímicos. Por momentos, salta del registro documental a la caricatura. En resumen: casi todo lo que el nuevo manual de cine, el que vino a oponerse al antiguo, desaconsejaría. Felizmente, Lino Pujía se libra de normas, solemnidades y apuesta a la calidez humana y la desacralización, en pequeña escala cinematográfica. Y así narra una historia sencilla, cargada de significantes, que no por simples son obvios. Algunos pasajes evidencian la puesta precaria detrás de personajes que no fingen no estar actuando. Pujía se divierte: juega con estos artificios. Por último, en La muestra se filtran instantes de verdad, ternura, empatía. Tan lejos del populismo demagógico como del esnobismo críptico. Tercera posición, podríamos decirle.
Nada de pececitos de colores Doris Dörrie vuelve sobre el amor erosionado. La cultura japonesa y los vínculos de pareja -el amor erosionado por la rutina y la posibilidad de reconstruir lazos, incluso tras la muerte, como ocurría en Las flores del cerezo (2008)- vuelven a ser el centro de una película de la alemana Doris Dörrie (¿Soy linda?, Sabiduría garantizada). El pescador y su mujer, anterior a Las flores..., ya que es de 2005, se basa en un clásico de los hermanos Grimm y su estilo es de fábula, transmitida con gran creatividad visual y tono simpático, fantasioso, leve. El relato de los Grimm y el filme de Dörrie se basan en una mujer ambiciosa (en este segundo caso, sanamente ambiciosa) casada con un hombre mucho menos activo que ella, conformista. La película comienza cuando Ida (Alexandra Maria), una alemana nómade, diseñadora de telas, conoce en un viaje de mochilera por Japón a dos compatriotas: Otto (Christian Ulmen) y Leo (Simon Verhoeven). Los hombres importan Koi: extravagantes peces de colores que en Europa son vendidos a coleccionistas a precios de fortuna. Ida se enamora y se casa -rápidamente, en Japón- con Otto, el menos pretencioso y atractivo de los dos amigos: un veterinario especialista en parásitos, organismos que viven a costa de otro, como ocurre en el reino vegetal, animal y en muchas parejas. Pronto, ella queda embarazada. El matrimonio, mostrado de a saltos temporales, a pura elipsis, irá mostrando grietas, aunque la directora procura que el filme no pierda tersura. Ida, osada en sus diseños, sueña con llegar a ser Coco Chanel; Otto, que se esfuerza por cumplir las tareas domésticas, y las padece, no parece pretender más que lo que tiene. Dörrie da muestras, una vez más, de su agudeza, su sensibilidad y su gran imaginación, que logra traducir en imágenes: a través de encuadres novedosos y de planos bellos y asombrosos. La inclusión del punto de vista de pescados en peceras, que mantienen ácidos diálogos sobre la pareja, y que supuestamente fueron matrimonios que no lograron mantener la pasión, agregan fantasía y humor. Un millonario comprador de peces exóticos, su esposa -vinculada al negocio de la moda- y Leo y su esposa japonesa influirán sobre los cambios de Ida: le harán replantearse su vida con Otto. Con un hombre quedado y una mujer hiperactiva se puede hacer cualquier tipo de filme: hasta el revulsivo Betty Blue, 37,2° a la madrugada. El tono del filme de Dörrie es todo lo contrario: sus criaturas, aun en el malestar, funcionan con simpatía. Sus crisis son planteadas desde la levedad y ciertos toques de realismo mágico. En estos últimos puntos, El pescador... propone más goces fantasiosos que empatías emotivas. Y un final con moraleja. Después de todo se trata de una fábula, que explica que la felicidad puede estar también en la diferencia, adentro de la casa de uno.
Leve, como un amor de verano Comedia previsible, sobre crisis matrimoniales. Sólo para parejas es una comedia amable, liviana, veraniega, para espectadores que quieran pasar dos horas en el cine con algunas risas (o sonrisas) y sin sobresaltos. Es, también, un recorrido -a vuelo rasante- por todos los tópicos de los matrimonios con varios años de casados. Matrimonios en los que se apagó (o mitigó) el fuego pasional: tengan o no conciencia del asunto. Jason (Jason Bateman) y Cynthia (Kristen Bell) no pueden tener hijos y están a punto de separarse. En un último intento por evitarlo, deciden viajar a un paraíso tropical, que incluye una terapia para matrimonios en crisis. Para abaratar costos, convencen a tres parejas amigas de que compren un paquete con ellos. Una vez en el playa, cuando se dispongan a disfrutar, los "invitados" comprenderán que se encuentran en un lugar entre new age y conductista, donde se los obligará a replantearse -lo quieran o no- sus vidas conyugales. En la isla hay una zona para solteros (a la que no tienen acceso), en donde reina el placer, tal vez idealizado. Pero en la zona de estos matrimonios amigos (entre los que están Vince Vaughn, Malin Akerman, Jon Favreau, Kristin Davis y Faizon Love) se impone la "disciplina" de tener que repensar sus vínculos de pareja. El gurú del lugar, cuyas intervenciones dan lugar a gags más o menos efectivos, es interpretado por Jean Reno. "El punto es saber si se puede recuperar el amor tras la rutina", dice alguien. "Pensar en otra mujer es engañar a la propia; que lo concretes o no es otra historia", polemiza otro. Planteos interesantes, claro. Pero que se quedan en eso, y son devorados por un humor playero, que no supera -como suele ocurrir- al de cualquier sitcom. Sin embargo, la película tiene un nivel digno, más allá del argumento trillado. Salvo en la parte final, cuando todas las situaciones comienzan a resolverse de un modo pueril, obvio, previsible, con lecciones sobre lo importante que es mantener la pareja de siempre y formar una familia. Ay. En definitiva, un producto cuyo goce se olvida pronto, como un leve, levísimo amor de verano.
Desde el abismo Un thriller alucinado, desmesurado, de humor sombrío. Para disfrutar Un maldito policía en Nueva Orleans, de Werner Herzog, se recomienda: 1) no compararla con Un maldito policía (1992), de Abel Ferrara 2) no centrarse en la trama policial 3) no tomarla con solemnidad. Herzog, amante de los personajes enajenados, arrebatados por la excitación, la megalomanía, la autodestrucción, el delirio y la desmesura (recordar Aguirre, la ira de Dios), trabaja la actualidad desde el desborde, la alucinación y la ironía: con humor sombrío. La aclaración parecerá innecesaria. No lo es. Hagamos lo que recomendamos no hacer en el punto uno. En Un maldito policía (a secas) -supuesta inspiración del filme de Herzog, aunque Herzog asegura que no vio el de Ferrara- el policía interpretado por Harvey Keitel descendía, sin frenos, al íntimo infierno del descontrol, las adicciones, la corrupción y, sobre todo, la culpa (cristiana). El teniente Terence McDonagh (Nicolas Cage), no menos desequilibrado ni corrupto ni atormentado, es, sin planteárselo, iconoclasta. Su mundo -el interior y el que lo rodea- no tiene Dios, ni Estado con reglas justas, ni replanteos psicológicos o sociales. Su mundo no tiene ética ni culpas ni redenciones posibles. La trama transcurre en Nueva Orleans tras la catástrofe del Katrina. Un ámbito opresivo, impiadoso, pesadillesco, apocalíptico: plagado de reptiles que, en algunas escenas, se adueñan del punto de vista del filme. Da lo mismo -como en todo lo demás- que existan o que sean alucinaciones de McDonagh, quien consume todo tipo de drogas, en especial cocaína; padece insomnio crónico (lo que exacerba su irritabilidad, su desestructura psicológica y su sensación de irrealidad); se contrae por dolores de espalda y se va endeudando por su adicción al juego. Excitado full time, debe resolver el asesinato de una familia senegalesa. Por momentos amaga con ponerse en el lugar de un héroe clásico; por otros, por muchos otros, en la vereda de enfrente. Sus excesos lo hacen oscilar entre el bien y el mal; el problema es que tal división moral no parece existir para él; actúa por mero instinto: los satisface y los padece en forma inmediata. Eva Mendes interpreta a su extraña pareja/amiga, adicta y prostituta; Val Kilmer, a un compañero inescrupuloso. Pasemos a un tema bravo: Cage. Sin chistes sobre sus implantes capilares ni críticas a sus excesos histriónicos, digamos que esos mismos excesos son funcionales a este papel. ¿Quién mejor para interpretar a un personaje desbordado hasta el paroxismo, en gradual deformación física y mental, casi paródico? Herzog no se equivocó al elegirlo. (Claro: si Klaus Kinski viviera, el papel lo habría hecho él y acaso nos habríamos sentido casi ante un documental). La escena en que, tras una balacera, Terence pide que rematen a un muerto porque "su alma todavía baila" -y Herzog nos muestra no un cuerpo inerte sino la alucinación del policía- es antológica. Sobre la base de un thriller, género que no lo desvela, el director de Fitzcarraldo filmó una ácida y lisérgica radiografía de una sociedad alienada, abusiva, devastada, individualista. El trabajo sobre los espacios, en una Nueva Orleans carente de clichés, es impecable; el humor, corrosivo. Es evidente que la degradación y la desestructura psíquica de los personajes le interesan al director más que la resolución de la trama. Terence es, a su modo, pasional. Pero jamás ante un estímulo humano: su búsqueda, frenética, es de excitación química o material. Cualquier parecido con personajes o situaciones reales es pura intención de Herzog.
Angustia y poesía Gustavo Fontán se centra en el vínculo entre una mujer perturbada y su hijo. Gustavo Fontán, o mejor, Gustavo Fontán y su equipo, Diego Poleri en fotografía y cámara, Javier Farina en sonido, y Marcos Pastor en montaje, son algo así como orfebres del cine. Minuciosos orfebres. En La madre, como en El árbol, consiguen tallar un melancólico vínculo familiar y hasta darle forma al devorador paso el tiempo; al dejar de ser: con extrema belleza. Exploran, labran, capturan, centralmente, fragmentos de la cotidianidad: rutinarias tragedias. Instantes que "narran" con estilo minimalista, pero con estética impresionista; los encuadres, la iluminación, los sonidos no dan un marco: son la historia. Historia que se reformula en la percepción y la subjetividad del espectador. Podría decirse que las películas de Fontán se sienten (o no, cuestión de gustos); que funcionan (o no) de disparadores, como la poesía. Es el terreno más ecuánime para evaluarlas. El árbol, en la que participaban los padres del director, tenía un registro cercano al documental: exploraba, serenamente, la vejez y la triste naturalidad del acercamiento de la muerte. La madre se centra en una mujer madura, solitaria, demandante, en creciente desestructura psicológica (Gloria Stingo), y en su hijo (Federico Fontán, hijo del realizador), que se debate entre separarse de ella y vivir su vida o en seguir sosteniéndola. Ambas opciones son dolorosamente ilusorias, y más con un padre ausente. Ausencia que en el filme cobra forma de salidas de la casa, de viajes cortos, de estériles búsquedas. Fontán no guía ni subraya ni somete a los personajes a procesos de acción/reacción, ni a diálogos construidos con planos y contraplanos. Ofrece impresiones, muchas veces estáticas, contrapuestas o complementarias, que no cierran una trama: al contrario. ¿Hasta qué punto la madre está desequilibrada? ¿No manipulará al hijo, tras haber conocido a la pareja de él? ¿Se puede manipular sin desequilibrio? ¿Se puede establecer un vínculo patológico de dos sin que ambos estén enfermos? El fuera de campo y lo onírico -como un sueño de ella, narrado en off, mientras el hijo hace el amor con su novia- son elementos que se repiten y transmiten la opresión -física y mental- del muchacho. La madre -es obvio e inevitable mencionar la influencia de Sokurov sobre la película- resigna parte de la naturalidad de El árbol. Es más dramática y formalmente más rígida: filmada con planos fijos, sin movimientos de cámara, acercándose por momentos a lo pictórico. Fontán y su equipo resaltan el clima crepuscular, otoñal, los sonidos que presagian tormentas -internas y reales-, y los contrastes entre el irrespirable interior de la casa y el luminoso y temible exterior, que por momentos se reduce a una ventana en medio de la oscuridad: un pequeño encuadre de oxígeno en un gran encuadre de asfixia. Fontán y su equipo optan por el lirismo visual, las interpretaciones medidas, la luz natural y la ausencia de música. También por lo sugestivo, lo ambiguo y lo velado en un amplio sentido: imágenes difuminadas, duelos que recién empiezan, variadas despedidas.
Una joya que no perdió su vigencia El clásico de esta saga de Pixar llega en versión tridimensional. Es, por lo menos, raro escribir la ¿crítica? de una joya de Pixar estrenada hace más diez años en la Argentina. En realidad, se trata de un formidable aperitivo cinematográfico, ahora en 3D, que empezó hace dos semanas con Toy Story 3D (1995) y que mitiga la espera del plato principal y novedoso: Toy Story 3 en versión tridimensional, que se estrenará a mediados de este año. Sí se puede sostener que, a pesar de los avances tecnológicos, las imitaciones y la creciente sofisticación del mercado animado, Toy Story 2 sigue siendo una película mayor dentro del género: por la creatividad, la sensibilidad, el respeto a la inteligencia del espectador -infantil y adulto- y la falta de pomposidad. La historia tiene apariencia simple, poco pretenciosa, y atrapa desde el comienzo hasta el final de los créditos (literalmente), con acción incesante, narrativa impecable y humor delicado. Y, por supuesto, con un minucioso trabajo visual que aún impacta. Hablamos de cine -de animación o no, poco importa- clásico y moderno. A aquellos que no la vieron se les puede contar que Woody, muñeco-vaquero que era el preferido del niño Andy, se debate entre terminar en un museo japonés y perpetuar su existencia -que será fría- o tratar de regresar a la habitación del chico, que más temprano o más tarde será un adolescente y lo hará a un lado (seguramente, no en su memoria). Buzz Ligthyear, comando espacial que antes enfrentaba a Woody, ahora irá a buscarlo, obviamente con muchos de los inolvidables personajes/juguetes de reparto, como el dinosaurio Rex, el perro Sinky o el Sr. Cara de papa. El paso a tres dimensiones es, desde luego, un aporte que le da más profundidad a una película de movimiento permanente. Y, sin embargo, al no haber sido hecha especialmente para este formato, el 3D no gravita tanto como en otros filmes más recientes, de calidad muy inferior a Toy Story 2. El segundo filme de esta saga histórica, dirigido por John Lasseter y Ash Brannon, estará sólo catorce días en cartel. Los nostálgicos, los que se lo perdieron y los que no habían nacido en 1999 tienen la gran chance de verlo, o volver a verlo, con aportes nuevos y virtudes perdurables, en sala.