Todo sucedió al costado de la ruta y ahí empieza este documental. Todo ocurrió en abril de 2007, en Neuquén, cuando una protesta de los docentes de la provincia terminó con una violenta represión y la muerte de un maestro llamado Carlos Fuentealba. Claro que más allá de la tragedia, de la noticia que recorrió el país y de una provincia en llamas, el film de Ariel Borenstein y Damián Finvarb eligió bucear en el pasado de Fuentealba, en su historia de lucha sindical. De lo particular el documental se extiende a lo general construyevndo ese pasaje con cada uno de los valiosos testimonios conseguidos por los realizadores, todos grandes personajes que, poco a poco, pintan el duro cuadro de la militancia sindical. Dividido en tres partes -"la construcción", "la desocupación" y "la docencia"-, el film cuenta también con interesante material de archivo que contribuye a comprender algo mejor la situación de los trabajadores neuquinos y sus dirigentes, y en ese contexto la trayectoria de Fuentealba desde el gremio de la construcción al docente. Lo que en otro trabajo documental podría resultar repetitivo y hasta demasiado sesgado, en el caso de En obra , cada testimonio interesa. Eso tal vez ocurra por la elocuencia de los testigos, en particular la del dirigente y padrino político de Fuentealba, Alcides Cristiansen, y tal vez por las épocas que describen con precisión. Con respetuoso tratamiento de la emoción de quienes cuentan la historia aunque sin dejarla de lado tampoco, pese a que nunca se desprende de ciertos convencionalismos del género documental, el relato fluye con naturalidad.
Las películas de ruta o road movies , como todos los films definidos por un elemento de su narrativa, tienen reglas específicas que deben estar presentes en la trama más allá de su tono. Se trate de una comedia o un drama, por definición estos films muestran un traslado espacial de sus personajes y, por vocación, cuentan cómo el cambio de locación también los modificará internamente. Ese tándem argumental del viaje exterior/viaje interior es la esencia del género y a él se adscribe Ladrona de identidades. Una comedia que si se concentrara en lo que sucede en la ruta con sus dos personajes centrales conseguiría mejores resultados, aun cuando tiene un guión que no se aparta de caminos ya transitados muchas veces. Ahí está Sandy Patterson (Jason Bateman), el hombre de familia, trabajador, honesto y algo apocado que descubre que alguien le robó su identidad e hizo desastres con sus finanzas y hasta lo involucró con la policía, poniendo en peligro su nuevo empleo. Para resolver el problema, al hombre no le queda otra opción que ir a buscar y llevar ante la injusticia a la estafadora responsable de sus desgracias. Ella es Diana (Melissa McCarthy), una mujer solitaria que pasa sus días comprando objetos y amigos a cuenta del dinero ajeno e involucrándose con peligrosos mafiosos. Cuando Sandy encuentra a Diana, cuando los grandes comediantes Bateman y McCarthy finalmente comparten la pantalla, el film crece, aunque se parezca mucho a otras películas de compañeros de viaje -y en la comparación pierda con ellas-. Muchos tropiezos literales y figurados se usan para contar la historia del buen hombre que necesita algo de espontaneidad en su vida y de la excéntrica pesada que lo único que necesita es que la quieran un poco. Un relato que ya había contado antes John Hughes en Mejor so lo que mal acompañado, con los brillantes Steve Martin y John Candy, un clásico de la comedia -¿dramática?- de los años ochenta de la que también se alimentó hace unos años Todo un parto, con Robert Downey Junior y Zack Galifianakis. En Ladrona de identidades, el dúo cómico responsable de llevar adelante la película funciona gracias al talento de Bateman (nominado al Emmy por su papel en el serie Arrested Development) y McCarthy, una actriz que, como hizo en Damas en guerra, aquípone su regordeta figura y tempo cómico al servicio de la historia. Es una pena que la historia no esté a la altura de sus protagonistas, que, de todos modos, salen mejor parados que los intérpretes secundarios entre los que aparece Génesis Rodríguez -la hija de José Luis "El Puma"-, como una asesina a sueldo que es objeto de chistes homofóbicos y xenófobos que dan mucha vergüenza y ninguna gracia.
Ya deberíamos estar acostumbrados a que de las muchas películas que tienen a Robert De Niro en su elenco en los últimos años no demasiadas le hacen justicia a su talento. El gran actor estadounidense gusta de filmar seguido, hace un promedio de tres películas por año y no parece tener un paladar demasiado fino para elegir entre los guiones que se le presentan. Al menos eso es lo que demuestra su más reciente film, El gran casamiento , una comedia familiar que tiene un elenco tan interesante como desperdiciado. Está claro que la presencia de De Niro debe haber ejercido alguna influencia para que Diane Keaton y Susan Sarandon se sumaran al proyecto para interpretar a su ex esposa y actual novia, respectivamente, un par de bellas señoras maduras de las que el guión se burla sistemáticamente. Claro que no son las únicas que salen mal paradas del relato que gira en torno a la reunión familiar provocada por el inminente casamiento del hijo adoptivo de la familia. Según el guión de Justin Zackham -también responsable de la dirección-, el muchacho en cuestión se llama Alejandro, es originario de Colombia y para su boda invitó al festejo a su madre y hermana biológicas, que no hablan una palabra de inglés y tienen costumbres muy distintas de las de los liberales norteamericanos que lo criaron. Que Alejandro esté interpretado por el muy británico Ben Barnes es apenas un traspié menor de los muchos que exhibe la película. Entre ellos, el más grave quizá sea la falta de gracia de cada uno de los pasajes supuestamente cómicos de un film que entiende el humor adulto como groserías puestas sin ningún cuidado en la boca de grandes intérpretes como De Niro, Sarandon y Keaton, que nada pueden hacer para salvar el asunto. Mucho más expuestos quedan los actores jóvenes que interpretan a sus hijos como Katherine Heigl, que aquí no sólo parece haber perdido todo su carisma y capacidad como intérprete si no también toda su belleza, transformada en una inmadura y antipática hija que no puede perdonar a sus padres por los pecados del pasado. Algo que transformó al hijo varón de la familia -interpretado por Topher Grace- ,en un reprimido hombre que será seducido por la visitante colombiana, un personaje cuya única función es ser el blanco de la rampante misoginia y xenofobia que El gran casamiento intenta pasar como humor..
Éste es el octavo film basado en una novela del escritor norteamericano Nicholas Sparks en llegar a la pantalla grande. Y probablemente sea el que menos entusiasmo logre generar en el espectador interesado en el drama romántico, un público que suele tolerar tramas poco originales, pasajes melosos y resoluciones con giros sorprendentes que no sorprenden a nadie, pero que no perdona que la pareja en el centro del relato no funcione. Una alquimia que ni los mejores directores y guionistas pueden garantizar, pero si deberían colaborar en intentar construir. Pero aquí ni el experimentado Lasse Hallström ( Chocolate , Un amor imposible ) consigue que la pesada pluma de Sparks se transforme en una película interesante. Algo que después de ocho intentos sólo logró el irregular director Nick Cassavetes con Diario de una pasión , mucho más que un festival de llanto -que también lo es-, gracias a las conmovedoras actuaciones de los veteranos Gena Rowlands, James Garner y los por entonces novatos (la película es de 2004) Ryan Gosling y Rachel McAdams. Lamentablemente, nada de aquel corazón y esos carismas aparece en Un lugar para refugiarse, que cumple con los requisitos de la "fórmula Sparks" y no mucho más. A saber: en el centro del relato hay un misterio que lleva a una bella joven a escapar de su lugar y terminar en una pintoresca aldea costera donde conocerá a un tierno e igualmente bello viudo que lucha por superar su duelo y ayudar a sus pequeños hijos a hacer lo mismo. Tarde o temprano, estos corazones en conflicto se reunirán aunque más no sea porque son las personas más hermosas en miles de kilómetros a la redonda y eventualmente la tragedia de ella se desplegará en un supuesto giro inesperado sobre otro giro con ambiciones de dejar al público con la boca abierta y no precisamente por el mareo de tanta forzada marcha y contramarcha del relato. Los protagonistas no aportan más que su fotogenia, aunque en el caso de Josh Duhamel, como el joven viudo, al menos intenta superar los límites del galán romántico para construir un personaje con un poco más de aristas..
El documental en 3D dedicado a un fenómeno del pop ya dejó de ser una rareza en las carteleras del mundo. De los Jonas Brothers al nuevo grupo de muchachos británicos de atractivo global, One Direction, hoy parece que para ser una estrella pop juvenil como el mercado y las fanáticas mandan hay que tener un documental que muestre lo que hacen en el escenario y más allá de él. En ese contexto aparece Teen Angels: el adiós 3D , una recopilación del show despedida de la exitosa banda integrada por Nico Riera, Peter Lanzani, Lali Espósito, Rochi Igarzábal y Gastón Dalmau en el teatro Gran Rex. Y, al igual que muchos de los films de este mismo subgénero, la película que resulta está realizada solamente para convocar a los fanáticos del grupo que quieran revivir el show que probablemente vieron en vivo. El agregado de los testimonios de los integrantes de la banda refuerza esa idea de audiencia informada, esa que conoce quién es cada uno y hasta qué irá a decir. Sentados frente a la cámara en el imponente Gran Rex vacío -que impacta especialmente cuando se corta a las escenas del mismo lugar estallando de fanáticos-, los artistas resumen su experiencia en la banda en segmentos divididos por temas bastante convencionales: los fanáticos, las canciones preferidas, los recuerdos, las palabras de la despedida. Si el objetivo de la producción era realizar un registro del final de una banda y un fenómeno que encantó a miles de adolescentes y niños durante sus más de seis años de existencia, Teen Angels: el adiós 3D cumple la tarea. Pero no consigue mucho más. Como probó el documental dedicado a la llegada de Justin Bieber al Madison Square Garden, Justin Bieber: Never S ay Never, en el cruce entre la industria discográfica, los ídolos juveniles y el cine se pueden contar historias que satisfagan a los fanáticos, pero que además cuenten una historia para los que no lo son. Y tal vez nunca lo sean, pero al menos podrán entender qué es lo que fascinó a tantos y de paso ver un film que supere la inmediatez y particularidad de su premisa inicial. Algo que este documental no parece haberse planteado siquiera como posibilidad.
La cámara toma a un hombre de espaldas, asomado a un balcón mirando hacia otro lado, hacia adelante. No es mucho lo que se puede ver de los alrededores y de hecho, desde este inicio y hasta el final de Los posibles, no importa tanto lo que pasa alrededor como lo que sucede adentro y se descubre en esa espalda primero en reposo y después en un estado opuesto a él. Como todas las espaldas y los brazos, las piernas, las manos y los pies en movimiento, en furioso transcurrir sobre un escenario despojado de objetos, pero repleto de danza y artistas que transmiten allí algo que comenzó como una puesta de danza teatro y se transformó en un film impactante. Dirigido por Santiago Mitre, realizador de El estudiante , y Juan Onofri Barbato, coreógrafo y responsable del grupo de danza contemporánea Km 29, el film es una versión para cine de la obra del mismo nombre. Aunque en apariencia poco tengan que ver las narrativas de El estudiante y Los posibles, hay una idea sobre el relato y la mirada, algo esencialmente cinematográfico que ambas propuestas comparten, un aire de familia visual al que contribuye el inspirado trabajo de edición de Susana Leunda y Delfina Castagnino, esta última también responsable del montaje de El estudiante . Claro que aquí lo que se cuenta, lo que se muestra, corre por cuenta de siete artistas, la mayoría de ellos formados por Onofri Barbato en el centro de día Casa Joven La Salle de González Catán, que la cámara capta en el ejercicio de utilizar su cuerpo para descubrir en él códigos secretos que se despliegan como un mapa frente a los espectadores. Estos son hombres en conflicto consigo mismos y con el afuera, hombres en tensión y con una misión: transmitir una belleza que pasada por las herramientas del cine termina siendo hipnótica. Los p osibles es una experiencia única que celebra la experiencia de danza teatro original de la que al mismo tiempo se despega para construir un hecho artístico difícil de describir, a veces hasta incómodo de mirar, pero que se graba en la memoria de quién deje de lado prejuicios y preconceptos y se anime a verlo.
Durante gran parte -la mejor parte- de Lazos p erversos es poco lo que se sabe sobre lo que sucede en el hogar de la familia Stoker. Es tanto lo que no se cuenta y tan sugerente lo que se muestra que la imaginación se dispara. ¿Son éstos los últimos herederos de Bram Stoker, el autor de Drácula , los descendientes de ese personaje o simples psicópatas sin antepasados famosos, pero con más misterios que los que su aislada mansión puede contener? El hecho de no saber, de querer saberlo, mantiene al espectador en vilo, un encantamiento que tiene mucho de pesadilla, de retorcido cuento de hadas creado por el director coreano Park. Con un perfecto trabajo de fotografía (Chung-hoon Chung, habitual colaborador del realizador) y una banda de sonido que expresa mucho de lo que los personajes no pueden o saben cómo decir, el realizador de la inolvidable Oldboy construye un relato de suspenso inquietante, un estilizado trabajo de género que oculta más de lo que muestra, que se toma su tiempo para revelar las piezas de un rompecabezas que, una vez armado, resulta insuficiente. Es que nada podía, ningún misterio al descubierto iba a alcanzar para cumplir con las expectativas tan detalladamente encadenadas en el desarrollo del film. Claro que los resultados terminan siendo lo de menos frente a la experiencia que la película ofrece. EL SECRETO DE INDIA Una historia de una belleza plástica hipnótica que comienza y termina con India, una adolescente rara, la oscura princesa del cuento que se vuelve aún más opaca cuando el día de su cumpleaños su papá (su único amigo) muere y la deja sola con su madre, una gélida belleza pelirroja que nadie más que Nicole Kidman podría encarnar. Y lo mismo se puede pensar de Mia Wasikowska como India, una actriz que no necesita más que un par de palabras -"estoy usando la blusa de mi madre y el cinturón de mi padre"- y una postura -los hombros rígidos, el cuello de cisne estirado en estado de alerta- para trazar la curva de su personaje. De adolescente extraña a joven mujer que, ante la aparición del tío Charlie (Matthew Goode), hermano menor de su padre, empieza a florecer en todo su negro esplendor. Con un guión inspirado en La sombra de una duda , de Alfred Hitchcock, allí también hay un tío Charlie que llega a la casa familiar para alterar la paz y una sobrina que se debate entre la atracción y la repulsión por él, Lazos perversos es un film pleno de ambigüedades y recovecos, la historia de una familia unida tanto por la sangre como por el espanto.
Tierna historia para toda la familia Hace unos años que el cine animado llegado de Hollywood, está intentando encontrar a un nuevo tipo de heroína. Las princesas, marca registrada de Disney, siguen encantado al público infantil, pero no alcanzan para contarle historias a los chicos del siglo XXI. A las protagonistas creadas para estos cuentos animados les cuesta estar a la altura de la tecnología con las que se realizan. Resulta paradójico que una historia sobre cavernícolas haya conseguido el personaje femenino más moderno de los últimos tiempos. Se trata de Eep, la hija adolescente de una familia que vive -más bien sobrevive- gracias al desarrollado instinto de protección de papá Grug. Decidido a mantener a toda su prole segura saliendo poco y nada de la cueva que es su hogar, el patriarca no entiende la manía de su hija por querer ir más allá, por querer cazar como los hombres y por sentir curiosidad por el mundo hostil que los rodea. En ese tira y afloje entre padre e hija, entre la necesidad de una de abandonar certezas para aventurarse más allá de los confines de la existencia conocida y el empecinamiento del otro por detener la evolución a puño limpio, está apoyado el relato de este film de notable belleza visual y certero mensaje familiar. Planteado el conflicto desde un inicio, todo tomará urgencia cuando la tierra bajo los pies de los Croods empiece a temblar y aparezca Guy, otro humano bastante más evolucionado que ellos. Allí comenzarán los peligros y la aventura que los llevará por zonas desconocidas y a enfrentarse con criaturas sorprendentes. En el marco de un mundo que por momentos se parecía demasiado al planeta Pandora de Avatar y una machacona insistencia en repetir las premisas en conflicto del guión, la indicación de Grug de tenerle miedo a todo en función del bien común, frente a la valentía en solitario de Guy, por momentos Los Croods puede resultar algo repetitivo y no demasiado original. Especialmente en el uso de la simpática mascota de Guy, Brazo el perezoso, como elemento cómico junto a la pequeña hermanita de Eep y su abuela, una anciana siempre lista para comer lo que se le ponga enfrente. Sin embargo, la interesante relación entre padre e hija y el creciente lazo entre Grug y Guy consiguen generar el suficiente interés y la emoción para hacer de Los Croods un film tan tierno como familiar.
En principio, la combinación de géneros que propone Mi novio es un zombie suena extraña. La mezcla de los elementos de la comedia romántica con el cine de terror más gore podía resultar en un pastiche absurdo. Y, sin embargo, gracias al trabajo de adaptación y dirección de Jonathan Levine ( 50/50 ), el film contradice los prejuicios que su peculiar fórmula podía provocar. Basada en una novela entretenida que tiene como protagonista y narrador principal a un zombi llamado R, la película privilegia la historia de amor que el libro cuenta siempre desde el punto de vista del muerto vivo. Y lo hace con una importante dosis de humor, referencias a la cultura popular y una banda de sonido que acompaña y aligera el relato cuando lo necesita. Es que, después de todo, por más sentido del humor que tenga, lo cierto es que R apenas habla, su mundo interior es rico pero más cínico que otra cosa y cada tanto se siente hambriento y sale a comer personas. En una de esas incursiones, el zombi se cruzará con Julie, la hija del general que comanda la resistencia de los humanos en una ciudadela militariza y siempre lista para eliminar a los zombis que se acerquen por allí. Insinuando algún punto de contacto con Romeo y Julieta, aunque sin insistir en la analogía con los jóvenes amantes de Verona, el encuentro entre los protagonistas será de todo menos romántico. Ella intentará defender su vida y la de su novio mientras él saciará su hambre con el cerebro del muchacho en cuestión. Una primera impresión poco auspiciosa que irá cambiando a medida que el muerto vivo y la chica a la que no quiere comer si no proteger empiecen a conocerse. Si todo suena un poco raro es porque lo es, y sin embargo las piezas encajan perfectamente para hacer de esta mezcolanza una película tan tierna como divertida. Para lograrlo ayudan mucho las interpretaciones de Nicholas Hoult como el balbuceante R y de Teresa Palmer, encargada de ser la damisela en apuros pero nada indefensa que consigue enamorar al zombi. La torpe seducción de él y las desconcertadas reacciones de ella son manejadas con muy buena mano por un director que sabe lo que hace y que no tiene pruritos en demostrarlo. Un narrador joven que utiliza todos los recursos a su alcance -el uso de la canción "Pretty Woman" es ingenioso y le rinde homenaje a la comedia romántica-, para contar una sencilla, extraña y dulce historia de amor y, sí, también de horror.
Mi mundo privado Cuando Martina y Micaela duermen es difícil distinguir dónde empieza una y termina la otra. Piernas entrelazadas, cabezas idénticas pegadas en el sueño, en la misma cama, en el sillón, necesaria plataforma para el inicio de la separación a la que obliga la vigilia. Martina y Micaela son gemelas, tienen ocho años, viven con sus padres en un departamento que queda arriba de la casa de su abuela. Martina y Micaela son dos nenas de clase media baja a las que este documental de Ezequiel Yanco sigue con una minuciosidad notable, mostrando todos los detalles de su cotidianidad en primer plano. En un comienzo nada tienen de extraordinarias sus vidas, salvo tal vez la singular circunstancia de nacimiento que las hizo muy parecidas, indistiguibles por fuera aunque a poco de comenzado el film ya es posible notar algunas peculiaridades de la personalidad de las chicas que ayuda a diferenciarlas. De los castings a los que asisten aparentemente sin suerte, a las clases de catequesis y las típicas peleas de hermanas, el desarrollo del relato comienza a tejer una red que atrapa al espectador de manera tan sutil como definitiva. Así, las pequeñas tragedias de la infancia, hacer la tarea o una penitencia, cobran una densidad inesperada, especialmente porque el director y guionista que también se ocupó del trabajo de cámara logra transmitir algo del universo femenino que se arma en la interacción entre las gemelas y de ambas con su madre. Esa presencia que muta en ausencia cuando la mamá, Norma, debe salir a trabajar y Martina y Micaela empiezan a crecer en serio. En el período que abarca el documental, aproximadamente dos años, el realizador atrapa al vuelo y plasma en pantalla el elusivo punto de quiebre entre la infancia y la preadolescencia. Mientras las chicas se preparan para la primera comunión, es la preparación a dúo de un puré de papas, lo que marca el momento en el que la inocencia empieza a dejar lugar al mundo adulto. Un relato mínimo, singular y al mismo tiempo universal ß Natalia Trzenko