Futurismo que reniega del pasado El cine nunca se había tomado demasiado en serio a los personajes de historietas. La idea de un vigilante en calzas y antifaz tampoco demanda una adaptación pomposa. Pero cuando Christopher Nolan se desentendió de las lúdicas fantochadas de Jack Nicholson y se encargó de transformarlas en el oscurísimo Guasón de Heath Ledger, todo parece haber cambiado para siempre. Dredd 3D poco tiene en común con aquella versión protagonizada por Sly Stallone en los 90. Al juez interpretado por Karl Urban ( El señor de los anillos y Star Trek ) le alcanza con mantener su rostro oculto debajo de un casco toda la película para acercarse más al espíritu del cómic británico. Pero la adaptación escrita por el novelista Alex Garland ( La playa ) y dirigida por Pete Travis ( Puntos de vista ) esquiva el sentido del humor original en esta historia demasiado parecida a la indonesa La redad a. El juez Dredd y su novata compañera, la telépata Anderson, investigan un triple homicidio en un gigantesco edificio donde se junta lo peor de la ciudad post apocalíptica Mega-City One. Enseguida detienen al responsable, pero quedan confinados dentro del edificio. Los jueces aprovechan para recorrer el edificio y, como si se tratara de un videojuego, enfrentarse al clan de Ma-Ma, que inundó el lugar con una peligrosa droga que hace sentir al mundo en cámara lenta. Esos viajes ralentizados de los consumidores suelen estar seguidos de muertes con una brutalidad descomunal. La posición sobre las drogas de esta película protagonizada por un personaje que concentra los poderes de policía, juez y verdugo no es amoral. La condena es inmediata. Pero son esos momentos los que permiten que Dredd 3D respire y se aleje de esa solemnidad avasallante. La frialdad de una paleta repleta de tonos pálidos desaparece ante cada flash de drogadicción, siempre llenos de brillo tridimensional y colores saturados, y el sentido lúdico de los asesinatos tras el consumo poco tiene que ver con la automatización que afecta al resto de la película. Esta mirada futurista de Dredd 3D reniega demasiado de su traumático pasado. Y así es muy difícil que el presente sea saludable.
Sangre de mi sangre La película comienza con una curiosa relación padre-hijo. Y sigue con la búsqueda de una picadura de araña para salvar una vida. En los títulos de La araña vampiro se cita a Jack Kerouac: "Ve a la montaña, elige un guía, baja de la montaña, regresa a la ciudad". Y así, con tan pocas palabras, puede resumirse buena parte de lo que pasa en este segundo filme de Gabriel Medina (Los paranoicos). Un adolescente y su padre llegan a una cabaña en La Cumbrecita. "Yo sé que es raro todo esto. Pero tenía muchas ganas de estar así, solo con vos, para ver si de verdad te puedo ayudar", le dice el papá durante la primera cena. No se menciona un problema puntual del chico, pero se nota que le so- bran, y que la relación no está en su mejor momento. Esa misma noche, una araña horrible le pica el brazo. Jeróni- mo va a la guardia de un hospital donde le aseguran que no tiene nada. Se siente mal y, preocupado, consulta a un lugareño. "Te estás muriendo, flaco", le dicen y le explican que sólo sobrevivirá si lo pica pronto otra 'araña vampiro'. No son muchos más los diálogos en esa primera media hora que sienta las bases de la película. Medina no necesita demasiadas palabras y es uno de los pocos cineastas argentinos que, con la música o una canción, puede transmitir lo mismo o más que con un diálogo. El antihéroe Jerónimo queda en manos de un baqueano alcohólico y los dos deambulan por la montaña en busca de una redentora picadura arácnida. Como en Los paranoicos, el protagonista debe enfrentar los miedos de toda su vida en un momento crucial. Pero La araña vampiro no es una comedia romántica y aquí Jerónimo se juega la vida. La araña vampiro es una pelícu- la de terror con la particularidad de que su protagonista necesita identificar y enfrentarse con sus miedos en lugar de escapar de ellos. Y Jerónimo ni siquiera está en un hábitat amable. El parece sentirse seguro nada más que encerrado en el auto de su papá. La naturaleza es un universo desconocido al que este bicho de ciudad parece temerle. Su compañero no lo ayuda demasiado en esta aventura: el guía Ruiz se pierde en la montaña, sufre la abstinencia del alcohol y musita sobre la llegada del Apocalipsis. El viaje parece tomar la forma de una peregrinación. La ascen- sión a la montaña se transforma en algo sagrado, como si fuera una metáfora de la realización. La fe es importante desde el comienzo. La picadura es inocua para la medicina, pero es letal según el folclore. ¿A quién debería creerle el hipocondríaco Jerónimo? El protagonista no tiene ami- gos ni enemigos. No hay buenos ni malos en un filme donde las arañas son, al mismo tiempo, la causa de todos los males y la salvación. La araña vampiro es una película de crecimiento. Jerónimo ya no es un chico y necesita convertirse en hombre. Como en los grandes westerns, él tiene que sobreponerse a un terreno indómito y transformarse en un tipo duro.
Pocas películas son tan atrevidas como Los salvajes, este enorme debut en solitario de Alejandro Fadel, que integró los equipos de directores de El amor (primera parte) y de guionistas de las últimas películas de Pablo Trapero. La sangrienta fuga de un correccional por parte de un grupo de adolescentes es sólo el punto de partida de una película que muta, en ese extrañado deambular de sus protagonistas por la naturaleza, a partir de un misticismo magnético que reformula el viaje y desafía toda convención del cine nacional contemporáneo.
Pasión y política Una chica y un nene mantienen un inocente idilio durante la infancia en un pueblito suburbano por los años del derrocamiento de Perón. Ella es hija de alemanes judíos y él, de nazis. Como si siguiera al pie de la letra al bolero Inolvidable, El amigo alemán cuenta esa historia de amor entre Sulamit y Friedrich a través de varias décadas, donde los protagonistas se involucran con los movimientos estudiantiles de Alemania en el ‘68, la última dictadura argentina y hasta con el conflicto de tierras mapuche en la Patagonia. El amigo alemán resalta los parecidos y diferencias entre los entornos de sus protagonistas y también entre los movimientos políticos alemanes y argentinos. Jeanine Meerapfel, directora de La amiga y El verano de Anna, narra los politizados contextos que ella misma, como hija argentina de inmigrantes alemanes que estudió en tierra paterna, vivió de los dos lados del Atlántico, sin dejar que ese trasfondo se ubique por encima de la tierna historia de amor entre Sulamit y Friedrich. La mejor muestra de la sensibilidad de Meerapfel se revela en cómo consigue que su cámara recorra con templanza el cuerpo desnudo de Celeste Cid. Un plano hermoso que se acerca a la intimidad de una pareja sin invadirla y refleja el espíritu de la película: la importancia del amor y sus momentos mágicos por encima de las convulsiones propias de una época. El regreso de Cid al cine es auspicioso. La actriz se luce al ponerle el cuerpo a un personaje que pasa de adolescente a cuarentona y habla buena parte del tiempo en un idioma que no le es propio. El totalitarismo es el principal enemigo de El amigo alemán. No importa si se habla del nazismo o de la dictadura, esto es explícito en el costado político de la película. Pero como Meerapfel prefirió dejar en un segundo plano este aspecto de El amigo alemán, también se utiliza al régimen totalitario como metáfora amorosa. Todos los problemas para Sulamit y Friedrich se producen porque él, siempre atribulado por el oscuro pasado familiar, no se decide a abrirse y permitir la actuación de alguien más en sus sentimientos. Sólo eso necesitaba. Es fácil. Ya lo dice una canción.
Sin espacio para la diversión Hace una década ya que el terror de supervivencia de Resident Evil se agrandó y saltó de las videoconsolas a la pantalla grande. Milla Jovovich vuelve a ponerse en la piel de la cazadora de zombis Alice en esta quinta entrega de la franquicia y, a la vez, segunda parte de una trilogía que comenzó con Resident Evil 4, la resurrección . RE5 comienza con un breve y didáctico resumen de la saga que lleva la acción ahí mismo donde se despidió la entrega anterior. Alice termina prisionera de la corporación Umbrella y tiene que escaparse de una especie de Estrella de la Muerte subacuática. La base también sirve de terreno de pruebas con clones humanos transformados en zombis que, en segundos nomás, invaden gigantescos escenarios desiertos que simulan metrópolis como Tokio, Nueva York y Moscú. Alice debe atravesar cada una de esas ciudades emuladas y la narración de RE5 aprovecha para tomar la forma de un videojuego en el cual se van superando distintas pruebas como si fueran niveles. La pelirroja fatal acopia armas con esa misma lógica lúdica y se las arregla para cargarse zombis con todo lo que encuentra en su camino. Paul W.S. Anderson, director de la primera y la cuarta, guionista y productor de toda la serie y pareja de la protagonista, vuelve a hacerse cargo de la dirección en una película donde todo es una excusa para vaciar interminables cargadores de cualquier tipo de arma. El director filma la acción con una pericia poco común en el aceleradísimo cine de acción contemporáneo, pero esa estilización extrema termina exponiendo la pobreza de sus contenidos. Todo es demasiado prolijo en la película. Resident Evil 5 se devela tan artificial y vacía como esas ciudades simuladas en la base submarina de Umbrella. Nada queda librado al azar en la película y ese terreno tan controlado que propone Paul W.S. Anderson deja muy poco lugar para la diversión. Y éste no debería ser un detalle menor para cualquier filme inspirado en el espíritu de los videojuegos.
La música de la amistad Protagonizada por Gastón Pauls y Fernán Mirás, la comedia narra las desventuras de cuatro amigos que parecen evitar la maduración. “¿Qué apareció antes, la música o la tristeza?”, se preguntaba John Cusack en el comienzo de Alta fidelidad . Y enseguida dudaba si escuchaba música pop porque era desdichado o si en realidad era desdichado porque escuchaba pop. Las vidas de los protagonistas de Días de vinilo también están marcadas a fuego por la música, pero estos cuatro simpáticos tarambanas, que también marchan a los tropezones con las mujeres, no reflexionan demasiado sobre ella. Gabriel Nesci, director del unitario Todos contra Juan , debuta como cineasta en esta comedia sobre la amistad entre hombres con problemas para madurar. Damián (Gastón Pauls) es un guionista incapaz de superar el abandono de una antigua novia. Facundo (Rafael Spregelburd) duda si casarse tras una década de noviazgo y quiere dejar el trabajo. Luciano (Fernán Mirás) es un locutor celoso que somatiza sus desengaños amorosos. Marcelo (Ignacio Toselli) todavía sueña con quince minutos de fama después de diez años de sinsabores con su banda de tributo a los Beatles. Como si fuera una versión local de una canción extranjera, Días de vinilo toca temas universales con una llamativa sensación de familiaridad. Nesci nacionaliza la comedia de amigotes norteamericana y la ajusta a estas tierras. Y su adaptación es curiosa porque recurre mucho más al psicoanálisis que al rock nacional. La comedia crece con las múltiples fobias de los protagonistas, los diálogos afiladísimos que mantienen entre ellos y el tono paródico constante, tres virtudes que Nesci había demostrado ya en televisión. Cualquiera es capaz de confundir los encuentros que Damián (Pauls) tiene con Leo Sbaraglia, tal vez el gag más ostentoso de la película, con alguno que bien podría haber tenido Juan Peruggia en Todos contra Juan . Los cuatro adultos necesitan redescubrir el amor que los haga madurar de una vez, conflicto que posterga a las protagonistas en la narración. Ellas entran y salen del relato en pos de darles alguna lección a los hombres y sólo consiguen lucirse el timing para la comedia de Inés Efrón y una desopilante canción de Emilia Attias. La música es importante en Días de vinilo: en la infancia, la música les cayó del cielo a los cuatro y, al madurar, esa misma alegoría sirve para relegarla en un segundo plano que les permita conseguir la felicidad.
Pocos conocen al gran Mathieu Amalric como cineasta. Tournée es el cuarto largo dirigido por el actor fetiche de Arnaud Desplechin que también deslumbró en Munich, La escafandra y la mariposa y como villano de James Bond en Quantum of Solace. Amalric protagoniza esta road movie sobre la gira francesa de un productor que vuelve a su tierra con una particular compañía americana de burlesque. Tournée es una celebración del espíritu libertino en cualquier disciplina artística. Amalric se luce de uno y otro lado de la cámara en este atractivo cruce entre ficción y documental.
Una lograda fábula sobre la fe El documental se apoya en imágenes poéticas de montañas, salinas, espejos de agua y paisajes del noroeste argentino. Un joven aplaude en la puerta de una construcción colonial en la Puna y grita “¡Mensajero!”. Al rato, un monje abre la puerta y el mensajero le avisa el cambio de horario de una procesión. También le cuenta que ese es su último recado, porque piensa probar suerte unos meses trabajando en las salinas. El monje bendice su elección y se despiden. Al director Martín Solá ( Caja cerrada ) le alcanza este primer diálogo, a casi diez minutos del inicio de Mensajero , para presentar el viaje que emprenderá el protagonista Rodrigo y también cuál será el tono de un relato donde, casi sin diálogos pero atestado de imágenes deslumbrantes, trabajo y religión van mezclándose todo el tiempo. El cineasta vuelve literal esa combinación sin necesidad de palabras, en admirables imágenes en blanco y negro del noroeste argentino, cuando cielo y tierra se confunden en el vagabundeo de las nubes por la montaña. Mensajero está repleta de planos como estos, donde la cámara transmite una sensación pictórica al quedarse embelesada con una imagen un tiempo prolongado. El movimiento se produce dentro del plano, ya sea por los nubarrones, el vaivén en el reflejo del agua, el paleo en la salina o una topadora cargando un camión con sal, sin que la cámara ose conmoverse. Estas decisiones formales de Martín Solá son alegóricas en Mensajero , porque el viaje que emprende Rodrigo y sus razones importa mucho menos que el movimiento interior del protagonista. El cineasta expresa el atribulado camino de Rodrigo hacia la iluminación, resaltada gracias a esa economía de colores de la película, en la progresión entre la oscuridad de los planos iniciales de Mensajero y la luz que brilla en las salinas en los últimos minutos. La película se apoya en el magnetismo poético de sus imágenes para construir una narración ensoñada donde el relato rara vez avanza gracias a la palabra. Como cielo y tierra en las seductoras imágenes de Mensajero , ficción y documental también se funden hasta volverse indivisibles en su narración. No es difícil descifrar a qué registro pertenecen buena parte de las imágenes de Solá, pero es una tarea insustancial en una película que, con muy poco, construye una fábula sobre la fe y, al mismo tiempo, documenta la precariedad del vivir en el norte argentino. El cineasta se transforma en ese mensajero de pocas palabras, que no le otorga tanta importancia al contenido del mensaje como a la manera de transmitirlo.
Temor a lo desconocido Hace unos años, una película uruguaya irrumpió en Cannes y causó sensación a partir de una llamativa premisa: La casa muda era una de terror filmada en una única toma, con un presupuesto de seis mil dólares, sobre una chica y su padre encerrados en una misteriosa casa. No hacía falta ser un productor de Hollywood para darse cuenta que, con muy poquito, se podía realizar una rentable versión norteamericana. La casa del miedo es esa remake, pero de entrada queda clarísimo que su bajo presupuesto no implica una chantada. Los cineastas y pareja Laura Lau y Chris Kentis ya habían demostrado en Mar abierto , donde trabajaron juntos como productora y director, que no es tan complicado hacer una gran película de terror con poca plata. La sencillez de Mar abierto se repite aquí: se mantiene la tensión en un único espacio (una casa de veraneo en un lago) ocultando al espectador el momento en que el peligro se hace realidad. La casa del miedo no está filmada en una única toma, pero igual transmite esa sensación de tiempo real gracias a los planos extensos que siguen a Elizabeth Olsen como si la cámara también la acechara. Los cineastas aprovechan como pocos el fuera de campo. El terror surge de lo desconocido, de lo que no se ve y se esconde en la oscuridad. La protagonista con su linterna recuerda a El proyecto Blair Witch , pero enseguida queda claro que el encierro forzado en una casa puede ser más espeluznante que errar por el bosque. Y un tenue ruido que quiebra el silencio causa más escalofrío que cualquier grito desesperado. Este juego de sutilezas propuesto por los directores expone la resolución burda del tercer acto de la película. El conflicto se esclarece con la sorpresiva irrupción de esa moralina que, en el mejor de los casos, el cine de terror sabe dosificar a lo largo de todo el relato. Así, sin lugar para ambigüedad alguna y poniendo el foco sobre el costado más oscuro de las relaciones familiares, La casa del miedo desecha ese terror insuperable que se produce por el miedo a lo desconocido.
El regreso de un guerrero Oliver Stone vuelve al cine que lo consagró en los ‘90 con esta historia sobre un trío amoroso de narcotraficantes independientes en la soleada California, que debe resistir la violenta intromisión en el negocio de un cartel mexicano. Ben y Chon (Aaron Johnson y Taylor Kitsch) comparten a la rubia O (Blake Lively) y llevan una vida paradisíaca gracias al cultivo y la distribución de marihuana, hasta que aparece un brutal emisario mexicano (Benicio Del Toro) de La Reina Elena (Salma Hayek). El trío va a necesitar la ayuda de un agente sucio de la DEA (John Travolta) para meterse en un universo donde se vuelve imposible distinguir de qué lado de la frontera están los salvajes del título. Después de una década de películas históricas, Stone vuelve con Salvajes a su etapa más feroz y sensacionalista. “Sólo por el hecho de estar contando la historia, no significa que termine viva. Este es el tipo de historia donde se pierde el control de todo”, avisa la voz de Blake Lively apenas empieza Salvajes . Stone recurre a una brutal mezcla de géneros que empieza con el cine negro, deviene en una película de pandilleros, coquetea con el spaghetti western y hasta esconde un drama introspectivo. El cineasta se apoya en la banda sonora para marcar los cambios de humor en esta disparatada lucha de poderes y pasa del romanticismo de Brahms a la escalofriante resignificación de la cortina musical de la serie El chavo del ocho , con una parada en el universo de Gustavo Santaolalla. Stone es más sutil que de costumbre con su obsesión por la política económica en la historia de un par de universitarios que encontraron el ascenso social en un ámbito lejano al deteriorado mercado laboral americano. Salvajes se centra en la pérdida de la inocencia provocada por el proceder de una invasiva organización poderosa, como ocurría en Un domingo cualquiera (99) con las corporaciones y el fútbol americano. Los protagonistas buscan una salida desaforada que emparienta Salvajes con Asesinos por naturaleza (94), siempre con el tono alucinógeno de The Doors (91). Ben y Chon tienen que dejar de lado sus ideales neo-hippies y ensuciarse mucho más allá de lo que imaginaron en un descenso a los infiernos para recuperar parte de ese candor perdido a fuerza de robos, secuestros y asesinatos. Este camino circular en busca de la redención también parece ser el que recorre Stone en su carrera. Después de una década con demasiadas manchas para un cineasta de su talla, el sexagenario director resurge con este cándida y excesiva mirada sobre el tráfico de drogas en Estados Unidos.