Casablanca siempre estuvo cerca Del gigantesco Robert Zemeckis – eterno innovador de la narrativa y director de recuerdos imborrables del cine como Forrest Gump, la trilogía de Volver al Futuro y probablemente la mejor película de animación de la historia: Who framed Roger Rabbit – Aliados (Allied, 2016) retoma la misma nostalgia por la industria fílmica que cada tanto esta en boga, para volver a los tiempos simples y optimistas de espías seductores, intrigas sencillas y romances apasionados. Vale aclarar que la nostalgia nunca sobra, por más que se vuelva repetitiva, si se la da una vuelta de tuerca lo suficientemente original para que no implique ver la misma trama por enésima vez. El guion del británico Steven Knight se toma su tiempo para crear el suspenso e introducirnos de lleno en la Casablanca de la segunda guerra (lugar emblemático del cine si los hay). Allí, el oficial de inteligencia canadiense Max Vatan (Brad Pitt) y la espía francesa Marianne Beausejour (Marion Cotillard) deberán infiltrarse en territorio nazi con la misión de eliminar al embajador alemán en territorio africano, y para eso, más allá de sus grandes habilidades como asesinos, ambos agentes deberán fingir ser marido y mujer frente a las sospechas de su entorno. Es así que tras muchos preparativos y algunas tensiones de por medio el ataque resulta un éxito, a la vez que logran escapar ilesos increíblemente de lo que parecía ser un plan suicida. Sin embargo, esto no significa más que un prólogo para la verdadera premisa que depara el film. Inevitablemente la espectacularidad de la primera parte, alternando un desarrollo interesante de los protagonistas con escenas de acción impecablemente coreografiadas, se termina diluyendo para dar paso a una trama mucho más predecible y chata. Ya con el objetivo cumplido, y lógicamente para los cánones hollywoodenses, el teatro del matrimonio de los espías Vatan y Beausejour pronto se convierte en romance real que los ve casándose y teniendo una nena a tan solo un año después de su retiro en Londres. No obstante, la paz familiar dura poco tiempo, entre los constantes bombardeos que sufre la capital británica, hasta que surge la sospecha de que Marianne haya sido todo este tiempo en realidad una agente nazi encubierta, poniendo en juego la confianza de su marido Max mientras intenta descubrir la verdadera identidad de su mujer. Aquí radica una de las mayores falencias de Aliados, y es que luego de una primera mitad desarrollando la personalidad definida de los dos personajes principales, la película termina modificando sus características básicas para lograr justificar este giro. De esta manera, Max deja de ser cauto y precavido para pasar a ser impulsivo y apresurado en su búsqueda de verdad, a la vez que Marianne pierde su carácter misterioso e insondable en función de ser más transparente en sus intenciones frente al espectador. Incluso aprovechando la gran emocionalidad de Marion Cotillard en cámara y la química compartida con Brad Pitt, sumada a la acertada visión cruel y paranoica de Zemeckis sobre la época (la escena surrealista que combina la caída de un bombardero alemán con un picnic romántico da cuenta de la agudeza del director), la incertidumbre sobre el verdadero bando de Marianne nunca termina de convencer como verosímil y se reduce únicamente a dos posibilidades: si es o no traidora a la resistencia. En un contexto de moralidad difusa como el que plantea el film, ninguna conclusión cierra del todo si se nos restringe a decidir entre blanco o negro. “Mantengo las emociones reales. Por eso funciona”, le confiesa varias veces Marianne a su esposo refiriéndose a la habilidad que tiene para falsear sentimientos. Si se pudiera parafrasear esta reflexión, resulta curioso que Aliados funcione mejor durante la primera parte, cuando las emociones no son edulcoradas y la adrenalina de la misión se funde con la seducción platónica de los protagonistas simulando el matrimonio. En todo caso, para ver romance siempre será mejor volver a ver la despedida de Ingmar Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca.
La cultura como identidad Cuando se habla del género documental, resulta difícil desligarlo socialmente de su esencia periodística, de esa finalidad informativa que supone la descripción de una realidad a través de la subjetividad de quién decida filmarla y de la misma interpretación personal que hace cada espectador sobre una misma obra. En estos casos resulta interesante cuando un director deja de ser un simple observador de su entorno y pasa convertirse en un objeto de estudio al servicio del público. Dirigido por Cecilia Kang – hija de padres coreanos y atravesada por el hermetismo de una cultura milenaria que recorre varias generaciones – Mi último fracaso se presenta como un documental sobre la comunidad coreana en Buenos Aires, exhibiendo las tradiciones y características singulares que hacen de este colectivo uno de los más arraigados en cuanto a la conservación de sus costumbres, en una ciudad que fácilmente combina el karaoke oriental con el fernet con cola. Sin embargo, es notable como Kang parte de este contexto principalmente para comprender su propia identidad como mujer argentina y coreana. Una identificación que se construye en la unión que comparte con sus mejores amigas (coreanas y argentinas), en la inspiración que le genera su profesora de artes plásticas y en la admiración profunda por las mujeres de su familia: Abuela, madre y hermana divididas en tres generaciones distintas y con visiones radicalmente diferentes de entender su linaje. Es así que el film se reparte constantemente entre Seúl y Buenos Aires, haciendo hincapié en los distintos conflictos de este grupo de mujeres marcadas por el rol femenino que ocupan en su cultura, como así también en la relación de sus tradiciones con el mundo occidental. Desde la eterna búsqueda del hombre ideal y el mandato familiar del casamiento hasta la incertidumbre en la recuperación de un cáncer terminal, cada historia narrada en primera persona funciona como una suerte de homenaje al universo femenino que rodea y enorgullece a la directora, al mismo tiempo que le ayuda a definirse a sí misma. Kang no solo logra que esta búsqueda personal nos involucre de una manera más que emotiva, sino que incluso transmite cada una de las vivencias y reflexiones de los personajes con la misma fascinación que ella tuvo cuando las descubrió por primera vez. Haciendo frente a cualquier choque cultural, lo que queda claro es que los afectos se sienten igual de intensos en cualquier parte del mundo.
Con el carisma ante todo Hablar de Marvel en el cine casi siempre se reduce a hablar de fases y universos expandidos. Pero si bien justamente ese es el aspecto que más se incita a analizar, me parece mucho más acertado ver sus obras como parte de una antología. Muchas historias – inevitablemente unidas entre sí – que dan cuenta de la reinterpretación de distintos personajes bajo la mirada de un contexto actual globalizado, regido por la instantaneidad de las nuevas tecnologías y el mandato del mercado internacional. Por fuera de la discusión sobre la fidelidad de la historieta, Doctor Strange es la continuación de la sólida hegemonía Marvel dentro de las adaptaciones comiqueras, a base de mantener la fórmula que los posicionó en lo más alto: Personajes carismáticos, grandilocuencia visual y un mínimo hilo conductor que pueda asegurar la calidad de exportación. Sin embargo, esta fórmula se encuentra lejos de estar estancada cuando Kevin Feige y compañía saben precisamente qué componentes tocar para que siga pareciendo tan fresca como siempre, incluso con una estructura genérica: La revelación de un poder oculto, la redención del héroe y un villano con sus motivaciones de vida eterna, clásicas de cualquier film de superhéroes. Es por eso que la clave del hechicero supremo está en los detalles. La historia de cómo Stephen Strange, un cirujano renombrado por su talento y arrogancia, se sobrepone a un accidente automovilístico que le inutiliza las manos y termina superando sus limitaciones físicas a partir de la fortaleza espiritual, no podría haber brillado si no fuera la incorporación de un elenco notable. La participación de actores de corte más dramático, hasta con experiencia en teatro clásico, como Benedict Cumberbatch, Tilda Swinton o Chiwetel Ejiofor hacen que suene increíble que una película de superhéroes pueda ser sustentada por ellos tres desde un aspecto más terrenal como la interpretación y los diálogos por sobre los efectos especiales. No me malinterpreten, el CGI sigue siendo una parte fundamental de la experiencia esotérica que significa este mundo de magia y portales místicos, y lógicamente se roba el protagonismo durante los momentos de acción ingrávida al mejor estilo Inception (2010). Pero pasando por alto que los impresionantes escenarios cósmicos lleguen a opacar en gran medida el interesante mensaje de auto superación que recorre el film, las sensaciones finales se hacen mucho más valiosas cuando no todo se reduce a explosiones y trompadas. El Doctor Strange personificado por Cumberbatch toma mucho de la entrañable impronta soberbia de su otro gran rol en la serie Sherlock, y esto lo posiciona como un superhéroe más astuto y precavido que sus compañeros de editorial. Aun comparándolo con el Iron Man de Robert Downey Jr. Strange sale ganando al hora resolver disputas de la manera más inteligente cuando tiene todas las de perder. Esto también se justifica en la naturaleza reflexiva de su compañero Mordo (Ejiofor) y su mentora, la Ancestral (personificada por Tilda Swinton). Siendo un gran acierto para este tipo de papeles comúnmente interpretados por hombres, el caso de la inclusión de Swinton en esta producción no deja de ser curiosa. Originalmente, el personaje del Ancestral era retratado en la historieta como un anciano maestro originario de Nepal con rasgos tradicionalmente orientales. Lo que generó semejante cambio (de género y de color de piel) se traslada a la injerencia que tiene el mercado chino para la industria cinematográfica hollywoodense en la venta de entradas y la delicada situación política-territorial que existe entre el gigante asiático y gobierno nepalés. No obstante, a pesar de que la actriz británica le otorga un encanto distinto a un personaje atravesado siempre por los estereotipos, este tipo de modificaciones dan cuenta de otro tipo de occidentalizaciones que ostenta Marvel en sus producciones por fuera de las cuestiones comerciales. El mejor ejemplo se ve en una de las escenas más conocidas, repetidas en los trailers y aplaudidas en todas sus funciones: El aguerrido Mordo le entrega un papel al inexperto protagonista con la enigmática palabra Shamballa escrita en él. Confundido, Strange le pregunta si ese sería su mantra y termina aún más sorprendido cuando le responden “Es la clave del Wifi. No somos salvajes”. Más allá de las risas y la complicidad del guion con el público actual naturalizado con el internet, queda implícita que la noción de salvajes que se tiene por estos lados es justamente la que el universo de Doctor Strange intenta defender a partir de las enseñanzas espirituales ajenas a las nuevas tecnologías. Este prejuicio no deja de ser una curiosidad cuando la mayor parte de la población mundial nunca realizó una llamada telefónica. Marvel siempre será Marvel con su visión occidental del mundo. Especialmente si toda la película se basa en la cultura oriental y los principales santuarios místicos mencionados en el film se encuentran en Nueva York y Londres (?). Sin embargo, estos detalles culturales no dejan de ser comunes en cualquier estreno proveniente del país del norte, así que difícilmente se pueda condenar a la película en su totalidad sólo por ser parte de una industria prejuiciosa por principio. En palabras generales, Doctor strange deja un poco de lado esa impronta juvenil del remate efectivo y la explosión fácil que tanto caracteriza a Marvel. Y lo bien que hace. El fundamento espiritual que hay detrás de los poderes y las rivalidades es una grata sorpresa dentro de un género, que al menos a simple vista, viene en piloto automático. Todo esto, sumado a la acertada elección de Benedict Cumberbatch para reinterpretar a un personaje icónico, es lo que definitivamente hace del film lo mejor que haya sacado la casa de las ideas hasta ahora. “No vencemos nuestros demonios. Sólo los dejamos atrás”, explica La Ancestral con sabiduría para referirse a la mejor manera de superar los miedos. Los villanos siempre vuelven. Una metáfora perfecta para asegurar que Marvel ya debe estar pensando en la secuela.
Silencio compartido La radio prendida con la fritura de los informativos de la AM, los manteles individuales tejidos debajo de los adornos añejos, la pava y el mate estacionados en la mesa de la cocina que se superponen a la botella de licor abierta. Una escena casi detenida en el tiempo que se desarrolla en una de esas casas olvidadas por la inmensidad de Buenos Aires. De este tipo de instantáneas impasibles, pero recargadas de tensión latente, es que se compone Armonías del caos para insinuar los conflictos que quedan fuera de plano. Con pocos elementos visuales y un elenco reducido, liderado por el veterano Lorenzo Quinteros, el debutante director Mauro López se vale del filtro en blanco y negro y los planos secuencia para lograr una atmósfera a la vez cotidiana y opresiva, capaz de reflejar las decisiones morales que los personajes se debaten a lo largo del film. De forma escalonada, la historia es narrada a lo largo de un día en la vida de una pequeña familia de clase media-baja. Durante la primera mitad del film el eje central se sitúa en Alberto (Quinteros), un parco jubilado que vive junto a su hijo Fernando (Carlos Echavarría) y su nuera (María Laura Belmonte), y en el carácter dominante basado en insultos y actitudes agresivas que este ejerce sobre su núcleo familiar. Algo que se condice con la dificultad que posee para relacionarse con el mundo exterior, y que se ve representado a través de su alcoholismo y fetichismos. Sin embargo, la irrupción fallida de un ladrón en la casa será un quiebre fundamental en la tormentosa relación de padre e hijo, mientras deciden qué hacer con el delincuente que lograron reducir. Las consecuencias de este incidente bisagra en el argumento dan pie a diversas reflexiones sobre la ética, la religión y hasta de la naturaleza instintiva del ser humano en su concepción del bien y el mal (especialmente durante las intervenciones de Sergio Pangaro como una suerte de deus ex machina del universo mafioso). Aquí es donde el buen despliegue actoral y la profundidad de los diálogos (y oportunos silencios) terminan replanteando una polémica impensada en cuanto a la justicia por mano propia y las distintas realidades sociales que pueden llevar a la delincuencia. Mauro López juega con la carga simbólica de determinados planos y dualidades en escena que van más allá del mero manifiesto ideológico, sino que además brindan una libertad interpretativa aún mayor de lo que se puede apreciar a simple vista. De esta manera Armonías del caos se define mejor desde la sencillez con la que deja entrever que varias preguntas del argumento carecen de una respuesta clara, precisamente porque es intencional que dependa del público darles una solución. El debate está servido.
La amistad por sobre el resto “Lo difícil de entender cuando eres niño es que tus padres son personas también. Cometen los mismos errores y tratan de hacer lo que creen que es correcto”, le confiesa Brian (en la piel de un excelente Greg Kinnear) a su hijo Jake, intentando explicar que nadie es perfecto, que él mismo puede ser víctima de las mismas inseguridades que sufre cualquier persona, sin importar la edad. Este diálogo tan duro como necesario se traduce en lo que a todo hijo le cuesta reconocer durante gran parte de su vida: Toda experiencia significa un aprendizaje. Tal como en su último film Love is Strange (2014), el director Ira Sachs y su co-guionista Mauricio Zacharias realizan una especie de continuidad poética a la hora de retratar la esencia efímera y conflictiva de las relaciones humanas, enmarcadas en la cotidianeidad cosmopolita de la ciudad de Nueva York. Pero sea a partir de la difícil separación de una pareja del mismo sexo – acercándola a los mismos parámetros únicos y universales de cualquier pareja – o profundizando la lealtad genuina de la amistad en la adolescencia, Por siempre amigos se muestra como la cuidadosa acumulación de pequeños momentos significativos que influyen en el desarrollo de un individuo. Una sumatoria de situaciones que revelan un costado mucho más humano que cualquier película que se precie de tratar temáticas sociales con altura, y que al mismo tiempo la acerca a la impronta lograda por Boyhood (2014) de Richard Linklater. littlemen2-proyector Tras el fallecimiento de su padre, Brian Jardine (Kinnear) vuelve a la casa paterna en Brooklyn con su familia para realizar el funeral y resolver algunos inconvenientes con la propiedad. Con dificultades para mantener su profesión de actor under y acompañado por su esposa Kathy (Jennifer Ehle) y su introvertido hijo de 13 años Jake (Theo Taplitz), el conflicto emocional por la pérdida familiar no es lo único con lo que va a tener que lidiar en el regreso al barrio de su niñez. Al lado de la casa, precisamente junto a la puerta de entrada, se encuentra un humilde taller de costura atendido por una inmigrante chilena llamada Leonor (Paulina Garcia) y su hijo Tony (Michael Barbieri), de la misma edad que Jake y con el cuál rápidamente se convierten en amigos inseparables. Las diferencias de carácter entre Jake y Tony son muy pronunciadas, pero esto hace que su cariño mutuo sea aún más auténtico. Mientras que Jake es plenamente tímido y a su vez talentoso en el dibujo y la pintura; Tony es sociable, histriónico y ambicioso para con su sueño de seguir una carrera como actor, tal como el padre de su amigo. Es a través de ellos dos que la película se sitúa como una ventana a su mirada inocente cuando se enfrentan a las complejidades del mundo adulto, en una disputa que nada tiene que ver con su amistad. Al parecer el padre de Brian apreciaba mucho a esta familia y para él ocupaban un lugar más importante como compañía que como inquilinos a los que se les debería cobrar un alquiler. Sin embargo, la situación económica para los Jardine no es la mejor y un negocio tan valioso en esa zona residencial de la ciudad podría significar una gran ayuda para saldar deudas. No obstante la conversación con Leonor sobre la posibilidad de pagar una hipotética renta no acaba de la mejor manera cuando ella sostiene que deberían respetar los deseos del dueño fallecido al dejarla vivir allí. Esto termina influyendo negativamente en la relación de los dos chicos. littlemmen3-proyector Sachs es un ávido realizador dedicado a la representación natural de las emociones humanas, algo que no deja de sorprender cuando el talento de los jóvenes Taplitz y Barbieri (Jake y Tony en el argumento) son la razón fundamental por las que el film se desarrolla con una sensibilidad entrañable. Incluso sin poder ponerse de ningún lado de la discusión entre ambas familias, es el distanciamiento forzado de los dos chicos lo que genera que Por siempre amigos pueda ser vista de manera distinta, según el ángulo desde donde se la observe. Sea desde el conflicto lógico de intereses de los padres por el uso ideal del negocio o en la importancia de mantener al margen a los hijos y salvar su amistad. Debates tan personales como éste son los que se dejan al criterio de cada uno. Un pequeño fragmento de la historia que acompaña y cuestiona de forma activa al espectador mucho después que finalicen los créditos finales, en una tarea de reflexión introspectiva que el cine nunca debería dejar de brindar.
La guerra de escritorio Sin dudas, la industria bélica es uno de los productos más asombrosos que pudo haber creado el imperialismo norteamericano dentro de su poderío económico mundial. Sólo los sabios iletrados estadounidenses son capaces de vender todo tipo de guerras – e ideologías – por medio oriente con la misma facilidad que una cajita feliz encandila al sobrino más revoltoso. Pero desde la explotación desvergonzada de la libertad para portar armas de fuego hasta la sencillez con la que cualquiera puede romper su sistema infalible de libre mercado, ningún período representa mejor estos ideales huecos que la gestión Bush en pleno post 9/11. Sin embargo, tampoco es cuestión de ponerse a estudiar a fondo el contexto yanqui para darse cuenta que la trama de Amigos de armas (2016) no puede ser tan real como inverosímil. Incluso con la dirección de Todd Phillips (célebre cráneo de la trilogía Hangover), el relato de cómo dos veinteañeros estafaron millonariamente al ejército de los Estados Unidos con armamento defectuoso deja de ser una solemne denuncia a los tejes y manejes de las licitaciones militares, para convertirse en una buddy-movie vibrante con varios elementos del universo Scorseseano. Basada (a grandes rasgos) en un artículo de la revista Rolling Stone, la epopeya de David Packouz (Miles Teller) y Efraim Diveroli (Jonah Hill) que los llevó a convertirse en los líderes indiscutidos del tráfico de armas es el equivalente bélico de lo que Adam McKay replicó magistralmente hace unos meses en La Gran Apuesta (2015) con el llamado crack económico. Sólo que aquí reemplazamos las acciones de Wall Street por ametralladoras AK-47. Prácticamente nadie podía quedarse afuera entre las miles de contrataciones militares diarias que surgían como producto de la invasión estadounidense a Irak, y eso justamente es lo que se ve reflejado en la vorágine con la que los protagonistas disfrutan de su éxito repentino. War-Dogs-img1-Proyector Pero todo el dato duro de los métodos de distribución, finanzas fraudulentas y técnicas de comercialización se hacen a un lado cuando la voz en off de David, con sus epifanías al mejor estilo Godfellas (1990), es la encargada de llevar adelante la narrativa como si tratara de la crónica de una muerte anunciada. Estas versiones ficcionalizadas de Packouz y Diveroli son el prototipo del mismo tipo de derroche que Jordan Belfort hacía gala en El Lobo de Wall Street (2013), del cual no solamente toma prestados los delirios de Jonah Hill, sino también la facilidad con la que Scorsese hace que nos encariñemos con personajes moralmente repulsivos. El magnetismo que genera el dúo principal funciona en gran medida gracias a la química que desarrollan estos dos amigos dispuestos a todo con tal acceder a lo más alto del mercado armamentístico. Sea escapando de la guerrilla por las rutas de Bagdad o realizando tratos con los resabios soviéticos en Albania, todas estas situaciones se viven como una travesura digna del anecdotario más curioso. No obstante, mientras que Miles Teller queda un poco desaprovechado – más todavía si se lo compara con su papel de Whiplash (2014) – dentro del carácter pasivo y casi servicial de Packouz, es Jonah Hill quien se luce a la hora de encarnar a Efraim como un verdadero psicópata y dirigir el verdadero ritmo del argumento. La personificación del actor es tan cautivadora que hasta su risa ridícula (cercana a un chillido) funciona como un signo de exclamación en los momentos más tensos. Momentos en donde no hay vuelta atrás y se ve cómo un Efraim calculador decide destruir o traicionar al que tiene enfrente sólo por un comentario desafortunado. “La guerra es un sector más de la economía” se afirma varias veces durante el film, tal como lo hacía Nicholas Cage en El Señor de la Guerra (2005). Amigos de Armas cuenta con una visión políticamente incorrecta de los conflictos armados, que casi minimaliza totalmente la tragedia implícita que significan los campos de batalla. Algo que resulta difícil de olvidar si se trata de racionalizar demasiado en una película que más que imponer una moralina antibélica, intenta divertir sin muchas pretensiones. Al fin y al cabo los criminales siempre pagan, y eso es algo que Hollywood se encarga de aclararlo en los primeros cinco minutos.
Colores y fuegos artificiales Las comparaciones entre DC y Marvel siempre son odiosas cuando se trata únicamente de gustos personales. Está claro que ponerse a discutir sobre eso sería el equivalente a un eterno Boca/River que jamás va a tener solución. Sin embargo, lo primero que surge a simple vista cuando hablamos del incipiente universo cinematográfico DC es la imperiosa necesidad de ponerse a la par de su rival directo lo antes posible, cueste lo que cueste. Aunque esto signifique condensar la prolija planificación de más de una docena de películas en sólo tres. Después del fiasco que resultó Batman Vs Superman: Dawn of Justice, Suicide Squad (2016) generaba otra vez una expectativa sin igual a través de la confirmación de un elenco de primer nivel, sumado a los cientos de filtraciones sobre la historia, los probables cameos y las noticias de Jared Leto regalándole cosas raras a sus compañeros. Y si encima los tráilers – uno mejor que el otro – no hacían más que prometer aún más desenfreno y locura por parte de estos villanos emblemáticos, no había dudas de que la Warner Bros. se proponía conquistar definitivamente al público esquivo y la crítica por igual. Ahora el interrogante está en saber si realmente lograron estar a la altura de las circunstancias, incluso después de enterarnos que existen seis o siete versiones finales de la película. El film dirigido por David Ayer (End of Watch, 2012, Fury, 2014) se sitúa precisamente después del enfrentamiento entre el caballero de la noche y el hombre de acero, en un mundo con la misma preocupación de enfrentarse a fuerzas todopoderosas capaces de destruir la Tierra en un abrir y cerrar de ojos. Para evitar esto y que cualquier meta-humano de turno sea el próximo en borrarnos del mapa, el gobierno de los Estados Unidos le encomienda a la jefa de inteligencia Amanda Waller (Viola Davis) la tarea de crear un grupo de los peores criminales de Ciudad Gótica y así usarlos como carne de cañón en las misiones más peligrosas, a cambio de una reducción en sus cadenas perpetuas. Este conjunto de inadaptados compuesto por Deathshot (Will Smith), Harley Quinn (Margot Robbie), Killer Croc (Adewale Akinnuoye-Agbaje), Diablo (Jay Hernández), Boomerang (Jai Courtney) y Slipknot (Adam Beach) será el equipo titular liderado por el militar Rick Flag (Joel Kinnaman) y su segunda al mando Katana (Karen Fukuhara) encargado de luchar contra una nueva amenaza sobrenatural de proporciones colosales. A ellos se le suman Jared Leto como una nueva encarnación del Joker más ligada al crimen organizado y Cara Delevingne bajo la dualidad de la científica June Moone, novia de Flag, y el espíritu ancestral que la posee, Enchantress. Suicide Squad-Proyector De todas formas, Suicide Squad es un film que se vende mejor por sus avances e imágenes promocionales que por su verdadero producto final. Varios momentos épicos se adelantaban durante la extensa campaña de marketing que precedió al estreno. Pero a pesar de suceder exactamente igual que en los tráilers, varias de estas situaciones se develan apenas pasados los primeros cuarenta minutos de la historia y tampoco de la mejor manera. Esto se debe en gran parte a la irritable y fracturada edición de la película que hace de la historia un simple álbum de fotos. Como si hubieran tomado las mismas escenas inconexas de los anuncios publicitarios y las apilaran, una arriba de la otra, hasta cubrir las dos horas de duración. Algo que se termina traduciendo en una sumatoria de flashbacks salpicados y meta-referencias por doquier, sin ningún tipo de desarrollo argumental definido más que pasar de una secuencia de acción a otra. Por otro lado, el ya mencionado apuro de DC por igualar el mismo recorrido de cinematográfico de Marvel hace que la narrativa se mueva a un ritmo torpe y vertiginoso, sobreentendiendo varios giros en nombre de los fans comiqueros y omitiendo la necesidad de aportar motivaciones reales a esta banda de criminales, más allá de una improbable liberación. La violencia y la alienación esperable de estos marginados en esencia quedan patentes en una conclusión que los acaba poniendo inevitablemente en el lugar de héroes. Incluso para un desquiciado como el Joker. Y justamente hablando del Joker, esta nueva personificación de Jared Leto tampoco está a la altura de lo esperado. Esto no es culpa de Leto, quien ya ha demostrado que su método actoral es digno de reconocimiento, sino por la impronta genérica que irradia el personaje si la comparamos con el carácter anárquico del interpretado por Heath Ledger o el sello grotesco acuñado por el de Jack Nicholson. En esta versión, el Joker es simplemente un mafioso, el líder de una pandilla armada que roba bancos y regentea un strip club. Algo que en definitiva puede ser la señal identificatoria de cualquier villano, pero que no se reconoce en el arquetipo del caos con el que siempre se lo asoció. En la misma vía aparece Harley Quinn, cumpliendo un rol casi funcional como un mero dispenser de remates. Su locura es solamente una pose artificial e ingenua, que no llega a hacer justicia con la verdadera naturaleza impredecible y desequilibrada del personaje. Sin embargo, eso no quita que dentro de esta caracterización unidimensional, Margot Robbie se las ingenie para encantar con su magnetismo y simpatía en cada una de sus intervenciones. suicide-squad-proyector Fuera de este dúo protagónico el resto del elenco corre más o menos la misma suerte, pero con la diferencia de sufrir una mayor carencia de desarrollo y profundidad. En esta cuestión se puede discutir la participación anecdótica de Jay Courtney como Boomerang, la escasísima presencia del Killer-Croc de Adewale Akinnuoye-Agbaje, la medida displicencia de Joel Kinnaman para ponerse en la piel de Rick Flag y el reduccionismo que el mismo guion ejerce sobre el personaje de Cara Delevigne a lo largo de la trama. A lo sumo se podría destacar un poco más a Jay Hernández, quien tiene sus momentos de protagonismo honroso como el piromaníaco Diablo. No bastante, las únicas excepciones a esta regla son Will Smith y Viola Davis. Ambos personajes exponen todo el temperamento y personalidad que carecen el resto de sus compañeros de segunda línea. Este Deathshot humanizado es una mezcla entre el padre sensible de The Pursuit of Happyness (2006) con el carisma del Capitán West de Wild Wild West (1999). Es prácticamente Will Smith haciendo de sí mismo y eso es algo que sorprendentemente le queda bien al personaje. Por su parte, Viola Davis como la despiadada Amanda Waller puede que sea fácilmente de lo mejor del film. Su papel es tan intenso que logra opacar como verdadera villana a los mismos delincuentes que ella reclutó. Suicide Squad se convierte en una decepción más dentro del intento de consolidación de DC en el cine. Toda la rebeldía y la originalidad que venía prometiendo desde su anuncio (allá por 2014) fue algo que quedo bastante desdibujado a partir de la incertidumbre de Warner, al no saber cómo encontrarle la vuelta a estos icónicos personajes. La filmación de escenas a poco tiempo del estreno y la cantidad de cortes de difusión pueden que sean la mayor prueba de esta indecisión empresarial. Sin embargo, el despliegue visual de esta producción y lo entretenida que llega a ser por momentos, son justamente las claves para que cada uno vaya a verla y pueda juzgar por sí mismo. Ahora la esperanza está en el Batman de Affleck.
Todo por el aplauso Relatos como el de Florence Jenkins son parte del vasto repertorio de fantasías y mitos que tanto nos fascinan del mundo del espectáculo. La epopeya de una mujer con la ausencia total de talento para el canto lírico, que aún así logra cumplir su sueño de actuar en vivo recibiendo el cariño de miles de personas, y encima en uno de los teatros más representativos de Nueva York, es el equivalente al status de culto que posee actualmente Ed Wood como el peor director de la historia. Florence, la mejor peor de todas (2016) significa un verdadero desafío para el realizador inglés Stephen Frears – tras la multipremiada Philomena (2013) –, poder no sólo recrear las particulares circunstancias en las que Jenkins se convirtió en un ícono popular de la década del 40’, sino diferenciarse de las exitosas adaptaciones teatrales y su reciente reinterpretación francesa (Marguerite, 2015) sin caer en la mera ridiculización del personaje únicamente al servicio del efectismo de la comedia. A la par de la historia real, Florence Foster Jenkins (espectacular Meryl Streep) es una acaudalada mujer con el sueño de triunfar como actriz y cantante de ópera. El problema es que su canto es lo más cercano a los graznidos de un ganso y su interpretación escénica tiene la misma trascendencia que una figura de cartón. De todas formas, sus actuaciones tienen un tenor de misterio dentro de la elite artística neoyorkina y cada vez que ella se presenta en alguna sala (siempre pagada con su heredada fortuna) las funciones reciben solamente elogios por parte de los chupamedias de siempre. Periodistas codiciosos, interesados personajes ilustres del ambiente musical, amigos aristócratas, todos participan a la hora de aclamar los alaridos de la protagonista en el escenario como si fueran coros angelicales. Esto se debe en gran medida a los suculentos sobornos y donaciones que realiza su marido, un tal St. Clair Bayfield (Hugh Grant), que a pesar de haber fracasado como artista – más específicamente como actor – se dedica a tiempo completo a mantener un mundo de ilusión para Florence que le haga creer que tiene una voz y condiciones maravillosas, y de paso aprovecha para vivir cómodo con una amante en un departamento alquilado por su ingenua esposa. Sin embargo, a ella no le alcanza con actuar en teatros pequeños y con poca gente. Ella quiere cantar a gran escala, demostrarle a todo el mundo ese talento que tanto le enaltece su público selecto. Es así que decide prepararse un poco mejor y contrata como pianista acompañante al joven Cosme McMoon (Simon Helberg), con la intención de presentarse en el célebre Carnegie Hall y que el mundo del arte por fin la conozca. El único inconveniente es que en este caso es imposible sobornar a todo el auditorio, lo que significa que por primera vez los espectadores van a ser totalmente francos con las pobres aptitudes vocales de la señora Jenkins. 00ff0d625b7f4efb969e367627e24279 Frears nos hace cómplices de esta fantasía feliz en la que vive Florence, rodeada de celebridades del mundo del espectáculo y halagadores compulsivos que sólo buscan su amistad para financiar sus propios proyectos. Algo que dota al personaje de una ternura tal que hace empaticemos inmediatamente con sus delirios de diva y su impetuosa necesidad por encajar en el esnobismo de la música, pero sin dejar de sentir vergüenza ajena cada vez que comienza a cantar. Son esos momentos de risa culposa, en donde la adorable incompetencia de la protagonista en el escenario nos da la pauta de que Maryl Streep ya sobrepasó un límite de perfección en cuanto a solvencia actoral. Es increíble – y al mismo tiempo ya no sorprende teniendo en cuenta su record de premios y nominaciones – ver cómo se las sigue ingeniando para reinventarse a nivel interpretativo y logra recrear personalidades tan únicas y dispares como el rol de turno se lo requiera. La absurda facilidad con la que puede emular los chillidos de Florence cantando ópera, sólo se puede comparar con la complejidad que le otorga al personaje cuando se va conociendo poco a poco su penoso pasado. Aunque Meryl Streep no está sola, Hugh Grant y Simon Helberg son los dos otros ejes principales en los que se asienta la comedia cada vez que les toca ser testigos silenciosos de la egolatría de Florence. Aquí Helberg demuestra una vez más lo versátil que puede ser como actor y comediante, poniéndose en la piel del tímido y apocado pianista Cosme Mcmoon, un rol muy distinto al sexualizado Howard de la ya gastada sit-com The Big Bang Theory. Por otra parte, Grant repite su clásico lugar común de inglés seductor, el cual interpreta casi de memoria entre película y película. Sin embargo son esos mismos modismos de británico sofisticado y pedante, los que hacen de su personaje y sus motivaciones algo interesante de ir descubriendo a lo largo del argumento. Y con el atractivo de posicionarse como una parodia del llamado porte Roger Moore que lo hace aún más divertido de ver. Sin dudas este es uno de sus mejores papeles en años. Por último hay que rescatar el gran despliegue artístico que conlleva una producción y elenco de estas características. De esta manera, podemos apreciar una ambientación excelsa que representa a la perfección el vocabulario, la estética e impronta exitista de la década del 40’, un periodo convulsionado por la vorágine de la caída del nazismo y la revalidación de la industria del cine y el teatro norteamericano como el canon artístico occidental. En ese contexto de entusiasmo patriótico de la posguerra es que la absurda historia de Florence Jenkins deja de ser una simple comedia y se convierte en un documento de época. Porque si bien la historia de “la peor cantante de ópera que pudo ver el Carnegie Hall” esta ficcionalizada para coincidir con los criterios estilísticos del cine, es el encanto poético del personaje de Florence lo que hace que al final terminemos admirando su incondicional pasión por la música. Aunque la interprete con la peor de las aptitudes.
Igual pero mejor Es indudable que, dentro de la nueva comedia americana, son los mismos estereotipos y personajes emocionalmente inmaduros los que dominan la gran escena del género. Desde el derrotero sin fin de Adam Sandler con films como Grown Ups (2010) hasta el nuevo standard de calidad creado por Todd Philips y la trilogía ¿Que pasó ayer? (The Hangover), todos son exponentes en mayor o menor medida del gag efectista e inmediato, sin grandes pretensiones argumentales. Una fórmula que, cuando se pone en práctica, depende principalmente de la dinámica del guion y la química actoral para que los clásicos lugares comunes sean algo anecdótico, más que una falencia para remarcar. Y justamente es en esa singularidad que una secuela tan innecesaria y continuista como Buenos Vecinos 2 (Neighbors 2: Sorority Rising) funciona en lo más importante: Hacer reír. No nos equivoquemos, la segunda parte de Neighbors (2014) – también escrita y dirigida por el británico Nicholas Stoller – es igual de incoherente y descerebrada que la primera, teniendo en cuenta que la premisa es casi calcada de la anterior y el humor es igual de burdo que cualquier episodio de Jackass. Prácticamente no existe ningún aporte significativo que la haga más atractiva para el que está acostumbrado a un humor más elaborado. Dicho esto, podemos decir que el reciclado argumento de adultos vs adolescentes pasa a un segundo plano cuando los chistes y los personajes se complementan de forma ideal. Seth Rogen y Rose Byrne vuelven a ser Mac y Kelly Radner, dos ineptos padres de una nena de dos años y otra por venir, más preocupados en fumarse un porro que en evitar que su hija juegue con un consolador vestido de princesa. Ya pasaron dos años desde aquella batalla contra la fraternidad de universitarios fiesteros liderados por Teddy (Zac Effron) y Pete (Dave Franco) y ahora el mayor anhelo de esta divertida pareja es vender su casa para poder mudarse a los suburbios, aprovechando que la paz volvió al barrio. La única condición es que pasen primero por un período de prueba que convenza a los compradores que no existe ningún inconveniente con la casa ni con los vecinos. Sin embargo, el problema surge cuando otra hermandad de estudiantes desenfrenados son precisamente los nuevos vecinos con los que tienen que lidiar los Radner. Encabezado por Shelby (Chloë Grace Moretz), este grupo de chicas busca romper con las reglas misóginas de la universidad que sólo permiten hacer fraternidades masculinas y para eso intentarán defender sus derechos recién adquiridos a base de música fuerte, alcohol y drogas blandas. Frente a este panorama, la única solución que les queda a Mac y Kelly es aliarse con un viejo enemigo, la única persona capaz de crear como de arruinar fiestas: Teddy. Buenos Vecinos 2 Al igual que en la primera película, Buenos Vecinos 2 mantiene esa impronta grandilocuente de convertir lo absurdo en algo épico. Los varios enfrentamientos entre ambos bandos son una cuestión de logística militar exagerada que casi siempre terminan en situaciones delirantes cargadas de slapstick y al límite de lo escatológico. Algo que deriva en un humor, que si bien puede parecer gastado en los papeles, encuentra la mejor versión en sus intérpretes. Tanto Rogen como Byrne son los pilares fundamentales para que cada conflicto concluya por lo general en un buen remate. El guion acompaña pero es la química de este dúo en escena lo que hace que en algunos momentos la gracia provenga más de sus expresiones que de los diálogos. Caso aparte es el de Zac Effron, el cual tomó la mejor decisión de su carrera al dejar atrás su edulcorada imagen de ídolo teen para pasar explotar su faceta cómica parodiándose a sí mismo (aunque no siempre con buenos resultados). Puntualmente en este film, el idiota querible de Teddy es su mejor papel hasta ahora – Aunque corra peligro de encasillarse de nuevo. Por otro lado, la inclusión de la siempre talentosa Chloë Grace Moretz como la intrépida Shelby es una las mejores incorporaciones al elenco, no obstante su soltura en cámara no es suficiente para consolidar un personaje algo falto de personalidad desde un principio. Esto se hace más evidente cuando se lo compara con la poca participación que tiene esta vez Dave Franco, uno de los puntos fuertes de la primera entrega y que ahora cuenta con un espacio por demás reducido dentro la historia. Fuera del plano actoral, es curioso ver que una película de este tipo sitúe al sexismo en un lugar preponderante y que a su vez sea algo de lo que los personajes se encarguen de hacer notar en todo momento. Dentro de un contexto histórico en donde se favorece la reivindicación de la igualdad de género, esta pequeña declaración de principios cumple en equiparar los estereotipos negativos masculinos al retratar a los personajes femeninos con las mismas actitudes groseras y sexualmente activas que las que se suelen asignar a los hombres, y sin ningún tipo de juicio de valor al respecto. Un pequeño granito de arena frente a la doble moral con la que se representan los sexos. Neighbors 2 es el equivalente a un placer culposo para los que disfrutamos de una comedia chabacana de vez en cuando. De todas formas, detrás de los chistes fáciles y un argumento inverosímil, se puede encontrar un trabajo de relojería capaz de convertir el gag más básico en una sumatoria de ocurrencias más complejas apreciadas en conjunto. Porque a pesar de pertenecer a un subgénero bastardeado dentro de la comedia, esta secuela es algo más de lo que aparenta a simple vista.
La evocación del recuerdo La memoria nunca funciona de manera lineal cuando se quiere recordar algo. Sino que se compone de fragmentos y porciones sobre distintos detalles para poder dar forma a un recuerdo que siempre termina siendo la representación caprichosa de lo que quisimos ver en ese momento. Es una dicha que nos ayuda a tapar los baches del olvido y al mismo tiempo nos obliga a pasar por alto el rigor de los hechos cuando dejamos atrás los criterios inocentes con los que mirábamos el mundo cuando éramos chicos. Esta metodología tan compleja para revivir el pasado es la que hace sea tan complicado explicar un recuerdo; Y es la misma por la que Crespo (La continuidad de la memoria) se define como una propuesta que difícilmente se pueda descubrir fuera del ámbito de un festival, si no se está familiarizado con indie del cine argentino. Contando con un más que cálido recibimiento en el último BAFICI, su director Eduardo Crespo (Tan cerca como pueda, 2012) se las ingenia para concebir un documental – si es que no se le puede clasificar como ensayo – digno del género más asertivo para definir al cine como forma de expresión absoluta y genuina, dispuesto a la catarsis de temáticas como la infancia, la escuela, los padres, el lugar de pertenencia, y en definitiva la identidad constituyente en la que cada uno tendría un libro (o muchos) para contar con entusiasmo y dedicación su propia historia. La ocurrente presentación del director al afirmar que se apellida Crespo, nació en Crespo (Entre Ríos) y que ahora vive en Villa Crespo (Buenos Aires), es lo que nos introduce al autodenominado experimento con el que intentará recorrer el pueblo en el que creció y sus orígenes. Una tarea que a simple vista parece un mero panfleto turístico de la ciudad con su tradición avícola y sus modestos atractivos, pero que no tardará en convertirse en la evocación del recuerdo de su padre como figura ilustre del lugar y modelo inalcanzable de admiración. Una relación primaria lo suficientemente fuerte y significativa para que se deje llevar emocionalmente hasta el punto de convertirse él en su propio objeto de estudio. “Los hijos guardan secretos en el espacio y los padres en el tiempo”, sostiene Crespo mientras analiza con la cámara cada libro, adorno o foto familiar como si quisiera encontrar la esencia incompleta de su niñez, expresada a través del amor y el recuerdo de los que ya no están. De esta manera, el autor se analiza a sí mismo a partir de las imágenes y no al revés. Algo que también se ve representando, en tanto cada paisaje de la tímida geografía entrerriana testimonial del principio comienza a cobrar un sentido poético cuando se lo mira con los ojos del director. Crespo (La continuidad de la memoria) es un viaje introspectivo que tranquilamente puede ser asociado con la mecánica caótica que utilizamos para armar el complejo rompecabezas de la memoria. Una serie de recuerdos confusos y sin estricta relación con los que aparentemente Crespo logra resignificar su genealogía, a la par que consolida su identidad como director. Una fórmula interesante para comprender el pasado, presente y futuro de un individuo desde lo psicológico hasta lo cinematográfico. Crespo (La continuidad de la memoria) se proyecta todos los sábados de junio y julio, a las 20hs, en el MALBA (Figueroa Alcorta 3415).