Michael Bay tenía razón Pocas franquicias han sido tan frívolamente explotadas como lo fueron Las Tortugas Ninja durante gran parte de la década del 90 hasta el presente. Desde la ampliamente conocida serie de animación pasando por películas live-action, juguetes de todo tipo, video juegos, musicales (si, musicales) y nefastas entrevistas en vivo con actores disfrazados para un sinnúmero de programas de televisión. Cualquier producto de dudosa calidad sigue siendo rentable para promocionar el indudable carisma de estos personajes y su afición por la pizza y las artes marciales. No obstante – a pesar de haber aparecido hasta en la sopa – la llegada de Michael Bay como productor del reboot de la saga (Teenage Mutant Ninja Turtles, 2014) es actualmente tomada como la verdadera caída en desgracia de una licencia que viene a los tumbos hace rato. Parece increíble que haya llegado el momento de justificar a Michael Bay en algo (si tenemos en cuenta que su influencia en el cine se basa únicamente en billetes y explosiones), pero luego del largo prontuario que recorre a las tortugas desde su primera aparición como cómic parecería un poco injusto señalar al director de Transformers como el máximo culpable del declive. Y más todavía cuando esta secuela podría ser la representación más pura de una nostalgia mentirosa. En esta ocasión, los hermanos Leonardo, Donatello, Rafael y Michelangelo (voces de Pete Ploszek, Jeremy Howard, Alan Ritchson y Noel Fisher) vuelven a luchar contra el temible Shredder (Brian Tee), aunque esta vez acompañado por el alienígena dictador Krang (Brad Garret) y su fórmula química capaz de crear soldados mutantes para dominar el mundo. Es así que con la ayuda de la periodista April O’Neil (Megan Fox) y el novato policía Casey Jones (Stephen Amell, de la serie Arrow) deberán defender al planeta de una inminente invasión interdimensional, al mismo tiempo que enfrentan los prejuicios de los seres humanos por su grotesca apariencia. TMNT-2 Haciendo frente a las forzadas reinterpretaciones maduras que tanto están de moda, Tortugas Ninja 2: Fuera de las sombras (2016) intenta sostenerse a base de una impronta intencionadamente caricaturesca y desenfadada puesta al servicio de emular la esencia kid-friendly con la que crecieron la mayoría de los fanáticos, en vez de homenajear el estilo gore de los personajes en sus comienzos como historieta. Esto se hace más notorio cuando descubrimos que el argumento es meramente una excusa para situar a los protagonistas en escenas de acción desenfrenada. Por sobre esto, la narrativa Inevitablemente termina resultando básica, dividiendo didácticamente la historia en porciones que bien pueden resumirse como bloques televisivos. Algo que se combina con la casi inexistente explicación sobre los planes o motivaciones de los villanos y la constante aclaración de todo lo que sucede en pantalla. Por otro lado, tanto Shredder, April O’Neil y Casey Jones (los únicos personajes principales físicamente tangibles), son los menos desarrollados y carentes de personalidad en un elenco que no se destaca por su profundidad. En casos puntuales, hasta llegan a ser moldes vacíos en los que Megan Fox y Stephen Amell se calzan para acompañar la trama sin temor a desentonar. Claramente todas estas características son propias de un film descuidado, libre de cualquier otra intención que no sea la de crear un artículo de consumo masivo y perjudicial para los seguidores que anhelan una adaptación a la altura del material original, y sin embargo parece que Bay y su equipo lograron inconscientemente recrear a la perfección nuestros más recónditos recuerdos de Las Tortugas Ninjas como simples vendedores de juguetes y golosinas. Sólo un par de horas después de ver la película es que me di cuenta de que la serie que adoraba de chico nunca se caracterizó por sus argumentos complejos o el magistral desarrollo de sus personajes. Ni siquiera el estilo visual se destacaba en esos tiempos (con suerte se podían diferenciar a los protagonistas por el color de su antifaz). En esa época Las Tortugas Ninja frecuentemente funcionaban como una publicidad tradicional innata para la venta de merchandising, así que la locación forzada de marcas comerciales tampoco es algo nuevo. Entonces por qué existe tal indignación por la supuesta malinterpretación en el diseño y personalidad de un mundo que siempre fue igual de superficial y pueril. Probablemente sea nuestra incapacidad para reconocer que no todo lo que recordamos como sublime o de calidad indiscutible era tan perfecto como lo recordábamos. Es muy difícil tener que darle la derecha a un director tan repudiable y a la vez imprescindible para la industria como es Michael Bay (aunque en este caso sea solamente productor) y decir que por primera vez su mirada no es errada, incluso de forma accidental y a partir de sus intencionales falencias. Me encantaría poder decir que Bay está equivocado, que sus inescrupulosos intereses económicos destrozaron la franquicia, que su incapacidad creativa es la mayor responsable de todos nuestros desengaños cinematográficos, pero indudablemente sería un necio. Porque si existe algo en lo que nosotros como público siempre caemos, es en pretender que el cine se proyecte como nuestro ideal de nostalgia.
El hilo roto Desafortunadamente El hilo rojo será más recordada por el amorío real de los dos actores protagonistas – relacionado con el periodismo del corazón – que por lo estrictamente cinematográfico que pueda ofrecer el film. La directora Daniela Goggi tenía el poder de hacer caso omiso a todo el revuelo publicitario que pudiera opacar la potencial evolución profesional de su segundo largometraje y hacerlo brillar por sus propios medios, pero se sabe que a mayor notoriedad en los medios (sin importar la buena o mala prensa), mayor la venta de entradas. Y es que ya no importa la cantidad de veces que haya aclarado en conferencia de prensa que su película trata sobre el amor, las infidelidades o la culpa, ahora el morbo pasa por ver a Benjamín Vicuña y a Eugenia Suárez finalmente como pareja en pantalla. Teniendo esta suposición bien presente es que podemos hablar de El hilo rojo como una obra casi publicitaria, digna del comercial de una tarjeta de crédito, desde la grosera locación de marcas y escenarios de postal hasta la frívola impronta con la que se intenta representar el enamoramiento de dos personas. Vicuña y “la china” Suárez son Manuel y Abril, dos desconocidos que por casualidad coinciden en un aeropuerto e inevitablemente reciben el flechazo del amor a primera vista. Él es un experto en vinos, algo tímido pero decidido. Ella una joven y bella azafata con ganas de llevarse el mundo por delante. La atracción de ambos es evidente, lo que hace que las sonrisas y miradas cómplices que comparten durante ese corto tiempo de pre-embarque sean la antesala de un apasionado beso durante el vuelo. Ya en tierra arreglan volver a verse, pero lamentablemente un confuso incidente en migraciones (magistralmente no explicado) hace que se separen y que cada uno continúe con su vida. Las vueltas de la vida hacen que se vuelvan a encontrar siete años más tarde en la paradisíaca ciudad colombiana de Cartagena, aunque la situación ya no es la misma: Ambos están en pareja, con hijos y más responsabilidades que cuando se cruzaron por primera vez. Sin embargo esto no les impide volver a seducirse el uno al otro y terminar consumando por fin la relación que había quedado trunca en el pasado. Ahora el dilema de Manuel y Abril será elegir entre regresar con sus familias y olvidar esta fugaz pero intensa aventura, o hacer frente a la culpa y concretar lo que podría ser en esencia el amor verdadero. El hilo rojo 2016 El argumento dice basarse principalmente en la milenaria leyenda oriental del hilo rojo (de ahí el título), el cual sostiene que dos almas gemelas estarán por siempre destinadas a estar juntas sin importar los obstáculos ni dificultades que se crucen en el camino. Una determinación que nunca llega a ser del todo puesta en práctica porque el supuesto amor sincero que se intenta exponer jamás deja de ser una simple atracción física. En ningún momento existe un conocimiento mutuo por parte de los personajes que no sea el del contacto sexual. Es más, con suerte saben cómo se llama cada uno y que a ambos les gusta Amy Winehouse (pieza fundamental de la musicalización cada vez que Vicuña y Suárez comparten escena). Esta desidia se traslada también a la manera en que los protagonistas se relacionan con sus respectivas parejas (el español Hugo Silva y Guillermina Valdés), simples espectadores de un conflicto en donde no tienen la más mínima injerencia. Pocas situaciones nos hacen saber de qué manera reaccionan frente a la infidelidad los verdaderos perjudicados en este asunto. Nos queda la espina de tener una mirada más extensa de estos dos personajes, que claramente podrían haber enriquecido una narrativa enfocada en dos amantes con muy poco en común. Es así que ni la utilización de productos Apple, los trasbordos por Aerolíneas Argentinas o la hermosa oferta turística colombiana hacen que podamos empatizar con una historia vacía de contenido y fundamento. De más está decir que esto significa un retroceso para Daniela Goggi al pasar de trabajar las relaciones desde una óptica sensible en Abzurdah (2015) a encarar la pasión de una manera que redunda en lo superficial, como también en lo actoral para Benjamín Vicuña (de buen desempeño en La memoria del agua, 2015) y Eugenia Suárez (prometedor debut con Goggi en Abzurdah), una actriz que posee un magnetismo con la cámara digno de ser mejor aprovechado. El problema de El hilo rojo no radica solamente en que no aporta nada nuevo, sino en que lo que intenta contar no resulta interesante en la forma que es representado. Amores, desencuentros e infidelidades hay por montones en el cine y la ficción, y es por eso que la clave está en la forma en que se manifiesta en escena, junto a las distintas perspectivas que conformen el argumento. De esta manera la película sería mejor vista como un proyecto original, con errores y aciertos, antes que ser recordada únicamente por las circunstancias faranduleras que la rodean.
Amor sin riesgos Indudablemente la comedia romántica es un género en sí mismo con sus ya clásicos lugares comunes a cuestas. Todos sabemos que los opuestos se atraen, una afirmación que acaso se podría trasladar al mundo real, pero que dentro de la ficción decidimos tomar como cierta para seguirle el juego, a pesar de que nos conozcamos de memoria el categórico “y vivieron felices para siempre” de la gran mayoría de films con desencuentros amorosos. Por eso, no es necesario indagar demasiado para darse cuenta que el fuerte de una historia de amor no se encuentra en el suspenso, sino en la forma en que sus personajes se dirigen hacia su final feliz. En este caso, “Caída del cielo” no tiene reparos en seguir este ya tan remanido esquema de amores predestinados y personajes adorablemente torpes al servicio del humor. Es más, la nueva película de Néstor Sánchez Sotelo (“Testigos Ocultos”, “Los Nadies”) reproduce sin culpa cada uno de los conocidos recursos del género porque apunta principalmente a hacerse valer por la química de los dos actores principales, que si bien existe y funciona muy bien, no alcanza para distinguirse como una propuesta llamativa dentro de la ola de estrenos argentinos. La historia se plantea sencilla y sin muchas vueltas: Alejandro (Peto Menahem) es un solitario sonidista atrapado en una cotidiana melancolía. Le gusta tocar la batería para descargarse de su trabajo como asistente de sonido en una obra de teatro, cuya particularidad es que transcurre completamente en silencio (interesante dualidad entre ruido y calma para con sus estados de ánimo), pero más allá de eso no hay mucho más que lo motive ampliar sus intereses. Sin embargo la pasividad se rompe en el momento en que Julia (Muriel Santa Ana), una mujer entrañablemente neurótica y fanática de Spiderman, se cae literalmente de arriba (del departamento de arriba) en el patio de Alejandro y decide vivir con él unos días hasta que se recupere del accidente. De esta manera, lo que en un principio comienza siendo un conflicto permanente a raíz de las fobias compartidas por ambos protagonistas terminará desencadenando un romance capaz de mejorar, aunque sea un poco, sus monótonas vidas. Con una premisa más que conocida – chico conoce chica totalmente distinta pero potencialmente complementaria que lo ayudará a considerarse a sí mismo como una mejor persona – son Peto Menahem y Muriel Santa Ana los encargados de hacer que se destaquen los diálogos cruzados para que la química en escena realmente se desarrolle. Difícilmente sin la experiencia humorística de ellos dos (Menahem desde el monólogo y Santa Ana desde el histrionismo) la película podría haber salido a flote. Y mucho menos sin arriesgar más que lo necesario a la hora de tratar más a fondo temáticas como la soledad o la depresión. De todas formas, estos son sólo simples reproches para con una película que inevitablemente cae simpática, sin importar las falencias que pueda tener. Porque probablemente la única crítica real que se le pueda hacer al film sea la inclusión de líneas como “soy mujer y tengo miedo, las mujeres tenemos miedo” o “viste como son las mujeres”, que no hacen más que reafirmar una mirada sexista en tiempos en donde los roles de género son discutidos en todos los ámbitos. A veces hilar demasiado fino como público sirve para evitar que estos estereotipos continúen. “Caída del cielo” se presenta como una comedia prolija sin muchas pretensiones, aunque disfrutable y querible cuando nos encariñamos con los personajes y sus ocurrencias. Es en esa situación que olvidamos por un rato que la historia está planteada a partir de una inocente falacia y nos damos cuenta que nada viene de arriba. Que todo es por algo. Incluso el amor de dos neuróticos.
Ladrón que roba a ladrón… En los últimos años, el cine argentino ha logrado fortalecer una alianza importantísima con España para poder financiar con más solvencia sus producciones comerciales. Algo que si bien posibilitó instalar la idea en el público de que no todo nuestro cine es lento, reflexivo y de nicho cinéfilo, fue la mayor causa de que varias películas infladas por la publicidad rompieran records de taquilla sin reparos. No me malinterpreten, el standard de calidad argento sigue estando entre los más altos si lo comparamos con otras industrias cinematográficas más desarrolladas (miremos al norte), pero es inevitable pensar que por cada nuevo éxito nacional haya cinco directores intentando seguir la misma fórmula ganadora. Puede ser casualidad o tal vez sea una desafortunada coincidencia, pero si tomamos como referencia los últimos estrenos argentino/españoles, Al final del túnel (2016) combina varios elementos de sus predecesoras directas en las salas. Esta vez, el tercer largometraje del guionista y director Rodrigo Grande gira alrededor del robo a un banco – al igual que la reciente 100 años de perdón (2016) de Daniel Calparsoro – como así también los métodos para traspasar su seguridad ingresando mediante túneles subterráneos, la existencia de un protagonista atormentado por su pasado que busca imponer su propia noción de justicia – reminiscencias del Darín de Koblic –, y hasta la inclusión de un adorable perrito con el cual empatizar a lo largo del film – recurso que viene desde Truman y nuestro cariño por el sabueso Troilo –. Pero dejando de lado las visibles similitudes con otras producciones, la cuestión estaría en definir a la película por lo que llega a ofrecer por si sola y no por lo que toma prestado. De esta manera, Leonardo Sbaraglia es Joaquín, un hombre en silla de ruedas que vive aislado y acostumbrado a la soledad de su enorme casa. Su única compañía es su anciano perro Casimiro, el cual apenas puede levantarse para comer. No obstante la melancólica rutina diaria se verá interrumpida por la llegada de Berta (la española Clara Lago reafirmando que el acento porteño no significa un obstáculo para los actores ibéricos) acompañada de su hija Betty, aparentemente autista, para alquilar una habitación. El carácter de Clara es extrovertido y seductor, algo que claramente choca con la parquedad del protagonista y su esquematizada depresión. Poco a poco la relación de ambos se irá haciendo cada vez más cercana hasta el punto de disfrutar la presencia del otro. Pero las apariencias engañan, en realidad Berta es la novia de Galaretto (Pablo Echarri), el despiadado jefe de una banda de ladrones de bancos al servicio de un corrupto comisario (Federico Luppi). El plan de ellos consiste en ingresar a la caja fuerte a través de un túnel que pasa directamente por debajo de la casa, mientras que Berta se encarga de controlar los movimientos desde arriba. Sin embargo no todo sale tal cual planeado, especialmente porque Joaquín intentará sabotearlos para llevarse una parte del botín. al final del tunel2016 Hay que destacar que el film sigue eficientemente al pie de la letra las convenciones del thriller y aprovecha para guardarse algunas revelaciones interesantes una vez avanzada la historia. Aunque el resultado final no termina siendo el ideal. Durante gran parte de la primera mitad impera una sensación de desprolijidad en cuanto a la introducción de cada personaje, haciendo que el desarrollo de la acción se haga reiterativo y apresurado con la única utilidad de acelerar la presentación del conflicto. Cómo si los primeros setenta minutos fueran la trivial antesala del verdadero argumento. Sorpresivamente esto cambia completamente durante la segunda parte. Gracias a que la trama gana mucho en ritmo y momentos de tensión, se dejan de lado las sobre-explicaciones y la acción cobra mayor protagonismo. Es en esta instancia en donde Sbaraglia logra darle mejor forma a su personaje (con un notable esfuerzo físico a cuestas) y es allí también donde Echarri y Luppi aprovechan para lucirse en sus intervenciones. Hasta el mismo Rodrigo Grande saca a relucir su pericia para recrear una atmósfera de intriga y suspenso en una obra que venía en piloto automático. Al final del túnel sufre a partir de sus propios altibajos, dejando en definitiva una producto irregular que fácilmente tenía todos los recursos para destacarse. Hablamos de una superproducción que se merece una oportunidad a pesar de sus falencias. O al menos hacerse de paciencia para ver los últimos cincuenta minutos.
El asesino arrepentido El proceso de reorganización nacional ha sido un punto de inflexión importantísimo para el cine argentino. Ya con mencionar que las únicas dos películas argentinas ganadoras del premio Oscar hayan girado alrededor de la última dictadura militar, habla mucho sobre la visión internacional que se tiene sobre la historia reciente argentina. Es un suceso que marca a fuego la concepción de una memoria activa, y es por eso que nunca deja de ser una temática vigente en nuestra cinematografía. Teniendo eso en claro, es momento de definir a Kóblic (2016) como una película netamente de género. Bueno, en realidad de varios géneros. El nuevo film de Sebastián Borensztein significa un cambio abrupto desde su último largometraje Un Cuento Chino (2011), dejando la comedia de lado para enfocarse en un drama existencial sobre las implicancias morales detrás de los hechos atroces de la última dictadura que azotó al país. Elementos del western y el cine negro se cruzan para retratar una época convulsionada por la violencia y la persecución ideológica, en contraposición del llamado cine testimonial o de corte ceremonioso con el que se representa muchas veces este periodo. En pleno 1977, Tomás Koblic (excelente Ricardo Darín) es un capitán de la armada arrepentido de formar parte de los llamados vuelos de la muerte. Es el remordimiento de ver como se torturaban personas y se las arrojaba al Río de la Plata lo que hace que se subleve en medio de uno de esos vuelos y decida escapar bien lejos de sus culpas. Con la excusa de ayudar a un viejo amigo de su padre fumigando las cosechas, Koblic llega a Colonia Elena, un pueblo del interior bonaerense sometido por el repulsivo y corrupto comisario Velarde (un muy bien caracterizado Oscar Martinez). Allí conocerá a Nancy (la española Inma Cuesta, imitando a la perfección nuestro acento del interior), una mujer atormentada por sus propios secretos con la que comenzará un apasionado romance para salir del letargo. Pero lo que en principio parecía ser el primer paso para construir una vida nueva, terminará siendo lo que condene a Koblic a revivir una y otra vez sus propios fantasmas. koblic (2016) Borensztein toma prestados componentes del western clásico para presentar un personaje que asume el papel del renegado, del forastero que intenta mantenerse al margen de una realidad que le es ajena, pero que a fin de cuentas termina involucrándose para impartir su propia visión de justicia. Una propuesta que tiene en Ricardo Darín al mejor intérprete a la hora de recrear la naturaleza ambigua y taciturna del protagonista, cercana al film noire. Algo que contrasta notoriamente con el nauseabundo comisario Velarde de Oscar Martínez y su facilidad para generar repugnancia en el espectador. “Kóblic no existe, es un personaje de ficción. Lo que sabemos todos es el contexto histórico, que hubo cientos de vuelos, cada uno debe haber sido un infierno y uno puede imaginar que puede haber pasado de todo”, afirmaba el director durante la presentación del film, intentando aclarar que bajo ningún concepto se quiso redimir a un militar cómplice del terrorismo de estado. Sin importar lo tan arrepentido que esté. Esto es algo que no deja de ser osado e innovador, teniendo en cuenta que ciertos elementos del argumento – sin contar el carisma natural de Darín – puedan generar una empatía del público, en donde se llegue a justificar el accionar del personaje, y en consecuencia su pasado. Párrafo aparte se merece la sublime dirección de fotografía y la acertada elección de locaciones compuesta por la desolada geografía de San Antonio de Areco y sus intermitentes lloviznas. Son detalles como este los que permiten transmitir una ambientación lúgubre y distante del pueblo para que vaya a la par de las reflexiones del atormentado piloto. De esta manera, la sumatoria de grandes exponentes en cada rubro de producción hacen de Kóblic (2016) uno de los puntos álgidos de un cine argentino en constante crecimiento. Afirmando una vez más que Borensztein es de los pocos directores que pueden transitar libremente entre el cine de autor y las propuestas claramente orientadas a la explotación comercial, sin perder su particular estilo en el camino.
El derecho al amor igualitario La legalización del matrimonio igualitario con la igualdad de derechos como pancarta puede ser uno de los más grandes logros de la comunidad homosexual en los últimos años. Principalmente a la hora de instalar el debate en la sociedad, dándole mayor notoriedad a una cruzada que hace mucho tiempo lleva intentando ser reconocida en varios países del mundo. Uno de los hechos más representativos fue el de Laurel Hester, quien en 2005 luchó contra el gobierno norteamericano para lograr que su pensión fuera destinada a su pareja del mismo sexo, luego de que ella falleciera a causa de un cáncer. Claramente son historias de vida como esta las que valen la pena que sean contadas a través del cine. Basada en este caso real, De ahora y para siempre (Freeheld, 2015) nos presenta a Julianne Moore como la verdadera Hester, una agente de policía del estado de Nueva Jersey, que pesar de ser una eminencia en su trabajo, debe mantener su homosexualidad en secreto de sus conservadores colegas. Pero incluso cuando encuentra el amor de su vida, una joven mecánica llamada Stacie (Ellen Page), a Laurel le será imposible contar la verdad por miedo a que eso le perjudique en su carrera. Sin embargo, la pareja vive feliz por sobre los prejuicios. Es así que al poco tiempo de conocerse comienzan a convivir y hasta planean a futuro sin darle importancia a la diferencia de edades. Pero cuando Laurel es diagnosticada con un cáncer terminal, ella deberá hacer pública su condición frente a los retrógrados legisladores de la ciudad, y de esta manera conseguir que Stacie pueda conservar la casa y su pensión, al igual que cualquier matrimonio heterosexual. Contando con la ayuda de su ex compañero de la policía Dan Wells (Michael Shannon) y el activista gay Steven Goldstein (Steve Carrell), esta situación tendrá la repercusión suficiente para que llegue a los medios de comunicación antes que sea demasiado tarde. freeheld 2015 El guión de Ron Nyswaner – responsable de “Philadelphia”, uno de los films más recordados sobre la temática LGTB – junto al director Peter Sollett, retrata al pie de la letra la historia de Laurel Hester pero sin conseguir que el espectador llegue a involucrarse con los personajes, más allá de la protesta social. Y esto no se debe precisamente a una falencia desde el punto de vista actoral. La relación de Laurel y Stacie se saltea tantas instancias lógicas durante la primera parte del argumento, que antes que nos demos cuenta la pareja ya se encuentra comprando una casa, adoptando un perro y luchando contra a una enfermedad lapidaria. Evidentemente el elemento más importante de la película es la lucha por la igualdad de derechos, antes que el origen del enamoramiento de las protagonistas. Pero esta decisión no hace más que despersonalizar el mensaje de equidad, quitando gran parte de la empatía del público hacia la pareja. De todas formas, Julianne Moore se destaca en la misma línea de su última película “Por siempre Alice” (2014), representando con solvencia la postura frente a la muerte de un paciente terminal. Como así también Ellen Page, quien desde un lugar menos solemne demuestra que los papeles dramáticos son su fuerte. Ellas dos se destacan en un elenco algo discreto, el cual tiene a Steve Carrell como uno de los actores más desaprovechados. De ahora y para siempre cuenta una historia que merece ser más conocida, sumado a la presencia de un dúo protagónico a la altura de las circunstancias. Pero si dejamos esto de lado, probablemente sean únicamente esas dos características lo mejor que la película tiene para ofrecer.
Patriotismo de manual En Estados Unidos la guerra contra el terrorismo nunca acaba, ni siquiera en el cine. Pero independientemente de sus causas meramente políticas, Hollywood siempre tiene preparada una historia que realce el intachable patriotismo norteamericano en su rol como policía del mundo. Algo que no sorprende porque lamentablemente ya estamos acostumbrados. Repitiendo gran parte del elenco principal, “Londres bajo fuego” (London Has Fallen, 2016) vendría a ser la secuela directa de “Ataque a la casa blanca” (Olympus Has Fallen, 2013) – representación del temor norteamericano por una invasión de Corea del Norte – pero en este caso ampliando de la misma vorágine bélica y heroica sin escalas hasta Europa. Gerard Butler vuelve a ser Mike Banning, agente del servicio secreto y amigo personal del presidente de los Estados Unidos, Benjamin Asher (Aaron Eckhart). Una suerte de soldado modelo hecho a base de “whisky y malas decisiones”. Pero justo cuando Banning planeaba enviar su carta de renuncia para poder dedicarse a su familia, ambos (guardaespaldas y presidente) deberán viajar a Londres para presenciar el funeral del recientemente fallecido primer ministro británico. Aunque no pasará mucho tiempo hasta que se descubra que todo en realidad es una trampa perpetuada por un grupo terrorista paquistaní para matar a los principales líderes del mundo. Es así que teniendo todas las de perder y a los extremistas infiltrados en la Scotland Yard, Banning tendrá que hacerse paso entre el fuego cruzado y escapar con el presidente sin morir en el intento. London-Has-Fallen-Butler-Eckhart Está claro que este tipo de argumentos no predispone a esperar mucho más que acción sin sentido y poco más que bonitas explosiones, y es que en realidad no estaría mal admitirlo. Londres bajo fuego es una película de acción basada en otras películas de acción. Sus diálogos son casi en su totalidad one-liners para rematar el chiste que significa cada muerte, la violencia es totalmente fortuita y la sangre se encuentra de a montones. Ni siquiera Morgan Freeman interpretando al vicepresidente norteamericano puede evitar que todo se resuma a un simple tiroteo de poco más de hora y media. Pero dejando el exceso de adrenalina de lado, es curiosamente irónico que su director Babak Najafi sea iraní de nacimiento, y al mismo tiempo pueda ser capaz de dirigir un film tan racista y xenófobo que catalogue a cualquier persona con acento árabe como inminente amenaza para el mundo occidental. Y si esto no fuera suficiente, tenemos que ver una infinidad de estereotipos culturales representados burdamente en los máximos mandatarios de cada país. Dando pie a escenas superfluas en donde parece totalmente necesario para la trama retratar al presidente italiano como un mujeriego empedernido, o al primer ministro japonés furioso con la impuntualidad de su chofer mientras se derrumban edificios a su alrededor. En este mundo dominado por héroes de acción que todo lo pueden, los árabes siempre serán terroristas, los italianos seductores y los japoneses obsesivos con el horario. En definitiva, todo depende de lo que se quiera ver en producciones como esta. Porque detrás de esta adaptación moderna de los mismos clichés repetidos desde los ’80, se encuentra una película de acción genérica para pasar el rato sin mayores pretensiones. Y a veces eso es lo que uno tiene ganas de ver, aunque la discriminación racial sea imposible evitar.
La venganza tardía Cuando se trata del holocausto, el cine norteamericano siempre utiliza su propia concepción de memoria activa. Hace bastante tiempo que la segunda guerra mundial dejó de ser representada solamente como una lucha entre buenos y malos, para pasar a contar las consecuencias de uno los conflictos bélicos más influyentes de la historia contemporánea. Y es que más que matar a Hitler en el campo de batalla, actualmente el verdadero conflicto para los Estados Unidos está en reconocer sus propias paradojas morales históricas a la hora de indultar criminales de guerra. Con esta idea en mente es que el director canadiense Atom Egoyan – probablemente más conocido por la multipremiada “The Sweet Hereafter” (1997) –, junto a dos leyendas vivientes del cine como Christopher Plummer y Martin Landau, hacen de “Recuerdos Secretos” (2015) un thriller más que interesante en cuanto a narrativa e ingenio. Zev Gutman (Plummer) es un judío sobreviviente de los campos de concentración de Auschwitz. A los casi 90 años de edad, su salud no es la mejor y para colmo su mujer acaba de fallecer a raíz de un cáncer. O eso es lo que tienen que recordarle todas las mañanas las enfermeras del asilo de ancianos en el que vive. Zev padece de demencia senil, y es por eso que gran parte de su pasado significa una nebulosa para él. Luego del funeral de su esposa, entre todas los familiares que acudieron al homenaje se le acerca Max (Landau), otro sobreviviente y compañero del día a día en el geriátrico, el cual le entrega una carta detallando los pasos a seguir para vengarse del comandante de la SS que los torturó durante la guerra. De esta manera, Zev saldrá en búsqueda de uno de los tantos criminales nazis que pudieron escapar de la justicia bajo otra identidad, armado únicamente con una pistola y la carta de su amigo. Aunque con la dificultad de perder frecuentemente la noción de la realidad debido a su frágil memoria. Recuerdos Secretos (2015) Al mejor estilo “Memento” (2000), la narrativa fluye a partir de le necesidad del protagonista en tener que recordar una y otra vez el presente. Un recurso que rápidamente podría volverse repetitivo, pero que nunca llega a serlo gracias a la excelente interpretación de Christopher Plummer. El mítico actor de “The Sound of Music” (1965) – “La Novicia Rebelde” para nosotros los latinos – es capaz de demostrar con un mínimo gesto facial el total deterioro de una mente golpeada por el Alzheimer. Ya solo verlo vagar perdido y superado por su débil condición física genera la misma tensión que los momentos en donde cree encontrarse cara a cara con su torturador. Siempre partiendo de una premisa atrapante, el guión a cargo de Benjamin August se reserva bastantes vueltas de tuerca en su argumento, sin embargo es necesario aclarar que estos giros no ayudan a pasar por alto algunas inconsistencias notorias. Principalmente las que suceden por la extraña facilidad con la Zev viaja por Norteamérica sin despertar ningún tipo de sospecha. Otro caso particular es la necesidad de reiterar algunos conceptos de la trama a través de diálogos forzados al servicio del espectador menos suspicaz. Un recurso redundante si justamente Plummer se destaca magistralmente desde el plano gestual y físico de su personaje. De todas formas, “Recuerdos Secretos” logra sobreponerse a sus falencias dentro de una propuesta fuera de lo común, que no reinventará la rueda, pero que por lo menos nos mantendrá intrigados hasta los créditos finales. Y eso es algo para agradecer en estos días.
El Amazonas profundo Tras el reconocimiento en el Festival de Locarno y su posterior participación en la competencia internacional del 29º Festival de Mar del Plata, tuvo que pasar mucho tiempo para que “Vientos de Agosto” se pudiera estrenar formalmente en (contadas) salas comerciales. Y es que nunca está de más tener entre los estrenos semanales un buen exponente de ese cine brasileño que tan bien sabe representar las distintas realidades sociales. El primer largometraje de Gabriel Mascaro toma parte del formato semidocumental para narrar tres historias en el recóndito nordeste brasileño como lugar común. En pocas palabras y con una soberbia dirección de fotografía, Mascaro es capaz de retratar la dinámica pueblerina con la misma complejidad que la que utiliza para hablar del valor de las tradiciones y la sensación de incertidumbre frente a la muerte. La vida de Shirley (Dandara de Morais) transcurre entre su presente como transportista de una plantación de cocos y el cuidado de su anciana abuela. También comparte el día a día con su pareja Jeison (Geová Manoel Dos Santos), un joven pescador de la costa de Recife, con el que mantiene una relación más cercana desde lo físico que desde lo afectivo. Son estas dos miradas, sumadas a una tercera representada en un oceanógrafo (el mismo Mascaro) dedicado a estudiar el sonido de los vientos de Pernambuco, las que dan un sentido poético a la fragilidad de la gigantesca geografía brasileña. Hablamos de un film que no puede ser visto a partir de la clásica estructura con un principio y un final, sino que se trata de pequeños fragmentos de una historia que los mismos protagonistas llevan a cuestas mucho antes que el director nos introduzca en el relato. Y es así que al igual que el clima tormentoso de la selva amazónica, “Vientos de Agosto” reflexiona sobre lo difícil que es dejar atrás las viejas costumbres sin perder la memoria. Sea en un pueblo perdido de las zonas más carenciadas de Brasil, o en cualquier otra parte del mundo.
El valor de los detalles Parecería extraño afirmar que no toda comedia tiene que hacer reír, a veces sólo con una mínima sonrisa basta para apreciar que la ironía es mucho más certera que un chiste liso y llano frente a cámara. Como ejemplo de esto, y tomando algunas características del cine independiente más reflexivo, “El Tesoro” podría considerarse casi un reflejo de la crisis europea de los últimos años en clave de cuento. Desde Rumania y con varios reconocimientos festivaleros a cuestas, su director Corneliu Porumboiu (“Bucarest 12:08”, “Police, Adjective”) toma la ciudad de Bucarest como escenario para contar la historia de Costi (Toma Cuzin), un asalariado de clase media baja con la única preocupación de mantener a su familia y compartir con su hijo el poco tiempo libre que le queda leyendo las aventuras de Robin Hood. Un día, recibe la visita de vecino Adrian (Adrian Purcărescu), el cual le propone asociarse en la búsqueda de un tesoro incalculable supuestamente enterrado en la casa de sus abuelos. Desempleado y con problemas económicos, la única condición de Adrian para compartir la utópica fortuna es que Costi invierta sus ahorros en alquilar un detector metales que los ayude en esta cruzada. Con algunas dudas al principio, aunque sin pasar por alto lo inverosímil que suena el mito, Costi se dará cuenta de que más allá de sus ambiciones materiales, esta es la oportunidad perfecta para finalmente convertirse en el héroe de su hijo. Como si se tratara de una fábula, “El Tesoro” cuenta una historia por demás sencilla y poética, haciendo especial hincapié en los pequeños detalles en vez de buscar la evidente comicidad. Para esto, Porumboiu decide narrar – fiel a su estilo – casi únicamente a través de tomas llamativamente extensas, momentos aparentemente interminables en donde a simple vista parece que la acción se detiene por completo. Sin embargo, dependiendo el criterio, este ritmo excesivamente lento puede ser capaz de focalizar la atención del espectador en gestos y simbolismos que fácilmente pasarían desapercibidos. A fin de cuentas, son estas decisiones y recursos creativos del director los que definen a este film como una comedia distinta de lo que se ve habitualmente. Un relato en donde lo más importante no es la acumulación de risas, sino la forma en la que se cuenta. Y probablemente sea ese el tesoro que Porumboiu deseaba que encontremos.