Malas Semillas Siempre serán bienvenidas las propuestas nacionales de género provengan de donde provengan pero paralelamente a esta afirmación llega otra que va de la mano y que tiene que ver estrictamente con el terreno de la crítica y del análisis del producto final. Una cosa son las intenciones loables y otra muy distinta los logros detrás de esas intenciones. La inocencia de la araña es una película fallida por varias razones que no pueden dejarse de lado. En primer lugar la historia no aporta absolutamente nada nuevo ni original a la trillada película de chicas adolescentes obsesionadas por el profesor de turno, quienes en un increscendo de travesuras que terminan en actos peligrosos y presas de un pensamiento mágico propio de la edad –ambas tienen doce- buscan poseer a Manuel (Juan Gil Navarro), llegado desde Buenos Aires para hacerse cargo de la clase de biología y ávido conocedor de las tarántulas y más precisamente de su mascota Ofelia, que lo mira desde la pecera quizá tan obsesionada como sus alumnas Camila y Daniela (Lourdes Rodas y Renata Mussano), una manipuladora sobre la otra. Ellas hacen todo juntas, son las mejores en la clase de biología y dentro del grupo despotrican contra las chetas y mucho más aún contra la profesora de gimnasia, Ana Ovejero (Gabriela Pastor), quien rápidamente seduce al profesor y se convierte en enemiga pública número uno de las niñas. El gran defecto de esta película dirigida por el formoseño Sebastián Caulier radica en el casting al volcar toda la responsabilidad del relato en dos niñas que no son actrices y que carecen de naturalidad a la hora de hablar o decir el texto de un guión que lejos de apelar al coloquialismo redunda en frases altisonantes, algunas es cierto provenientes del mundo adulto que las protagonistas repiten en este juego de parecer algo que no son. El registro elegido, mezcla de tono picaresco con ciertos atisbos de comedia negra, tampoco ayuda dado que la acción se reduce al ámbito escolar y demora bastante en explotar hacia la tensión que la situación reclama. No es coherente desde el punto de vista narrativo el camino de transformación de lo que comienza siendo un juego de niñas (hacen dibujos con corazones, sacan fotos y hasta recurren a la magia negra para hechizar al maestro) a lo que termina desencadenando que por razones obvias no revelaremos pero no hace falta pensar mucho para adivinar el derrotero del film. Lo mágico y lo platónico se entrecruzan en esta historia pero de manera muy esquemática y paradójicamente infantil cuando en realidad lo infantil debería haber sido el mundo interior sin psicologismos y no el tratamiento cinematográfico.
Tergiversaciones Dos elementos que funcionan como pretexto motorizan la trama de Una mujer sucede, ópera prima del bolivariano Pablo Bucca, basada en la novela homónima de Luis Lozano y que se proyectara en festivales: el Truco y un velorio de una misteriosa mujer para dar paso a la subjetividad de los recuerdos. La impronta literaria que arrastra desde su guión más que desde la puesta en escena teatral acerca por un lado el operativo de tergiversación de las historias de amor que cada uno de los personajes expone para darle una identidad a aquella muerta, a quien nadie conoce desde un principio pero que luego confiesan en la intimidad de un partido de truco reconocer. El truco y la mentira entonces van de la mano y en este caso desde el punto de vista narrativo es una buena herramienta para construir tres relatos protagonizados por tres mujeres muy diferentes, interpretadas por la actriz Viviana Saccone, quien logra diferenciar sus caracterizaciones con personalidades distintas y rostros diferentes. La acompañan en este juego Alejandro Awada, quien interpreta a Fernández, un taciturno escritor que asegura que en el féretro reposa Laura, una periodista que lo involucra en la perversión de un militar imposibilitado de tener sexo y Voyeur de manual en la piel de Jorge D''Elía. Esa mujer por la cual siente un verdadero amor luego muta en Sofía para dar pie a la historia de Santos (Eduardo Blanco), quien tras el reencuentro con una antigua amante se ilusiona con una segunda oportunidad. La tercera y última versión de la misma mujer es la más floja en términos narrativos y la que menos tensión aporta a la trama más allá del habitual estereotipo del que lamentablemente el cine argentino no puede escapar: un colectivero apellidado Villalba (Oscar Alegre) se enamora de Rosita, quien gradualmente va perdiendo su visión hasta quedar completamente ciega, pero que logra cumplir su sueño de cantar frente al público gracias a la prueba de amor del hombre. Así las cosas, tres relatos hilvanados a partir de la subjetividad de cada personaje intentan revelar el misterio para encontrar en la evocación y el recuerdo su arma de doble filo porque esos flashback conspiran contra la tensión dramática de la propuesta y le quitan peso a los protagonistas de la acción.
Vivir el Arte De espaldas a la cámara surge la figura de Elsa Agras, con sus 87 años a cuestas y un bastón que la conecta con el suelo y con las vibraciones que su sensibilidad capta en pleno ensayo donde un nutrido grupo de mujeres no bailarinas -de más de 40 años la mayoría- practican pasos de tap. Las observaciones de la mujer son tan rigurosas como las de cualquier profesor de danza pero a sabiendas de que la imperfección en las coreografías también es igual de genuina que la perfección y que si del otro lado no hay diversión de nada sirve intentarlo. Elsa y su ballet es un documental observacional de Darío Doria que se presentó en el festival del Mar del Plata y que se sumerge en el mundo interior de esta octogenaria maravillosa para quien el ballet y el arte en particular es un compromiso y un propósito lo suficientemente fuerte como para aportarle una vitalidad envidiable. Su trabajo con amas de casa o mujeres de diferentes profesiones que buscan desinhibirse y hacer algo primero con su cuerpo y segundo con su alma dio origen al grupo 40-90 y es importante a la hora de pensar el arte y en este caso la danza como un vehículo transformador de la realidad. Esa saludable caradurez; esa plena confianza en la entrega y la pasión más que en la técnica hacen de la experiencia de este grupo una marca indeleble y muy original, que gracias a la cámara invisible de Doria encuentra la distancia necesaria para que el personaje aflore en todo su esplendor, se magnifica en las imágenes. A ese fluido ritmo se debe agregar una buena dosis de humor y el protagonismo de mujeres sencillas que no temen ser coquetas, improvisar o bailar de forma elegante dejando de lado el perfeccionismo pero ejecutando pasos y coreografías que manejan el espacio escénico de una manera particular; así como se despojan del ego para que el baile invada la escena y los cuerpos imperfectos se transformen por unos minutos en algo bello y sobre todas las cosas vivo. Elsa Agras es vital porque confía en el propósito: el arte está en el aire sólo basta con dejar que penetre y sentirlo para hacerlo propio.
Lejos de la Revolución 7 días en la Habana es un film colectivo donde siete directores de diverso origen y estilos cinematográficos intentaron transmitir sus impresiones de la isla desde su condición de extranjeros con una mirada propia y con la intención de alejarse de todo cliché. Así, Benicio del Toro, Pablo Trapero, Julio Medem, Elia Suleiman, Gaspar Noé, Juan Carlos Tabío y Laurent Cantet realizaron respectivamente un cortometraje pero que en el conjunto del film se interconecta con las demás historias. Como suele ocurrir en este tipo de proyectos, el resultado final de la obra es bastante irregular y las diferencias entre directores se plasma en la capacidad narrativa de cada uno, en su creatividad a la hora de narrar sus anécdotas y sobre todas las cosas en sus criterios cinematográficos. Entre los siete relatos podrían buscarse algunos elementos en común como por ejemplo los contrastes sociales en relación a cómo vive y dónde vive la población cubana; la sensación de que en cada rincón de la isla se oculta un talento perdido; los embates de la economía autosustentable que marcan el atraso y por otro lado las postales comunes y ordinarias, así como el color y el brillo acompañado de danza y música acorde a las circunstancias. Sin enumerar detalladamente cada una de las historias es de destacarse Diary of a beginner del palestino Elía Suleiman, quien fiel a su estilo mudo y a la contundencia de su humor asordinado recorre algunos rincones de Cuba con la mirada del extranjero perplejo pero despojado de toda impronta folletinesca o turística en el cortometraje más político al que se le debe agregar el aporte desde el punto de vista rupturista y estético de Gaspar Noé con un relato de exorcismo a una joven que fue descubierta por sus padres en una relación homosexual. La participación del argentino Pablo Trapero resulta apenas simpática, más que nada gracias a la buena predisposición del serbio Emir Kusturica en el segmento llamado Jam Session, donde el director de Gato negro, gato blanco llega a la Habana para recibir un premio por su trayectoria en el cine pero descubre en su chofer a un trompetista excelso y a pesar de no hablar español logra establecer una comunicación a través del lenguaje musical. Los europeos Julio Medem y Laurent Cantet eligieron respectivamente resaltar los contrastes sociales: el primero con un triángulo amoroso entre una cantante, un jugador de beisbol en decadencia y un empresario español mientras que el francés intentó mostrar la cara solidaria y la utopía en un grupo de vecinos que se proponen rendir homenaje a Oshum y construirle una fuente prácticamente sin recursos y contando sólo con su capacidad creativa. La historia menos interesante es la que encabeza el film a cargo de Benicio del Toro, quien demuestra sus enormes limitaciones tanto como director y guionista además de no conseguir una resolución interesante para su planteo previsible, justificable si se tratara de un estudiante de cine pero no de un director convocado para semejante proyecto. Como film colectivo, 7 días en la Habana, deja cierto sabor a poco y la sensación de que fue una oportunidad desaprovechada más allá de la majestuosidad y el magnetismo de ese pequeño país que se hizo grande por su historia y sus epopeyas anticapitalistas del pasado pero que para el presente solamente será un recuerdo o un punto turístico perdido y distante en el mapa del mundo.
Chicas muy pesadas Pareciera de antemano que un grupo de chicas que se comportan como varones es lo suficientemente irreverente para la decadente nueva comedia norteamericana como para ponerse a trabajar en serio en un guión más o menos gracioso y con alguna que otra idea transgresora. De lo escatológico a lo políticamente incorrecto hoy por hoy hay un paso tan insignificante que cualquier marca de originalidad queda absolutamente sepultada por la chatura intelectual de aquellos que pretenden escribir chistes o pensar situaciones delirantes para que la platea estalle en carcajadas. Despedida de soltera (Bachelorette) es una comedia de chicas rudas y zafadas que bordea la mediocridad desde el minuto 1 hasta el final y además esgrime ese comodín bastardo de la moralina porque la suciedad que remueve sobrepasa el ombligo y avergüenza a una sociedad tan conservadora como la norteamericana. Ya desde el conflicto que dispara el sinfín de situaciones se nota el acotado universo en el que se desarrolla esta ensalada rusa, mal aderezada, que solamente le puede importar al género femenino dado que todo el problema es el vestido de novia estropeado de la potencial amiga que va a casarse y que para el grupo de damas de honor -integrado por tres supuestas amigas- desde siempre era el patito feo. Este patito feo, poco agraciada en el físico, se casa con el príncipe azul tan deseado por todas sus compañeras envidiosas y eso desata el consabido camino de los celos, las envidias y los pases de factura entre cada una, así como esa inevitable reflexión especular de mirarse al espejo y reconocerse acabada, infeliz, mientras la ‘gordita´ logró ser querida y protegida por ese hombre ideal. A esa angustia de nivel superlativo se la intenta acallar con un espíritu festivo, desfachatado, donde la cocaína hace las veces de droga social y fuente de diversión y desinhibición que ante tanto tiroteo nunca llega a penetrar en el blanco y se termina diluyendo en lo anecdótico más que en lo patético. El elenco de turno para esta fallida nueva comedia producida por Will Ferrel y Adam McKey, dirigida por la inexperta Leslye Headland, reúne rutilantes féminas, graciosas de por sí, de la talla de Kirsten Dunst, Isla Fisher, Lizzy Caplan, estereotipos que van desde la organizadora y controladora a la fiestera y despreocupada, y como no podía ser de otra manera a la tonta enternecedora. Cuando en un film el reparto es el que se divierte y el espectador es el que padece la diversión hay evidentemente algo que está funcionando y muy mal; cuando el chiste interno supera al chiste sofisticado y la acumulación no es sinónimo de calidad sino todo lo contrario eso significa que estamos frente a una mala película y Despedida de soltera no es precisamente la excepción a la regla.
Pegoteados Valga el uso de la analogía para seguir el correlato de esta película del director Mariano Galperin, Dulce de leche, ganadora del premio Moviecity en el festival de Mar del Plata el año pasado y que cuenta con los protagónicos de Ailín Salas y Camilo Cuello Vitale, quienes componen una pareja de adolescentes en tránsito de enamoramiento y dispuestos a ir hasta el fondo cuando las adversidades se presentan tanto por la presión de los padres de ambos como por los prejuicios de un pequeño pueblo al que se debe sumar la necesidad de todo adolescente en etapa de despertar sexual. El amor es como el dulce de leche: todos lo rechazamos porque engorda pero nadie puede dejar de comerlo. Así como cada beso no es igual a otro; cada cucharada de este elixir es diferente y la acumulación provoca adicción dejándose de lado todo aquello que no se circunscribe al placer de empalagarse con ese sabor. Su principal atributo es que su consistencia se vuelve pegajosa, del mismo modo que el enamoramiento en su primera etapa cuando los enamorados no pueden despegarse ni un segundo uno del otro y sufren si es que algo irrumpe en ese idilio al que nadie tiene permitido entrar. La sensación de enamoramiento irrefrenable que transmite el film es el principal mérito que hace creíble la historia de Luis y Anita. Llegado a Ramallo desde Buenos Aires a pasar una temporada junto a su madre (Florencia Raggi) y a su nueva pareja (Martín Pavlovsky), el muchacho pasa sus horas inmerso en los videojuegos o en charlas intrascendentes con su amigo Pedro hasta que por azar mira por primera vez a Anita (Ailín Salas) y desde ese instante, cautivado por su luminosa sonrisa, queda absolutamente enamorado a pesar que su amigo Pedro también tiene interés en la chica. El galanteo de Luis es rápidamente aceptado por ella y de inmediato correspondido en una sumatoria de encuentros (furtivos, clandestinos, como debe ser) donde la intimidad de ambos se preserva ante cualquier amenaza externa pero a medida que avanza el romance y tras los cambios de conducta manifestados en el entorno todo se vuelve cuesta arriba como parte del típico derrotero de la amarga adolescencia y de la sensación de que el mundo en su conjunto conspira contra la felicidad de aquellos que pretenden enamorarse, ya sean padres incomprensivos, amigos envidiosos, o el propio sentido común que ante la irracionalidad y la fantasía expone con dureza los límites de la realidad. Dulce de leche aborda de manera ortodoxa el conflicto de la adolescencia en el mundo adulto sin una bajada de línea moralista pero al exponer de manera consciente ese pequeño universo idílico de los enamorados también contrapone el no tan idílico universo del mundo real, con sus dobleces e imperfecciones, sin huir al dolor del crecimiento; a la frustración pero manifestando siempre que toda decisión acarrea responsabilidades y consecuencias, más allá de estar preparado o no para asumirlas. El quinto opus de Mariano Galperín (debutó en 1995 con 1000 Boomerangs) es una película bella en cuanto a su estética visual pero presenta falencias en el guión y más que nada en los diálogos al transitar por lugares comunes o redundantes. Tampoco la ayuda la inserción del humor porque le altera el tono al relato. Sin embargo, el único motivo por el cual fluye y funciona como historia de amor de adolescentes se debe pura y exclusivamente a la química de la pareja, con una Ailín Salas que transmite mucho más desde su rostro, desde su silencio y misterio que en los momentos donde trata de imprimirle ciertos matices a las palabras. En resumen, Mariano Galperín logra construir un retrato bastante verosímil de la adolescencia con imágenes poéticas aceptables, un elenco sólido y una historia con voz propia a pesar de los lugares comunes.
Abandonos En algún momento se comparó a esta película peruana de la directora Rosario García Montero, Las Malas Intenciones, con el film argentino de Benjamín Ávila Infancia Clandestina por tratarse de un relato que respeta el punto de vista de un niño en un contexto sociopolítico bastante particular en la historia de cada país. Sin embargo, las comparaciones -que siempre suelen ser injustas- en este caso singular son aventuradas debido a que el conflicto central de esta propuesta peruana con coproducción argentina, alemana y francesa recae en la crisis que padece la protagonista (Fátima Búntinx), quien se siente desplazada y abandonada por su familia al enterarse que su madre separada está embarazada. Para ella, la llegada de un nuevo miembro al hogar no es otra cosa que una sentencia de muerte que, sumada a la indiferencia de su entorno adulto, despierta una mirada un tanto pesimista sobre el mundo y la realidad circundante para la cual encuentra escape en el terreno de la imaginación al verse envuelta en gestas históricas como heroína y al tomar contacto con eventos de peso y próceres de su país, que está estudiando en las clases de historia del colegio. En ese ámbito de angustia y tristeza se desarrolla este drama infantil en el contexto de la guerrilla de Sendero luminoso que por ese momento mantenía en vilo al país con los atentados y las bombas que dejaban sin suministro eléctrico a la ciudad y favorecían la venta de velas, negocio de algunos burgueses entre quienes se encuentra la familia de la protagonista. Sin lugar a dudas el fuerte del film de la realizadora peruana se resume más que en su historia en la fuerza de su actriz protagónica Fátima Búntinx, quien se carga al hombro un personaje intenso que no pierde en ningún momento la inocencia pero que experimenta situaciones realmente dramáticas como la enfermedad de su prima adolescente, entre otras situaciones. Las Malas Intenciones no funciona cuando de humor negro se trata ni tampoco como exponente histórico para retratar una época contemporánea de Latinoamérica pero sí lo hace a la hora de desplegar toda su artillería dramática y su costado emocional sin rayar en la chapucería sentimental y a fuerza de un tono sutil y bien trabajado desde los diálogos y los silencios sobre todas las cosas.
Amores que no terminan La ópera y el tango son géneros musicales que comparten descripciones de historias donde los sentimientos a veces trágicos otras no juegan un rol principal y donde las palabras y las frases que se dicen perduran como esos amores que pese al olvido y al paso del tiempo quedan enquistados entre la ilusión de lo que pudo haber sido y lo que finalmente fue. Detrás de toda canción o de cada verso hay una historia que le da origen o un sentimiento que la motoriza para que su creador deje plasmada la experiencia de lo vivido o lo sentido. Y si ese autor además cuenta con un don poético cualquier hecho sencillo puede tornarse con las palabras justas en una poderosa historia de despecho; de amor; de culpa, de traición o resignación, teñida de nostalgia o melancolía. La nostalgia supone siempre un viaje hacia el pasado mientras que la melancolía deja una foto o un fragmento de ese pasado que se cristaliza en un recuerdo y no se rompe jamás. Este prólogo sirve para situarnos en esta propuesta documental, Gricel, un amor en tiempo de tango, del director y cantante lírico Jorge Leandro Colás, quien en el proceso del armado de una ópera para narrar la historia de amor entre una joven y el letrista José María Contursi realiza una investigación para desentrañar la figura de Gricel, esta misteriosa musa que inspirara al escritor a dedicarle el famoso tango que cuenta con la música de Mariano Mores. El documental adopta la estructura musical de una ópera al establecerse el espacio para la obertura, los tres actos y el epílogo, donde se entrelaza el viaje desde Buenos Aires a Córdoba para tomar contacto con el lugar exacto donde Contursi y la muchacha vivieron sus años de romance clandestino al comienzo y que tras la viudez del compositor volvió a renacer 30 años después del último adiós y hasta el final de sus días. Los testimonios de primera mano que por un lado cuentan historias sobre la pareja donde claro está se destaca el intercambio de cartas o la mirada de la hija de Contursi, que aceptó el romance de su padre y también entendió su culpa y alejamiento, van apareciendo a medida que el director y protagonista del documental indaga y trata de explicarse cómo una historia de amor puede dejar una huella tan grande en el tiempo. Existen por otro lado ciertas conexiones entre este documental y aquel realizado por Sergio Wolf Yo no sé qué me han hecho tus ojos al preguntarse sobre el olvido y los recuerdos y salir a buscarlos más allá de que ambos parten de la base de un tango como pretexto de búsqueda. Jorge Leandro Colás renuncia a la voz en off para que su película le dé protagonismo a las diferentes voces que pueden señalarse como el coro de esta ópera, que se acerca de manera muy personal y original a la figura de José María Contursi, un letrista y poeta increíble que en su homenaje al olvido y al amor escribió en el tango Gricel: Me faltó después tu voz y el calor de tu mirar y como un loco te busqué pero ya nunca te encontré y en otros besos me aturdí…
El relato y la realidad La política estatal y la honestidad son dos caminos que jamás se cruzan y mucho más cuando se trata del ejercicio cotidiano del poder en el que cualquier ministro, por más rango que posea, es un burócrata en el mejor de los casos o sencillamente un títere acomodaticio manejado en las sombras por algún grupo de interés o por sus propios jefes. Todo forma parte del mismo juego, el de la retórica y la imagen que hacen del marketing político lo único que importa cuando la vida o la realidad están tan lejos de ese tablero como aquellas piezas de un ajedrez, arrumbado entre la basura. El ministro, del director Pierre Schoeller, con producción de los hermanos Dardenne, es un crudo retrato del mundillo de la política a partir del punto de vista de un ministro de Transporte, interpretado correctamente por Olivier Gourmet, quien domina a la perfección la cintura política, maneja al dedillo los discursos y no se inmuta ante los daños colaterales de su gestión, siempre que eso implique un sacrificio ajeno o un cambio de principios propios para no perder espacio dentro de la estructura del Estado. El tono elegido por el director mezcla por un lado la ironía y el despojo de todo acto de piedad frente a sus criaturas de sangre fría, igual que los cocodrilos que aparecen en una de las escenas oníricas del comienzo, recurso estilístico y narrativo solamente utilizado también en el desenlace. Con un ritmo sostenido en base al frenético derrotero de este funcionario del Estado que luego de verse afectado por una tragedia en la ruta donde pierden la vida trece niños y en el que la imagen del gobierno comienza a caer en la opinión pública y la fuerte presión de la oposición aprovecha el momento de debilidad para instaurar proyectos privatizadores, el film desnuda en primera medida los resortes de la coyuntura política en los despachos ministeriales, en las reuniones donde se compran y venden voluntades y lo hace con inteligencia y precisión. La virtud consiste en haber encontrado un enfoque que no se reduce exclusivamente a la realidad francesa, sino que trasciende las fronteras y es aplicable a cualquier escenario donde el distanciamiento entre los gobernantes y los gobernados es tan evidente como el reflejo de que las palabras no son lo mismo que los hechos y las acciones pero las consecuencias por las decisiones tomadas siguen siendo más importantes que las causas, mientras en el tablero de la política se arrojan los dados que ya están marcados.
Tirar y recoger Juan Villegas, aquel memorable desocupado de la Patagonia que recibía como parte de pago de un trabajo un dogo argentino que alteraba el rumbo de su destino en el film El perro (2004), tenía 52 años y era ayudado por una hija, cuyo esposo -al igual que el protagonista- tampoco conseguía trabajo. Ese film de Carlos Sorín dialogaba en términos cinematográficos con Historias Mínimas (2002), y del mismo modo que en el anterior la estructura del viaje operaba en dos sentidos: lo iniciático como un estadío de un cambio de vida, es decir el viaje interior y como trasfondo de un paisaje que se adaptaba a la perfección al derrotero de Juan en sus cruces azarosos con distintas situaciones que también la propia película adoptaba como parte de ese recorrido con una cámara que además de narrar se convertía por momentos en observador. Ese método encontró en La ventana su mayor despliegue por tratarse de un viaje contenido en el interior y en los últimos momentos de vida de un escritor de 80 años conectado con lo que restaba de su propio viaje con la espera de la llegada de un hijo para partir sin el equipaje de la culpa y despojado de todo rencor. Marco Tucci (Alejandro Awada) también tiene 52 años; ha viajado por diferentes provincias durante décadas como representante de una empresa y ahora transita por el final de su largo recorrido en Puerto Deseado. Su pasado es legible en su rostro, curtido y ajado aunque sutilmente triste por asignaturas pendientes que no hace falta hacer explícitas. El objetivo de su llegada se conecta estrechamente con un doble encuentro, el de la pesca deportiva de tiburones en su condición de neófito y por otro lado el más importante que se relaciona con su hija Ana (Victoria Almeida), quien tuvo un hijo y se asentó como maestra en el pueblo de Jaramillo. Carlos Sorín tiene la capacidad de convertir historias pequeñas en odiseas y a sus personajes en protagonistas de ellas porque deben atravesar por una serie de peripecias que los excede. Que mejor odisea que la de apartarse de una adicción como el alcohol que para el caso particular de Marco lo separó completamente de sus afectos; lo cambió para mal en su carácter y en su conducta en la que la voluntad perdió la batalla. Esos afectos desechados por las circunstancias de un pasado que no regresa y del inexorable paso del tiempo en algún momento se intentan recuperar o simbólicamente hablando pescar y así recogerlos para atesorarlos y hacer menos sinuoso un viaje solitario, como la vida misma. Días de pesca –producida por el propio Sorín con su productora Guacamole junto con Kramer & Sigman Films- por un lado marca el retorno de Carlos Sorín a otra de sus historias mínimas y temáticas afines a sus películas anteriores con la excepción de su anterior opus, El gato desaparece, film que habla entre otras cosas del cine y del lugar del espectador pero también del encierro de la mente en una ciudad vertiginosa. Tal vez la necesidad de escapar de ese encierro es lo que motivó al director a encarar esta gran película, construida meticulosamente desde el punto de vista metafórico porque la pesca en primer lugar se relaciona con la espera pasiva; en segundo término con una lucha personal y un desafío que requiere un aprendizaje y la paciencia para vencer la propia inercia porque en definitiva el verdadero protagonista de esa relación es el pez o tiburón y no quien lo pesca. La otra metáfora en Días de pesca no es otra que la del viaje más allá de los paisajes patagónicos del fondo y de la amplitud de ese espacio geográfico desolado que no alcanza para salir del propio encierro en el caso de Marco, dispuesto a lanzar la última línea de su caña al océano incierto de la vida quizás para recoger algún fruto o tal vez para comprender que muchas veces la pesca implica aceptar la devolución del vacío, de la soledad, pero también la chance de volver a intentar y lanzar otra vez en otro océano donde haya más suerte.