Anexo de crítica: Pese a la fórmula repetida de la idea del contagio como parte de un experimento social y como herramienta de control poblacional ya explotada hasta el hartazgo por toda película sobre zombies, el film fluye y mantiene la tensión. Buenos climas, actuaciones convincentes y una atmósfera apocaliptica que se sustenta por sus imágenes, son suficientes atributos para una película remake que no apela a las concesiones ni a los maquillajes estéticos para volverse cruda, incluso con un final poco convencional para este tipo de propuestas...
Burgueses por una noche El nombre del director mexicano Amat Escalante se relaciona directamente al de Carlos Reygadas, con quien colaboró en Batalla en el cielo, pero además de este dato el vínculo obedece también a un estilo y forma cinematográfica que busca a partir de un cúmulo de tensión y tiempos muertos desestabilizar al espectador. Eso ocurría en la sórdida ópera prima de Escalante que pudo verse hace unos años en el Bafici bajo el titulo Sangre y que ahora con su segundo opus Los bastardos (2008) se vuelve a repetir. A diferencia del impacto que generaba la historia de Sangre, en esta ocasión el realizador no logra del todo impactar al hacerse previsible el derrotero mínimo de situaciones por la que pasan los dos protagonistas. Por las características de los personajes, retratados con crudeza y sin medias tintas, las acciones en las que se involucran se anuncian demasiado, pese a un restrictivo manejo de la información que un guión bien escrito por el propio Escalante junto a Martín Escalante dosifica eficazmente. La premisa del relato se instala en la vida miserable de dos inmigrantes ilegales mexicanos (para nada idealizados en su rol de pobres o víctimas) que en un pueblo de los Estados Unidos intentan sobrevivir a costa de los precarios trabajos que pueden conseguir y que por supuesto deben soportar la explotación de los gringos empleadores alimentando esa gran cuota de resentimiento, producto de las desigualdades sociales. El enemigo puede ser cualquiera que tenga un estatus mejor. Por lo tanto las casas de un barrio de clase media son el lugar propicio para robar. Jesús y su cómplice Rubén, un adolescente con quien comparte los trabajos, ingresan a una casa elegida al voleo con una escopeta y de inmediato comienzan a vivir junto a la propietaria (Nina Zavarín), una madre de un adolescente, depresiva y adicta al crack, la fantasía de ser burgueses por un rato: comen, disfrutan de la pileta y las drogas. Sin embargo, a pesar de la perturbadora intrusión parecen establecer con la víctima un vínculo que se define más por compartir alucinaciones, roces sexuales, que por una empatía concreta. Bajo el ritmo moroso que imprime Escalante a cada secuencia, donde la mínima introducción de diálogos dan paso a la incomunicación como barrera no sólo idiomática sino como una expresión manifiesta del individualismo, se pueden apreciar las fallas de este film sobrevalorado porque a diferencia de su par Carlos Reygadas que hace del minimalismo un recurso narrativo increíble, en este caso son contados con los dedos de una mano los momentos en que realmente se justifica la lentitud, el silencio y la quietud con el consiguiente exceso de tiempos muertos. Por eso, Los bastardos convence a medias como propuesta de cine minimalista y contemplativo y como película que busca impactar al espectador por su realismo y crudeza.
Creer o creer Algunos cambios significativos suponían en esta tercera entrega de las Crónicas de Narnia, la saga literaria infantil del escritor C.S. Lewis, un viraje para sortear falencias que se venían arrastrando desde la primera parte, sin corregirse en la segunda y que obedecían excluyentemente a no encontrar el público adecuado para la propuesta y en menor medida al flojo nivel de los guiones adaptados a la pantalla grande. Los estudios Disney fracasaron comercialmente hablando al obtener tibias recaudaciones para semejante proyecto y ahora es el turno de Fox que tomó la posta de la saga con el director experimentado Michael Apted (las anteriores estuvieron a cargo de Andrew Adamson) y la forzada incorporación del 3D en un film pensado para 2D. El resultado final deja una sensación ambigua con el interrogante puesto en lo que puede venir de acá en adelante y con las reiteradas fallas que a esta altura de las circunstancias parecen estar vinculadas exclusivamente con el trasfondo religioso y el ferviente catolicismo de su autor, plasmado en su obra. Lo que desde un comienzo aparecía en el terreno de lo subyacente como recreación de los mitos bíblicos en ese reino mágico llamado Narnia, con esta tercera parte de la saga no caben ya dudas respecto a la presencia de elementos emblemáticos de la religión católica: el paraíso, Dios omnipresente (es necesario aclarar que se trata del león Aslan), los 7 pecados capitales y la travesía espiritual como sello de madurez, evitando caer en las tentaciones terrenales. No son necesarios para esta saga 10 mandamientos sino uno solo: creer. Y entre el creer y el no creer se debate el nuevo personaje incorporado en esta etapa: Eustace, un niño mojigato, excesivamente racional y primo de los dos protagonistas Lucy y Edmund -parias y huérfanos en el mundo real y soberanos en las tierras de Narnia- quien azarosamente se ve transportado a esta nueva aventura maritima, cuyo portal no es un ropero esta vez sino un cuadro viviente. El otro nuevo personaje no es ni humano ni animal, sino que se trata justamente de un barco llamado El viajero del alba (de ahí el título de esta tercera película) comandado por el ya conocido Rey Caspian (Ben Barnes). El enemigo esta vez no es corpóreo sino que se manifiesta a través de una niebla verde (prima no reconocida del humo negro de la serie Lost), la cual influirá directamente en las conductas de cada personaje en obvia representación de los deseos y los miedos. Sin adelantar mucho más sobre la trama que mezcla magia, seres de otro mundo, menos animales y menos humanos, se puede decir que la misión consiste en encontrar y destruir 7 espadas que no son otra cosa que la representación de los pecados capitales. No puede acusarse a esta película de aburrida dado que el relato no presenta complicaciones a la hora de sumar situaciones y personajes, que sin duda enriquecen el universo monotemático de la magia; tampoco faltan escenas de acción donde el despliegue visual y el uso funcional de los efectos especiales no hacen ruido. No obstante, ninguna secuencia -incluso aquellas que suponen movimiento y acción trepidante- deslumbra por su originalidad o elaboración. Este aspecto se ve profundamente desaprovechado al haberse utilizado el 3D como agregado de postproducción y eso se nota en el conjunto.
Berlusconilandia A pesar del análisis superficial sobre la figura del primer ministro Silvio Berlusconi, propietario actual de casi el 90% de los medios masivos de comunicación italianos, Videocracy es un documental del realizador Erik Gandini que como suele ocurrir dentro de la dialéctica de la polémica fue vetado por Berlusconi al considerarlo como un film político y perjudicial para la televisión estatal. Sin pecar de ingenuos, cabe decir que para este magnate no hay escándalo que pueda quitarle el sueño y que si realmente se hubiese visto perjudicado por este documento la suerte de su realizador hubiese sido otra. El argumento poco convincente del mandatario italiano deja en claro su idea de lo que significa el poder en relación a la palabra política como algo peligroso, dejando manifiesta una ideología que se ampara en el totalitarismo bajo el falso rótulo de democracia, en plena campaña de censura a la libertad de expresión. Lo que sí queda claro, aportando interesantes archivos televisivos recogidos por el documentalista desde los años 70 hasta la actualidad, es que el modelo cultural de la decadencia italiana comenzó en los tempranos años en que Berlusconi solamente dominaba el aire del canal Tele Torino, una pequeña cadena local italiana que sería el antecedente de lo que se conoció más tarde con la llegada de los realities como Tele Basura. Ese poderoso empresario de los medios llegó al poder sirviéndose de cuanto programa chatarra y frívolo se tratara e imponiendo una estética concentrada en la voluptuosidad femenina, el ánimo festivo y la introducción del modelo de vida exitoso que millones anhelan para su futuro aún en nuestros días. Pero por otro lado, más allá del retrato de este hombre de sonrisa artificial, el film presenta otros aspectos y personajes relacionados con la farándula televisiva que exponen naturalmente sus miserias frente a la cámara: es el caso de Fabrizio Corona, una suerte de homoeróticus super macho que se ganaba la vida extorsionando celebridades al mostrar fotos comprometedoras y que tras una breve estadía carcelaria se transformó en un mártir que nunca renunció a su cinismo y ambición, pero que no deja de ser un patético representante de la sociedad de consumo europea. Otro personaje singular es Fabio que se define como el Van Dame italiano, quien denuncia la competencia desleal para figurar en tele cuando pululan en la fauna televisiva chicas lindas y atrevidas dispuestas a todo. No obstante, más allá del tratamiento y el ritmo televisivo del film resulta evidente la falta de contexto socio político (ningún tema social aparece en juego ni las políticas de Berlusconi para afrontar la crisis) tratándose del presidente de Italia y la contradictoria frivolización que a veces expone en el tratamiento de las temáticas al mostrar un fenómeno cultural de una manera superficial y obvia, sin mayor atractivo que destapar alguna pelusa de decadencia cuando todo indica que la suciedad y la mugre no tiene límites.
Un film torbellino, de esos que traspasan la pantalla y se incrustan en los ojos del espectador para asistir al deterioro físico y mental de un DJ alemán en una biopic que hace del vértigo y el descontrol su mejor arma y sabe acompañarla de una banda sonora acorde al ritmo sincopado y galopante en que vive su protagonista. Imposible no movilizarse.-
Una fiesta olvidable No hay estereotipo que se salve ni situación de comedia estudiantil norteamericana que no se haya visto, contextualizada en la típica fiesta que puede ser la del baile o la graduación, depende el grupo del que se trata. Fiesta que invita a los excesos del alcohol y a romper reglas, e incluso partes del mobiliario como lugar común de un ritual adolescente de todos los tiempos. Pero la rebeldía a la chilena se circunscribe solamente en desobedecer los mandatos paternos y tocar rock and roll. Aparentemente es así como sucede en esta básica y aburrida comedia La casa por la ventana, coproducción Argentino-Chilena dirigida por Esteban Rojas y Juan Olivares (también actúan, o es una manera de decir) que acumula situaciones supuestamente graciosas del mismo modo en que van apareciendo diversos personajes que llegan a la casa del anfitrión Julio Saéz (Walter Cornás, un argentino que hace de chileno), el estereotipo del introvertido. Recién recibido de arquitecto, los deseos del muchacho son tocar la guitarra como Jimi Hendrix pero debe soportar la presión de un padre chapado a la antigua (Alberto Castillo) que organiza una reunión de fin de año con la intención de que su muchacho se rodee de gente importante. Sin embargo, las necesidades de Julio son otras y aspira a vivir una fiesta menos snob, como las que se pueden ver en American Pay. Desde el primer minuto, el film acusa un amateurismo alarmante que le juega en contra así como la elección del casting, donde no puede dejar de notarse que se trata de un grupo de amigotes que jugaron a hacer una película para divertirse entre ellos, olvidándose que del otro lado hay un espectador.
Software libre o muerte Corría el año 1982 y los estudios Disney se habían planteado el desafío de hacer un producto destinado exclusivamente a un público adolescente. Pero la particularidad de esta empresa residía en que se trataría de la primera película que incorporara efectos visuales realizados exclusivamente por computadora. Lejos del monopolio de la animación computarizada que llegaría luego con el liderazgo indiscutido de Industrial Light & Magic, nació Tron con escasa repercusión y tibia recepción por parte del público en esa época. Sin embargo, con el correr de los años y el avance descomunal de la computación y la tecnología aplicada al cine, aquel film escrito y dirigido por Steven Lisberger fue ganando respeto y transformándose en película de culto tanto de la ciencia ficción como del cine injustamente considerado clase B. La historia de aquella película se desarrollaba adentro de un videojuego, cuyo creador Kevin Flynn (un joven Jeff Bridges), talentoso programador, se desmaterializaba con ayuda de un rayo láser con el fin de ingresar al universo de programas y obtener la información que lo señalaba como creador del juego tras haber perdido ese derecho dado que la empresa ENCOM -para la que trabajaba- le ha robado la idea. Ese universo binario de programas que se enfrentan con Kevin Flynn en una suerte de émulo de circo romano (primero en una guerra cuerpo a cuerpo de discos lásers y luego en una frenética carrera con las motos de luz) guarda una estrecha relación con el universo de TRON: El Legado, secuela actualizada, dirigida por Joseph Kosinski que la Disney ahora entrega en formato 3D. En la actualidad ENCOM es una mega corporación que domina el mercado del software y el nombre de Kevin Flynn apenas un recuerdo rodeado de misterio, dado que permanece desaparecido desde hace más de 20 años. Su hijo Sam Flynn, quien tenía 12 años cuando Kevin desaparece, conserva en el presente el espíritu de rebeldía de su padre y siendo el principal accionista de la corporación les genera uno que otro dolor de cabeza a los ejecutivos. Su cómplice en la empresa es un antiguo amigo de su padre, quien ha recibido en su prehistórico beeper (no hay otro término para un mundo regido por la dictadura de los celulares) un mensaje del que se puede inferir que el creador está vivo y atrapado en el video juego. Así las cosas, en el viejo local de Arcades, otrora reducto del joven programador, se encuentra el portal por el que Sam llegará al mundo del video juego en el que ahora reina la tiranía de Clu (Jeff Bridges de hace casi 30 años digitalizado), el alter ego de Kevin Flynn (ya viejo y recluido en los confines de su creación) que en realidad es un programa que se rebeló a su creador tras buscar la perfección de ese mundo alguna vez soñado. Los planes del tirano consisten en traspasar el portal para conquistar el mundo real, pero para ello necesita el disco rígido que porta celosamente Kevin Flynn en su espalda y que contiene toda su inteligencia. Más allá de las diferencias entre la hoy ingenua versión de los 80 y esta nueva propuesta que coquetea con la idea de las corporaciones frente a aquellos que pregonan el software libre y gratis, el gélido y autómata escenario de TRON: El Legado no es otra cosa que un reflejo distorsionado del mundo en que nos toca vivir. La serpiente que se ha mordido su propia cola y expande su veneno de deshumanización y pragmatismo audaz. Por eso, sin tratarse de una gran película puede considerarse a esta secuela innecesaria -tal vez- pero no por eso menos entretenida como un film de diseño de producción, donde las ventajas del 3D en materia visual se encuentran a la altura de las expectativas, así como su hipnótica banda sonora que complementa cada escena con eficacia y sin estridencias. La cuota de nostalgia para aquellos que nos habíamos deslumbrado en el 82, en esta ocasión está más que asegurada al recuperar los juegos mortales aggiornados a los ritmos y dinámicas imperantes en estos tiempos. TRON: El Legado no acusa el paso del tiempo sino que lo revaloriza por sus ideas y creatividad que vistas en perspectiva en esta versión 2010 quedan plasmadas con mayor eficiencia.
Sin techo y sin ley A simple vista la historia de Wendy and Lucy podría sintetizarse en una balada folk que narra las aventuras de una chica que pierde en un pueblo al que recién llega a su perra y luego la recupera. Nada más sencillo que eso es lo que realmente sucede en este nuevo film de la realizadora norteamericana Kelly Reichardt pero en realidad como toda gran película hay mucha tela para cortar porque no es descabellado encontrar en esta trama simple elementos sensibles que retratan la Norteamérica profunda y olvidada, principal foco de destrucción de la crisis económica de los Estados Unidos. Sin embargo, también se puede encontrar en Wendy and Lucy un film intimista con una fuerte carga emocional detrás, que hace de la sutileza narrativa un recurso imprescindible a la hora de esquivar golpes bajos y lugares comunes. Varada en Oregón tras perseguir el sueño de llegar a Alaska en busca de una mejor vida, Wendy (Michelle Williams, brillante) pierde el contacto con su perra Lucy luego de ser arrestada por sustraer de un supermercado alimento para perros. Quizá consciente de que el mundo regido por el individualismo y la indiferencia aventuran un futuro poco feliz en cualquier parte, comienza a buscar a su perra por las frías calles a la intemperie, sin un techo tras haber perdido su único hogar ambulante: un auto viejo. La directora de Old joy, Kelly Reichardt, deja que la fuerza expresiva de las imágenes transmitan la desolación de su protagonista sin recargar las tintas sobre los costados emocionales y dejando que los sentimientos afloren de una manera natural, pero por sobre todas las cosas revestidos de verdad y genuinidad, algo que el cine norteamericano ha perdido hace rato. Una gran historia, chica, pero demasiado larga –conceptualmente hablando- por lo que abarca; por lo que revela y porque cuenta con la destacada dirección de Kelly Reichardt, recientemente premiada en Venecia por su western Meek’s Cutoff también protagonizado por Wiliams.
Morbo y paranoia en espacio chico para el deleite de los fanáticos del gore o de la saga Saw son los dos ingredientes que abundan en esta nueva y enfermiza historia con un buen guión, donde la perversidad se expone en todas sus formas y un ritmo intenso que nunca pierde pulso y por momentos deja sin aliento al espectador...
El mafioso humanista El hampa y el humanismo son dos polos que nunca se tocan aparentemente, pero eso se va diluyendo cuando detrás de cada delincuente o asesino aparece una persona con sus miedos, miserias y contradicciones que lo llevan a tomar decisiones extremas y a veces equivocadas. Esa es la premisa que gira en torno al universo de El inmortal, thriller poco atractivo que juega con la idea de venganza y redención sin aportar nada nuevo al género. Charlie Mattei (Jean Reno) transita hace 3 años por su etapa de retirada del mundo mafioso tras haberse convertido en el pasado en uno de los capos máximos de la mafia de Marsella que siempre respetó los códigos: prostitución sí, drogas no; matar policias no; no traicionar amigos y defender con la vida la familia. Devoto padre de familia, pretende redimirse de sus pecados a partir de una vida tranquila sin asesinatos ni atracos, sino entregado a pleno a su hijo pequeño y a la ópera clásica. Sin embargo, una mañana es emboscado en un estacionamiento por ocho tiradores que lo masacran a balazos pero milagrosamente sobrevive y se gana el apodo de ‘‘el inmortal’’. A partir de ese momento, su supervivencia lo obliga a tomar cartas en el asunto para vengarse de sus verdugos y por otra parte debe negociar con la policía para tener la zona liberada y llevar a cabo su plan de ajuste de cuentas, así como mantener a resguardo su familia. Esquemática, previsible y apenas bien filmada, El inmortal se basa en una novela de Franz-Olivier Giesbert, que a su vez se inspiró en hechos de la vida real del mafioso Jacky Imbert. El planteo moral que mueve al protagonista resulta poco menos que elemental así como la descripción de cada personaje que lo secunda, incluido su antagonista Tony Zacchia (Kad Merad), quien desde el vamos porta el cartel de traidor además de pertenecer a la cultura musulmana, cuyas costumbres se retratan en este film del realizador Richard Berry como un aporte de exotismo que no suma ningún atractivo a una trama convencional. Quizá la irrupción de escenas de extremada violencia y cierta prolijidad desde el punto de vista formal, sumada a una correcta actuación de Jean Reno, apenas alcancen a salvar el valor de la entrada, pero eso es todo lo que puede ofrecer este producto "made in France" bajo la tutela de Luc Besson.