El presente y nada más. Ángela Molina, condecorada con el Goya de Honor por su trayectoria, se come, en el buen sentido del término, la película del director Simón Franco (Boca de pozo) en un rol soñado por cualquier actriz de su estirpe y más que merecido tras largas décadas y películas a cuestas en las que supo dejar su impronta, incluso en la reciente serie distópica La Valla (Netflix). Charlotte es una comedia agridulce, que se cruza por momentos con algunos elementos del género melodramático puro y que parte desde el principio con la idea de la reinvención de una estrella del cine con un pasado de gloria, y alejada de las pantallas hace ya un tiempo. Sus aires de diva y pequeños caprichos los soporta un asistente (Ignacio Huang), quien debe acompañarla en una motorhome cuando la actriz venida a menos se entera sobre el rodaje de una película en Paraguay, que dirigirá un director muy importante y más que conocido por ella (Gerardo Romano, bajo un ridículo acento español que realmente no se entiende el porqué de la arbitraria decisión). Es a partir de esa búsqueda personal e íntima, de ese presente que se vuelve horizonte más que mapa, cuando el film toma el rumbo de la road movie con todas las generales de la ley: personajes secundarios que se cruzan en el camino de la protagonista y su facilitador; transformaciones en ambos sentidos del camino y el plus de comparar las brechas generacionales en plan de reivindicación del pasaje del tiempo como una lección de vida más que un castigo a la belleza y a la vejez digna. No por azar aparece la idea publicitaria de una crema rejuvenecedora en el camino de la actriz, quien rápidamente desacredita el artificio de cualquier mensaje mentiroso para elevar el valor de la verdad en el cine, y también en el largo camino que implica transitar una vida rodeada de tentaciones y oropeles instantáneos como la fama, el éxito, la adulación vaga y mentirosa cuando no la irrupción del olvido antes de tiempo. Si bien la historia es sencilla y fluye, cabe destacar que a este opus de Simón Franco no le sobran minutos en su desarrollo. Algo que en tiempos de rodajes excesivos en la duración se agradece por partida doble.
Retroceder siempre, avanzar jamás. Es sumamente estéril buscar interpretaciones de la última y pretenciosa película de Christopher Nolan, Tenet, porque la sobre explicación desde la enorme cantidad de palabras, frases, máximas altisonantes y kilométricas escenas dialogadas, se encargarán de hacer de este desproporcionado film su mayor y peor defecto. No obstante, propagar a los cuatro vientos que en el apartado visual no existe ningún plano meritorio, o haya largas secuencias en las que el despliegue en el espacio cinematográfico no fuese de apreciar sería por lo menos injusto. Sin embargo, no alcanza y la primera conclusión que llega velozmente al salir del aturdimiento -o perturbación cerebral- tras 150 minutos en los que siempre se retrocede para no avanzar terminan por generar en aquellos que esperaban expectantes la nueva película del creador de Interestelar cierto descontento y sensaciones mezcladas sobre el lugar del espectador para el director de El Origen. Con esto no quiero ni subestimar al público ni cargar las tintas sobre las intenciones finales del realizador británico, pero sí apelar al sentido común cuando al menos se piense en que las películas están hechas para verse y no para devanarse las neuronas con cierta noción culpógena por no entender planteos de pseudo profundidad, que no son más que ideas sueltas en pleno funcionamiento frente a leyes ilógicas, o al menos cuestionables si el elemento azar se encuentra fuera de la ecuación. Por ese motivo, por contar una historia enrevesada y por no haber aprovechado una buena idea de espionaje, que llevada al paroxismo y jugado sin trampas narrativas hubiese sido atractiva (como los argumentos de la franquicia 007 o Misión Imposible), Tenet abarca mucho en su primera mitad, nos engulle energía con la voracidad de un glotón caprichoso y consentido por varios defensores, para terminar con sabor a poco teniendo en cuenta y sin espoilear aquí las motivaciones de sus personajes frente al contexto y amenaza latente de la entropía más destructora y conocida hasta el momento en el verosímil cinematográfico. Para ir y venir en el tiempo y luego cruzar, en un montaje paralelo el futuro con el pasado, no era necesario dar semejantes vueltas. Tampoco explicar teorías que serían completamente derrumbadas en los campos de la física cuántica entre otras zonceras by Nolan. Dato no menor: el título es palíndromo y cartón lleno.
A escala de lo esperable Cualquier película china doblada al español sufre en demasía ese cortocircuito idiomático a la hora de tratarse de un melodrama. Quienes estén acostumbrados a los estilos de actuación en el cine oriental encontrarán que el exceso es habitual en materia de los aspectos dramáticos. Las emociones por ejemplo también tienden a exagerarse. En este caso, el melodrama viene acompañado del cine catástrofe con un pie apoyado en el peldaño de la acción y otro en el suspenso, que toma como contexto la misión de ascenso de un grupo de alpinistas chinos, quienes buscan llegar a la cima del Himalaya con el fin de ser reconocidos mundialmente, aspecto que les fuera negado en la primera misión por no haber regresado de la cima con una prueba fotográfica. La mezcla del nacionalismo y el orgullo de los chinos contamina la trama de un desmedido patrioterismo, el cual junto a una banda sonora omnipresente a veces parece transmitir la sensación de una propaganda política algo pasada de moda más que resaltar los valores de una proeza del alpinismo y autosuperación de ese grupo de hombres y mujeres capaces de llevar a cabo la misión y así soportar todo tipo de inclemencias y peligros en cada posta, a medida que el porcentaje de oxígeno disminuye y las altas temperaturas bajo cero conducen directamente a la muerte, cuando no cualquier accidente durante el ascenso, a veces a ciegas y otras sometidos al azar de las fuerzas naturales. Puede decirse entonces que a la hora de transitar por los andariveles de la acción, el film dirigido por Daniel Lee acopla escenas de alto despliegue visual (cabe destacar que la película fue concebida para IMAX 4D) y tensión para salir airoso y estar a la escala de un Blockbuster de calidad media. Sin embargo, la suma de los aspectos melodramáticos, una trunca historia de amor y la presencia de lo trágico que envuelve el destino de algunos personajes le quita eficacia a la propuesta cinematográfica en su conjunto. La presencia de Jackie Chan es un recurso meramente comercial y no gravita en lo absoluto en la historia donde cobra mayor protagonismo como personaje no humano la montaña. Cabe recordar que la película abarca en gran parte del metraje el período de 1970 cuando las travesías humanas de alto riesgo no contaban con los recursos y medios tecnológicos de hoy, elementos necesarios que sin lugar a dudas hicieron posibles muchas otras proezas humanas con el correr de las décadas. Avalancha: desastre en la montaña es una película ante todo y a pesar de su doblaje para ver en una pantalla de cine.
El fatídico tercer acto. Si bien se pueden rescatar de este opus del director Albert Pintó elementos sueltos como por ejemplo una buena ambientación, climas aislados que saben aprovechar el espacio de una construcción añeja y muy propicia para relatos de fantasmas, Malasaña 32 presenta todos sus malos vicios y arrastre de inconsistencias de guión en el famoso y fatídico tercer acto. Eso significa que si nos ponemos a dividir el relato en tercios, las dos terceras partes de la película cumplen, sin alta calificación ni calidad, pero con una coherencia entre lo que se representa y aquello que se sugiere no por medios visuales. La sugestión desde el sonido, que explota esa característica de las casas habitadas por fantasmas mientras las víctimas de turno -mortales ingenuos- atraviesan todo tipo de sustos bajo la ambigüedad de un punto de vista que parece tener un vínculo paranormal con una entidad, responde al recurso del golpe de efecto sin otra característica extra como complemento para construir escenas de miedo funcionales al desarrollo de la trama. Ese detalle es el que con el correr de los minutos se vuelve predecible y le quita todo tipo de sorpresa a lo que pueda llegar a venir, una vez que la dialéctica silencio-ruido no se altera, así como tampoco los clichés en las actuaciones. Para decirlo en pocas palabras: Malasaña 32 es una película de terror que conoce al dedillo las reglas del género y las aplica con prolijidad, pero su director Albert Pintó (Matar a Dios) no las supo aprovechar con astucia para generar ese plus que le hubiese permitido superar una historia tan poco original como la de la familia Olmedo compuesta por papá, mamá, abuelo, hermana y hermanito, quienes arriban de un escenario rural a la urbe desconocida y peligrosa para comenzar una nueva vida en una casa embrujada, con nexo directo a un pasado en el que un secreto oculta una historia y hace de esa espiral de ocultamientos el caldo de cultivo para la ira incontenible de una entidad, quien no descansará y buscará cuerpos en los cuales manifestarse.
Volver y revolver. En la dinámica del personaje que regresa a su lugar de origen se yuxtaponen dos anhelos que paradójicamente encierran el pretexto de la fuga: uno espera encontrar aquello que perdió, a la vez que necesita descubrir algo nuevo para convencerse de haber regresado. Por lo general, en la vida real no ocurre ni una cosa ni la otra y el pasado es ese eterno retorno que cada vez orada y realimenta la necesidad de revolver para en definitiva no volver. A grandes rasgos eso es Emilia, ópera prima de César Sodero protagonizada por Sofía Palomino, en quien recae prácticamente toda la carga dramática y la responsabilidad de sostener un personaje que parece guiado por un instinto de romper normas y moldes; mandatos culturales y encontrar siempre la excusa para huir. Se trata de una película sobria, con un ritmo pausado pero que no cae en la tentación del letargo contemplativo para generar no necesariamente empatía entre personajes, sino una fina sintonía con las emociones.
Transiciones. La mirada de Selva es tan intensa que transmite entusiasmo y tristeza a la vez. Es la aventura de descubrir aquel motor que la confronta con un mundo adulto tan enigmático como la selva que la rodea. Hay dos selvas entonces en esta ópera prima de la directora Argentina-Costarricense Sofía Quirós Úbeda, por un lado la protagonista atravesando sus trece años y por el otro el paisaje interior y exterior que desborda en vegetación, exotismo y porqué no en un costado místico que envuelve la trama. Si la adolescencia, esa etapa de transición a la madurez por excelencia, implica asimilar diferentes pérdidas, la reflexión temprana sobre la muerte impregna al camino de búsqueda y descubrimiento de ese misterio para el que nadie tiene respuesta. Pero entenderla también como una necesidad dentro de ese viaje, que representa la última etapa de la vida, habla a las claras de una madurez que coquetea con la forma no convencional de aprendizaje, con la irrupción de otros planos no relacionados con la realidad. Ese es el plus que Ceniza negra sabe capitalizar y manejar con la sutileza justa para integrarlo al relato intimista que supone un melodrama familiar. Sin embargo, a ese esquema se le suma el del camino iniciático de Selva y su transitar por la doble pérdida. Con diálogos precisos al mismo nivel que los silencios, la atmósfera de este auspicioso debut de Sofía Quirós Úbeda (representante por Costa Rica para la pre-selección de películas extranjeras en los próximos Oscars) señala un poder de síntesis en la puesta en escena, así como un interesante nivel de observación de las pequeñas cosas en un ámbito en el que nunca se pierde la idea de lo cotidiano y doméstico, como tampoco el aspecto humano por encima de los personajes.
Relaciones tóxicas En su debut cinematográfico, Martín Kraut logra un verosímil para una trama que coquetea constantemente con elementos de terror y suspenso, aunque de ese verosímil depende pura y exclusivamente de la entrega de su reparto. En ese sentido, Carlos Portaluppi junto a Ignacio Rogers consiguen transmitir esa relación entre sumisa y manipuladora que, llevada a los extremos, explota en un más que interesante juego del gato y el ratón. Y todo se hace mucho más tensionante porque se desarrolla la trama de suspenso en el contexto de una sala de terapia intensiva. La mayoría de los pacientes se encuentran en estado terminal. Reciben el cuidado protocolar estándar y no mucho más. Para Carlos, la terapia forma parte de toda su rutina, afuera del hospital prácticamente no encuentra lugar ni siquiera sentido a su existencia. Por eso, la llegada de Gabriel, un enfermero más joven y dispuesto a modificar el entorno, le genera un verdadero obstáculo y la sutil pérdida de liderazgo a la vez que la vulnerabilidad frente a las autoridades y directivos. Todo se precipita rápidamente cuando comienzan a ocurrir situaciones de enorme ambigüedad en el marco de lo laboral y el círculo de desconfianza hacia Gabriel se ensancha a niveles de asfixia para Marcos y su inestable emocionalidad. Sin entrar en un lugar de ética o la llamada bioética en relación al manejo médico de enfermos terminales, tanto el personaje de Marcos (Carlos Portaluppi) como el de Gabriel (Ignacio Rogers) poseen una mirada muy singular ante situaciones límites y desde ese pequeño espacio la película no aborda ningún tipo de planteo o reflexión para sumergirse de lleno en el vínculo tóxico entre ambos. La dosis es un buen ejemplo de ejercicio de estilo, aunque un prometedor comienzo seguido de una mitad aceptable – interesante decisión de no haber caído en el facilismo del retrato de el Doctor Muerte -se va desdibujando en los últimos tramos del film pero jamás alcanza los niveles de películas fallidas como suele ocurrir cuando delante se presenta de forma tan transparente el reflejo de un género y la historia de la manipulación psicológica.
Un guapo del 1900 No por casualidad este documental de Sebastián Martínez (ver entrevista) pasó hace pocos días por la sección Deconstrucciones del FIDBA, en esta atípica manera de exhibirse por vía virtual, porque es precisamente la deconstrucción de la mítica figura de Francisco Piria el eje central de la obra, que no solamente toma como referencia a la ciudad de Piriápolis (R. O. del Uruguay) sino que genera un interesante contrapunto entre un coro de voces y un eco que las recorre, tal vez desde la imaginación o al menos de una ausencia que se hace presente en cada espacio surcado. Habla mucho de su creador aquello que resiste al total abandono aunque es visible que lo que el presente refleja dista mucho de un esplendor del pasado. Quizás una de las incógnitas por revelar responda a esa pregunta incómoda que tiene que ver con una época del 1900 atravesada por numerosas líneas y aristas, que van entre proyectos ambiciosos a una tensión irresuelta entre idiosincrasias diferentes o formas de entender el futuro de un país. Piriápolis representa entre muchas cosas la puesta en marcha de una utopía; la trasnochada idea de un visionario europeo en una geografía completamente virgen, pero que a la larga fue encontrando sus límites con el correr de las décadas. A Piria, tal como refleja ese mosaico de voces, no se lo puede etiquetar bajo ningún modelo y pareciera que gran parte de ese conflicto fue pura y exclusivamente por su coherencia respecto a lo que sentía que debía hacer como otros pioneros que comparten esa paradójica tragedia de vivir en un tiempo equivocado. Entonces, desde ese punto de referencia cualquier arista que lo cruce en su turbulenta -aunque persistente marcha y contramarcha- le cabe en un traje que lejos de quedarle grande a veces lo mostraba tal cual era: poco complaciente con la impronta conservadora de la época y muy ágil para el negocio de lo nuevo. El mundo entero como documental de descubrimiento funciona al haber encontrado en el recurso de la voz como guía una manera de orientar al espectador para que el cúmulo de información, historias y misterios no se pierdan en esos laberintos repletos de símbolos, detalles y silencio. Sebastián Martínez consigue así con su opus la construcción de un pasado desde el presente del olvido hacia el futuro del recuerdo.
A la vejez, sonrisas Mezcla de documental con ficción, el opus de Víctor Cruz (Boxing Club) apunta a un retrato de la vejez despojado de solemnidad y dispuesto a mostrar aquello que alimenta la vitalidad de sus retratados. El verdadero hallazgo de Cruz y equipo es haber encontrado en distintos rincones del mundo (Costa Rica, Italia, Japón) personas de un promedio de edad mayor a 90 años. Todos ellos, algunos con achaques de la vejez, responden a un denominador común: las ganas de seguir viviendo pero de forma activa. Es por ese motivo que el cuerpo y el espíritu se amalgaman en estos ejemplos que la cámara acompaña. Ya desde Boxing Club (2012), el realizador había demostrado una mirada no convencional del entorno y de los protagonistas, con el foco en la voz de cada uno de ellos. Y en esta ocasión, la idea prevalece para encontrar un tono ameno en los episodios como por ejemplo el del hombre que se sube a un aeroplano, sobrevuela esa Italia pequeña pero grande con la sonrisa de un niño, acompañado por la canción Volare interpretada por Domenico Modugno. La sorpresa llega del lado oriental, más precisamente desde Okinawa (Japón) y como cierre fusiona lo analógico con lo digital al encontrar en un coro de ancianas una revelación para las redes sociales, las giras por escuelas y teatros y selfies que explotaron en millares de seguidores y likes. La coreografía, la simpatía de cada una de las involucradas, transmite esas ganas comentadas al principio de esta nota y demuestra que las edades se viven diferente cuando existen voluntades que superan los prejuicios de la cultura y de la chatura de las generaciones de los millennials.
Cuidado con lo que deseas. Si en otros tiempos evangelizar implicaba imponer una creencia sobre otra, aunque con jerarquías diferentes en base al discurso de dominación, en la nueva película dirigida por la directora Laura Casabé, Los que vuelven, las creencias se afincan no sólo en una desigual relación de poder sino además en la dependencia ante fenómenos que exceden el control de los personajes. Así, el valor intrínseco de una leyenda y de cierta idea mágica para traer al plano terrenal a los muertos entra en tensión con un relato de terror clásico, donde la culpa y la expiación se tensan en la cuerda endeble que separa la razón de la locura. La locura que se expresa en este caso de maneras violentas remite a aquellas manifestaciones desatadas en escenarios selváticos cuando el principio dialéctico entre civilización y salvajismo encontraban el espacio orgánico justo en ese inhóspito teatro de la crueldad, también llamado naturaleza. La idea de haber llevado a la extensión de la selva misionera esta historia donde el rol de la mujer de principios de siglo se ve sumamente opacado por el reinado de los hombres, no sólo dueños de la tierra y de los mensúes que alteran el equilibrio de la vegetación, resulta más que acertada teniendo presente el peso de la traición por un lado y de la tradición por el otro. Como si se tratase de reflejar un doble juego de venganza y redención en un espejo aumentado por el exotismo del paisaje y la fuerza de la hostilidad de la naturaleza. Otro detalle no menor es haber elegido una ruptura del tiempo cronológico del relato con fines dramáticos y para favorecer la construcción de los micro universos en el que cada personaje crece exponencialmente. Al igual que ocurriera con La valija de Benavídez (2016) los postulados del género dicen presente y se acomodan -estructuralmente hablando- en otras ideas no necesariamente relacionadas al género para hacer de la mixtura el mejor puente entre realidad y no realidad, aspecto que hace de la introducción de elementos fantásticos su mejor aliado porque el elenco (María Soldi, Alberto Ajaka, Lali González, entre otros) sabe acompañar tanto en los climas como en los momentos de anticlímax. Sangre, culpa, revisionismo, maternidad, deseo, desde la ambigüedad de la locura explotan en esta película perturbadora y atrapante que merece reconocimiento por partida doble: en lo técnico y en lo estético.