Ataduras Tamae Garateguy logra sorprender cada vez que explora desde su cine intenso y visceral los límites de un género. Y si la primera idea de límite se corresponde con las “ataduras” de un estilo o género, la directora de Mujer lobo busca rápidamente desatarse como lo hacen -o al menos eso intentan- los protagonistas de este trágico thriller con visos de erotismo, drama existencial y hasta una poética de luces de neón, que hacen de lo misterioso y lo prohibido un espacio íntimo y sin reglas. La premisa arranca con una información que para los fines dramáticos de la trama encajan perfecto: un cirujano (Rodrigo Guirao Díaz) en medio de una operación rutinaria de estética se distrae y ocasiona la abrupta muerte de su paciente, ganándose el apodo de Dr Muerte. A esa clínica, tras el incidente, llega una bailarina desfigurada llamada Clara (Martina Garello) con una petición sumamente extraña dado que pide al cirujano morir en vez de ser operada para reconstituir su rostro. Pero lejos de cumplir el mandato, el Dr Quintana embellece a Clara y además no logra escapar de su magnetismo, que rápidamente se vuelve obsesión y desde encuentros azarosos y nocturnos que terminan en sadomasoquismo, un mundo desconocido seduce cada vez que el nombre de Clara aparece y la propuesta de una relación distinta a la rutina del matrimonio gana interés. Sin embargo, más allá de la perversión y la toxicidad en esas extrañas salidas, la vulnerabilidad emocional de Clara es realmente su mayor atadura y para el caso del cirujano la atadura se encuentra en su vida con un matrimonio sin sexo y con un trabajo que no implica riesgo o aventura. Tamae Garateguy entonces tensa la relación al introducir el sexo como herramienta de sublimación de los deseos pero también como parte del juego de sumisión, en el que un intercambio de roles constante alimenta todo tipo de ambigüedades. A veces el maltrato, otras el desprecio forman parte de la misma dinámica pero los deseos y las pulsiones se entrecruzan como si Eros y Thanatos danzaran entre los personajes o los invitaran a un menage a trois consensuado. Con este nuevo opus, la realizadora de Pompeya sube un escalón en cuanto a las relaciones humanas y sus distintas formas de sublimar el dolor, ya sea por el placer sadomasoquista o la aventura de enamorarse de la persona equivocada.
La Disney hizo Ossoo!!! De las enormes licencias y libertades que se ha tomado Disney para explotar al personaje Winnie-the-Pooh y a su creador se encargarán fanáticos o historicistas porque en lo que a cine se refiere siempre existen modelos o películas con las cuales dialogar para sacar mayor provecho de las intenciones pseudo artísticas de este producto, Christopher Robin, un reencuentro inolvidable. El trillado mensaje de la búsqueda del niño interior bajo los preceptos Hollywoodenses malogra cualquier profundidad y banaliza una necesidad vital para transitar una vida con algo de sentido. La familia, el trabajo, las obligaciones, el ocio, y los anhelos personales son apenas una parte del todo que plantea este relato, dirigido por Marc Foster. A diferencia de otras películas que mezclan la vida de los creadores con sus creaciones, Christopher Robin entrelaza a dos personajes del universo Winnie-The-Pooh, creado por Alan Alexander Milne. El hijo del susodicho es Christopher Robin y su lugar en los relatos cortos es preponderante, aunque para el verosímil del film de Foster la confusión al tomar contacto con el osito y sus amigos (CGI mediante) puede llamar al suspicaz equívoco, sumados dibujos de Christopher en su etapa de infancia, algo que en la película tapa a fuerza de elipsis para instalarse de lleno en la adultez. Por eso, al sumergirnos en la propuesta de los estudios Disney y encargada a Marc Foster aparece la primera contradicción: el mensaje y la bajada de línea frente a la creatividad para hacer atractivo el universo de Winnie-The-Pooh, siempre contrastado con la realidad mustia y sepia de aquella Inglaterra post Segunda Guerra Mundial. Carente de imaginación, la empresa donde Christopher Robin intenta progresar le delega la difícil reestructuración para achicar gastos. Pero el hombre, ahora adulto que ha dejado en un segundo plano a su hija y a su esposa, aún tiene sensibilidad y esa sensibilidad lo conecta con su pasado; Con las aventuras del osito, la despreocupación en los juegos y la inocencia necesaria para encontrar otro ángulo a la realidad. Ewan McGregor cumple en esa ambigüedad buscada, se adapta al live motion pero la película se queda a medio camino, muy por debajo de las hermanas o primas cinematográficas que pululan aún por el firmamento del mainstream como la recordada Descubriendo el país de nunca jamás (2004), también en torno a otro ícono de la infancia y la literatura infantil como Peter Pan.
Periodismo militante versus integridad artística. Basta con una escena para sintetizar el espíritu de esta biopic, que gira en torno a la grisácea y triste existencia de un intelectual en la era de la Unión Soviética, Sergei Dovlatov, quien fuera reconocido -como tantos escritores- de manera póstuma al engrosar una lista de artistas que no llegaron a vivir más que cincuenta años. La escena se instala en las calles de San Petersburgo, en un rodaje de una película conmemorativa de la Revolución Soviética en el que actores berretas se ponen en la piel de grandes escritores rusos como Tolstoi, Pushkin y Fiodor Dostoyesvki. El protagonista, Sergei (Milan Maric) tiene que escribir “positivamente” para el periódico del astillero, afín al régimen de Brezhnev, pero fiel a su esencia cínica, a su pensamiento crítico de las políticas de aquel socialismo de los setenta e incluso de su lugar de trabajo, expone entre los escritores contradicciones y deja en evidencia la ignorancia de quienes los interpretan, además de ganarse el repudio de toda la plana del periódico por no obedecer. Así transcurren los seis días elegidos por el director Aleksey German para retratar una época donde el libre pensamiento y el rol de muchos artistas y escritores rusos se vio sumamente afectado tanto por la censura como por las imposibilidades de mostrar su obra, ya sea al no encontrar lugar para publicar como el caso de Sergei o su amigo y poeta Iosif Brodsky, quien fuera premio Nobel en el exilio décadas después. Dovlatov corrió la misma suerte en el exilio aunque no recibió el premio pero sí los elogios a su prosa y escritura. Las energías invisibles que atraviesan el derrotero del periodista y escritor ruso también se entrelazan con su instinto de supervivencia, y tienen que ver con un periodismo militante, siempre sumiso a las bajadas de línea del positivismo absurdo con buenas noticias para las masas, frente a la integridad artística de un escritor fiel a su época, tiempo y realidad social. El rechazo a cualquier texto con visos de ironía o al menos reflexiones sobre la falsedad del relato oficial son apenas apuntes para que la trama no acuda a la bajada de línea de un cine panfletario y contradictorio con lo que pregona. Ficción, subjetividad del protagonista y naturalismo rabioso se yuxtaponen en las charlas con colegas o prácticas clandestinas y peligrosas como por ejemplo el contrabando en la Unión Soviética represiva, y donde la palabra libertad era tan hueca como la mente de aquellos retrógrados que se ubicaban -ya sea por miedo a la cárcel u omisión- en las antípodas de Sergei Dovlatov y su grupo de amigos intelectuales y resilentes.
El río y el camino Marcela no es Rina, pero tampoco es Marcela tras la noticia. ¿Entonces quién es Marcela? Ella es hermana de Rina y de otro hermano con el que se lleva mal; es madre de tres hijos adolescentes, demandantes, y es esposa de un marido ausente (Marcelo Subiotto). Sin embargo, aquello que constituye el esqueleto invisible por el que Marcela sigue en pie se encuentra en el umbral de su rico mundo de subjetividades y en un tiempo sin tiempo, atravesado por el río de los recuerdos distorsionados de su familia, por las voces yuxtapuestas de tías, o gente que ya no vive, pero que está presente en Marcela en medio del duelo por la reciente y repentina partida de Rina. Un departamento vacío repleto de plantas y naturaleza muerta, el reflejo del sol detrás de cortinas y entonces los velos que pueden ser los de la memoria para reencontrarse con la ausencia en los objetos que pertenecían a su hermana, o desdoblarse con el lúdico universo de disfrazarse como ella, con peluca y unos anteojos negros y grandes. Ser otro al menos en el tiempo que la mirada ajena acompañe, tal vez recuperar el juego de la infancia de transformarse con maquillajes como las actrices de cine y ganar glamour en la oprobiosa y gris realidad. Llenarla de colores, así nomás, y de música o pensarla con melodías disonantes que brillan ante la opacidad de los propios colores que se escuchan si la emoción o el llanto los dejan. La opera prima de la actriz María Alché, Familia Sumergida, transita con absoluta libertad por la subjetividad de Marcela (Otra brillante actuación de Mercedes Morán) y lo hace desde una puesta en escena rigurosa, pero también en la puesta de cámara para encontrar la distancia necesaria en ese universo interior al que lo surcan los recuerdos y las presencias en las voces, en los relatos y los cuerpos, desde el proceso interno del duelo por una pérdida de un ser querido. Por momentos, grandes metamorfosis ocupan el espacio cinematográfico, siempre amoldado a los límites de la actuación, donde Mercedes Morán se desliga de inmediato de todos aquellos personajes a los que nos tiene acostumbrados, incluso los que pertenecen a la galaxia de la salteña Lucrecia Martel. La María Alché directora por fortuna también se desliga de la impronta de la directora de La ciénaga pero no rehuye en una pose o impostura de las enormes influencias de ese tipo de cine, que siempre busca un plus en cada personaje y piensa meticulosamente un mecanismo aceitado donde todo importa, todo tiene un sentido no ontológico sino poético, y si es poético es artístico y metafísico. La presencia de un extraño en la vida de Marcela abre las puertas al escape del pasado pero además reinventa el presente y en ese aspecto el aporte de Esteban Bigliardi es sumamente acertado. Es la posibilidad para conocer los deseos de Marcela, lejos de los roles domésticos, que a veces atrapan al cuerpo y al alma. Familia Sumergida es una opera prima redonda, ambiciosa y una interesante carta de presentación de María Alché alejada de aquella niña santa, de los cortometrajes y con muchas ganas de contar sus propias historias.
Butacas vacías. Matías Szulanski asume su cinefilia en este nuevo opus donde el cine es el que está en peligro y no las criaturas que pululan por las salas casi vacías, léase una joven que se desplaza con dificultad porque usa canadienses (muletas), un policía crepuscular y solitario que busca en el consuelo de la sala y el pochoclo con poca azúcar saciar su angustia y vencer la rutina del trabajo metódico y mecánico, a lo que se debe sumar un perro muerto, una amiga degollada y tal vez el homenaje al cine bizarro o de clase b. El dispositivo de Szulanski no es otro que la excusa del género policial para desarrollar una trama donde lo que menos importa es el verosímil o los guiños con apuntes desopilantes durante el desarrollo de las situaciones de asesinato. En ese sentido ocuparse de algo parecido a un policial de baja estopa desorienta un tanto en materia de propuesta aunque Nai Awada es una buena elección para transmitir ambigüedad en su errático paso junto a una amiga y tras el acecho de un ex que quiere una segunda oportunidad. Según el director la inspiración llega de la mano de aquellas películas que tienen como eje el cine dentro del cine o el rol contemplativo que supone enfrentar el desafío de una película en una sala oscura. Digamos que este auspicioso punto de partida se concreta por momentos y que las ideas no llegan a plasmarse en la pantalla.
Que todo el año sea carnaval Inspirado en un hecho policial y real que por motivos obvios no revelaremos aquí, la opera prima de Martín Rodríguez Redondo se aparta de los cánones del cine LGTB, aunque su protagonista Marcos (Walter Rodríguez) intenta bajo todo tipo de humillaciones y violencia tanto verbal como física que respeten su identidad y además su afinidad sexual por los hombres. Todo transcurre en el clima conservador de un pueblo rural de la provincia de Buenos Aires, con una familia que rechaza y castiga a Marcos, quien junto a su hermano y madre recientemente viuda debe hacerse cargo del cuidado de un rancho al que le roban y matan vacas que no son de su propiedad. Vivir en rancho ajeno es uno de los legados que su padre (Germán Da Silva) dejó a los hijos pero también al no estar presente su ausencia implica la rápida advertencia por parte del dueño de que Marcos y su familia deben dejar el lugar. Ante la hostilidad, el rechazo de su madre y el constante acecho de un grupo de jóvenes homofóbicos, la única salida para Marcos se encuentra en disfrazarse de Marilyn y ganarse las miradas en el carnaval. A veces, en la noche de una barra tomando un trago, pero durante el día la presión por convertirse en hombre y hacerse cargo de actividades rurales dista con sus inquietudes de estudiar computación. La palabra “maricón” resulta tan hiriente como la discriminación que llega cuando se busca ante la adversidad dar un paso más en esa libertad y es en el cuerpo y en el rostro entristecido donde el maquillaje no alcanza a tapar la intolerancia de la sociedad y la incomprensión de la familia. La virtud del film recientemente premiado en tres oportunidades en San Sebastián reside en su universalidad y no es casual que tenga la co producción de Chile, país ganador del último Oscar a película extranjera por un film que habla de las mismas trabas sociales, reconoce los mismos prejuicios y defiende por sobre todas las cosas el derecho a sentirse distinto.
La sartén por el mango Ana, Dolo y Roxy no son protagonistas de una película de Almodóvar como Pepi, Luci y Bom pero sí chicas del montón. O mejor dicho, del estereotipo de chicas que cierto cine argentino pretende instaurar con un empoderamiento que abraza algún que otro discurso de equiparación de roles. Atrevidas ubica al sexo masculino en el lugar menos feliz: un vecino baterista impresentable y potencial violador, un policía mitad tonto mitad honesto y un mujeriego empedernido que cosifica cualquier relación con una mujer. A la historia que quiere resultar cómica y transgresora, los directores Matías Tapia y Carlos Piwowarski introducen apuntes de crítica social y cierto cinismo que acompaña a la trillada dialéctica: una muerte accidental, un cadáver del que hay que deshacerse antes de que llegue la policía y la consabida galería de equívocos y torpezas de las involucradas para que la tensión genere cierta atracción por saber cómo termina. El problema es que no se quiera saber cómo termina porque nunca parece haber empezado.
Para siempre Existe un riesgo al introducir ideas de la metafísica en una historia concentrada en un vínculo romántico y darles sentido en términos narrativos y cinematográficos. Eterno Paraíso, dirigida por Walter Becker, asume ese riesgo y sale del embrollo metafísico con un 50% a favor y otro no tan positivo. El agregado supone dejar también abierta la reflexión sobre el duelo por una muerte repentina y las diferentes instancias de trascender los planos de la realidad cuando todo indica la existencia de dimensiones a las que se llega en estados de conciencia alterada. Sin abrir un debate en esta nota ni tildar de elemento sobrenatural a los conceptos de por ejemplo ensoñación, sueños lúcidos y otros relacionados al universo metafísico, es justo señalar que Eterno Paraíso es una aproximación a la mezcla que busca sustancia para salir rápidamente de la superficie. También que cuenta con un apartado técnico correcto y una fotografía esmerada, aunque hay deficiencias en el guión y a veces la necesidad de cerrar bucles para no caer en agujeros negros, siempre que se entienda el plus de lo metafísico para reforzar el lazo de unión entre un padre ausente y un hijo o la reinvención del romanticismo en una pareja de jóvenes que se conocen desde niños. El balance general respecto a Eterno Paraíso es el de film fallido, con varios aspectos favorables entre ellos la factura técnica y la elección del elenco encabezado por Matías Mayer, María Abadi y la fugaz participación de Guillermo Pfening.
Con visos de nulidad. El juicio político a Dilma Rousseff en el 2016, mantuvo en vilo a la sociedad brasilera y a la prensa mundial por los distintos acontecimientos acaecidos durante un proceso tildado por los defensores de Dilma y del PT como un golpe de Estado para encontrar una forma de instalar en el poder al hoy presidente Temer y su reforma feroz en el sistema laboral. Las protagonistas de este documental que se instala en la comidilla política, en las bambalinas de un juicio polémico son mujeres: Dilma en el banquillo de los acusados, acusada por la oposición de haber violado la Constitución y por otro una Senadora de fuerte extracción católica que acusa. En el medio la directora María Augusta Ramos con una cámara testigo dentro del Congreso como en las calles por manifestaciones a favor y en contra de la ex presidenta.
Perdón Clouseau Tercera desventura para el torpe agente del MI7 al servicio secreto de su majestad conocido cinematográficamente como Johnny English. Hasta el momento deudor en cantidades siderales de aquel mítico inspector Clouseau inmortalizado por el genial Peter Sellers en las sagas de La Pantera Rosa de décadas pasadas, muuuy pasadas como el humor que pretende insuflarle a esta mediocre comedia física un correcto Rowan Atkinson, a quien se prefiere muchísimo más en su creación muda Mr Bean. En este caso, el foco de la historia ubica a Johnny English en una misión que involucra la cyber tecnología en manos de un villano, portador de un algoritmo que puede poner en jaque al mundo y al planeta en segundos, una agente de la KGB para un penoso lucimiento de la bella Olga Kurylenko, sin dejar de lado la participación de la gran Emma Thompson en la piel de la Primer Ministro británica. Del mismo modo que ya ocurriera en las dos anteriores presentaciones -2003 y 2011- el guión muestra sus debilidades desde el minuto 0. Se apoya demasiado en los tics y guiños de Atkinson pero jamás cobra vuelo propio o presenta, dentro de su menú de gags físicos o retrueques verbales, alguno que valga la pena por su originalidad. El compendio de chistes viejos podría hablar de un humor gastado y analógico en la era digital por ponerle en esta nota una pizca de ironía al argumento básico del film, dirigido por David Kerr, prolijo y al servicio de su majestad Rowan Atkinson. Sin embargo, a la media hora, o antes, el bostezo avanza y la película cae en el pozo de las obviedades con un final a las apuradas que hace del equívoco su único aliado para darle sentido a todo.