Creer para ver. En esta ópera prima, cuyo título alude a la jerga de los magos, Sebastián Tabany junto a Fernando Díaz -en su rol de co- director- mezcla dos energías que atraviesan su carrera, la magia y el cine. Además de crítico, el conductor del recordado ciclo televisivo El Acomodador nos introduce con Giro de ases en el territorio de la comedia romántica, pero tal vez de esas historias de amor que no necesariamente obedecen a dos personas sino a otro tipo de amor como por ejemplo a la magia; al arte de los magos y a la cartomagia, donde la suspensión de credulidad es la carta escondida en el mazo de la inocencia. Recuperar el asombro ante un truco de magia bien realizado es algo similar a dejarse llevar por lo inexplicable como ocurre con la atracción amorosa entre Martín (Juan Grandinetti) y su musa Sofía, interpretada por Carolina Kopelioff. Además de contar con el don de los elegidos, el protagonista debe trabajar de croupier en una mesa de Blackjack y ocultarse ante la mirada de un jefe que sólo piensa en el dinero y la adicción de los habituales ludópatas que se presentan en la mesa. Pero las diferentes formas de magia como la de salón, el ilusionismo o inclusive el arte del punguista (el elegante no el mediocre) también están presentes en las acciones de los personajes que acompañan a Grandinetti como por ejemplo El Rubio en la piel de Lautaro Delgado Tymruk, Thelma Fardin y la participación especial de Romina Gaetani, a quien le reservaron el lugar de maestra y el nombre del ya fallecido mago René Lavand, único en su especie. De este modo, y enfocado en un público amplio, el opus de Sebastián Tabany se aleja en primer término de su anterior incursión con Ezio Masa en el género de terror para apostar a la candidez de una historia sencilla que potencia el valor de creer aunque más no sea por un rato, donde la galera y el conejo entonces proponen un viaje al pasado, sin escala en la nostalgia.
Desenfocar en la tempestad ¿Qué filmaría Pier Paolo Pasolini en un paseo vital con una cámara por las calles de Ituzaingó?; ¿sobre cuáles ragazzi, pibes, haría foco? Y a Pier, con su camarita distintiva e intimidante, seguro alguien lo miraría como a un extraño, escudado siempre detrás de anteojos negros tal vez para que el sol no lo descubriera desprevenido en su acto de lascivia o naturaleza instintiva cuando el deseo puede y anhela más. Ese sol es el que necesitó Raúl Perrone para volver a apostar a la estética como parte de un lenguaje infinito, que recorre sus películas, Hierba, Favula, entre otras hace tiempo y que pretende prolongarse en cada una de las historias que su cámara narra. Sol porque la necesidad de la iluminación para filmar con una cámara estenofoica- que sin entrar en detalles- implica algo así como filmar sin lente es realmente novedoso, aunque a la vez nos retrotrae a la prehistoria del cine. Al acto en que esos pioneros, corsarios, experimentaban en el océano de la incerteza cuando la luz buscaba incipiente el agujero oscuro como Pier Paolo en la oscuridad del deseo, expuesto a la mirada del sol. A veces un torbellino que se entremezcla con la chillona trompeta del jazz, recorre el poema cinematográfico Corsario; otras en las estrofas de un poema que no le pertenece al director de Teorema, sino que trae la voz de Verlaine en su descripción minuciosa de los jóvenes y sus características físicas, su clase obrera y su procacidad en el hablar, para encontrar en la repetición y en la textura de la imagen, que hace del desenfocar su mayor virtud, el territorio virgen para que el Corsario Raúl Perrone deambule y despliegue su arte y su pícara y estimulante idea de “robarle” algo al cine o a la vida, en los retratos actuales de esos pibes que cada día se multiplica y se aproximan a Pier Paolo Pasolini, quien llega aquí en otro de sus viajes por la fantasmática de la cinefilia, representado y en primer lugar como observador observado. La superposición de planos en el mismo encuadre nuevamente hace estragos en lo visual y la singularidad de la textura de una imagen imperfecta desecha el homogéneo y discreto encanto del digital. Y nuevamente, las referencias directas con el arte y sus diferentes encuentros mágicos con el cine del realizador de Ituzaingó, que va desde el recuerdo de un poema de Dylan Thomas recitado a desgano por los distintos aspirantes a un casting en presencia del cazador furtivo de los anteojos oscuros, para que Marcelo Ricagno juegue un personaje de asistente y los rostros y cuerpos de los chicos-chicas o pibes-pibas también jueguen y no actúen, premisa irrenunciable del cine Anti Autor, que vuelve a reinventarse y no naufraga en el intento como tampoco la energía del color cuando domina el blanco y negro en los casi 60 minutos de metraje. Tal vez el viaje a los 60, quizás un poema sin tiempo, pero esas flores de colores fuertes forman parte de un gran jardín, el de los pibes o ragazzis de Pasolini y Perrone, ambos corsarios de ley, que no temen a las tempestades de las mareas de la cultura convencional, que arremeten con bravura y riesgo a los tifones digitados de la corrección política. Hablar de un pibe, apodado “El rata”, que se ahogó en el río también es poesía de la crueldad humana. Lo levantaron con ganchos desde los pies, dicen otros chicos en las mismas condiciones mientras el sol los ilumina y parte de su infancia derrite fragilidad y vulnerabilidad, solamente repetida en los ojos cuando el foco arremete a la estética y le gana por varios cuerpos al cine del miserabilismo que es rentable. La poesía no se mercantiliza en el pensamiento de los utópicos como esta película o poema. Simplemente, fluye con las ganas del deseo y la manera de compartirlo en una imagen fuera de foco, en un poema de otro tiempo o en los cuadros vivientes que transportan tristeza por la falta de movimiento y belleza a la vez por la perfección de los cuerpos y la luz que los baña.
El poder de la lente La pregunta sobre el sentido de hacer un documental es tan perturbadora como entusiasta para esta comedia con ecos de otras películas que se entrecruzan como por ejemplo Opus (Mariano Donoso, 2005) desde el punto de vista de la subjetividad versus la falsa objetividad que arrastra todo proyecto documental. Pero el detonante son los roces no creativos sino de pareja, la sociedad entre una realizadora y su editor dentro y fuera del proyecto, que procura acercarse o al menos aproximarse antropológicamente a los pueblos originarios en la provincia de Salta. La impronta rupturista y latente, junto al discurso sobre estereotipos de un grupo identificable, están presentes en Ínsula, así como el cuestionamiento a los alcances del cine como herramienta de conocimiento. Esos son algunos de los tantos eslabones de una larga cadena de ideas que también se rompen cuando entre lo que se ve, aquello que se elige desechar o simplemente las discusiones y dilemas de la ética ante el fenómeno cinematográfico, arrancan sonrisas cómplices en medio de esa sensación de pedantería irresuelta a la hora de empuñar una cámara y ponderar el arte para registrar la realidad, un fenómeno con vida propia que se escapa al poder de la lente y mucho más de la sensibilidad para el que observa.
La reconstrucción. Como en otros relatos, a veces la muerte puede ser un punto de partida. Por lo menos esa parece la propuesta madre de Karakol, opus de Saula Benavente (ver entrevista) que cuenta entre otros con la presencia de Luis Brandoni, Soledad Silveyra y la francesa Dominique Sanda, quienes además acompañan a la joven Agustina Muñoz. Ella transita por un lado con una búsqueda interior y por otro con la del viaje externo al encontrar indicios de aspectos desconocidos acerca de su recientemente fallecido padre. Procura separarse de las ideas familiares; de las historias contadas una y otra vez por su madre o su tía, para salir a la intemperie de la memoria y partir hacia un inhóspito refugio en Europa. Karakol, más que un lago que existe geográficamente hablando, es ese famoso “no lugar” en el que cada detalle organiza una posible raíz de un nuevo árbol genealógico, más personal, más íntimo y en el cual la protagonista del film se ve sumamente involucrada. Sin apelar a la retórica y a clichés surrealistas, la directora reconstruye ausencias desde la propia ficción y la metaficción, desde un punto de vista absolutamente original y arriesgado a la vez. Para ello, depende enteramente de la buena predisposición de Agustina Muñoz, su amplia paleta de emociones, y de un elenco sólido que sabe acompañar.
Con cuerpo y alma. En una de las etapas del duelo por la muerte de alguien extremadamente cercano como un hijo se sugiere soltar. Ese soltar simbólico viene acompañado de lágrimas y un dolor desgarrador, que lejos de explotar en un grito de desconsuelo se esconde en el silencio profundo del alma. Isadora Duncan encontró la válvula de escape para su propio duelo, al haber perdido en 1913 a sus dos hijos en un accidente fatal, en una danza que según sus propias palabras existía mucho antes de que ella se dejara llevar por su compañía. Danza que duela, en los dos sentidos del término, es también catarsis de la sutil sensibilidad de una bailarina que le puso nombre a su dolor en una obra intitulada Madre. La despedida y el desapego se conectan con esa danza, y el cuerpo desde las manos, mientras la ocupación lenta del espacio hace lo propio. En Los hijos de Isadora, dirigida por el bailarín Damien Manivel, el entrecruce de la danza y el cine encuentra el pretexto ideal para generar una polisemia más que interesante. Tres historias tienen a la danza como protagonista y a mujeres de distinta edad como artífices de un cambio, donde el dolor o las emociones dolorosas se transforman en expresión corporal seguida de un silencio reparador. Así las cosas, todo el proceso creativo se ve plasmado desde la primera historia en que la voz de Isadora es otro cuerpo presente hasta la última historia que toma el punto de vista de una anciana espectadora, quien encuentra un vínculo directo con la representación de la obra Madre. Los ritmos de cada episodio de este trip lento, despojado de palabras, y progresivo generan distintas reacciones en el espectador no habituado a propuestas minimalistas en términos de ficción o narrativas convencionales.
El cuentito de papá Las comedias sobre estafas muchas veces naufragan en el intento de seducir al público, básicamente porque manipulan la trama a niveles mayores. Digamos que “estafan” a quienes las consumen. Por eso este nuevo opus de Beda Docampo Feijoo por fortuna abre un paréntesis a este cruel axioma. ¿Y por qué? La respuesta es sencilla: La maldición del guapo funciona tanto como historia de estafas, así como comedia que se ufana de sí misma. Y el primer elemento se encuentra amalgamado con el segundo, nada más y nada menos que por haberse logrado la mezcla del cóctel infalible que debe contar con buenos personajes, una historia no pretenciosa y lo que es más difícil que cada uno de los que interactúan justifiquen su lugar como vector de acción y emoción. En ese sentido, el reencuentro de un padre y un hijo no tiene precio. O es que lo tiene, de acuerdo a una subtrama que atraviesa toda la peripecia que incluye urdir un plan de una simple estafa como desafío generacional, donde se enfrentan un padre ausente pero en pleno retiro y un hijo que lejos de seguir sus pasos le reprocha abandonos con retroactividad. Algo así como la venganza de un hijo estafado en lo afectivo emocional por un padre mentiroso y materialista. El director de Camila cuenta con un buen elenco y herramientas narrativas que se adaptan a estos nuevos tiempos de las plataformas streaming. Apunta con este producto a los dos mercados, y seguramente una vez que la ola del cine vuelva a salpicar las butacas y luego se retrotraiga, quedarán entonces las estelas de la pantalla chica hogareña para seguir cosechando dividendos, pero eso sí sin estafas.
Mucha Gretel y poco Hansel. La directora Jimena Monteoliva explora las libertades y límites de todo relato que tiene por protagonista a una bruja y mucho más si del otro lado del espejo el reflejo no es otro que una niña -devenida adulta- o niños como pareja expuestas al peligro latente. Y a pesar de un prólogo animado para construir la leyenda de la hilandera, bruja en cuestión que fuese quemada por el pueblo, Matar al dragón, su nuevo opus, baja un peldaño respecto a su anterior película Clementina (2017). Aquí tenemos un bosque; la presencia de una enfermedad o por lo menos el indicio de cierta maldición que contagia y cuya portadora fuera en un pasado raptada por un grupo de personajes variopintos de dudosa calaña. Entre ellos, Tarugo, en la piel del siempre sobrio Luis Machín, líder de los marginales que viven del tráfico de niñas para conseguir la droga que hace su vida menos miserable de lo que se demuestra por contraste con ese mundo pulcro, en el que todos se visten de blanco y desparraman lujo y suntuosidad. Allí, viven los niños y también el personaje encargado a Justina Bustos, la niña secuestrada otrora. El cuento de Hansel y Gretel aparece y desaparece de manera constante aunque es justo decirlo no tan explícitamente como podría haber ocurrido. Sin embargo, no encontrar paralelismos con aquella historia y con los mensajes que dejaba esa malvada bruja, que pueden vincularse tanto con la represión sexual como con el control, sería sumamente incompleto a la hora de resumir pros y contras en un análisis. En el debe queda entonces este límite y en el haber los valores de producción con impecables rubros técnicos, fotografía y sonido por ejemplo, para cerrar un film de género bien realizado y con actuaciones aceptables.
Miren quien los mira Sin ser cinéfila, esta rara comedia argentina se vale de la figura del voyeur para explotarla no sólo desde la concepción del observador observado con un guiño al espectador que desde su rol pasivo observa la película, sino como elemento unificador de las historias que se cruzan en un relato cuyo núcleo central se presenta de manera fragmentada. El ir y venir en el tiempo hace del mecanismo de la anticipación y el cumplimiento algo misterioso más que la afirmación de los hechos que suceden, y la idea de introducir mini relatos como otro cuerpo narrativo es utilizada no caprichosamente sino funcional a la historia principal, que involucra a la “espiada”, a quien la espía en un primer plano y al entorno que atraviesa esa dialéctica no siempre equilibrada con una fuerte presencia. Y todo ese cóctel de recursos cinematográficos como por ejemplo el fuera de campo o los cruces de historias, lejos de empalagar seducen por su sabor a película argentina que puede hacer reír desde lo más sencillo del gag hasta las nuevas modas de las redes sociales, un nuevo paradigma para voyeuristas que jamás se definirán como tales. Descubrimiento de una niña actriz capaz de hacer reír como generar tensión en un segundo, y sin perder el eje de su tierno y siniestro personaje: Lola Ahumada.
Cautiverios. La lucha por sobrevivir se sobredimensiona en momentos críticos. Y no necesariamente estamos hablando de esta cuarentena eterna, sino de sobrevivir en un sistema donde las reglas del sálvese quien pueda motorizan las acciones de los personajes. En ese sentido, el “estar al acecho” significa por un lado exponerse, demostrar la vulnerabilidad o flanco débil al enemigo pero por otro mantenerse en un lugar que garantice ese equilibrio mentiroso. Silva, ahora en una búsqueda de redención con un nuevo trabajo como guardabosque del Parque Pereyra Iraola, parece por momentos un animal salido del cautiverio. Cautiverio que se traduce en la típica jornada carcelaria al ser acusado de un delito tras un operativo policial. Poco importa a los fines de esta película el pasado de Silva porque el aquí y ahora es lo que persiste en su lucha contra un enemigo más poderoso. Resta saber que estamos frente a un thriller y que el tráfico de fauna es uno de los ejes por los que transita este trepidante film de Francisco D Eufemia, con una sólida actuación de Rodrigo De la Serna en un papel de antihéroe que no sólo le exige desde lo físico sino presencia frente a la cámara, además de ductilidad para pasar de un estado de absoluta ternura a otro de enajenación y violencia. Acompañan a De la Serna (confirmado para la última temporada de La casa de papel) Belén Blanco, Walter Jakob y Facundo Aquinos, entre otros. Al acecho es una propuesta de género sumamente interesante que puede tomarse de ejemplo a seguir cuando las ideas de un guión no cerrado se apoyan en la intuición de sus intérpretes y la dirección de actores complementa satisfactoriamente ese aspecto sustancial para lograr el atractivo de una historia sin dobleces ni medias tintas.
No retornable. Una cosa es decir y otra cosa hacer; una cosa es desear y otra muy distinta concretar. Algo que encanta también encandila y tal vez la idealización de determinadas creencias culturales confirman que cuando se toman decisiones de forma impulsiva el resultado marca la diferencia entre lo que puede cambiarse y aquello que no tiene vuelta atrás. La paternidad circunscripta a la figura masculina no es un tópico muy explorado desde su singularidad, sino más bien el resultado binario de una pareja donde entran en juego las inseguridades tanto del hombre como de la mujer. Y es quizás el enfoque particular de El encanto el punto sensible que aleja -de cierta manera- esta propuesta de Juan Pablo Sasiaín y Ezequiel Tronconi frente a un puñado de títulos de diversa calidad. Apelar a la comedia dramática sin volverse torpe o solemne desde el registro no es del todo fácil sin la inmejorable ayuda de un buen elenco, y en ese sentido la buena alquimia entre Tronconi y Mónica Antonópulos es clave. Si a eso se le suman buenos secundarios como Boy Olmi o Andrea Frigerio parte del primer obstáculo se ve resuelta. El segundo contratiempo que puede generar ruido tiene que ver con la presentación integral del conflicto de una pareja en crisis cuando la chance de proyectar una familia altera un orden de individualidades bien marcadas, con la diferencia de roles bien definida dado que ella es una chef reconocida y él sencillamente su pareja. Ezequiel Tronconi tiene un rango de actuación elevado para ponerse en la piel de personajes que aparentan cierto rasgo del estereotipo de “perdedor” frente a un entorno más “ganador”, logra hacer de esa característica algo completamente opuesto porque nunca claudica esa sutil autodeterminación y libertad ante el agotamiento del abanico de situaciones o decisiones que atraviesan su derrotero. Mientras que la fuerza arrolladora de Mónica Antonópulos no opaca su vulnerabilidad y temor en lo que a paternidad se refiere. Así las cosas, El encanto abre el juego y la pregunta sobre la idealización de tener hijos pero también rescata la necesidad de animarse a cometer errores en el intento y eso es lo que en definitiva significa transitar por la vida: un viaje inesperado y no retornable.