El último grito de gol. Con el equilibrio justo entre la primera persona y la figura del objeto de observación, este documental recoge la difícil misión de homenajear pero a la vez reivindicar al periodista deportivo Dante Panzeri. Para aquellos aficionados al periodismo deportivo, el nombre de Panzeri es al menos recordado por un estilo periodístico poco convencional, que puso en tela de juicio entre otras cosas todo aquello que se adueñara del deporte para mancharlo de cualquier elemento ajeno al juego de la pelota y los goles. Es recordado su paso por la emblemática revista El Gráfico, donde el periodista utilizaba todos los recursos disponibles en la diagramación de las páginas, fotografías, títulos y hasta epígrafes para dejar su sello polémico que le valió durante toda su trayectoria periodística muchísimos enemigos entre el ala dirigencial, jugadores y técnicos de diferentes equipos, así como del poder de turno en épocas difíciles. Los testimonios buscados por el director (Ezequiel Fernández Moores, Carlos Ulanosky, Matías Bauso, Tomás Abraham, Pol Ajenjo) complementan rasgos de su personalidad de carácter fuerte, las anécdotas que mejor sintetizan su modo de pensar y trabajar, con convicción y coherencia en el discurso sin dejar de lado la palabra honestidad a la hora de rescatar su legado al periodismo deportivo. Sebastián Kohan Esquenazi logra con una buena selección de material de archivo y la búsqueda de la enigmática vida de Dante Panzeri el mejor registro audiovisual para que el autor de La dinámica de lo impensado (libro escrito por Panzeri que fuera durante años lectura indispensable para cualquier aspirante al periodismo deportivo) gane hoy más que nunca el merecido reconocimiento por haberse adelantado al nefasto panorama que en la actualidad representa el fútbol mundial y el negocio detrás de la pelota.
Fronteras adentro. Roly Santos dirige este policial duro que gira en torno a la trata y al tráfico de niños en un escenario donde la ley está completamente ausente y en el que reina el poder de aquellos que tienen los privilegios de clase y gozan de la complicidad de todo tipo de instituciones. La triple frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay es el reducto ideal para cualquier negocio oscuro. Llegar a sumergirse en ese pequeño antro salvaje reduce toda chance de no verse involucrado o salpicado por la corrupción, o caer en un juego donde la toma de decisiones van más allá de la ética. En ese cruce de dilemas, lo fronterizo también se encuentra arraigado en las conductas tanto del protagonista, quien debe aceptar el encargo de una misión prácticamente riesgosa, mientras transita una crisis personal y la necesidad de recomponer lazos afectivos con una hija. Personajes variopintos, paisajes hostiles, sexo y violencia coronan un relato de crudeza y bastante realista por lo que se cuenta en este policial negro que por momentos refleja irregularidades en su ritmo y disparidades en las actuaciones, sin embargo alcanza a mantener cierta tensión en el espectador.
La foto parlante. Las fotos deambulan y hablan un padre y una hija. Son tan anónimas esas imágenes que parecen extraídas de otro tiempo. Pero el tiempo se reconstruye en la imaginación, y cada partecita de ese anónimo de rostros e historias recobra un sentido en la creación desde la imaginación de lo que cada uno depara para esos destinos desconocidos en blanco y negro, y que seguramente tuviesen muchas cosas ricas que contar; tristezas que compartir y eso que imponderablemente todos estamos dispuestos a perder en algún momento: la existencia de los demás y finalmente la propia. Esa es la punta de lanza arrojada al vacío por el realizador Andrés Di Tella en su último opus Ficción privada, donde la palabra ficción y privada encierran conceptualmente hablando toda una declaración de principios y tal vez un dilema ético que lejos de saldarse se multiplica a partir de la correspondencia que se revela al espectador. Torcuato y Kamala, padres de Andrés, mantuvieron un contacto a la distancia que se prolongó por décadas. Su historia de amor de juventud los encontró poco tiempo pero la intensidad de haber compartido ese pedacito de vida juntos alcanzó para que cada carta terminase por definir aspectos de la personalidad de ella tanto como del padre del director, quien también le escribía cartas a su hijo, además de dejarle el legado de la memoria familiar una vez que dejara de existir. Las cartas encuentran el pretexto de la actuación de Denise Groesman y Julián Larquier Tellarini, ambos pareja en la vida real al momento del rodaje, para que desde sus personajes -de edad similar a la de aquella pareja- representen lo que la imaginación del propio Di Tella como director reflejase esas voces ausentes. Decir ausencia es sinónimo de pérdida y así la palabra ocupa el espacio en el silencio del olvido. Andrés Di Tella lo sabe y necesita esta despedida compartida desde la intimidad de su creación y por eso recurre como interpelador de su proceso de duelo a otro gran cineasta como Edgardo Cozarinsky, alguien que de fantasmas, memoria, recuerdo, cine y tantas otras cosas tiene mucho para decir.
Aislados a la fuerza A esta altura nadie sabe más nada. A esta altura, todos pensamos en una sola cosa: hasta cuándo. Pero no tardan en llegar propuestas que se ajustan a los tiempos de pandemia y además con fines solidarios. Es más que redundante medir la importancia de una iniciativa que proviene del cine argentino y que encontró tanto talento encerrado como para liberarlo en un cauce productivo bajo la denominación Murciélagos. ¿Alguien se acuerda de los murciélagos hoy?; ¿alguien se queja de la famosa sopa china? parece un mal chiste frente a la catástrofe y las frías noches de Buenos Aires por estos días de mayor incertidumbre. Lo cierto es que esta película colectiva y filmada en aislamiento de manera remota (bajo la coordinación de Baltazar Tokman) recoge ocho historias capaces de plasmar distintas facetas de las cuarentenas de departamentos o al menos de los aislamientos forzosos en donde la libertad ya no existe. Como hay que pedir permiso para todo, pareciera que el elenco ecléctico de Murciélagos tuvo el privilegio de no tener que pedir uno para hacer y componer personajes de suma identificación con nuestro hábitat actual de cuatro paredes y máscaras anti-covid. Convivencia quebrada, soledad en abundancia, algo de humor y una paranoia creciente encuentran en el símbolo del mamífero nocturno, que sobrevuela el universo de este proyecto, el chivo expiatorio colectivo, e ideal reinante (¿o acaso nadie conoce una historia que señale al chino de la esquina como el foco de contagio del barrio?). Poner el ojo desde ocho miradas de diferentes realizadores aporta a este film -que podrá verse en plataforma a partir del 2 de Julio- un plus a ese prisma deslucido que nos transmite a diario la televisión. Vale la pena recordar los nombres de quienes participaron de esta creativa y solidaria obra: Oscar Martínez, Peto Menahem, Julieta Vallina, Luis Ziembrowski y su hija Clara, Carlos Belloso, Moro Anghileri, Juan Pablo Geretto, Marcelo D’Andrea, Maida Andrenacci, Héctor Díaz y Azul Lombardía. Y además, los realizadores Hernán Guerschuny, Paula Hernández, Daniel Rosenfeld, Tamae Garateguy, Diego Fried, Martin Neuburger, Connie Martín, Azul Lombardía y Baltazar Tokman
La costurera que amaba las novelas de misterio. Ambientación y contexto para el cine no son sinónimos ya que si existen incongruencias entre un espacio y las acciones de sus personajes significa entonces que algo falló a la hora de pensar cómo se pensaba o actuaba en determinada época, por más detalles de elementos que acompañen una puesta en escena prolija. Por eso Algo con una mujer, dirigida por Mariano Turek y Luján Loioco, además de respetar la ambientación y esos modismos de la época también se ocupa del contexto y de la manera de hablar y pensar de los personajes. Este aspecto ubica a la protagonista de este relato (adaptación de una obra teatral) en el ojo de la tormenta cuando la norma que regía a nivel social requería de la mujer una actitud sumisa ante los hombres más allá de las convenciones domésticas de la época. Si a eso se lo traslada a las reglas del policial noir, entonces el protagonismo de una costurera -que resulta para los parámetros normales un tanto díscola- gana el peso de la historia y la vuelve más atractiva tanto en lo que hace a su interacción y a su desplazamiento en ese micro universo machista y secretista. La funcionalidad de haber sido testigo de un asesinato y la complicidad de no haberlo denunciado hacen de Rosa (María Soldi) un personaje ambiguo. Por un lado, la necesidad de ganarse el respeto de su esposo (Manuel Vigneau), militante político, que siempre la relega y trata despectivamente y por otro un ímpetu poco natural, producto de su enorme imaginación y avidez por salirse de la cotidianidad de ama de casa que espera a diario la llegada de su esposo del trabajo. Nada de esa dinámica haría explosión sin la presencia de un tercero en discordia (Abel Ayala, recordado por su protagónico en El Polaquito) y un trasfondo de violencia en sintonía con el momento histórico, 1955, en que transcurre la historia. Salvo por pequeños deslices y detalles en la ambientación que no corresponden al tiempo en que transcurre la acción, Algo con una mujer logra mantener un tono de un cine de otro tiempo pero sin dejar una sensación agridulce o contraproducente.
En el nombre del padre, trucho Hay un bosque pero lejos de un cuento de hadas a pesar de que la protagonista vive en un cuento de hadas al comienzo. O por lo menos eso le hace sentir el líder de una secta, esas que pululan en este mundo donde la fe y el apocalipsis ganan simpatizantes a cada segundo. Entonces, se desdibuja la fantasía cuando los primeros indicios de que detrás de ese cándido paternalismo se esconde el lobo entre sus ovejas dóciles, eficientes, deslumbradas con esos encantos retóricos que hablan de Dios, de misiones espirituales, de fines de una Era y esperanzas en el nuevo hombre, bajo la égida del neo hippismo, aislados en la naturaleza con enorme riqueza de árboles y cantos de pájaros, que aún hoy llega a penetrar en muchos jóvenes como Tamara, protagonista de esta co producción entre Chile, Argentina y España. El nombre de los hermanos Larraín y el de la directora Marialy Rivas (Guionista junto a Camila Gutiérrez) denota que estamos frente a una de las producciones más interesantes de lo que hoy ofrece la cinematografía latinoamericana, siempre con el antecedente de la opera prima Joven y Alocada, estrenada ya hace unos años en el BAFICI. También, un recorrido Festivalero que tuvo repercusiones tanto en San Sebastián 2017 como Toronto para desembarcar finalmente hoy en Argentina. Si bien se trata de un hecho real, la directora no enfoca su película hacia el relato pormenorizado de los acontecimientos sino que construye desde el punto de vista de Tamara (Sara Caballero) un film hipnótico por un lado y algo así como un anti cuento de hadas por otro. La pre adolescente es el centro de atención de un grupo, que tiene toda la fisonomía de secta, así como la elegida por el líder (Marcelo Alonso), quien además de sobreprotegerla y aislarla de cualquier contacto con personas ajenas al grupo, la envuelve en su seducción masculina. Sin embargo, Tamara concurre a clases, tiene cierta vinculación con compañeros y la mirada atenta de una joven profesora, quien detecta en ella cierta precocidad en materia de temas vinculados a la educación sexual. Impecable en lo que hace a los rubros técnicos, a la sutil transformación de la atmósfera onírica en una verdadera pesadilla, siniestra postal del abuso sexual y el abuso de poder, en la que la directora no apela nunca al golpe de efecto tan utilizado en películas de terror mediocres que pueden abarcar temáticas similares en relación a la cooptación de las sectas. Tal vez el uso de la voz off omnipresente es un recurso que le quita peso a la propuesta integral en términos cinematográficos, pero igual alcanza con creces para disfrutar de una película valiente y distinta.
Un grito en el vacío. En su tercer opus, La fiesta silenciosa, el director Diego Fried nos sumerge en un mix de géneros, que toman elementos tanto sensoriales como recursos narrativos para desarrollar una historia de secretos y venganza. Aparece el silencio en contraste con el aturdimiento en el seno de una familia acomodada cuya hija, Laura, está a punto de casarse y en preparativos de la fiesta de boda en su amplia estancia. Sin demasiados prolegómenos conocemos que ella (Jazmín Stuart) tiene su particular carácter y para la futura relación con su novio (Esteban Bigliardi) ese detalle es un condicionante porque si bien no la consiente en todo tampoco le marca algún límite frente a su impulsividad. Algo parecido ocurre con el padre de Laura (Gerardo Romano), un juez aparentemente respetado que ve con beneplácito el futuro de esta pareja. Es por ello que la impulsividad de la protagonista, y su inconforme relación con su potencial esposo, detona un relato diferente donde entran en juego la frontera entre el deseo y lo prohibido, pero también los peligros de un juego que no tiene reglas definidas. Jazmín Stuart sabe adaptarse a este tipo de historias sin red y es ideal para componer personajes al borde como el de Laura para aportarle una cuota de misterio y ambigüedad, aspectos que la llevan de un estado de fragilidad absoluto a otro de control en situaciones extremas. A esa energía arrolladora la equilibra Esteban Bigliardi, con un rol más moderado pero no por ello menos intenso a la hora de tomar decisiones importantes. El resto del elenco cumple sin caer en maniqueísmos ni excesos para redondear una película de género, con un ritmo trepidante y buena ambientación del campo sensorial, donde la violencia siempre aparece con justificación como un acto de libertad y desenfreno.
El pasado no pisado. Apenas un atisbo, una mirada, son suficientes para atizar las brasas del miedo. Es esa chispa incombustible la que bordea la existencia cuando de los traumas nadie se puede escapar, incluso en un nuevo proyecto como el de Pablo (Esteban Meloni), su pareja brasileña Raquel (Raquel Karro), acompañados por el pequeño Joao (Rodrigo Silveira) en lo que aparenta ser un viaje recreativo y de reencuentro con sus viejas historias pero que termina en el peor de los escenarios. La perturbación es un primer indicio que transmite el protagonista de este drama psicológico, dirigido por Franco Verdoia; según sus propias palabras con fuerte presencia de lo autobiográfico para bucear en la superficie de las secuelas del abuso deshonesto. Lo de “bucear” en la superficie no es un error conceptual sino una imagen con cierta metáfora, porque lo que destaca en este film es el secreto en la superficie. El trauma de una infancia que se porta desde el comienzo de una relación de poder y manipulación emocional es ese chiquero que rodea a Pablo, no por casualidad enfrentado con una chancha que devora hasta sus propias crías como ese trauma que devora con el tiempo cualquier intento de transformarse y superarse, tanto en lo que hace al contacto con el otro como al proyecto de familia. La sutileza con la que se desarrolla el encuentro no deseado entre Pablo y un amigo de su infancia, en la piel del gran Gabriel Goity, de mayor edad y a quien pensó jamás volver a verlo por el resto de sus días, es el condimento adecuado para que el drama encuentre su atajo psicológico y no mute en melodrama lacrimógeno a secas. No puede dejar de mencionarse un gran aporte de las dos mujeres que acompañan, en especial la actriz Gladys Florimonte, compañera de aventuras de Goity, envuelto en su red de mentiras y máscara social. En síntesis: en La chancha conviven fantasmas de carne y hueso con historia de terror sin necesidad de apelar a ningún golpe de efecto ni monstruo come cerebro. Basta un chancho, que se viste de señor, y una víctima que conoce su verdadera piel, aunque el tiempo los mire desde arriba y ría como aquel que recuerda una travesura de infancia escudado en esa impunidad de la mala inocencia.
La presa. Pocas películas de Marco Berger generan para quien las mira una sensación ambigua entre la perturbación y la fascinación del voyeur. Eso además se exacerba cuando se ubica la cámara en el espacio porque no se trata de una mirada invasiva, sino por el contrario con calidad contemplativa. Por eso en los primeros minutos y llegando casi a la mitad de El cazador, a la dialéctica de los cuerpos y el deseo se le yuxtapone una atmósfera donde la privacidad es vital, pero también en los tiempos de redes donde la exposición se superpone a la privacidad para alimentar ese otro deseo que tiene que ver con la mirada ajena. El cazador, más allá del juego de palabras, habla entre otras cosas de presas más que de cazadores y claro está que la caza empieza por casa, lugar en que el secreto se encuentra al resguardo aunque la prisa de la presa, en este caso un adolescente de 15 años en pleno descubrimiento y despertar sexual, sacude los cimientos de cualquier refugio para preguntarse y preguntarnos sobre los límites del deseo. En ese sentido la propuesta del director de Mariposa apela a una narrativa sin concesiones que encuentra en los códigos del thriller la estructura ideal para un relato de intimidad, suspense e incomodidad a la vez, rasgo que a más de un espectador podrá generarle alguna que otra nueva pregunta, sin reparar en el hecho y la circunstancia que ya estuvo en la mira de otro gran cazador.
Taxi voy. No es casualidad que el director de esta película, Eryk Rocha, sea el hijo de Glauber Rocha, referente indiscutible del cine latinoamericano y de películas donde el entramado social se palpaba en relatos que tenían también cruces transversales con tópicos universales. Universal y universo para definir un espacio de reflexión y el pretexto de un gran viaje por etapas, cuyo protagonista es Paulo (Fabricio Boliveira), taxista por necesidad y símbolo de esos antihéroes para quienes la redención es un plan de infinitas cuotas, con una tasa de interés impagable. Paulo siempre espera que la luz del semáforo vire de ese rojo, que indica detenerse, a otro color como el verde de la esperanza. Son las calles transitadas en la noche y madrugada de Sao Paulo las que dictan el destino de los pobres, como Paulo y sus colegas, quienes se informan del estado del tránsito y se cuentan en esa soledad de murmullos y cuatro ruedas pedacitos de vida y tristeza. En el espejo retrovisor hay un pasado pero siempre el taxi va “pra frente” como aquella película Pra frente Brazil que hablaba de las mismas cosas pero con un ojo menos atento. El ojo escudriñador de este chofer de taxi se complementa con su oído, transición entre la escucha y sus propios monólogos cuando cada pasajero que sube a ese viaje tuerce el rumbo y alimenta a esta película de historias de medianoche, a medias como todo lo que le ocurre a los perdedores alegres que regalan su cuerpo y alguna sonrisa brasileña ante tanto tráfico del desánimo.