Ojos que no ven. No por casualidad el pretexto de concretar un proyecto teatral para cerrar el año escolar de una primaria sea la puesta en escena del clásico de Antoine de Saint-Exupèry “El principito” y básicamente contrastar la frase más emblemática: lo esencial es invisible a los ojos, en el contexto del prejuicio de todo un pueblo en el noroeste argentino. La historia no busca bajo ningún concepto dejar un mensaje moralizante ni tampoco pretende encontrar en el desarrollo de los acontecimientos una idea de fábula con moraleja sobre la intolerancia del otro, sino que se instala en el microclima de un docente que ama su profesión y respeta a los alumnos, sin dejar de lado su condición homosexual una vez llegado un amigo a su ciudad. Natalio (Diego Velázquez) vive con su madre y además de ejercer la docencia en una escuela cercana da clases particulares de apoyo, preferencialmente a Miguel (Valentín Mayor Borzone), hijo de Susana (Ana Katz), quien realiza tareas de limpieza en la casa familiar. Miguel encuentra en su maestro varios modelos, incluso el de una figura paterna dado que la pareja de su madre lo maltrata y más aún si se entera de un mínimo contacto con Natalio a quien tilda de profesor mariconcito. Los rumores sobre la sexualidad de Natalio tras la llegada de su amigo, Juani (Ezequiel Tronconi), ponen en jaque toda su zona de confort: su relación laboral, social y con su rígida madre que no puede ocultar un pesar frente a las miradas de vecinos y a un incesante chismorreo que crece a la velocidad conque el protagonista busca expresar su libertad sin ningún enfrentamiento ante los desaires y las miradas lapidarias en la calle. Como toda historia de pueblo chico y prejuicio grande, la ópera prima de la dupla Cristina Tamagnini y Julián Dabien maneja con sutileza la curva dramática del relato y no exagera en el retrato de ninguno de los personajes que se van sumando a la catarata de prejuicios en el derrotero del maestro y su silencioso tránsito desde la intolerancia hasta la creatividad para dejar la mejor lección que no se aprende en un aula: lo esencial es invisible a los ojos.
Intolerancia. Lejos de la exposición de géneros de sus otras películas, la nueva propuesta de la directora Tamae Garateguy, si bien no ahorra en violencia se escapa de cierta zona de confort para asumir nuevos desafíos que no tienen como espacio los ámbitos urbanos. Todo lo contrario ocurre en Las furias, donde la presencia de la naturaleza y la hostilidad de un desierto polvoriento pueden llegar a aproximarla con elementos del western. Sin embargo, este cuento de amor y venganza bajo la dinámica de choque cultural, con un representante de la comunidad huarpe, Leónidas (Nicolás Goldschmidt), enamorado de la hija del despiadado terrateniente (Daniel Aráoz) se remonta a la tragedia clásica de Montescos y Capuletos con un alto anclaje en otro tipo de realidad. Es la intolerancia y la imposición de un discurso dominante lo que atraviesa la atmósfera de este opus, cuya idea fue aportada por su actriz protagónica, Lourdes, interpretada por Guadalupe Docampo. Cierto lirismo en las imágenes abre un abanico de interpretaciones frente a una premisa sumamente simple; y ese detalle no menor genera para esta tragedia -que traspasa la violencia de género o la discriminación de una etnia o grupo humano- un valor agregado. A veces da la impresión que el relato fluye con esa furia del título y no encuentra reposo en la contemplación para que el sexo y los cuerpos estallen con su líbido, como parte de una apuesta a la transgresión de cualquier norma cultural impuesta. Desafío superado para una directora que sabe arriesgar y elegir un equipo a la altura de esa aventura.
Profecía autocumplida. Nunca mejor empleado el término “cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia”, slogan que nos cansábamos de ver cada vez que tomábamos contacto con alguna película, pero las paradojas a veces no tienen explicación y el hecho concreto de que una película argentina se haya anticipado literalmente a la realidad mundial, sin dejar de observar la propia idiosincrasia de este lado del mundo, es realmente un mérito doble. La premisa de Tóxico nos sumerge por un lado en una distopía vernácula donde el protagonismo recae en una pareja, Laura (39) y Augusto (42), en plan fuga con su motorhome. Las rutas desoladas que ellos recorren -en el mejor registro posible de roadmovie- los confronta con una serie de personajes secundarios, quienes aportan su nivel de extrañeza a los efectos de dosificar parte de humor con componentes clásicos del género, mientras la amenaza latente de un contagio y la paranoia focalizada en Augusto (Agustín Ritanno), en contraste con la poca preocupación de Laura (Jazmín Stuart), completan el cuadro. Dos maneras o formas de entender esta película de autoprofecía cumplida nos remontan por un lado a los efectos que dejó en su realizador Ariel Martínez Herrera la gripe H1N1 y el uso de barbijos, y por otro el sentido de aguda observación de los comportamientos humanos en momentos de crisis existencial en que la lucha por sobrevivir prevalece en cualquier escenario planteado y mucho más la futilidad de la razón ante las dictaduras del corazón. En ese sentido el visionado de Tóxico (gratuita en la plataforma Cine.ar play desde el 24 de abril y a estrenarse en el canal Cine.ar Tv el jueves 23 y el sábado 25 a las 22 horas) es sumamente recomendable para pasar la cuarentena bajo una mirada menos solemne y con la dosis y los anticuerpos de humor para momentos en que reírse aumenta considerablemente las tácticas hogareñas contra el tedio. Algo que si se contagia no mata a nadie.
Depredadores y vacas tristes. Poco importa el desenlace de este relato anclado en lo salvaje y en esa idea minimalista que forma parte de su valor agregado porque en La creciente se respira una atmósfera opresiva, donde el instinto de supervivencia dicta las normas de un sistema del sálvese quien pueda para un reducido grupo de personajes. La amenaza latente de un río, que antes que nada separa un mundo de oportunidades y otro de estancamiento, supone entre los personajes la chance de fuga y cierta equiparación entre los “pillos” como el extraño, protagonista, quien llega nadando y con enorme ímpetu depredador y aquellos “no pillos”, que habitan ese espacio de vacas tristes y árboles que se talan. El cuatrerismo, entre otros elementos que alimentan conflictos y ambiciones, marca el ritmo de esta historia seca, de personajes secos en sus decires y en sus actos, para entregar desde la misma sequedad -valga la paradoja tratándose de un río en el que la planicie acuática encarna un rol protagónico- un retrato justo de los márgenes y sus orillas sociales, que están del otro lado del río y que llegan en cuentagotas a las pantallas -ahora virtuales- de cada uno de los eventuales espectadores encuarentenados.
La casta manda. Así como de sutil es la confección de un vestido de tela, este opus de la directora Rohena Gera transita con parsimonia por las diferentes características de cualquier relato que pueda asociarse a lo novelesco. Sin embargo, lejos de esa marca aquello que caracteriza a Querido Señor es precisamente la multiplicidad de capas narrativas. La historia es sencilla: Ratna (Tillotama Shome) es joven, viuda y busca el sustento y las rupias para que la familia de su difunto esposo no la señale con el dedo; o lo que es peor procure que vuelva a su esclavizante condición, diametralmente opuesta a la de la familia adinerada que la contrata como sirvienta en Bombay. Su sueño de estudiar y de aprender no recibe rechazo de su patrón (Vivek Gomber), a quien se dirige respetuosamente bajo el nombre de Sir. Los contrastes culturales y el peso de una tradición, que a pesar de algunas modificaciones se ve sustentado en un tejido social sumamente rígido, hablan a las claras de la conflictiva que atraviesa la película de la realizadora, guionista, nacida en la India, quien convirtió en el terreno de la ficción un puñado de experiencias propias que llamaron su atención sobre el rol de la mujer en las mismas condiciones que la protagonista. Si hay algo que destaque en cuanto a la fotografía de Dominique Colin y a la paleta de colores que acompaña una sobria puesta en escena, sin lugar a dudas el ritmo y la fluidez crean una atmósfera agradable de transitar sin dejar de lado la posibilidad de tomar contacto con un cine no industrial tan difícil de hallar como una tela de la India.
Una espera no tan dulce La lluvia y la espera son los elementos que decidió el director Maximiliano González para atravesar la tercera parte y cierre de una trilogía que apuntaba a la problemática de las mujeres en Misiones, comenzaba con La soledad y seguía con La guayaba. La contemplación y el intento intimista son los compañeros de ruta de su viaje que ahora concluye, quienes cruzan este universo mientras el tiempo de la espera se agiganta pero también diluye como las gotas de lluvia en el parabrisas de un auto. Sin tratarse de una road movie hay bastante charla entre María y Daniel (Elena Roger y Javier Drolas) dentro de un auto en una carretera donde no se puede ver nada y en que la amenaza latente de un accidente también coquetea con ese sello del que se siente extraño en una tierra extraña y se pierde entre su ansiedad por la fuga y su necesidad de saber hacia dónde dirigirse. Para ellos el encuentro con un potencial hijo, tras ocho años de matrimonio y sin poder concebir, es el proyecto y el resultado de largos procesos y cruces de caminos encrucijados. Algunas peleas o malos tratos acompañan esa encrucijada pero nada hace tambalear el deseo y mucho más al tener el primer contacto con una niña, a quien su madre biológica se arrepiente de entregar. En ese intervalo de la espera, citas a un poema de Borges sobre los recuerdos que trae la lluvia, las presencias constantes de las amenazas climáticas que pueden inundarlo todo envueltos en intentos de poética y ritmo aletargado concluye la trilogía Misiones de Maximiliano González, quizás con un anhelo de haber profundizado un poco en la temática de la adopción como ocurriera en Una especie de familia, de Diego Lerman, sobre un tema similar.
Al otro lado Muchas veces se cae en la tentación de retratar la marginalidad o pequeñas historias, protagonizadas por personajes que viven en la marginalidad, a partir de la mirada o visión del director. Tal vez ese defecto es lo que determina el grado de artificialidad que por más puntadas de guion se intenten no alcanza a repararse jamás. Por eso, retratar la marginalidad desde el punto de vista de un personaje y consignar un pacto tácito entre su mirada y la expresa distancia con el juicio es mucho más efectivo y enriquecedor desde dos elementos, por un lado que el contexto forma parte de lo cotidiano, y por otro la dinámica con el entorno en ese escenario, en pleno estado de ebullición, no es lo suficientemente fuerte para tumbar el péndulo de las decisiones o desvíos en el camino, aunque eso no signifique una afección directa y honesta con las emociones o los costados humanos y contradictorios. La transición que experimenta la protagonista de La botera, Taty (Nicole Rivadero), se encuentra atravesada por varias corrientes, las lógicas de cualquier adolescente en etapa de cambios corporales y despertares del deseo pero también la intensa necesidad de una identidad que no la ate a los roles convencionales de hija de un padre muy poco laborioso, o simplemente de amiga (aunque le cuesta conseguirlo). Su meta es aprender a manejar el bote para ganarse la vida transportando por el Riachuelo pasajeros. Isla Maciel, su lugar en el mundo, separado por ese gigante río de “el otro lado” le queda demasiado pequeño a Taty o por lo menos poco atractivo para sus ambiciones personales. Pero ella es consciente de que su padre violento dilapidará cualquiera de sus expectativas, hundirá -por decirlo metafóricamente- ese ímpetu aventurero para volverla utilitaria, sumisa, servicial, y así ese efecto dominante prolongarlo a cada segundo. Es la búsqueda incansable del cambio lo que motoriza al relato de Sabrina Blanco, directora que presentara La botera en el último Festival de Mar del Plata con gran recibimiento y que demuestra haber entendido que se puede abordar temas profundos, marginales y complejos sin hundirse en ríos de pretensión artística. Y así, al igual que su protagonista Taty, saber que el horizonte a veces es recto y solamente hay que remar hacia ese espejo.
Interpeladas La directora de este documental expone desde el vamos todas sus contradicciones acerca de la maternidad, incluso de haber pasado por ese proceso de enormes cambios y consecuencias en su vida. Sus hijos forman parte del abanico de testimonios que registra con cámara fija, acompañada de alguna idea de nivel formal o estético. Malamadre, de Amparo Aguilar, interdialoga con otro tipo de propuestas de mujeres directoras que también exploraron desde su mirada la idea cultural de ser madre, la reflexión sobre la elección a partir de la fuerte presencia del feminismo y un debilitamiento paulatino del dominio de la sociedad patriarcal. Y sin lugar a dudas preguntarse sobre la maternidad también en el paso de la directora del rol de hija a madre aporta a esa mezcla de testimonios nuevas preguntas. Sin buscar una respuesta pero a veces con algo repetitivo en los testimonios, Malamadre y Desmadre de Sabrina Farji (ver crítica) son dos buenas propuestas si la idea es superar lugares comunes, clichés y generar desde el humor otros puntos para abordar el maternar.
No trabajamos más Como toda película italiana que se precie, en Ricchi di fantasia, opus de Francesco Miccichè, todo es excesivo, todos gritan, sobreactúan y en ese tono la comedia se desdibuja. Sergio Castellito también conocido como director además de actor en este caso no alcanza a encontrarle a su personaje un término medio. Empieza con el traje de el típico bromista pesado que tarde o temprano recibirá por parte de sus víctimas, compañeros de una obra en construcción, un revés con una broma mucho más pesada que las que acostumbra él. Convencerlo de haberse ganado el gran premio de la lotería es el disparador de los equívocos que generará a partir de no sólo creerlo sino expandir la noticia a dimensiones poco controlables. Algo parecido a lo que proponía la película La tregua. La versión alla italiana de este malentendido se funde de elementos de comedia de antaño con road movie, pero siempre en un tono sumamente liviano, nada crítico y menos satírico aún frente a la suerte de este grupo familiar que sigue los pasos del patriarca. Sin embargo, la película por momentos se vuelve algo tediosa, muy anticipada en cuanto a la propuesta de humor, con claras muestras de un desequilibrio tanto a nivel narrativo como actoral.
Violencia de género ancestral Salirse de las normas del cine de género para encontrar otros caminos posibles y así desarrollar ideas más complejas es el riesgo que se tomó Eduardo Pinto en este opus, que tiene por protagonistas al trío de mujeres fuertes encabezado por Sofía Gala Castiglione, Analía Couceyro y Paloma Contreras. La sabiduría es un thriller que además intenta a veces con éxito y muchas otras sin agregar simbolismos y alegorías para generar un paralelismo a la violencia de género a lo largo de los siglos. En ese sentido, la excusa de remontarse al pasado histórico con la Conquista del desierto y el rol de la mujer originaria como objeto del deseo perverso del macho alfa que también la cazaba resulta simpático pero algo discordante en lo que hace a la propuesta integral. No obstante, a estos desniveles en materia de historia, guion, irregulares actuaciones de un racimo de secundarios de lujo y reconocibles por todos, debe destacarse el apartado visual con un esmerado trabajo en lo que a dirección de fotografía se refiere y puesta en escena. Desde el género propiamente dicho la empatía con los personajes de Mara, Tini y Luz (Gala, Contreras, Couceyro) es algo débil, no así la violencia tanto implícita como explícita, el elemento que le aporta verosimilitud al relato.