Autopsia familiar En cinco ocasiones diferentes, cinco personajes diferentes, deciden volver sobre sus pasos para tomar una decisión diferente. Se trata de una adolescente atribulada, un hombre atrapado en medio de un conflicto interfamiliar, una madre llena de incógnitas y una empleada inmigrante que está dispuesta a todo por mantener su (precaria) condición laboral. Detrás de todo ese enredo, Asghar Farhadi, ese genio que nos brindó una de los dramas familiares más humanos del cine contemporáneo con la brillante Nader y Simin: Una separación (2011), atando cabos y manejando a su antojo a los miembros de un melodrama digno de una telenovela de la tarde pero impregnado de tanto lenguaje cinematográfico que hasta parece un milagro. Asghar Farhadi se dispone a involucrarnos en una trama de enredos, bien circular, con hilos tensados que aprietan, que agobian y marean. Nos lanza en el epicentro de un lavarropas en pleno centrifugado. El centro es ella, la mujer, la pachamama, la criadora de hijos, la salvadora, el eje de la familia, la que tiene la valentía para sobreponerse a las pérdidas. Marie, María, la Madre. A su alrededor, los hombres y los hijos, suyos y ajenos. Todos a su cargo, esperando algo de ella: que actúe bien, que reserve el hotel, que tenga moral, que sea paciente, que limpie. Y ella que cada vez se parece más a un león enjaulado pidiendo que la quieran pero siendo incapaz de dar un beso o una caricia. ¿En qué la convirtió la vida? Tan ocupada que es incapaz de dar afecto. De todas formas, no sólo a ella, sino a todos los personajes del film les cuesta querer o demostrar afecto. Todos están atrapados en esta red del presente que está demasiado remojada en pasado. Pero, ¿qué es el pasado? Aparece en forma de culpa, de remordimiento, de añoranza y sobre todo de malentendido. Porque finalmente lo que hace avanzar la trama en esta película -por eso decíamos antes que es una trama de enredos-, es el malentendido. Tal vez, uno de los grandes malentendidos que plantea la película es, justamente, ¿qué entendimos mal sobre qué es una familia? En este sentido, El Pasado retrata acertadamente un momento de crisis en una familia que no es “mamá, papá, nena, nene”, sino más bien mamás y papás que se suceden y hermanitos momentáneos, circunstanciales. Un anclaje real y necesario para un cine contemporáneo. Pero, precisamente, volvamos sobre nuestros pasos. Esos cinco personajes mencionados al principio no son nada casual en una obra que precisamente lleva por nombre y por estigma El Pasado. Las sutilezas no le sientan bien a Farhadi, porque él prefiere tirarnos contra la cara el más crudo de los relatos con la simpleza y la contundencia de la vida misma. En El pasado no hay sutilezas. Esos cinco personajes están atrapados en una pesadilla sin resolver, de esas que existen realmente pero por lo general son demasiado intrincadas para creerlas posibles. Y no son los únicos atrapados allí: no hay ni un solo personaje del relativamente corto reparto (no más de siete personajes que llevan adelante toda la historia) que no sufra una incógnita. Y eso los hace retroceder, los mantiene dubitativos y estancados. Y es en esta pesadilla donde se enreda también la verdad y la mentira, volviéndose ambas la misma cosa. Y ahí aparece el absurdo de las relaciones humanas que se basan en lo que uno cree que el otro dijo pero que finalmente no dijo, en causas con obvios efectos, que son, en realidad, subjetivos; en todo lo que termina pudriendo las relaciones, haciendo que den olor, que nos saquen las ganas de estar en el presente. Y justamente El Pasado habita tan intensamente el presente que aunque desde el título y desde el discurso de los personajes se quiera estar en el pasado, la realidad se impone y, tal como dice un postulado Hegeliano, “la prisión del presente sólo permite huídas ilusorias”. Y la cosa no se queda ahí, porque son muchísimas las dudas que nos deja este melodrama francés. ¿En qué convirtió la vida a estos personajes? ¿El pasado es el motivador de un futuro incierto o es un presente no resuelto? ¿De qué somos capaces cuando nuestra vida no es más que una duda detrás de otra? Quizás sea una película bastante menos pulida y precisa que la anterior del director, pero allí está el iraní nuevamente, dejándonos una historia familiar casi perfectamente contada, grabada a fuego en nuestra mente por muchas horas, días y hasta semanas después del visionado. Farhadi pasó a ser el analista imprescindible de lo humano en el cine contemporáneo.
¿Qué buscas en la orilla? El desconocido del lago es de esas películas que alguien no puede anticiparte con qué te vas a encontrar, y que siempre tienden a estar mal apreciadas por su apuesta estética en vez de por sus logros narrativos y plásticos. Es que, más allá de algunas decisiones sobre dónde poner la cámara por parte de Alain Guiraudie, la película está dotada de una exquisita puesta en escena acompasada por un ritmo que no todos podrán soportar: sin música, con planos larguísimos y conversaciones casi banales, que no hacen más que formar parte de un conjunto de elementos que componen una película que rebosa cine por cada uno de sus fotogramas. Lo más notables es que Guiraudie logra una impronta propia dentro de un relato muy clásico, con elementos muy bien explotados como el suspense y la complicidad con el espectador, todo en medio de una historia sobre hombres que buscan complacer sus necesidades sexuales en un ambiente bellísimo pero a su vez desolador. La decisión del espacio de una playa y un bosque como único escenario donde transcurre la historia no es menor, y quizás es el acierto más importante de esta película devenida en thriller romántico. Los personajes, de quienes nunca vemos nada más allá que sus aventuras veraniegas, no tienen escapatoria en ese juego de roles y levante: el lago es un límite de peligro y profundidad, con el que muchos gustan coquetear, y el bosque –ese Edén promiscuo donde vale todo menos una higiene respetable- se plantea como un monstruo oscuro que conoce todos los secretos de sus potenciales víctimas, donde la naturaleza llega a niveles de omnipotencia casi temerarios. Y quien domina ese escenario es Michel (impresionante en su papel Christophe Paou), personaje misterioso e hipnótico, que se roba las miradas de Franck (Pierre Deladonchamps) hasta el punto de la obsesión. Y en ese juego de seducción y dominación sexual, una serie de otros personajes muy pintorescos pasan por cámara dotando de ritmo, sentimiento y hasta comicidad, un relato que se podría ver varias veces, más allá de su final esquivo y hasta casi embustero. El desconocido del lago es una historia clásica, trabajada brillantemente por su director con todas las herramientas para el aprovechamiento de sus distintos componentes narrativos (los espacios desde donde se manejan y desenvuelven los personajes entre sí, como esa escena en que Franck se mete al agua por primera vez con su amante después de conocer la verdad sobre él) y estéticos (la oscuridad en las escenas clave está usada con una sutileza plausible) que dan como resultado una trama de suspenso y perversión tan perturbadora como disfrutable.
Esos raros amores nuevos Intensa película sobre las relaciones sociales trastocadas por ese condimento cada vez más polémico y ¿peligroso? que es el de la evolución tecnológica. Spike Jonze se pone muy fino con la cámara y con la formidable labor con los actores para brindar una historia tan desgarradora como tierna, pero a su vez reflexiva y muy apasionada. Quizás estemos hablando de las mejores actuaciones de las respectivas carreras de Joaquin Phoenix y Scarlett Johansson, sobre todo esta última, que curiosamente sólo presta su voz (algo irónico, dado que su deslumbrante belleza es la que generalmente roba suspiros a los cinéfilos más acalorados). Phoenix, de una impresionante trayectoria, logra su papel definitivo con una ternura, inocencia y desorientación sentimental tan bien llevada a lo largo de las dos horas de metraje que resulta realmente gratificante el arco que construye su personaje, sobre todo si se tiene en cuenta que la mayoría de las escenas las encara él sólo guiado por una voz grabada. Jonze nos pone en una primera persona casi inquietante, dejándonos vivir y percibir las cosas con la intensidad de Theodore, el personaje de Phoenix. Y con esta perspectiva la voz de Johansson nos resuena hasta el alma, entendiendo la hipnosis sentimental en la que cae ciego el protagonista. Sin embargo, sería muy injusto para un film tan profundo dejarlo en una mera comedia romántica, ya que además hay toda una reflexión por parte del director y guionista respecto a cómo el crecimiento o avance de la tecnología atomiza nuestro alcance de relacionarnos directamente. Tema harto debatido entre especialistas en comunicación social, pero que en este caso está tratado con la delicadeza que este arte permite: los planos detalle, las texturas, los contraluces y la cadencia acompañada de la bellísima música de Arcade Fire (sobre todo el soundtrack The Moon Song, originalmente cantado por Karen-O pero durante la película interpretado por la misma Johansson), son uno de los tantos elementos de los que se sirve el particular realizador. Y si bien el gag conceptual (un hombre enamorado de un sistema operativo) se agota hacia la mitad de la película, en la que quizás podía ser una gran idea para un cortometraje, y Jonze hace lo posible por reafirmar su condición (aparecen otras personas que se relacionan amorosamente con los “S.O.”, y hasta hay parejas “reales” que aceptan hacer citas dobles con estas otras extrañas parejas), en el proceso se permite una reflexión no sólo sobre el amor en este extraño contexto futurista –aunque no muy lejano, si lo pensamos bien- sino también de la belleza misma. Es que Jonze pone frente a Phoenix a varias de las más bellas actrices de Hollywood hoy en día (Rooney Mara, Olivia Wilde, Amy Adams) pero es la voz de la despampanante Johansson (y hasta la voz de Kristen Wiig en una escena híper sensual así como también muy hilarante) quien nos embelesa, nos entusiasma, nos enternece y nos deprime, en una de esas inexplicables montañas rusas de emociones a los que ya nos tiene acostumbrados a someternos el director de las geniales Being John Malkovich y Where the Wild Things Are.
Las preguntas del millón Alexander Payne es uno de los tipos mimados de Hollywood hoy en día. Película que hace termina nominada al Oscar, gana alguno, le va muy bien en la taquilla, y los actores se pelean para trabajar con él. En esta última película suya pareciera como si, siguiendo en esa línea de hijo pródigo, dejara todo eso de lado para buscar una nueva estética y una nueva cara para contar básicamente lo mismo de siempre: un tipo atribulado, que necesita cambiar de aire para reencontrarse a sí mismo. Lo hizo con About Schmidt (¿es muy ambicioso decir que es la mejor actuación de la carrera de Jack Nicholson?) y con The Descendants (¿es muy arriesgado decir que es… la mejor actuación de la carrera de George Clooney?), y ahora lo vuelve a hacer con Nebraska (acá sí es muy jugado decir que es la mejor actuación de la carrera de Bruce Dern, pero… ¡quizás lo sea!). Pero, ojo, no es una fórmula repetida hasta el hartazgo: ¡a Payne le sale bien! Y cuando algo sale bien, hay que explotarlo con todo, siempre y cuando, y sólo siempre y cuando sea con diferentes formas de contarlo. Nebraska es una alternativa a la filmografía de Payne. En un blanco y negro realmente no muy justificado pero que apoya muchísimo la parsimonia de un relato casi estéril de sentimientos con la cámara, y que contrasta a la perfección con la nula cantidad de matices por parte de los personajes, la película pasea (nunca mejor dicho) por un feedback magistral por parte de Dern y Will Forte. La relación padre-hijo es el centro de la narración, a partir de la cual se desata una serie de situaciones extremadamente cómicas, pero a la vez muy tristes. Payne logra algo muy difícil: filmar la ignorancia, y con esto, explicar la inocencia. La inocencia de un señor de tercera edad, senil y casi devastado por el alcoholismo, y un principio de Alzheimer que le devora los recuerdos con la misma facilidad que la monumental ingesta de cerveza diaria lo hace con su hígado, personificado formidablemente por Dern, quien logra crear un monstruo adorable del que cuesta no compadecerse. Nebraska es ese camino final, no sólo del recorrido de los personajes, que deben ir a ese estado para retirar un supuesto premio valuado en un millón de dólares con el que fue engañado el viejo Woody Grant (Dern), sino también como metáfora del final de la vida. El premio traza un paralelismo contundente sobre los “gustos” que nos podemos llegar a dar a modo de aspiraciones en la vida, aun así ya no sean de ningún tipo de utilidad. Y también, para aquellos que una vez llegados a la meta se encuentran con la desilusión de que la vida no les tenía preparado un premio, están los consuelos. Allí asoma la familia como tesis final de Payne y el guionista Bob Nelson, ese inestable pero recurrente abrazo reparador que sirve como el mejor motor para intentar llegar a esa línea final. Nuevamente tenemos la trama básica payneana (?): un hombre que arrastra a su familia en un viaje interior, que se exterioriza con la partida a otras tierras para buscar algo. Con About Schmidt, el personaje de Nicholson buscaba algo más filosófico y espiritual, y eso le terminó costando la partida de su esposa, mientras que con The Descendants todo era más terrenal y simple, pero no por eso menos profundo, con la pérdida de la figura sabia femenina también como detonante. En ambas películas hay una crisis, como en la genial Sideways (2004), donde los dos protagonistas van en dos direcciones opuestas pero también buscan ese “algo” teniendo que ir a un lugar puntual los dos juntos. Así, Payne ya se perfila como tal vez el mejor director de road movies existenciales del cine contemporáneo, y si bien Nebraska es una nota discordante en cuanto a estética, no lo es en cuanto a la narrativa, con un trabajo excelente con los actores (June Squibb se roba las escenas en que aparece) y diálogos muy elaborados en cuanto al uso del timing. Los personajes de Payne son buscadores de tesoros que antes no pudieron encontrar en sus vidas y deben salir a buscar llevando todo su bagaje con ellos, todas sus cosas, recuerdos y deudas. Y nosotros somos los acompañantes privilegiados, una vez más.
Los cansados de estar cansados No es fácil filmar lo no-bello, y más cuando lo que contamos con la cámara es la constante búsqueda de la belleza, de lo bello. ¿Y qué es lo bello? Para el particular personaje Jep Gambardella, la belleza consiste en una caminata por Roma a la madrugada, tras una noche de juerga, alcohol y cocaína, y por qué no alguna señora que haya conocido en ese constante patear de la pintoresca ciudad capital italiana. Paolo Sorrentino, quizás uno de los realizadores más destacados de Italia en la actualidad, con obras como Il Divo (2008) o Le conseguenze dell’amore (2004), repite el trabajo con su actor fetiche –el multipremiado Toni Servillo- tras haber dirigido en Estados Unidos la extraña This Must Be The Place (2011), con Sean Penn en un no muy convincente protagónico. El resultado de tantos años trabajando junto a un actor tan versátil y particular como Servillo es haber logrado uno de los personajes más memorables que haya dado el cine recientemente. Jep Gambardella acapara la atención en todo momento, no solo porque la mirada de Servillo y su expresión altanera son hipnóticas y hacen que la cámara lo persiga casi intuitivamente, sino también en la acción misma: el comienzo de la película es el cumpleaños de Jep en una suerte de aquelarre visual donde él es el diablo, y donde el descontrol total es el único reglamento para formar parte. Sorrentino filma la decadencia del snobismo, la contracultura de la no-cultura, esa búsqueda de un mundo que escupe todo lo mundano de una forma elocuente, y lo hace metiéndonos a nosotros en una sucesión de secuencias con diálogos banales y vacíos, pero que en el fondo retratan de forma crítica el tiempo de una sociedad. Además, a través de Gambardella, Sorrentino nos permite colarnos en las mejores fiestas de esa sub-trama sociocultural romana, para que veamos nosotros mismos los demonios que invaden ese ir y venir en la búsqueda de… algo. Y esa búsqueda es lo que define a cada personaje, con sus nostalgias, inseguridades, fantasmas, perdiciones y atributos. Cada personaje de la película está perfectamente pensado para un rol en el que el espectador es “paseado” por ese entramado laberíntico del sinsabor de la vida: los duques que, olvidando el orgullo de su estirpe, aceptan hacerse pasar por otra familia; el eterno escritor de teatro en busca de una musa y una verdad; muchos artistas con diferentes formas de expresar sus incontinencias de diversas y abstractas formas; los que se quedaron en la misma durante décadas; los que no se van porque simplemente se quedaron; y Gambardella como el capitán de ese bizarro barco. Y la mejor forma de conocer ese contexto es cuando Sorrentino nos permite ver los lugares y obras icónicas de la Roma actual, que vive como si dependiera exclusivamente de su pasado de civilización-potencia, pero ahora sumida en una tranquilidad que solo la noche puede disimular, con sus silencios y su penumbra. Penumbra sólo invadida por el constante repiqueteo de los bailes en las fiestas organizadas por Gambardella, con sus “trencitos que no van a ninguna parte” y una avalancha de reflexiones salidas de varias esnifadas de coca y muchos cócteles en el medio. Roma descansa, mientras otros descansan de la vida que les da Roma.
Existir a través de la imagen Philomena no es una obra menor, a pesar de que a simple vista sí lo parezca. Es un típico drama inspirado en hechos reales, bastante inofensivo pero muy bien contado por su director, el gran Stephen Frears (The Grifters, High Fidelity, The Queen, entre otras), quien también se apoya en un excelente montaje, una hermosa banda sonora a cargo de Alexandre Desplat, y una monumental actuación de Judi Dench, estos dos últimos nominados al Oscar por sus trabajos. Cuando hay tantos elementos bien desarrollados, difícilmente el resultado final sea malo. Con esta película pasa que cuesta entrar en la historia, por un comienzo muy lento, ya que lo más valioso está a partir de la mitad, cuando los dos protagonistas logran una conexión. Y en esto último cabe remarcar también el trabajo de Steve Coogan, quien además produjo y coescribió la adaptación a la pantalla del libro en que se basa la historia. A pesar de quedar opacado por la actuación de Dench, Coogan logra un papel muy convincente que transmite muy bien las diferencias de personalidad entre ambos personajes. Quizás lo que está demás en la historia es la excesiva cantidad de referencias a la “ignorancia” del personaje de Dench, quien encarna a una amigable anciana que se encuentra perdida por el misterio del paradero de su primer hijo, el que le fue arrebatado cuando ella era joven. Philomena tiene algunas escenas que deslumbran por la claridad con la que encara los hechos, y otras en que luce como una mujer completamente desorientada e incapaz de seguir adelante, algo que va a contramano de la fortaleza con la que siempre se planta ante las situaciones (sobre todo en el desenlace de la historia). Las constantes discusiones con el personaje de Coogan –un periodista venido a menos por un conflicto en su anterior trabajo como asesor del gobierno-, si bien nutren la química necesaria para que la trama fluya, por momentos peca de demasiado dispar y atenúa demasiado las diferencias culturales de ambos. Dicho esto, la película funciona excelentemente como una crítica a las formas de operar de la iglesia católica, el periodismo y el conservador partido republicano de Estados Unidos. Esta última bajada de línea política no es más que un factor que respeta los hechos que realmente ocurrieron en los noventa y son mencionados en el libro del periodista Martin Sixsmith (el personaje de Coogan) en el que se basó el guion, y no tanto como una visión del realizador. De hecho, la denuncia más fuerte que hace la película es el tráfico de bebés en los conventos, no sólo de Irlanda -como pasa en la película- sino en muchas otras partes del mundo. Pero lo que más se agradece del film, además del papel de Dench, es el ya mencionado montaje. Si la historia no hubiera sido montada de esta manera, sería una película insoportable de ver. La ruptura de la línea narrativa para intercalar imágenes de la vida del hijo de Philomena (que hacia el final nos enteramos de dónde vienen, con una conmovedora escena) es un acierto total desde el guion hasta la edición de esas imágenes en 16mm y 8mm. No es una película gigantesca, ni es la mejor de Frears, pero se deja ver por el ritmo que va tomando conforme avanza la trama y, por supuesto, gracias a una impresionante actuación de Judi Dench, quien se roba todas las escenas en que está. Las imágenes con las que se reconstruye el personaje buscado además sirven como reflexión sobre las revelaciones del ser humano en su encuentro con lo que hay en la pantalla: la cámara –tanto de foto como de video- es al fin y al cabo nuestro boleto a un viaje en el tiempo, un instrumento de inmortalidad.
De lo complejo a lo básico 12 Years a Slave viene a representar el miedo de todo cinéfilo que se entusiasma con un determinado realizador. En este caso, el prometedor Steve McQueen, quien debutó con la impresionante Hunger (2008), película que para muchos es una de las mejores óperas primas del comienzo de este siglo XXI. Luego McQueen retomaría la acción con la polémica Shame (2011), donde repitió a Michael Fassbender en el protagónico y lo volvió a llevar al extremo con su actuación, permitiéndole al actor alemán brindar una de las mejores performances de su carrera, sino la mejor. El riesgo tanto artístico como narrativo son características fundamentales del éxito de estas dos notables obras, siendo Hunger una película de una intensidad visual que difícilmente este director inglés pueda volver a alcanzar, mientras que el humanismo impreso en el trabajo con los actores en Shame, más una o dos escenas memorables (el que la vio, no pudo haber quedado indiferente ante Carey Mulligan cantando “New York, New York” en primerísimo primer plano), será recordado como otro punto alto en su temprana carrera. Y con ese bagaje llega esta nueva película suya, que se traduce en una desilusión total. 12 years a slave es académica, básica, melodramática, exagerada y excesiva en todos los sentidos. Es una película que McQueen, más del palo indie, seguramente la hizo pensando en la temporada de premios. Y no sorprende que sea una de las más nominadas para los Oscar, ni que haya ganado el premio a Mejor Película en los Globo de Oro, y que probablemente gane tantos otros premios más. Dentro de su falsa y calculada crudeza (muy alejada de la destreza con la cámara en el hiperrealismo de sus anteriores dos films), se esconde una superficialidad y un tono totalmente amable para con el espectador, que si se deja engañar quedará encandilado con la supuesta intensidad del relato de un hombre afroamericano que es privado de su libertad para trabajar en la zona rural de New Orleans, cuando allí todavía era legal la esclavitud. Este tipo de películas prácticamente se dirigen solas, en piloto automático. Un drama que hace que cada tanto Estados Unidos reflexione sobre su pasado (y su presente) y haga mea culpa, como si hiciera falta aún, con un desfile de súper-estrellas de Hollywood (sobre)actuando de a ratos como si sólo quisieran formar parte aunque sea un poco de este proyecto destinado a ganarlo todo. Este tipo de películas dan asco. El único que se salva de la hoguera es, precisamente, Fassbender, quien a tono con el relato teatral y maniqueo siempre está en el mismo nivel y brinda un par de escenas escalofriantes en su actuación. El protagonista, Chiwetel Ejiofor, también se salva bastante, pero sólo por sus escenas con Fassbender (se destaca la charla a la medianoche con ambos abrazados amenazadoramente, sólo iluminados por un candelabro, con uno intentando persuadir al otro sobre una mentira). El resto, todos sobreactuados de forma espantosa e insoportable en sus participaciones, con Brad Pitt, también productor de la película, haciendo de un prototipo de Abraham Lincoln redentor y todopoderoso, como el colmo de los colmos. Este tipo de películas indudablemente funcionan muy bien en Estados Unidos, tanto para la taquilla como para la temporada de premios, ya que críticos y público con ojo poco entrenado siempre suelen caer en la trampa de este tipo de obviedades en donde cada uno de los elementos del relato están hechos con la única intención de conmover de forma berreta para ganar algún reconocimiento.
La imaginación como mapa Tuvimos que esperar cinco años, desde la genial Tropic Thunder (2008), para volver a saber de Ben Stiller detrás de una cámara. Y valió la espera. El creador de Zoolander (2001) vuelve con una película que está completamente por fuera de su impronta habitual, con mucho más cuidado de la imagen y otros aspectos más artísticos que narrativos, siendo más cuidadoso con dónde plantar la cámara antes que cuándo colocar el gag perfecto. Aunque no sea lo más notable, Stiller es un laburante incansable del drama. Sus películas, si bien la mayoría cómicas, son en realidad retratos de seres muy dispares que, escondidos en la caricatura y la sátira social, tienen algo que gritarle al mundo porque necesitan ser comprendidos. Y allí está él siempre poniéndole la cara a esos personajes. Sin contar sus dos primeras películas de mediados de los 90, Reality Bites (acá bien titulada Generación X) y The Cable Guy (esa en que Jim Carrey se luce cantando Somebody to Love de los Jefferson Airplane), Stiller siempre protagonizó papeles de hombres venidos a menos que necesitan un empujón para salir adelante y dar un giro de 180º a sus vidas: El actor exitoso pero con pocas luces, Tugg Speedman, y el memorable modelo descerebrado Derek Zoolander, ambos tipos que supieron ver la cumbre de la montaña y ahora se encuentran cuesta abajo, pero encuentran la forma de alcanzar el pico una vez más gracias a quienes lo rodean. Pero ahora, con todo lo excelente que es, eso queda atrás y Stiller opta por dar vuelta la fórmula, adaptando a nuestros tiempos un cuento de James Thurber ya llevado al cine en 1947, con un tono muy particular tirado más a un ritmo cadencioso, dándole lugar a las imágenes de paisajes bellísimamente fotografiados y una banda sonora simplemente brillante por parte del talentoso José González (aunque todos los aplausos se los lleva la canción de Of Monsters and Men, Dirty Paws). En la película conocemos a Walter Mitty, un tipo gris e insípido que nunca se salió de los estándares, pero experimenta pequeños momentos de abstracción en los que se deja llevar por la fantasía e imagina situaciones exageradas donde es directamente otra persona que hace todo lo que a él le gustaría hacer. Psicología aparte, el protagonista se encuentra con una dificultad laboral que lo pone a prueba y obliga a salir a enfrentar la situación, no sólo para asombrar a su nueva compañera de trabajo (una Kristine Wiig bellísimamente filmada por Stiller) sino también para asombrarse a sí mismo, en un viaje interno que lo lleva a su juventud y lo conecta de a poco con las cosas que realmente quiere. En The Secret Life…, además de la fotografía y la música, se destaca un reparto muy variado y plagado de pesos-pesado: Shirley McCain, que hace un papel adorable como la madre de Walter, y Sean Pean, que tiene una escena particular donde pone el listón muy alto para la emotividad en el desenlace. Ambos personajes, que nunca comparten pantalla pero de alguna forma que no diremos están conectados, son bisagra para que la historia en general funcione y genere la emoción que genera. Quizás un poco tirado a la sensiblería, pero siempre medido y resguardado en un gran logro artístico con la cámara, Stiller cuenta una historia de superación más en su carrera, pero esta vez de forma inusual y sin necesidad de poner en pantalla a un personaje con un ego desmesurado y pretender que el público se parta de risa. Al contrario, esta vez hace tan normal al personaje que es imposible que en algún momento de la trama no nos identifiquemos con Walter o con alguna de sus fantasías, así como también esos extraños mensajes que se imprimen en los lugares más insólitos, ya sea para sacarnos de la mente del siempre presente protagonista o para dejarnos alguna enseñanza de esas que sólo el buen cine sabe dar.
"El orgasmo precede la esencia" La Vie d’Adele – Chapitres 1 et 2 es, claramente, la película más polémica del 2013. Pero, ¿por qué dejar que la polémica pase por encima del arte que derrama en cada fotograma esta gran obra de Abdellatif Kechiche? Los que quieran hablar de las escenas de sexo explícito, que lo hagan. Los que quieran hablar de cómo el director exprimió a sus actrices hasta el hartazgo y el desgano en el rodaje, o los entredichos en cuanto medio aparecieron, adelante. Allá ellos y su corta visión para recordar una película pura, directa y contundente. Los demás tendremos en nuestra memoria una de las películas románticas más tiernas, conmovedoras y realistas que ha dado el séptimo arte en los últimos años. Kechiche se apropia de la novela gráfica de Julie Maroh, El azul es un color cálido, para dar su propia visión no sólo de lo femenino, sino del arte en general. El guión está excelentemente bien cuidado, y la historia está tan bien contada que no le sobra ninguno de sus casi 175 minutos de duración (sí, casi 3 horas). En ese espacio temporal tenemos trazada la evolución de un personaje impactante, personificado por la bellísima y talentosa Adele Exarchopoulos, que hace un trabajo descomunal a lo largo de toda la película… su película. Porque, si bien Lea Seydoux también brilla con luz propia (¡la escena de su aparición en el bar es increíble!), Adele se lleva todos los elogios por sostener un papel muy complicado, con muchos picos dramáticos y mucha exigencia física. Pero en fin, eso es la vida misma, por eso Kechiche le cambió el título a la historia y la resignificó en esta obra tan profunda. Para no extenderse más, simplemente cabe destacar uno de los tantos momentos geniales que tiene la película, plagada de escenas simbólicas, que sirven como explicación o contestación a aquellos –incluyendo a la autora de la novela original- que denuncian que el film tiene una “mirada masculina” y está dirigida al público masculino. En una escena en particular, en la que Emma (Seydoux) ofrece una fiesta para celebrar una exposición con sus amigos, mientras Adele atiende a todos con una delicadeza y dedicación loables, se abre la discusión sobre la diferencia entre el placer masculino y el femenino. Allí, uno de los personajes, el único varón entre un pequeño círculo de mujeres, sostiene que estas experimentan mucho más los placeres de la vida, sobre todo el orgasmo, siendo el de los hombres limitado y el de las mujeres místico. Kechiche justifica su adaptación brillantemente, hablando a través de este pasaje del guión: “En la medida que soy un hombre, todo lo que miro es frustrante, por los límites de la sexualidad masculina,” dice el personaje mientras sus amigas alrededor devoran el spaghetti, incluso quitándoselo a él de su plato. “Desde que las mujeres son pintadas en los cuadros se ve su éxtasis más que el del hombre, que muestra el suyo a través de la mujer. Vemos a las mujeres bañarse, las vemos…” y es interrumpido por una amiga que dice “L’origine du monde” (El origen del mundo), casi en un gemido mientras chupa la salsa que se derramó en la mano. “Los hombres intentan mostrarlo desesperadamente, lo que significa que lo vieron” continúa el personaje, casi indiferente. Las amigas a su alrededor, todavía sumidas en su cena, cotejan la idea de que quizás los hombres imaginaron, desearon o apenas fantasearon con eso, a lo que el artista finalmente concluye: “Miren en sus ojos esa mirada a otro mundo. El arte de las mujeres nunca refleja el placer de las mujeres.” En resumen, cada uno de los planos y las escenas de La Vie d’Adele no pudieron haber sido filmadas mejor que como fueron hechas. Kechiche es un genio, y Adele su musa.
Ajenos a la aventura incesante A veces leemos algunas críticas que definen de forma categórica qué es cine y qué no, o cuándo una película “tiene cine”. ¿Qué es eso? Quizás ni los que escriben entienden las dimensiones de semejante aseveración. En el caso de El Ciclo Infinito 3D, nos encontramos ante la exasperante e incómoda situación de tener que determinar esto. ¿Esta película tiene cine? ¿Es cine? En fin, una pavada, que dejaría completamente de lado lo sustancioso que puede llegar a ser el análisis en capas que propone este film de animación dirigido por el tipo con el nombre más cool de la industria: Zoltan Sóstai. Este realizador húngaro formado dentro del ambiente de los videojuegos debuta en el cine con esta ópera prima estrafalaria y sofocante, así como intensa pero soporífera. La ambigüedad a la hora de determinar si lo que tenemos en frente es algo que excede nuestra capacidad de asombro y nuestra paciencia o simplemente es una de las estupideces más grandes jamás hechas, no debe asustarlo, estimado lector. A todos nos pasa. De hecho, al llegar a la mitad de la película es difícil no pensar que uno está ante una pesadilla espantosa de la que no puede salir a menos que se quite los anteojos para el 3D y salga corriendo, atropellando a los demás que intentan abandonar también la sala. Si esta exagerada reacción es positiva o negativa, queda a criterio de cada uno. Convengamos que no cualquiera logra eso. Así de mala es la película. ¿O no? ¿O tal vez es un ejercicio experimental de imagen y sonido que propone alejarnos de lo que habitualmente propone el cine de animación en cuanto a estética y narrativa? Ahí vamos con ese esquivo y pretensioso interrogante de nuevo. Lo cierto es que estrictamente desde el lenguaje, El Ciclo Infinito tiene poco cine porque el montaje, casi en su totalidad en plano-secuencia, y el punto de vista desde el que se narra, no ayudan mucho a decir lo contrario. Nota para los cineastas que se inicien en el rubro: animación + 3D + cámara en mano frenética = mareo total. No-lo-hagan. Es horrible e imposible de ver. Si a eso se les ocurre agregar una banda sonora insufrible con techno y sonidos del Atari, tienen un combo insostenible que obliga a cerrar los ojos porque todo ya es demasiado (malo). Ahora, resaltando lo bueno, porque lo tiene, El Ciclo Infinito posee momentos en donde la profundidad de campo realmente se disfruta, demostrando que el director quizás en un futuro pueda intentar filmar buenos thrillers desde lo estético. Hay momentos en donde la cámara nos permite perseguir al protagonista dentro de ese enigma que lo rodea, con personajes distantes y misteriosos, con un clima bien logrado a pesar de lo delirante que se puede tornar todo. A pesar de eso, en este caso se queda corto porque el surrealismo no queda bien con la temática que se propone. Y a su vez también por momentos se intenta un grado de realismo que escapa a lo que brinda la animación y la propuesta inicial (los humanos tienen unas caras con “gráficos” -digamos- de video-juego de fines de los 90) y, desde lo técnico, no hay un buen trabajo de sonido con los diálogos. Eso sí, la película no es mentirosa: realmente es un ciclo interminable, donde, si se uniera el final con el comienzo, tendríamos a la historia sucediendo una y otra vez hasta el fin de los tiempos (sólo que con el mismo pobre resultado). En definitiva, no es por ser básico, pero somos partícipes de una historia gélida, repetitiva (de ahí el título, como habrá notado), e interminable. Es como si estuviésemos ante un video-juego que puede llegar a ser atractivo, por lo intenso, pero Zoltan Sóstai no nos deja jugar porque no larga el joystick y le divierte repetir el nivel todo el tiempo.