Todos los comediantes van al cielo Si de buenos guionistas comediantes vamos a hablar, es imposible no mencionar a la dupla conformada por Seth Rogen y Evan Goldberg, creadores de dos gemas como Superbad (2007) y Pineapple Express (2008), que ahora debutan en la dirección con la desmadrada pero divertidísima This Is The End. Esta película se basa en la auto-parodia y en la incorrección política, típica de las anteriores obras ideadas por el dúo en cuestión, para llevar adelante una historia apocalíptica y llena de palos a Hollywood. Lo mejor y más novedoso del filme es tener a Seth Rogen, James Franco y Jonah Hill haciendo de ellos mismos junto con el resto de estrellas, muchas de las cuales actúan sus propias “muertes” en un desmadre total filmado con gran pulso y ritmo por parte de Goldberg y Rogen. La inverosimilitud de la propuesta hace aún más atractivo este juego de roles y auto-crítica, agregando además la burla al afán tremendista que tomó Hollywood en los últimos años con sus tramas del fin del mundo, y a la autosuficiencia academicista en la que están sumidos muchos de los que forman parte de ese ambicioso star system. Así, tenemos momentos deliciosos como Hill hablándole a Dios en una plegaria que comienza con “aquí Jonah Hill, de Moneyball“; Danny McBride criticando la credibilidad de un relato a Franco y Hill, siendo que “son nominados a un Oscar”; o un paparazzi diciéndole a Rogen “siempre hacés los mismos papeles en todas tus películas”; y un largo etcétera. El crescendo dramático va en un balance perfecto con el histrionismo de los actores-personajes y la comicidad todo el tiempo tiene lugar. Eso pone las reglas del juego en un punto que escapa totalmente a las posibilidades de tomarse en serio la trama, pero esa estupidez a conciencia es totalmente aceptada una vez que se logra el clima y uno se mete de lleno en lo que sucede en pantalla. Además, Rogen y Goldberg no juegan a los directores, sino que se toman muy en serio los tiempos y el tono. De hecho, la mayor parte del tiempo en la película transcurre dentro de la supuesta mansión de James Franco, con un minimalismo y una claustrofobia muy bien trabajada y fotografiada. Todos los chistes son eficientes en ese contexto, y recién cuando los protagonistas salen al exterior se enfrentan con el momento más flojo de la historia. No obstante, si bien esa secuencia no es la más lúcida, todo se corona con un brillante final con músicos de la era pop noventosa incluidos. Sin dudas un cierre disparatadísimo y a la altura de lo que se podía esperar: pura clase de comedia por parte de la dupla de directores. Para los nostálgicos, vale apuntar el encuentro de los actores de Superbad, sólo con un chiste momentáneo pero muy bien llevado, así como también las constantes alusiones a Pineapple Express, incluyendo una recreación actuada y todo. Un disfrute total, distintivo de la casa.
El viaje interior La noruega Kon-Tiki es la tercera película de la dupla conformada por Joachim Rønning y Espen Sandberg, dos versátiles directores que hasta ahora no se han repetido en ninguno de sus productos, y esta vez apuestan por una película más imponente desde la puesta en escena, pero más intimista desde lo narrativo. El film narra la expedición liderada por el explorador Thor Heyerdahl, quien en 1947 intentó probar que los indígenas sudamericanos fueron capaces de establecerse en la Polinesia cruzando el Océano Pacífico en balsas, saliendo desde las costas de Perú 1500 antes que la expedición de Colón, contrario a las creencias que incluso hasta hoy persisten. Con esa premisa, y sin salirse casi nunca de ella, Rønning y Sandberg filman con una belleza asombrosa el viaje de Heyerdahl, pero a su vez lo describen como el hombre egocéntrico y decidido que fue en su momento, dedicándole momentos en los que el actor Pål Sverre Valheim Hagen se luce con los silencios y las miradas. Lo curioso es que en la realidad el explorador le tenía fobia al agua, y en la película eso está plasmado desde recursos muy sutiles, sin caer en obviedades. Se puede decir que la trama es bastante llana, y que los diálogos no están muy trabajados. Incluso algunas situaciones son bastante forzadas para dar vida al guión y diferenciarse del multipremiado documental del mismo título, que en 1951 incluso ganó el Oscar. Y precisamente lo que se destaca de esta ficción es como los directores hacen énfasis en la naturaleza que acompañó a Heyerdahl y sus cinco particulares acompañantes, construyendo además escenas maravillosas como un memorable travelling falso que empieza desde el grupo recostado en la superficie de la balsa y termina en la estratósfera, filmando el sol saliente sobre la silueta del planeta. Recursos no les faltan, y el aprovechamiento está a la altura para brindar una experiencia cinematográfica disfrutable desde lo visual y lo histórico.
El delito ingenuo La sobrevalorada directora Sofia Coppola convierte una reciente historia real bastante particular en una película soporífera y mal contada, que cae en su típico lugar de ilustración de las desgracias y decadencias de la aristocracia, intentando reafirmar su autoría, que ya quedó trunca hace rato. Lejos están los días de lucidez de Lost in Translation (2003) o la llamativa Marie Antoinette (2006). Ahora la hija de Francis Ford luce repetitiva y falta de ideas, con una pésima dirección de actores y una puesta en escena en piloto automático, intentando ser transgresora pero quedándose en un retrato banal sobre un relato verdadero que arrojaba a la luz la vulnerabilidad de la fama y su mundillo consumista. Cuando una película basada en una historia real no logra conmover más que lo acontecido mediante el lenguaje cinematográfico y su magia narrativa, y en lugar de eso logra menos efecto que un video en Youtube o las fuentes de información, claramente algo anda mal. El material de archivo del juicio contra el grupo denominado Bling Ring Gang (seis adolescentes que robaron casi 3 millones de dólares en pertenencias de celebridades en Los Angeles), como cámaras de seguridad, entrevistas a los implicados, o incluso el propio artículo de la revista Vanity Fair en el que está inspirado el quinto trabajo de Coppola, tienen muchísimo más impacto dramático que la película en sí. En la vida real, los seis delincuentes obsesionados con personalidades como Lindsay Lohan, Paris Hilton, Orlando Bloom, Megan Fox, entre otros, lucen como chicos comunes y corrientes, casualmente convertidos a la fama por sus acciones, en una siniestra retroalimentación de ese micro universo. En Adoro la fama (espantoso título que le puso la distribuidora en vez del sugerente The Bling Ring, nombre que lleva la banda de ladrones), la directora pone en pantalla un montón de caras bonitas que rompen completamente la atmósfera de transgresión, y los hace quedar –tal vez intentando ser neutral, o quién sabe por qué- como simples idiotas cleptómanos serviles a un producto pop divertido. Si bien el grupo de amigos y amigas no tenían ningún manifiesto ni algún tipo de motivador real más que una extraña condición de idolatría por el estilo y la vida de clase alta, en la película son poco creíbles porque Coppola pierde demasiado tiempo queriendo armar escenas cool, musicalizadas con música de moda y supuestos, en vez de ilustrar más humanamente a sus personajes sin tantos lugares comunes. La película nunca despega y prefiere quedarse en los detalles más hedonistas y hasta fetichistas en lugar de contar bien un relato policial muy particular y profundo ocurrido hace no más de dos años y que, nuevamente vale insistir, demostró la fragilidad y vulnerabilidad que reviste el universo de la farándula hollywoodense. Por ejemplo, Paris Hilton deja las llaves de su mansión debajo del tapete de entrada, o todos los hogares son fáciles de mapear satelitalmente: todo esto en la película queda reducido a simples datos que funcionan como gags que dan una breve dinámica a la narrativa, pero jamás dichos detalles son tocados con profundidad porque Coppola está demasiado ocupada filmando sexys a las actrices (sobreactuadas todas) y poniendo a todo volumen la música para que haya un aire de libertinaje berreta, incluso tratado desde la ingenuidad. El cine de Sofía Coppola ya hartó, es más de lo mismo. Y por como viene su filmografía, no parece querer desviarse de ese rumbo intrascendente, en donde la que parece estar obsesionada con el propio mundo banal y farandulero que la rodea es la propia directora.
Inmigrantes del paraíso El director sudafricano que nos sorprendió a todos con la poética y abrumadora District 9 en el 2009, vuelve con un drama futurista que hace hincapié en las desigualdades sociales, esta vez poniendo foco en una crítica severa a las políticas inmigratorias y el sistema de salud de los Estados Unidos (llevadas a una perspectiva macro) y la lucha de clases. Blomkamp logra una puesta en escena impactante e imponente, apoyada nuevamente por un despliegue técnico casi perfecto, con efectos especiales alucinantes y una fotografía preciosa del caos. A pesar de que a veces cae un poco en la repetición estética de ciertos escenarios similares a aquel gueto alienígena en su ópera prima, ahora logra componer una Los Angeles en 2159 devastada por la contaminación y el hacinamiento. Realmente vale la pena abstraerse del relato (si es eso posible, con lo fuerte que es en cuanto a peso narrativo y calidad de armado) por unos momentos y apreciar la forma en que el realizador y su equipo llenaron las colinas angelinas de todo lo que necesitaban para dar credibilidad a la idea visual. Las actuaciones son todas excelentes, algo no muy común en este tipo de propuestas. En este caso, quizás Blomkamp tropieza con un guión más esquemático y propicio al caer en los vicios del género, pero eso no le impide preocuparse por la tridimensionalidad de los personajes, mediante una gran dirección del reparto. Matt Damon, como siempre, está genial, pero también se destacan las actuaciones de Wagner Moura y un casi irreconocible Sharlto Copley, que como en District 9 (película que lo tuvo como protagonista) logra una transformación física asombrosa y compone un villano de múltiples fácetas realmente espeluznante, aunque de a ratos un poco excesivo. Diego Luna y Jodie Foster cierran un círculo muy correcto de actuaciones que realmente hacen muy amena la historia. Si la ciencia ficción no estuviera tan preocupada por los efectismos y el ruido audiovisual hoy en día, saldrían obras como esta. Blomkamp pone el listón muy alto, porque a su relato futurista -apocalíptico, si se quiere- le agrega la crítica social que ya se está volviendo marca registrada de la casa. En esta caso traza los hemisferios actuales (norte y sur) como una distancia espacial en donde el paraíso Elysium -donde se mudan los ricos para escapar de una Tierra devastada por la humanidad- orbita en torno al planeta solo habitado por los marginados, los pobres y, sí, los latinos. Pero, ojo, que esta no es una mirada discriminatoria típica de Hollywood y su ombliguismo, sino más bien es el ojo reprobatorio de un director que así como en su primera obra hizo una metáfora genial del apartheid, esta vez nos vuelve a decir que los males particulares de una potencia económica en el futuro se globalizarán junto con el inevitable -y patético (se puede resetear un gobierno como a una computadora)- avance tecnológico.
Impune mal gusto Debo reconocer que para mí, Happy Madison -la productora de Adam Sandler-, es una factoría de placeres culpables. Allí está siempre en el cable la filmografía de Dennis Dugan o Peter Segal, con Sandler poniendo la cara, para engancharme a cualquier hora del día en cualquier momento de la semana. Lo banco mucho a Sandler. Creo que es un comediante-autor, con una visión muy marcada del mundo, repitiendo casi siempre el mismo personaje porque así reafirma esa mirada. Así como tuvo sus papeles típicos, Sandler también supo demostrar que cuando es comandado por un buen capitán detrás de cámara, hace cosas muy buenas, como en Punch-Drunk Love (Paul Thomas Anderson, 2002), Reign Over Me (Mike Binder, 2007), Funny People (Jud Apatow, 2009) o incluso sus obras más cercanas como Click (Frank Coraci, 2006) o 50 First Dates (Segal, 2004). A eso le sumamos sus clásicos Happy Gillmore (Dugan, 1996) y Billy Madison (Tamra Davis, 1995) y creo que ya quedó claro, ¿no? Sin embargo, tristemente, Sandler ha decaído a una velocidad estrepitosa en estos últimos años de su carrera. Opta por papeles estúpidos, guiones pobres y películas vacías y auto condescendientes, sin ningún tipo de mirada. Y esa anarquía no se trata de una libertad inescrupulosamente genial, como la de un Ben Stiller o un Adam McKay (maestros totales de la nueva comedia americana), sino de un simple descarrilamiento hacia un sinfín de pavadas que no hacen más que minar de argumentos en contra a aquellos que queremos defender una filmografía muy añorada y particular como la de Sandler. Y en ese contexto arriba a las salas Son como niños 2, secuela de la ya soporífera primera parte que reunía a todos los compinches de carrera de Sandler con la excusa de hacer una película para reírse entre ellos frente a cámara. Si aquella historia carecía totalmente de una buena narrativa por ser trabajada sin más intención que la de la mera auto-referencia o el lucimiento de los protagonistas (entre los que están Chris Rock, Kevin James, David Spade y Steve Buscemi), ésta sencillamente se desbarata en una interminable sucesión de gags malogrados, situaciones inconexas y hasta mal gusto. A pesar de lo mala que era, en la primera parte al menos teníamos una historia para presenciar, un hilo narrativo para seguir y hasta si se quiere un motivo sensiblero típico en las películas de Sandler (sí, son suyas; Dugan es sólo una marioneta): un grupo de amigos que se reúnen tras el fallecimiento de su entrenador de la infancia para pasar el fin de semana juntos recordando viejos tiempos. En esta continuación, en cambio, tenemos a la familia del adinerado Lenny Feder habiéndose mudado a su pueblo natal, donde allí supuestamente tenemos que sentirnos inmersos en el día a día tradicional de cada habitante. El resultado deriva en un chiste peor el que otro, escenas sumamente patéticas y una catarata interminable de idioteces que cualquier montajista en su sano juicio cortaría en la isla de edición. Y todo eso con un público estadounidense colmando las salas (entre las dos partes llevan recaudados ¡casi 300 millones de dólares!), quién sabe por qué motivo, y blindando al comediante y todo su equipo de una impunidad irritable y triste. Triste, insisto, por su entrañable filmografía. Preste atención, lector. Como todo lo que viene produciendo Sandler desde hace 5 años, lo mejor que puede hacer al ver el póster de una de sus películas en cartelera es alejarse, o quizás hasta correr. Que no viene mal un poco de ejercicio tampoco.
Siempre a tu lado... Una rara forma de contar una historia muy fuerte. La directora Valérie Donzelli aborda su guión con un pastiche visual que se conjuga muy bien con un collage de formas narrativas (hasta tenemos un musical en el medio). De entre voces en off salidas de la nada, cambios en el sujeto que cuenta la historia y contrapuntos en el ritmo del montaje, sale un engendro interesante, más bien un híbrido, que no hay que dejar pasar por alto. La guerre est déclarée (2011), de todos modos, es una cinta para tomar con pinzas. De su historia de amor entre los dos protagonistas (brutales ambos en sus interpretaciones, junto con el resto del reparto) brota un drama intenso sobre la enfermedad del hijo que fue fruto de su relación, empezando así una carrera de descubrimiento por el que los personajes irán evolucionando a medida que pasan los minutos de metraje, no sin pasar por un alto nivel de burocracia médica y méritos clínicos mostrados de forma explítica, aunque también realista. Sin duda alguna, son de gran acierto las secuencias de las fiestas, tanto la inicial como aquellas en las que se muestra como la pereja intenta seguir su vida "jóven" más allá de lo que les toca vivir día a día a partir de la noticia sobre su hijo. Lo mejor de la película es la banda sonora, una auténtica orgía de estilos musicales que se combinan dando un toque maestro a una trama que no amerita menos. Eso, combinado con un muy buen montaje y una dirección pasiva pero intensa, hacen de el último opus de Donzelli una cita imperdible con su cine. Eso sí, cuidado con esa propaganda a ciertos institutos médicos privados. De ahí que hay que tomarla con pinzas, por su mensaje de trasfondo. Pero por esta vez se lo perdonamos.
LO QUE VALE ES EL INTENTO Creo que el género de terror está en una de sus peores épocas en la historia del cine. Dicho esto, son contadas con una mano las obras que salen por año que logran un atisbo de buen gusto para una realización acabada y digna de un público que lleva años y años esperando ese resurgir de un movimiento estético y narrativo decaído hasta lo más pobre que puede brindar. Y ahí aparece James Wan, incansable trabajador del suspense, creador de la obra maestra El Juego del Miedo (Saw, 2004) que, si bien se les fue la mano con las secuelas, logró quedar en el imaginario colectivo como una obra de culto y sentar las bases para sus burdas copias consiguientes. Años más tarde vino La Noche del Demonio (Insidious, 2011), un intento muy atinado de volver a los orígenes del género y así resetear la máquina del terror. Lamentablemente, en esa película quedó un pastiche muy extraño y las actuaciones no estaban a la altura, aunque el resultado final es al menos digno de darle un vistazo. Toda esta introducción es necesaria para entender por qué se está armando tanto ajetreo con El Conjuro (The Conjuring, 2013), una película que vive del homenaje a obras clásicas como El Exorcista, Poltergeist, El Resplandor e incluso Los Pájaros. Imposible que algo salga mal si se respetan las fórmulas de genios como Friedkin, Hitchcock o Kubrick. Pero acá debo plantarme y decir que eso no basta. Es necesario ir un poco más allá para salvar al terror. No basta plantear una serie de situaciones en un espacio para filmar un montón de lugares comunes y efectismos varios que logren impactar. Así no. Porque El Conjuro tiene eso, mucho homenaje, pero poca originalidad para resolver dichas situaciones. Y si bien el resultado puede ser una película terrorífica, con momentos bien logrados, como el exorcismo o la escena filmada con cámara en mano en el sótano emulando los mockumentales como Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007) o la clásica El Proyecto Blair Witch (¿vieron? seguimos con los homenajes), simplemente no basta. Viniendo de un tipo como Wan, creador de Saw, que ya tiene un universo más o menos marcado con otras obras menores como El Silencio desde Mal (Dead Silence, 2007) o la mencionada Insidious (que tendrá su secuela, a estrenarse este mismo año), es injusto atribuirle el mérito que se le está dando en la crítica por “revitalizar” el género, cuando lo único que hace es apoyarse en el homenaje obvio y directo, aplicando leves retoques con distintivo propio. El tono de la película es casi el mismo que el de su anterior filme, el mencionado Insidious (acá, La Noche del Demonio). Y a partir de esta nueva película, creo que aquella es aún mejor, porque su mérito era la búsqueda original de momentos visuales que impacten, más allá de los clichés y las pésimas actuaciones. En definitiva, en este austero panorama para el género, realizadores como Wan al menos dan que hablar y nos remiten a los buenos tiempos del terror. Esta película no es la gran cosa, pero al fin y al cabo, entre tanta bazofia, lo que vale es el intento.
PERDIDOS EN LAS NUBES Es difícil hablar de una película de Almodóvar, porque este director siempre esconde detalles en su cine que lo convierten en un genio. Sin embargo, tiene sus altibajos, pocos, pero altibajos al fin. Los Amantes Pasajeros es sin dudas uno de ellos, quizás una de sus peores películas, sino la peor. Después de una década en donde tuvo una etapa oscura en su propuesta, coronada con la interesantísima La Piel Que Habito (2011) y la poética Los Abrazos Rotos (2009), pareciera ser que este emblemático realizador decidió volver a sus orígenes, para encontrarse con el Pedro más zafado y salido de los esquemas. Respeta el tono de aquellos filmes como Laberinto de Pasiones (1982) y La Ley del Deseo (1987), pero el resultado parece fallido porque hay todo un trayecto recorrido que hace que esta vuelta al comienzo no sea agradable, ni siquiera como una propuesta auto celebratoria. Tal y como le pasa al avión de la película, Almodóvar llega a un punto en que no sabe dónde parar porque perdió uno de sus trenes de aterrizaje, entonces se pone a dar vueltas y vueltas en busca de un lugar de seguridad donde acertar un gag que haga efectivo el intento de hacer un producto como este. ¿Es una metáfora de su propio cine adrede o es una infeliz casualidad? Difícil saberlo con este genio. Lo que sí sabemos es que semejante reparto para una película tan sosa es una pasada total, y hacia la mitad de la trama, cuando se quiere bajar un cambio a todo ese desparpajo de comedia berreta, todo se vuelve una orgía de mal gusto y minutos de sobra en lo que sucede. Pareciera que tanto a director como a actores ya no les sienta bien ese tono. Sin embargo, los únicos que salen airosos son Javier Cámara, Raúl Arévalo y Carlos Areces, el trío de azafatos que le pone picante a la ensalada de gags fallidos. Los tres tienen una escena de lujo, que a pesar de lo floja que es la película, vale el precio de la entrada: un musical, con I’m so excited de The Pointer Sisters, con un baile muy divertido y sincronizado. Es como si Almodóvar siempre hubiera querido filmar esa escena, y Los Amantes Pasajeros es solo una excusa para hacerla. Probablemente todos estemos de acuerdo en que es lo mejor de la película, sino lo único bueno que tiene. El resto, un montón de chistes malos que se pasan de la raya, con personajes muy caricaturizados y hasta obvios. Comparo cada gag con el momento en que uno está ayudando a alguien a estacionar en un lugar ajustado; lo vas guiando, avisándole hasta donde parar, y cuando le decís “listo”, el conductor (Almodóvar) sigue, no le importa nada, y no sólo toca el auto de atrás, sino que lo choca, lo estrella contra los que están estacionados más atrás, y uno queda agarrándose la cabeza por lo que acaba de ver. Si a eso agregamos el final malísimo, para que todos salgan contentos, ya es hasta para enojarse con este grosso. ¡Te hubieras jugado un poco más ahí, Pedro! ¡Das para muchísimo más!
Enrular el rulo La nueva película de Ariel Winograd respeta las fórmulas de cualquier película argentina que busca un buen pasar por la taquilla: cientos de giros argumentales y mucho humor bien puntuado en el guión, sumado a muchísimas referencias a obras de culto hollywoodenses. El género está bien planteado, la dupla conformada por Daniel Hendler y Valeria Bertuccelli funciona muy bien en pantalla y los aportes del resto del reparto le agregan el toque final a una receta de “éxito”, que de todos modos no garantiza una buena película. Vino para robar tiene sus buenos momentos, como la escena del robo de la máscara o aquellos en que Martin Piroyansky se luce con su alemán berreta. Sin embargo, la película peca de pretensiosa e intenta ir más allá de lo que podía bastar para un producto bien acabado. Hacia el tercer acto, la trama toma un curso muy rebuscado y le da varias vueltas a un asunto que termina entorpeciendo lo que pudo ser una comedia romántica con tintes de acción al estilo de la saga de James Bond (con sus obvias referencias a lo largo de todo el filme) con varios logros, principalmente desde lo actoral. Resulta curioso que recién ahora se crucen las carreras de Hendler y Bertuccelli, dos intérpretes sumamente talentosos que empezaron en el cine más indie argentino y ahora se encuentran haciendo obras de mayor envergadura. Y lo curioso es que este trabajo es el Nº 18 de ambos, lo cual es más notorio. Durante la película se nota muy bien cómo el paso de sus carreras los hizo artistas todo-terreno, tanto para los gags como para los momentos emotivos. Del mismo modo Piroyansky cierra un trío muy divertido, con muy buenos momentos entre los tres, como el de la piscina del hotel. El elenco lo cierran, aunque no con la misma consistencia, Pablo Rago, que a pesar de esos zoom bruscos tan graciosos que le hace el director para presentarlo no logra un personaje (usando la jerga de la vinicultura) con cuerpo; y Juan Leyrado, que por momentos hasta parece una caricatura de un villano. El director de Cara de Queso y Mi primera boda aprovecha el despliegue de producción con el que contó para filmar muy bien las escenas en los exteriores de Mendoza, así como también dotar de un muy buen ritmo a la historia, especialmente aquellas en que el trío de ladrones está en plena logística. Pero donde falla es cuando intenta darle un tono de grandilocuencia a una propuesta que ya era enorme y hasta casi inverosímil, y no se anima a aceptar las limitaciones que tiene y estira la historia hasta el hartazgo. De hecho, la resolución de la película es mala y para nada está a la altura de lo que había sido antes de que se dé la primera vuelta de tuerca grande que comienza a desordenar todo. Vino para robar quizás tenga una buena acogida del público y hasta parece estar bien hecha. Pero no se engañen, está llena de fórmulas de productores y es engañosa. Dentro de toda esa risa bien lograda y del despliegue de muy buenas actuaciones de los protagonistas, hay un intento por ser más grande que las películas que referencia en sus momentos de mayor libertad.
¡Hay equipo! En el cine hay dos formas de recibir una película: como un estreno o como un acontecimiento. Metegol, la nueva película de Jota-Jota Campanella, está lejos de ser una más en la historia del séptimo arte argentino, por su costosa producción ($22.000.000), así que se inscribe más como un hecho sin precedentes que –esperemos- marcará un puntapié inicial para escalar posiciones en la tabla del mercado y (permítanme una alusión futbolera más) pasar a jugar en la “A”. El director ganador del Oscar por El Secreto de sus Ojos pone todas las piezas en su lugar con una historia muy bien contada, hecha para todo público y de una factura técnica impresionante. La película es un triunfo desde el comienzo, con el homenaje a Stanley Kubrick, hasta los créditos finales musicalizados por Calle 13. Llena de gags muy bien puestos dentro de una estructura narrativa que, excesos más excesos menos, nunca se cae, esta historia animada va tomando forma épica a medida que se construye el relato central: un muchacho de pueblo que la tiene muy clara con el metegol y debe reunir al equipo para un gran reto personal, que termina significando mucho para todos aquellos que lo rodean. Los personajes están muy bien construidos, cada uno delineado de una forma que logra empatía con el espectador, algo muy propio de un director que siempre se sintió cómodo armando un mundo en torno a un grupo de seres humanos que tienen objetivos en común. Campanella en sus películas siempre gusta de contar historias que son simples y hasta un poco superficiales, pero siempre mostrando que tiene muchísimo tacto para narrar todo con una calidad impecable, dándole credibilidad a todos los elementos. Ahora le toca dar vida a muñecos de metal, claramente inspirado en piezas clásicas de Disney, pero manteniendo una marca regional que va desde modos de hablar de los actores hasta la musicalización rioplatense. Es difícil que el público no empatice con lo que propone J.J. con estos simpáticos jugadores miniatura. También está su toque autoral: el amor dentro de la amistad, la pasión por una comunidad y las motivaciones humanas, todo dentro de una atmósfera de costumbrismo especialidad de la casa. Sólo que esta vez Campanella se anima a un poco más y brinda una cuota de magia que la película precisa para conectar con el público más joven. Ojo, eso para nada deja afuera a los más grandes. Hay para todos. Y tampoco deja afuera ciertas críticas a la generación actual, con sus imposibilidades para comunicarse y sentir más dentro de la parafernalia tecnológica. Así como el padre no le puede contar a su hijo esta gran historia hasta que este último no esté preparado para imaginar, de la misma forma Campanella no podía hacer Metegol hasta que estemos listos para acompañar este salto de calidad. Y muchos pueden simpatizar o no con el cine de este señor, pero ya es cada vez más difícil negar que es un antes y un después en cuanto a realización local, por todo lo que está logrando para mostrar afuera lo que acá se puede hacer. Ahora resta saber si esto quedará sólo como un acontecimiento anecdótico o si realmente la cinematografía argentina, con el impulso socio-político necesario y una industria que intenta consolidarse con debate y todavía mucho por trabajar, está dispuesta a hacer más golazos como estos.