No soy yo, soy otro Taylor Lautner no es lobo como en “Crepúsculo”. ¿Qué es? Hay películas cuyo título ya adelantan, tal vez, demasiado. No hablamos de *Noche de miedo* o *Los vampiros los prefieren gorditos* , sino de este filme ( *Identidad secreta* ) en el cual cuando apenas nos sentamos en la butaca y comienza la proyección, desconfiamos. Desconfiamos de todo. Y de todos. A ver... Nathan es un joven que se lleva bien con su papá (Jason Isaacs) y mamá (María Bello). Pero recordando el título, ¿él será quien dice ser? Cuando entre a un sitio de Internet en el que se muestra rostros de chicos desaparecidos, y vea una fotito de un nene muy parecido a él, ¿no será que es un niño robado? ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Cuál es el sentido de la vida? Todas y cada una de estas preguntas tendrán su respuesta a lo largo de los 106 minutos de *Identidad secreta* , un thriller construido a partir de la figura de Taylor Lautner, quien si bien muestra lomo, bíceps y otros músculos que el muchacho de *Crepúsculo* viene trabajando desde hace unos años, el actor trata de escaparle al perfil licántropo de la exitosa saga. Y le cuesta, claro que le cuesta, no sólo porque prácticamente no ha hecho otra cosa, sino también porque a diferencia de Robert Pattinson, no muestra hasta ahora mayor expresividad que la de, digamos, un Vin Diesel. Sin ofender a nadie. La producción lo ha rodeado bien a Lautner. El director es John Singleton, quien supo ser el realizador más joven en ser candidato al Oscar, por *Los dueños de la calle* . Bueno, *Identidad secreta* no se le parece en nada, pero Singleton ha manejado siempre bien los resortes de la intriga, y aquí eso es lo que abunda. El combo incluye corrupción, la CIA, asesinos a sueldo, el FBI y frase memorables (como “la confianza se gana”), que se repiten una y otra vez, para que el concepto quede claro. A Nathan lo persiguen los buenos (Alfred Molina) y los malos (Michael Nyqvist, de *Millenium* ), lo ayuda una psiquiatra (Sigourney Weaver) a superar “la tripe I” (insomnio, impulsividad, ira), pero por suerte lo acompaña la bella Karen (Lily Collins, de *Priest* , y que está filmando *Blanca Nieves* ), la vecinita de enfrente que lo tiene loco de amor. Y entre balazos, peleas a puño limpio y patadas voladoras, la trama se irá, por así decirlo, complejizando. No mucho, para que al mirar el balde de pochocho no se pierda nada.
Cómo estamos hoy Un filme colectivo con cortometrajes sobre el tema. A 63 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos en las Naciones Unidas, este filme colectivo reúne nueve cortometrajes de distintos directores argentinos que, con niveles dispares de creatividad y realización, intenta dar una idea de cómo están los derechos humanos en nuestro país. Como suele pasar en este tipo de proyectos, se salta no sólo de un tema o tópico a otro, sino, por ejemplo, de la sensibilidad de Mariana Arruti ( Mate o leche ) a la contundencia del trabajo de Miguel Pereira sobre cómo en Abra Pampa, en el norte, el plomo en la sangre está ocasionando más que estragos ( Sangre en el plomo ). El filme, producido por Pablo Nisenson, quien dirige el corto que abre, cuenta con realizadores que ya han pasado por el género del documental, y muchos de los cortometrajes se afincan en la pobreza. No así La formación , de Andrea Sche- llemberg, una lúcida investigación sobre qué conocimientos de los derechos humanos (y de qué manera los adquieren) tienen quienes se forman en las Fuerzas Armadas. Ulises Rosell, Andrés Habegger, y Lucía Rey junto con Rodrigo Paz, dirigieron los otros tres trabajos, y, como una suerte de enlace entre los nueve, cual separador, se incluye Objetos humanos , de Javier De Silvio. Este corto presta atención justamente a objetos, como las cámaras de seguridad, que están allí, presentes a nuestro alrededor, aunque no siempre nos demos cuenta. Un filme cuyo valor va más por el tema abordado que por el resultado general.
¿Será paranoia? Una mujer se siente vigilada en su nuevo departamento. Una joven doctora necesita mudarse y encuentra un enorme loft con vista a un precio regalado en Brooklyn. No lo piensa dos veces, porque si lo hace, no entra. Quien se lo alquila parece un hombre sensible. Algo corto de palabras, pero buena persona. En el edificio -que necesita arreglos- también vive su padre -a quien no le vendrían mal algunas reparaciones-, que, interpretado por Christopher Lee, otorga una cuota extra de suspenso para aquellos espectadores que rememoran su pasado rn el cine de terror. Para los más jóvenes será sólo un viejito que pone caras extrañas, si no lo recuerdan de El Señor de los anillos . Y no es casualidad que la productora de la película sea la Hammer, que ha vuelto a la carga luego de aquellos viejos y buenos filmes de horror. Pero Invasión... no es que motive el salto en la butaca. Juliet irá advirtiendo que no está sola en su departamento cuando cree que sí lo está. Alguien, algunos o algo la observa(n). ¿O está algo paranoica? Como viene de cortar una relación... Hilary Swank pone cara de ¿qué está pasando acá? cuando a la noche, con la ventana convenientemente abierta, cree sentirse vigilada. La intriga no demorará en develarse, pero éste es el tipo de filme en el que el espectador sabe más que la protagonista, por lo que la confusión de Juliet seguirá in crescendo. Cada tanto, el finlandés Antti Jokinen, en su debut en el largometraje, pero tras varios videos musicales para Beyoncé y otros artistas, va tirando puntas que animan a pensar en un vuelco en la historia. Pero no. Lo cual no desanima, sino que hace pensar que alguien estuvo elucubrando bastante para que el espectador trabaje desde la platea. Swank, también productora, luce su cuerpito cada vez que se acuesta a dormir o se recuesta en la bañadera. Y Jeffrey Dean Morgan, es idéntico a Javier Bardem, como el casero, tiene el papel más complejo. Pero el que saca como siempre las papas del horno es Christopher Lee. A sus jóvenes 89 años sigue dando lecciones de actuación.
Hombres de mucha fe Nanni Moretti es el analista de un Papa que no quiere asumir. La relación entre un paciente y su terapista es siempre particular. Unica. Ahora, si el psicoanalista no es creyente y a quien tiene enfrente es el mismísimo Papa la cosa se torna completamente singular. Habemus Papa (aquí en la Argentina sin la “m” final que corresponde poner en latín, por el “Tenemos Papa”) es más que el vínculo entre el psicoanalista (Nanni Moretti) que llaman desde el Vaticano con desesperación cuando el cardenal Melville (Michel Piccoli) entra en crisis al ser elegido Sumo Pontífice y no quiere ni siquiera asomarse al balcón a la Plaza San Pedro. Moretti, como director, ofrece una sola y extensa escena en la que ambos personajes están sentados, uno frente al otro, con todos los cardenales rodeándolos. Es que al escepticismo de los prelados hacia el psicoanálisis, claro, se le suma la incertidumbre de qué pasaría si el Papa no asumiera como tal. Los designios del Señor son insondables. Moretti toma a todos sus personajes –básicamente los cardenales, el vocero del Vaticano, su personaje y el de su esposa, también analista- y los muestra desde una mirada entre benévola y condescendiente. No está en contra del Vaticano, y prefie re exponer a los cardenales tal cual son, como humanos con sus defectos y bondades, en un campeonato de voleibol en un patio del Vaticano... Decididamente en tono de comedia –pero en la modulación y el matiz que el director de Caro diario sabe imprimirle a sus filmes-, la película comienza con los funerales de un Papa (las escenas corresponden al de Juan Pablo II) y el ingreso de los cardenales al encierro hasta que haya fumata blanca y elegido al sucesor. Allí, todos al escribir el nombre de quien postulan sea el Papa, piden “Qu no sea yo, Señor, te lo ruego”. Moretti no se gasta en explicar por qué termina siendo elegido Melville cuando ni siquiera figuraba entre los favoritos (otro designio divino) y poco le importa, ya que su filme no es sobre los manejos del Vaticano si no sobre cómo un hombre puede advertir sus limitaciones y decidir no hacer aquello para lo que no cree estar preparado. Y para cuando el Papa aproveche una visita a Roma para fugarse, el enredo ya estará listo. Michel Piccoli está realmente espléndido. Tanto cuando sólo debe musitar alguna frase (“Dios ve en mí habilidades que yo no tengo”, o al escuchar “No quiere ser el Papa”, que argumenta el analista, y su personaje le responde “Ya soy el Papa”) como con sus gestos contrariados y de niño perturbado, que ansía refugiarse en el teatro -le gusta la actuación- para encontrarse a sí mismo. ¿O su salvación? La contraposición entre el psicoanálisis y la fe (“El concepto de alma y subconsciente no pueden coexistir”, le avisan al analista) es un punto alto del filme. “En la Biblia se habla de la Depresion, están los sintomas: sentimiento de culpa, pérdida de peso, pensamientos suicidas...”, le hace decir al analista. Poco después, con el Papa deambulando en Roma, en el torneo de voley en el patio del Vaticano, todos aplauden a los pobres curas de Oceanía, cuando finalmente consiguen un punto. Eso, y la escena en la que se escucha (y bailan) Todo cambia , en la voz de Merecedes Sosa, pintan en claro sobre qué va el filme.
Una mente brillante Gracias a una pildorita, Bradley Cooper se transforma en un Einstein. El problema: las pastillitas se acaban. Evidentemente calculé mal algunas cosas”, masculla en voz alta Eddie Morra. Está con la punta de los zapatos al borde de un alto edificio, mirando hacia abajo. Voltea hacia atrás, e intentan ingresar en su departamento. Hay un cadáver. Es de noche y hay viento. Mejor no podría comenzar Sin límites , por aquello de generar inquietud en el espectador por saber qué ocurrió tanto como qué ocurrirá. Porque esa escena en el inicio, tampoco es el final. Veamos. Eddie era un escritor frustrado, al extremo de no haber escrito una sola página para el libro que debe entregar en días. Quebrado y deprimido, lo abandona su novia, y deambula por las callecitas de Nueva York cuando, de la nada, se le cruza un ex cuñado. Vernon no es lo que se dice una luz, pero le ofrece algo como para iluminarlo. Le da una píldora transparente, y le explica: sólo utilizamos el 20% de los receptores en nuestro cerebro, que activan circuitos específicos. La pastillita le da acceso a todo. Pero, qué lástima, no está a la venta, ya que restan algunas pruebas. ¿Cuán peor puede ponerse? Vernon aparece asesinado. Y Eddie se lleva un montón de pildoritas, que lo vuelven un Einstein: gracias a esa droga, cualquier recuerdo que uno cree haber olvidado, aparece como un relámpago en el momento más inesperado... pero más necesario. La película de Neil Burger ( El ilusionista , la aquí no estrenada Los afortunados , y que hará una remake más oscura de Bonnie and Clyde ) combina el suspenso con el humor, un Bradley Cooper (¿Qué pasó ayer?) eternizado en la pantalla y cuenta con un Robert De Niro en esos papeles episódicos que tanto le gustan: hombre poderoso, aquí empresario, para el que Eddie trabaja como consultor, ya que es capaz de leer patrones de la Bolsa como quien lee los horóscopos de los chicles Bazooka. Pero como esto es un thriller, las complicaciones no tardarán en llegar, y allí es donde Sin límites , paradójicamente, los tiene. Y no porque la trama no deje volar la imaginación, sino precisamente por eso: si no deseaba convertir el filme en uno de ciencia ficción, mantener los pies sobre la tierra -o al menos uno- lo hubiera beneficiado más. No importa. Filme escapista, con mafiosos en el medio, bien filmado y ritmo avasallante, entretiene la hora y cuarenta que dura, y hace pensar que si tuviéramos tamaña habilidad como Eddie, tal vez no seríamos más ricos, pero por un rato la pasaríamos bárbaro.
Rachel Weisz está al frente de un relato sobre un escándalo sexual. Para arrancar, digamos que lo que cuenta La verdad oculta no es una ficción que se le ocurrió a un guionista trasnochado. Aunque parezca increíble.Rachel Weisz encarna a Kathryn Bolkovac, una agente de policía de Nebraska que denunció la trata de blanca que tenía lugar en Bosnia y en la que participaron figuritas y figurones de las Naciones Unidas.Estará más o menos novelada la historia de vida de Kathryn -que decide ir como “pacificadora” a Bosnia tras la guerra para así poder ahorrar dinero y con ello poder mudarse más cerca de sus hijos, tras su separación-, pero se supone que el resto, no. Y el resto incluye escándalos sexuales que no sólo salpican a agentes de las Naciones Unidas, sino a jerarcas de todo tipo y color.Kathryn habrá arribado a Bosnia por el dinero, pero de a poco, en cuanto se empiece a enterar de cómo jóvenes llegan engañadas al lugar y terminan siendo esclavas de un prostíbulo, alertará a sus superiores. Como Bosnia no sólo es territorio arrasado sino también tierra de nadie, “los de arriba” intentan cajonear su investigación. Y cuando el escándalo sexual salta, la que está a punto de saltar por los aires es Kathryn.La verdad oculta es el típico filme de denuncia, con el que no puede haber espectador que no esté de acuerdo, más si ingresa al cine sabiendo que los vejámenes que va a ver están basados en hechos de la vida real de esas jóvenes engañadas.Kathryn tiene algo de Sérpico, el policía honesto al que todos en su destacamento veían con ojos torcidos porque se atrevía a denunciar lo que estaba mal.Las buenas intenciones -desnudar la corrupción, amén del maltrato de género- de la directora Larysa Kondracki se notan en ésta, su opera prima. Tanto que ha conseguido un elenco de primeras estrellas, ya que a la inglesa ganadora de un Oscar por El jardinero fiel se le suman Vanessa Redgrave, Monica Bellucci, David Strathairn y el danés Nikolaj Lie Kaas ( Hermanos ), entre otros.Algunas escenas shockeantes no hacen más que acrecentar el sentimiento de impunidad con que algunos personajes se manejaron en el conflicto bosnio. Weisz convence como la mujer que, tozuda como pocas, intenta resolver la situación a partir de la confianza de que la verdad debe salir a la luz, cueste lo que cueste.En otras manos (¿Costa-Gavras?) La verdad oculta sería un filme de aliento político. Aquí prima el sentimiento.
Las cuatro estaciones Mike Leigh reúne a actores amigos en esta comedia, una observación perspicaz del ser humano. Las películas de Mike Leigh suelen ser observaciones –refinadas, humorísticas, perspicaces- sobre el comportamiento humano. Las tramas podrán variar, pero lo que prevalece es esa mirada que curiosea sobre los personajes, sin juzgarlos como en El secreto de Vera Drake , hagan lo que hagan. Para Un año más el director de Secretos y mentiras reunió a buena parte de los actores con los que acostumbra filmar –y elaborar el guión, ya que es sabido que como tal es una construcción que va naciendo de charlas y ensayos antes del rodaje, como le gusta trabajar a Leigh-. Por una cuestión lógica, todos rondan los 60 años, y sus personajes afrontan los miedos que natural y sensatamente deben batallar: el futuro, la soledad, la rutina matrimonial, más el amor, la amistad. En el centro están Tom y Gerri. Sí, ellos ya están habituados al gastado chiste (por aquello de que sus nombres suenan a Tom y Jerry), reciben en su hogar a varias almas desveladas, y a su hijo Joe. La película se divide en las cuatro estaciones del año, comenzando con la primavera, y en cada una de ellas se irán asentando las relaciones a los ojos del espectador. Tom es ingeniero geólogo y Gerri, asistente social. Típico hogar de clase media como le gusta a Leigh, son sus amigos quienes llevan sus problemas. Mary está desesperadamente sola; Ken, también. Y si en las películas de Chabrol siempre había un cafecito a mano, aquí no hay quien no tenga una copa (de más) a su alcance. Edificada a partir de una puesta bastante teatral, ya que las acciones transcurren prácticamente en la casa y el jardín de la pareja británica que componen Jim Broadbent y Ruth Sheen, abunda la charla. Leigh pone la cámara y refleja los diálogos. Casi no hay cortes, ni abruptos ni de los otros, en cada escena. El público debe sentirse partícipe de lo que ocurre. “La vida no siempre es amable”, resume Gerri ante Mary. Es llamativo que lo diga ella, ya que su vida parece marchar sobre ruedas, pero es así, una suerte de consejera solidaria ante su compañera de trabajo, quien, interpretada por Lesley Manville, es el personaje que se roba la atención. Vean cómo se muestra más desamparada cuanto más trata de ocultar su soledad, en una actuación notable. “Si no me doy un gusto, ¿quién me lo va a dar?”, se afirma en su pregunta Mary, que coquetea con Joe, el hijo de 30 años de su amiga. De algo de eso trata Un año más . De las pesadillas de unos, de los temores de otros, los rechazos y la terrible necesidad de afecto que llevan cada uno de ellos bordada en la piel. Como curiosidad: hay varias referencias a la Argentina: Mary lleva un vino a Tom, quien lee en la etiqueta “Buenos Aires”, seguramente más fácil de identificar como región argentina que Mendoza...
Un circo que no alegraba el corazón De la Iglesia cuenta la tragedia cómica de un amor loco. Viniendo de Alex de la Iglesia, todo exceso es previsible.Balada triste de trompeta es ambiciosa como tal vez ninguna otra obra del director de El día de la bestia y La comunidad . Es una comedia dramática, o una tragedia cómica, en la que la historia de amor –loco, enrevesado, paranoico- de dos payasos por una misma mujer es, también, una reflexión sobre España, la Guerra Civil y el franquismo.Si decíamos que era una película pretenciosa, en cada escena hay indicios de lo desbocado y desenfrenado que es el realizador, que ya ha dado muestras de que no se anda con grises y al que hay que disfrutarlo u odiarlo por lo que cuenta y cómo. Javier ya de niño quería ser payaso, como su padre y su abuelo. Javier es el payaso triste, el que no puede reír porque ya el hecho de existir le causa dolor. Perdió a su padre de niño, y en el circo en el que tras muchos giros y desvíos encontrará trabajo será la contratara de Sergio, el payaso alegre. Pero detrás de esa pintura risueña emerge un ser despreciable, violento, al que todos temen, hasta su novia, Natalia, a quien maltrata y más. Ni el dueño del circo tiene el valor de echar a Sergio... Es que es la atracción de este circo itinerante que es también una metáfora de España.Para De la Iglesia, el filme -que debe su título a la letra del tema que cantaba Raphael, Balada de trompeta - opera como una síntesis de la historia española, y de cómo el pasado repercute en el presente en sus personajes. “No somos nosotros. Es este país que no tiene remedio”, como dirá un tercero. En esta kermese De la Iglesia parodia al generalísimo Franco, homenajea a Gaby, Fofó y Miliki, retoma emblemas populares para realizar alegorías y destila ese humor cáustico que lleva como su marca de fábrica.Esos toques –o marcas gruesas de humor negro- están allí y aparecen en cualquier momento, en cualquier situación y diálogo. Irrumpen en medio de circunstancias o coyunturas para desdibujar lo trazado, operando como el ying y el yang. Así, la película es despareja, y a una burla machista le sigue una brutalidad irracional, de la que hay cierto regodeo.Porque así es Balada...: los personajes se mueven por impulso. Y si Javier y Sergio son las dos caras de una misma “moneda”, mejor sería no contar con esas reservas...Carlos Areces y Antonio de la Torre se adhieren a los excesos de De la Iglesia, con composiciones ampulosas cuando no exageradas, hasta llegar a un desenlace en el que la simpatía del espectador se pone en juego. Carolina Bang es la chica en disputa, y ante tamaños adefesios grotescos como pretendientes, cabe preguntarse qué hubiera pasado si De la Iglesia, en vez de poner a esta actriz tan bonita hubiera elegido a una fea. ¿O es que la hermosura le sirve para enfrentar a la bella y las bestias? “Con tanto llanto de trompeta / mi corazón desesperado/ va llorando / recordando mi pasado” , canta Raphael. Cabal síntesis de un relato desmesurado, burlón y en el que la empatía hacia los personajes se pone en cuestión más de lo aconsejable. Nada nuevo, viniendo de De la Iglesia.
Todos unidos triunfaremos A la par de la original. Para muchos, El planeta de los simios , la película original de 1968, con un Charlton Heston desconcertado al advertir que ese Planeta de los simios, no era otro que la Tierra, es un clásico indiscutible, una obra maestra y, como tal, intocable e inmodificable. La película que hoy recupera la saga no es una remake de aquel filme, sino que replantea todo desde el vamos. En tiempo presente, el científico Will Rodman (un James Franco de un solo gesto) está desde hace cinco años tras la mutación de un virus que sirva para regenerar o mejorar la capacidad cognitiva. Tiene su propia razón: su padre (John Lithgow), un eximio músico, padece Mal de Alzheimer. Pero en Gen Sys, el laboratorio para el que trabaja, sólo le permiten testearlo con simios. Y pasa lo que usted ya imagina: algo no sale bien (Ojos brillantes, la que mejor responde al virus, de pronto reacciona mal, y ataca, pero el motivo no es por el virus 112), y Will termina llevándose a una cría a escondidas a su hogar. César irá creciendo y demostrando que recibió estando en la panza de su madre el virus, por lo que tiene un coeficiente intelectual mayor al de muchos de los cineastas del Hollywood actual. El planeta de los simios (R)evolución) tiene muchas diferencias con las anteriores películas de la saga. Por un lado, los simios no son actores o extras disfrazados o con maquillaje, como aquella gloria primitiva o la extrañamente aburrídisima versión de Tim Burton de 2001. No. César, cuando ya es un macho de 7 años, es interpretado por Andy Serkis, a través de la performance capture , y el actor, que ya trabajó de la misma manera para “ser” Gollum en la saga de El Señor de los Anillos , que fue King Kong y será el capitán Haddock en Las aventuras de Tintín , ya a estas alturas se merece un premio. Llamése Oscar o lo que fuera, porque aunque no lo veamos, Serkis siempre está. Y está my bien. Y otra disparidad está directamente relacionada con la actuación de Serkis/César. Porque el protagonismo del simio, que sufre el maltrato cuando lo encierran junto a otros de su especie, es fundamental, ele eje de una película netamente dividida en dos, y no necsariamente la segunda -la de las escenas de acción- es la mejor. Pero si tal vez la composición de Serkis/César -y de los otros simios, orangutanes o chimpancés que harán la rebelión- opaca la de Freida Pinto (de Slumdog Millionaire ), Brian Cox o Tom Felton (Draco Malfoy en Harry Potter ), todo ello hace que la empatía con los supuestamente malos nos deje pensando o mascullando ideas. Al margen de homenajes varios, que las nuevas generaciones pasarán o no por alto, por supuesto que el filme deja flotando en el aire preguntas del tipo qué nos hace humanos y qué nos diferencia de los simios y un final perfecto. Perfecto para cerrar la película y para abrir un asecuela, se entiende.
Entre la utopía y la cruda verdad Oscar al mejor Filme extranjero, sobre perdón y venganza. No soporto a la gente que se da por vencida”, le espeta sin anestesia -como cada vez que le habla a su padre- el preadolescente Christian a Claus. Christian no aguanta unas cuántas cosas más, como el maltrato a los indefensos, el engaño, la falta de actitud antes las afrentas, todos temas que En un mundo mejor va tomando y mostrando en distintos ámbitos, familiares y hasta geográficos. La nueva película de Susanne Bier ( Corazones abiertos , Hermanos ) tiene muchos personajes, presentados como distintas caras de una misma realidad. La mirada de la danesa siempre ha sido entre develadora y cínica ante sus criaturas, que suelen ser infieles o cobardes, apasionados o cegados por algo que los seduzca sin conocer límites. Claus y Christian regresan a Dinamarca luego de la muerte de la madre de la familia. En su nuevo colegio, Christian poco menos que socorre a Elias, hijo de padres separados por razones que ya se sabrán, del abuso de algún bravucón. Bier apela al montaje paralelo en su narración, ya que el padre de Elias es un médico que trabaja en un campo de refugiados en Africam, donde cura y salva la vida -entre otras cosas- de las atrocidades que realiza un hombre poderoso. Así, las fronteras entre un mundo y otro prácticamente desaparecen, cuando el deseo de venganza y la necesidad de reparación aúne las historias. El cine danés, con Lars von Trier ( Contra viento y marea ) y Thomas Vinterberg ( La celebración ) a la cabeza en los ’90, dio a luz a Bier, cuyo cine siempre lució más refinado e igualmente perverso. Aquí si no hay un regodeo sobre vicios y depravaciones varias, sí hay un desenfreno en las conductas, aún en aquéllos que se presentan como más medidos o hasta cerebrales. Pero el espectador llegado un momento puede preguntarse: ¿cuál es la postura de Bier? Y allí reside la esencia, el fondo de la cuestión. La venganza puede tomar formas terribles, y más aún si es un menor el que la planea con aterradora frialdad. Como siempre, las actuaciones son el plato fuerte del banquete tremendo que suele ofrecer Bier. Tryne Dirholm y Mikael Persbrandt, los padres de Elias, llevan soberbiamente adelante las acciones, lo mismo que los jóvenes. No darse por vencido es lo que anima a Christian. Pero es joven y, aunque ha vivido pérdidas, le queda mucho más por vivir. Allí, en esos diálogos entre él y Elias, habría que buscar el sentido que la realizadora le encuentra a unas historias en las que el perdón, a veces, no llega, o suena a rendición.