El inconsciente. Allí, o de allí surgen las mejores películas de terror, ciertamente psicológico. Piensen en El resplandor, de Kubrick. En Repulsión, de Polanski. Hasta en La isla siniestra, de Scorsese, que no era de terror, pero sí de horror. La capacidad que tiene James Wan para aterrorizarnos, para generar miedo, pareciera que la tiene innata. La primera El juego del miedo fue su creación. Dirigió las dos primeras de El conjuro. También es capaz de saltar al mundo de DC Comics, como ahora, que está rodando la secuela de Aquaman, que también fue suya. Pero lo mejor que maneja el director nacido en Malasia es el susto. El temor. El terror. A diferencia de las películas de El conjuro que Wan dirigió, donde lo siniestro está ahí, habitando alguna casa, en Maligno la posesión está en Madison, la protagonista. Y si en El conjuro nos conduce, y decidimos seguirlo no con los ojos cerrados, porque nos perderíamos lo mejor, porque sabemos que no nos va a engañar, que no habrá pistas falsas y que su camino podrá ser sinuoso, pero siempre estaremos bien guiados, en Maligno Wan mete golpes de efecto en una historia que se las trae. Porque hay algo que, en un momento de la trama, hará que el espectador quede fascinado o diga “Naaaaahhh, ¿en serio?”. A no quejarse Pero a no quejarse, porque en honor a Hitchcock, Maligno tiene un par de MacGuffin, ese recurso del autor del guion para no tanto engañar al espectador, sino realizar luego un giro en la trama sobre ese elemento al que el público no le prestó la atención que debía. Piensen en muchos filmes de Hitchcock, o en la mencionada La isla siniestra. Annabelle Wallis, que ya había entrado en la mira de Wan cuando protagonizó la primera Annabelle, es Madison. Y si hay alguien -en su sano juicio- en quien nadie quisiera estar en sus zapatos es en ella. Tiene un embarazo complicado, tras dos abortos traumáticos y soporta a una pareja golpeadora. Y es, justo, pero justo, luego de un episodio de violencia de género que Madison comienza a tener, llamémosle, visiones. ¿Son fruto de su imaginación? No. Son reales. Madison tiene un extraño poder, que es el de la videncia, que la conecta con un asesino brutal (¿Los ojos de Laura Mars, que tenía guion de John Carpenter, quizás?). Ella, como que se teletransporta al lugar donde ese ser, mata. Ella lo ve. ¿Cómo puede ser? No me pidan que se los spoilee. Hay un sanatorio mental, casi una mansión, un castillo que da a un acantilado, que es donde abría la película. Hay idas y vueltas en el tiempo. Hay un personaje con una niñez complicada, para decir lo menos. Y un par de policías incrédulos. Si la textura de las películas de Wan, sobre todo en las dos que dirigió de El conjuro, eran como una marca de fábrica, aquí optó por los tonos azules, oscuros o rojizos. Wan confió en Michael Burgess, que viene de dirigir la fotografía de El conjuro 3 y algunos derivados de la saga, pero esas decisiones finales seguro fueron suyas. La banda de sonido, con mucho electrónico, no resulta disonante, pero chirria demasiado, tal vez. Maligno no es lo mejor de Wan, claramente. Y hay un terror gótico, con algo de slasher y del giallo italiano en el que Wan abreva -mientras sigue pivoteando entre alguna Rápidos y furiosos y los blockbusters de DC- con ese cine que mejor le sale y que más le (y nos) gusta.
Hacía falta una renovación en el Universo Cinematográfico de Marvel. No solo no tanto de caras, tras las series que estrenaron en Disney+, sino que no estaría mal que se viera una película en la que uno sintiera más o menos lo mismo que con las primeras, hace ya poco más de una década. O sea: una de acción, y que si tiene artes marciales y viene con el combo de las fantasías de influencia asiática, que sea una como Marvel y Dios mandan. Palo y a la bolsa. Eso es Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos. Que como toda película que irá a iniciar una saga propia, necesita una presentación del personaje, su compañero/a de ruta, algún dilema moral -en el caso, enfrentamiento con su padre, que lo culpa por la muerte de su esposa, o sea de la madre del protagonista-. Lo que nunca, pero nunca debe faltar es la intriga. Y el humor. Y el despliegue. Y las ganas de ver más. ¿O acaso ir a ver una de Marvel no supone sumarse a un viaje divertido? Todo eso se cumple con la primera producción de Marvel en la que los roles protagónicos están cubiertos por actores y personajes de origen asiático. Shang-Chi es un joven que niega su destino. Vive en San Francisco, es valet parking de un hotel de lujo y se hace llamar Shaun. Allí trabaja con Katy, un personaje al que Awkwafina sabe y puede darle todos sus colores (alegría, desfachatez, compañerismo y, hasta llegado el caso, sensatez). Unos tipos decididamente malos -uno en vez de un brazo, ya verán lo que tiene- abordan a Shaun en el bus. Quieren su colgante, lo que origina una de las muchas y muy bien logradas secuencias de acción, con el autobús fuera de control, y nuestro héroe peleando como no podíamos imaginarlo. Hijo de tigre Es que Shaun (a estas alturas, Shang) es hijo de un inmortal, que tiene en su poder los diez anillos del título, lo que le dan un poder extraordinario. En el cómic original, dicen los que saben, el padre de Shang no era otro que el Dr. Fu Manchú. Aquí, y ahora, le dicen Mandarín, y lo interpreta la estrella asiática Tony Leung. Shang tenía una hermana (Meng’er Zhang), a la que no veía desde hace años, que también tiene ese colgante. Todo se irá desarrollando con extrema fluidez, pero, y parece que hasta en las películas de Marvel se cuela un pero, cuando la trama se mete más de lleno en la historia mitológica, digamos, en la última media hora, ese impulso con el que venía la película, no es que decaiga, no, pero como que queda en stand by. Bueno, lo demás, mejor lo ven en el cine, y si es en una pantalla bien, bien grande -el IMAX la estrena este jueves-, seguramente será mejor. Simu Liu tiene un ángel, un carisma que al personaje central le cae como “anillo” al brazo, más que al dedo. ¿Estamos ante una nueva estrella del cine? Muy probablemente. Hay algún que otro personaje que vimos en otras películas de Marvel -no se vayan cuando termine la acción, porque la escena postcrédito se las trae-, y si los personajes pelean y desafían la gravedad, no es grave. Todo lo contrario.
Pocas veces una secuela es tanto o más divertida que la original. No van a salir del cine descostillados de la risa, pero Peter Rabbit: conejo en fuga es un muy buen entretenimiento familiar. La película está llena de mensajes, sí, seguro, pero tan bien tamizados que no molestan, porque no son discursivos ni pedantes. Porque los mensajes de moralidad o ética son los correctos. Para quienes no están familiarizados con el personaje, con la primera película de 2018 o los libros de cuentos de Beatrix Potter, que creó al personaje hace 119 años, a diferencia de su primo lejano Roger, Peter no es tan enamoradizo, pero sí bastante liero. Si la primera aventura en cine se centraba mucho en la disputa entre él y el jardinero Thomas (Domhnall Gleeson), ahora que Thomas y Bea (Rose Byrne) se casaron y están cada vez más afianzados, hay que ver cómo encuadra el conejo. Y sin ser Bugs, el conejo de la suerte, podemos afirmar que Peter intenta ayudar. Trata, aunque no siempre le salga todo como él desee. Cómo arranca El libro de cuentos ilustrados de Bea, sobre Peter y su familia, ha tenido tal éxito que el personaje central se ha vuelto famoso. Es más: un magnate editor, millonario y bien vestido (David Oyelowo) le echó el ojo. Y está claro que hará todo lo posible para desvirtuar los valores del libro, de Bea y de Peter con tal de llenarse de libras esterlinas. Pero es allí, lejos de la granja y en “la gran ciudad”, donde Peter se cruza casualmente con quien dice ser un viejo amigo de su padre (otro conejo, aclaremos) y más personajes non sanctos, y hasta se ve inmiscuido en un atraco. Will Gluck, el director de la triste versión del musical Annie, con Jamie Foxx, y de Amigos con beneficios, con Justin Timberlake y Mila Kunis, realmente se encuentra cómodo y realiza su mejor trabajo. Porque esta secuela es divertida hasta para los que tenemos más de 10 años. Y es que Gluck es de los directores que aquí conocemos como de cine de autor. Bueno, al menos él escribe sus propios guiones y produce las películas que va a filmar. Entre las voces originales que no escucharemos en la Argentina cuando vayamos al cine, porque las copias están dobladas al español, se cuentan las de James Corder (Peter Rabbit), Margot Robbie (Flopsy o Pelusa) y Elizabeth Debicki (la nueva Lady Di en The Crown es quien habla cuando la conejita Mopsy o Pitusa es la que lo hace). Es lo que hay.
Invirtieron tanto dinero en los contratos de quienes encabezan el elenco de Espiral: El juego del miedo continúa (Chris Rock, de Fargo; Samuel L. Jackson, Max Minghella), que a lo mejor les daba como para pagar los derechos de King of Pain (Rey del dolor), el tema de The Police. Pero no, se ve que prefirieron gastarlo en tripas, dedos y lenguas cortados. Después de 8 películas con "juegos" de violencia mecánica, que cortan extremidades, infligen dolor o lo que sea, terminando con la muerte de quienes participan, no por gusto propio y muy a su pesar, llega esta película en la que evidentemente el perverso ha de ser un imitador de Jigsaw, ¿no? Pregunto a los que vieron las películas. Bueno, sí, tenemos un nuevo depravado, en principio sin rostro, pero con una máscara de cerdo. La película se titula Espiral porque el desquiciado maníaco de la tortura hace ese dibujo con aerosol rojo, que se veía en las mejillas de la marioneta de Jigsaw. Algo de las películas originales de la saga me quedó. La cosa es más o menos la misma. Cuando el asesino, porque de alguna manera hay de definirlo, les dice a sus presuntas víctimas aquello de “Vivir o morir, usted decide”, los incautos suelen tener que elegir entre un dolor o desmembramiento, o la muerte. El primero es un hombre que está colgando de su lengua en las vías del subte. Así que si no quiere que el mismo lo atropelle, tiene que saltar y arrancarse la lengua (no como si fuera Federico Luppi en Tiempo de revancha). A ver si lo entendemos Cuando Zeke Banks (Chris Rock, que actúa como desquiciado, blasfema todo el tiempo y se olvida que fue comediante), el oficial de policía que llega al lugar, comienza a entenderlo todo. Ese hombre era un compañero suyo, que solía mentir en los juicios contra criminales. De ahí lo de la lengua. Pero Zeke es una mosca blanca en su departamento de policía. Hijo de quien regenteaba antes el lugar (Samuel L. Jackson), con quien no se habla, Zeke es insobornable. Tanto es así que delató a un compañero, hace unos años, cuando éste asesinó a sangre fría a un testigo que iba a deschavar a un policía corrupto. ¿No era ésta una película de Saw, o El juego de la muerte? Sí, pero es una cruza con el thriller policíaco contra la corrupción. Así que Zeke irá tras las horripilantes pistas que recibe en distintas cajas, cajitas y cajotas que recibe, muy bien presentadas, eso sí, enviadas por el demente. ¿Hay algo personal con él? Porque las víctimas siguen siendo policías. Y ahí va él, junto al novato que interpreta Max Minghella (hijo del director de El paciente inglés), que es Nick en The Handmaid’s Tale, por si el rostro les resulta familiar. Espiral es tan horripilante como las anteriores de El juego del miedo. La idea, se ve, es seguir exprimiendo lo que ya no tenía más jugo. El jugo del juego, sí. Continuará.
La apropiación o venta de bebés recién nacidos tiene una trágica historia en la Argentina. Cicatrices transcurre a miles de kilómetros de aquí, en Serbia. Y el dolor es el mismo. Stefan, como habían decidido llamarlo, nació en medio de la Guerra de Kosovo, un dato que la película de Miroslav Terzic no informa. Es que el director no es que dé por sentado nada, pero prefiere reforzar la narración en imágenes que con palabras. No son muchos los diálogos ni parlamentos. Vean sino la escena en la que Ana, la madre, está hoy sentada a la mesa con una torta con una velita encendida, y corta tajadas, una para su marido, otra para su hija. No hace falta explicar nada, aunque esa escena sea prácticamente al comienzo de la proyección. Y luego apenas se menciona que Stefan nació en 1998, en un hospital en Belgrado, la capital serbia. Desde el día en que a Ana le informaron que había nacido muerto, ella descree que haya nacido muerto, o con una malformación. Hay una asociación que nuclea a madres y familiares de cerca de 500 bebes desaparecidos en Serbia, que vuelve a contactar a esta costurera de clase media, que viaja en transporte público. No porque tengan novedades, sino porque la lucha y la batalla por saber la verdad no se apaga. Ana no sabe si Stefan murió o fue vendido, porque nunca le dieron su cuerpito, y no sabe dónde está enterrado. “¿Qué es lo que querés?” le preguntan. “La verdad” es su tajante y lacónica respuesta. Ana en un momento no siente que cuenta con el apoyo familiar. Ni su esposo, ni su hija, ni su hermana. “Solo te preocupa tu hijo muerto”, le reprocha Ivana, su hija. ¿No quieren saber qué pasó con el bebé? Las incongruencias en las actas de nacimiento y de defunción de bebés, sumado a la escasa diligencia de la policía o la Justicia hacen que los intentos de Ana, que no tiene amigas, que parece tener una vida apagada, sin sonrisas, fuerte, decidida, no hayan cesado nunca. Cicatrices casi no tiene música incidental. Se refuerza, de esa manera, la idea de potenciar lo que se ve, como decíamos, más que lo que se escucha. Esa actuación Y es entonces en la actuación de Snezana Bogdanovic, que vio recompensado su trabajo en varios festivales, donde recae el mayor peso. El de la historia, el de los primeros planos, el de desandar esta historia con matices sin reforzar nada. Es sinceramente un logro que una película sobre un tema tan difícil y arduo no caiga en simplismos ni discursos altisonantes. La información se va revelando de a poco al público, que entra a la trama como si estuviera dentro de esa casa. Sin subestimar al espectador, como que la mirada y el centro de atención están en esa madre y su entorno, que llevan adelante esta búsqueda implacable, a la que los años no la han deteriorado nada.
Ya se sabe que si hay algo que no abundan por Hollywood son ideas. Y tampoco es nueva ésta de retomar los personajes de alguna película de terror y transformar esa producción en una nueva saga, o al menos darle una vuelta de tuerca y adaptarla a los tiempos presentes. Con un ojo en todo eso, otro claramente en la taquilla, y si hubiera un tercero en la diversidad -la mayoría de los intérpretes son afroamericanos, lo mismo que los responsables detrás de cámara, la dirige una mujer y hay una pareja gay interracial-, Candyman no defraudará a los amantes del slasher. Que es, en definitiva, lo que le importa a quienes pagan su entrada. No hace falta haber visto el clásico del terror de 1992, ni tampoco sus secuelas. Jordan Peele, el actor devenido en guionista y director de ¡Huye! y Nosotros coescribió y coprodujo esta secuela espiritual, como la gente de marketing le gusta denominar a la Candyman versión siglo XXI. La original y ésta El personaje de la película original era un espectro que regresaba con sed de venganza. Lo explican aquí, con una suerte de marionetas proyectadas. Ahora, lo que era una leyenda urbana se convirtió en una metáfora -aunque es bastante explícita- sobre el maltrato a la comunidad negra. El hombre de los dulces, que tenía un gancho como mano izquierda, un séquito de abejas y un abrigo de piel largo, derivaba de un artista que a fines del siglo XIX pintó el retrato de la hija de un magnate blanco. Bueno, además de pintarla tuvo un amorío con ella, quien quedó embarazada y el señor blanco mandó a lincharlo. Le cortaron la mano, lo rociaron de miel, las abejas lo picaron y después lo prendieron fuego. Ese fantasma regresa si se lo menciona, si se repite su nombre cinco veces. No lo prueben en sus casas. En la actualidad, Anthony (Yahya Abdul-Mateen II, que fue Bobby Seale en El juicio de los 7 de Chicago) es otro artista. Se crió en las viviendas Cabrini-Green de Chicago, allí donde transcurría la Candyman dirigida por Bernard Rose, sobre un cuento del gran Clive Barker (Hellraiser; estén atentos porque hay un guiño hacia Baker en el filme). En pareja con Brianna (Teyonah Parris), quien trabaja para un galerista medio insoportable, Anthony está preparando material para una muestra. Y no va que, atrevido más que vanguardista, Anthony busca en Candyman inspiración. Quiere salir de lo habitual, crea algo similar al arte performático, una instalación. Y bueno. Candyman vuelve. Y no porque se haya ido sin que lo llamen. Por eso de decir cinco veces Candyman. No, no lo digan frente a un espejo. La realizadora Nia DaCosta, que ¿a qué no saben qué está filmando? The Marvels, la secuela de Capitana Marvel, no teme mostrar cómo el Candyman, que de dulce, más que presentarle a los chicos un caramelito en su mano, no tiene nada, puede cortar el cuello, o cómo le arrancan el brazo a otro hombre, y así, hasta el infinito. Sadismo en primer plano. Hay buenos efectos y seguramente pueda pregonarse que este Candyman es más una alegoría sobre los supremacistas blancos, por lo de los complejos habitacionales que fueron como un gueto. Pero ya sabemos lo que el público que va a ver Candyman quiere ver. Y DaCosta, Peele y el elenco se lo dan en bandeja.
Hay por lo menos dos motivos para sentarse a disfrutar Justicia implacable. Uno es que la dirige Guy Ritchie, que cuando se enfrasca en retratar a hampones de bajo fondo, es difícil, pero muy difícil que le salga algo mal. El otro es la presencia de Jason Statham, que a mí me parece que de los héroes o antihéroes o villanos de acción, es de lo más carismático que hay. Como en muchas de sus películas, porque no es que este inglés pelado, de ya 54 años, tenga una capacidad de actuación que asombre, Jason hace de un tipo misterioso. El filme del ex de Madonna arranca con un plano secuencia arriba de un camión de caudales. La charla es casual, trivial, hasta que un camión se cruza enfrente y un hombre con chaleco y una señal de Stop les corta el paso. Son ladrones, fuertemente armados, que se llevarán el botín, no sin antes matar a dos custodios y a un joven inocente. Y cuando meses más tarde Jason Statham, apodado como H, ingresa a esa firma de transportadores de caudales, y apenas pasa raspando la prueba de manejo y tiro al blanco, uno ya se imagina que algo raro hay. No somos los únicos. Un supervisor (Eddie Marsan, habitué en el cine del director de Sherlock y Aladdin) también desconfía de H. Más que nada cuando, al ser víctimas de otro atraco, H no se inmuta, salva a “Bala” (Holt McCallany, sí, el actor de Mindhunter) y deja como un temeroso, por decirlo suavemente, a Dave (Josh Hartnett, a miles de años de Sin City, Pearl Harbor y La caída del Halcón negro). Bueno, H no sufre un solo rasguño y elimina a todos los criminales que le hacen frente. Y sino, los persigue. Y los mata bien muertos. Pero además de un thriller, y de un filme de acción, Justicia implacable (Wrath of Man) es una película sobre el orgullo. Sí, hay algo que motiva a H, y que no vamos a spoilear. Y que hace que Ritchie vaya y venga en el tiempo, salte hacia el pasado y al futuro o presente, contando de nuevo ese atraco del comienzo, y mucho más. De nuevo, la facilidad -algo no muy común ni siquiera en los directores que pisan Hollywood con éxito- que tiene el director de Snatch y Los caballeros: criminales con clase para hacer dialogar a los hampones es fundamental, también, aquí. Y entre los muchos rostros reconocidos que ya nombramos, del lado de los malvados -o los más malos- está Scott Eastwood. Sí, uno de los hijos actores del gran Clint, que es más alto (1,93 m contra 1,80 m del nene) y se diría que más grande en todo sentido, pero verlo en la pantalla hace, irremediablemente, pensar en su padre, por la manera de caminar, sus poses y los gestos. Justicia implacable dura casi dos horas y es un filme entretenido, violento, que tiene muchas vueltas en su trama y que jamás menosprecia la atención del espectador. No suele haber muchos thrillers de acción tan bien filmados, así que bien vale darle, de nuevo, una oportunidad a Ritchie y a Jason.
La premiere de El oficial y el espía, como aquí se bautizó a J’accuse, tuvo sus repercusiones inmediatas. Fue en el Festival de Venecia, cuya presidenta en 2019 fue Lucrecia Martel, que se excusó de prestar presente en la gala oficial, pero sí vio el filme, debido a las acusaciones de abuso sexual sobre el director, Roman Polanski. El realizador ya por entonces manifestaba que no le era ajena la persecución que cuenta la película que, finalmente, obtendría el Gran Premio del Jurado hace dos años en la Mostra. Los temas que aborda El oficial y el espía, como la rectitud y el lugar de prestigio que ostentaba el Ejército y el antisemitismo en la Francia de 1895, tienen ahora con el filme de Polanski, una nueva mirada. Alfred Dreyfus (Louis Garrel, de Los soñadores, Amante fiel) fue un joven capitán, judío, al que ni bien arranca la proyección, vemos ser destituido de sus rangos en una humillante ceremonia militar, ante todos los soldados y condenado como espía, luego de que el consejo de guerra lo acusa de alta traición por difundir secretos a los enemigos. Enviado a la cárcel en cadena perpetua a la Isla del Diablo, muchos tenían dudas acerca de si era o no culpable. Polanski cuenta la historia desde el punto de vista de Georges Picquart (Jean Dujardin, Oscar al mejor actor por El artista), el teniente coronel que fue uno de los maestros de Dreyfus. Las vueltas de la vida hacen que lo nombren al frente de los Servicios Secretos. El secretario de su antecesor le niega como puede acceder a archivos secretos. Algo huele a podrido. Y Dreyfus sostiene que es inocente. Picquart debe tomar otro caso de espionaje, en el que Esterhazy estaría pasando información militar a un oficial italiano con el que tiene relaciones. Allí es cuando la película se vuelve un thriller de espionaje, con detectives y sirvientas siguiendo pistas y entregando cartas, vigilando movimientos, y es donde, si en algún momento del filme se encuentra el alma del mismo, es ahí. El otro momento, claro está, será cerca del final. Supongamos que el lector no está al tanto de las implicancias que tuvo el caso Dreyfus, ni los vaivenes de la historia que llevó a Émile Zola a escribir un alegato en forma de carta abierta al entonces presidente de Francia, Félix Faure, en favor de Dreyfus, y que el diario L’Aurore publicó en su primera plana. Si Dreyfus era inocente, y el culpable era Esterhazy, ¿no todo era fácil de resolver? No. Extrañamente para una película del director de Búsqueda frenética y Barrio Chino, la falta de suspenso y cierta lentitud por momentos asombran. Como si Polanski hubiese puesto piloto automático, confiando en que con contar la historia le alcanzara para promover inquietud en el espectador. No corrió riesgos desde lo formal y se reforzó en su habitual director de fotografía, Pawel Edelman, y con la música que compuso Alexandre Desplat, pero más aún apostó a su elenco. Garrel tiene el personaje más ambiguo, pero al centrarse en Picquart mucha de la atención está allí, sobre las espaldas y los bigotes de Dujardin, que se muestra seco, contenido, pero expresivo a la vez. La esposa de Polanski, Emmanuelle Seigner, es la amante de Picquart (en una ramificación que no aporta mucho al tronco) y Mathieu Amalric como el grafólogo que compara la caligrafía en las cartas de Dreyfus y Esterhazy está, sencillamente, estupendo.
Viajar a través de la memoria tiene sus beneficios, pero también sus bemoles. Si no lo creen, pregúntenle a Nick Bannister, el personaje de Hugh Jackman en este film noir distópico en el que Miami parece Venecia. El cambio climático y las guerras han ocasionado que muchas superficies alrededor del mundo, nos iremos enterando, hayan quedado sumergidas. Cierta zona de Miami se mantiene a flote, porque hay unas compuertas que sostienen el agua. Pero si hay pocas cosas más cinematográficas que ver vidrios que estallan y ver el piso mojado, bueno, la producción de Reminiscencia se ha esforzado mucho en lo segundo más que en lo primero. Nick es un exsoldado que en estos tiempos cercanos al apocalipsis maneja un negocio en el que le da, a sus clientes, algo que ya tenían, pero que quieren revivir. Los instala, de a uno, en un tanque, y allí, flotando e inconscientes, reviven algún momento de su vida pasada que evidentemente les resulta mucho más placentero que los que están viviendo. Recuérdame No corren peligro de ahogarse, y lo que recuerdan se visualiza casi como si fuera Minority Report, de Steven Spielberg, pero sin tanto suspenso ni adrenalina. Pero como decíamos que se trata de un noir, al exsoldado le picará el bichito del amor cuando la que ingrese a su negocio sea Mae (la sueca Rebecca Ferguson, de las últimas Misión: Imposible). Y no, no es que Nick/Hugh Jackman le vea un rostro conocido porque trabajaron juntos en otra película, El gran showman. Nick queda perdidamente enamorado de esta cantante de vestido rojo shocking. Como Nick y su asistente, Watts (otra excombatiente, interpretada por Thandiwe Newton), guardan en archivos esos recuerdos de sus clientes, si quieren pueden verlos en una pantalla enorme. Nick se ha obsesionado con Mae, que había llegado simplemente porque quería recordar dónde había perdido las llaves. Andá. Lisa Joy (la co-showrunner de Westworld) le impone a la película un sesgo de nostalgia, pero lo que prima, además del romance, es la historia criminal que se esconde detrás de la relación entre Mae y Nick. El filme se va embarullándose solo, es cierto, y Nick es una suerte de solado solitario -con la ayuda extra de alguien, se verá- para descubrir por qué Mae desapareció de un momento a otro, qué oculta, por qué huyó, y más. Y sí, porque hay mucho más en la trama de Reminiscencia, tal vez, demasiado para una sola película. Hay diálogos que, cuando ya promedia la proyección, hacen mirar para arriba. No por lo almibarados, sino porque parecen clisés que legan a un relato que venía bien estructurado. Con sorpresas, sí, y vueltas de tuerca, pero este Blade Runner en la Costa Este en vez de en Los Angeles empieza a chorrear antes de tiempo. Por suerte están Jackman, Ferguson y Newton, más Cliff Curtis (que había estado con Rebecca en Doctor Sueño), como para que, con sus actuaciones, lleven a buen puerto este film noir que se ve bárbaro, pero que no deja mucho
Cuando una historia funciona en Hollywood, ya se sabe que casi irremediablemente vendrá la secuela. Hasta hace unos años, cuando una película alcanzaba en su primer fin de semana en los Estados Unidos y Canadá los 50 millones de dólares de recaudación, se activaba sola una cláusula automática y no escrita: se venía la segunda parte. Duro de cuidar (2017) no llegó ni ahí (hizo 21 millones), pero costó 30 y recaudó en todo el mundo 176 millones, por lo que fue un negocio redondo. Así que vuelven los mismos protagonistas, el guardaespaldas y el sicario, que si en la primera se enfrentaban, ahora tiene que unir fuerzas para impedir que un malvado griego (¡Antonio Banderas!) desestabilice la economía y algo más de toda Europa. Salma Hayek lleva a Ryan en moto. La mexicana tiene un rol preponderante en la secuela del éxito de 2017. Foto BF Salma Hayek lleva a Ryan en moto. La mexicana tiene un rol preponderante en la secuela del éxito de 2017. Foto BF No, no los envía el Fondo Monetario Internacional, pero Michael Bryce (Ryan Reynolds) y Darius Kincaid (Samuel L. Jackson), que no querían verse, vuelven a hacerlo por una confusión de Sonia, la esposa de Darius (Salma Hayek), quien ahora adquiere mayor protagonismo. No serán los únicos, pero el resto son cameos, más o menos que sirven como un guiño para los fans (también hay un gag después de que terminen los créditos, vayan al cine sabiéndolo). Michael ha pasado por terapia y la psicóloga lo ha convencido de que debe alejarse de las armas y tomarse un año sabático. En eso, que le ha costado y mucho, está, cuando, siempre hay un pero o un cuando, irrumpe en su vida Sonia. Hayek, que se toma en solfa a sí misma y a la manera de hablar español, entendió que para rescatar a su marido debía contactar a Michael. Bueno, no era así, pero no les quedará más remedio que aunar fuerzas para encontrar al malvado de turno e impedir el caos. Un hilo dental La trama es un hilo dental, porque lo que vale aquí es la sucesión de gags y el paseo por distintas ciudades del mundo. Es que las comedias de acción se han ido transformando -siempre y cuando haya presupuesto- en primas, a veces más, y a veces menos, lejanas de las películas de James Bond o las Misión: Imposible de Tom Cruise. Y allí está Antonio Banderas, que bien puede ganar el premio al mejor actor protagónico en Cannes por Dolor y gloria y luego teñirse de rubio y componer a un cabrón como Aristotle Papdopolous, un personaje como el ya ha compuesto, pero que le rinde bien, a él en su cuenta bancaria, y a los directores en la puesta en escena. Esta secuela es invariablemente más humorística que la anterior, pero respeta, es una manera de decir, los parámetros de la comedia de acción. Hay persecuciones automovilísticas muy bien filmadas, peleas a puñetazo y/o balazo limpio y la química entre el trío protagónico se ve, se percibe genuina. Reynolds es un gran comediante, como se ve en Free Guy, también en cartel y solamente en cines, igual que esta película, que cumple con simpleza con su objetivo de hacer pasar un rato agradable. Y listo.