Hay historias que mejor dejarlas como son, o como eran cuando se estrenaron. Esta nueva Jeepers Creepers no tiene nada de nuevo. Aunque pensándolo mejor, sí, algo sí: el enojo que va a despertar en los fanáticos de la Criatura, porque el filme que se estrena hoy no parte como un homenaje y parece más una oportunidad para seguir exprimiendo al Creeper del título. Esta es la cuarta película sobre él, un monstruo solitario que, cada 23 años, religiosamente, reaparece, y durante 23 días realiza una masacre. Mito urbano o leyenda, hacia el festival Horror Hound en Luisiana van el fanático Chase y su novia Laine en su auto. Ella no está convencida, pero bueno, el amor es así, y uno por amor hace cosas que tal vez nunca hubiera imaginado. Paran en la ruta para orientarse. Entran a una casa de vudú (!) donde una señora les vende un mapa por 50 dólares para llegar a su destino final. Allí ya Laine presiente algo. Bah, lo vemos en imágenes: tiene premoniciones no precisamente agradables. Laine ya frenó el auto en el camino para bajarse a vomitar. Sí, parece que estaría embarazada. Y si la película en el original se titula Reborn (Renacido), bueno, no hay que ser muy suspicaz para entender por dónde va a venir el asunto. El que no es perspicaz ni sutil ni ingenioso es el director Timo Vuorensola, del que no me atrevo a decir nada más en su contra porque mide 1,98 m. Por qué es mala La película, digámoslo, es mala porque los baches que tiene son infranqueables. Hay escenas que se alargan sin sentido, ni siquiera porque se espera que el suspenso se imponga. Algunas muertes mueven más a la sonrisa que al asombro, los efectos son chatos, la historia no se sostiene Las actuaciones son básicas. Sydney Craven, que no tiene ningún parentesco con Wes Craven, el director de Pesadilla en lo profundo de la noche, en un momento debe gritar de dolor, pero por su aullido parece que vio una rata o algún capítulo del guion. Y aparece al comienzo Dee Wallace, sí, la actriz que rea la mamá de Elliott en E.T. El extraterrestre. Digo, para que si van al cine codeen a su acompañante y le tiren el dato de color. No esperen escenas poscréditos, y si el final augura una secuela, la ha ido tan mal a Jeepers Creepers: La reencarnación del demonio, con los fans y con el público en general, que ni se acercó a verla en los cines, que probablemente quede en la nada. O no.
Hay quienes prefieren combinar lo salado con lo dulce. Otros, no. El menú, cuyo elenco encabezan Ralph Fiennes y Anya Taylor-Joy, combina la risa y drama, o habría que decir el terror. ¿Es un thriller? A veces es difícil definir los sabores que llegan a nuestro paladar. Porque en definitiva El menú es una película de terror, pero aromatizada con fina comedia, para que a quienes no les caen bien los sabores del terror, bueno, puedan digerirlo. El menú del título se refiere a un evento gastronómico exclusivo. Serán doce los comensales, y el cubierto es salado: 1.250 dólares por cabeza. Así que quienes lleguen hasta Hawthorn, en una la isla privada invitados por el chef Slowik (Ralph Fiennes), quien les servirá una elaborada cena de varios platos, serán evidentemente gente de dinero. Algún actor caído en desgracia (John Leguizamo), una pareja que ya es habitué en esas comilonas, un trío de nuevos ricos. También, algún snob, como Tyler (Nicholas Hault), que viene acompañado -a último momento- por Margo (Anya Taylor-Joy), más una crítica culinaria (Janet McTeer, de Ozark) que en su miento descubrió a Slowik, entre otros invitados. Por algún motivo, se intuye, están allí invitados esos 12 comensales (11, sacando a Margo). Todos están exultantes -menos Margo- por probar la "experiencia". Por algún motivo, se intuye, están allí invitados esos 12 comensales (11, sacando a Margo). Todos están exultantes -menos Margo- por probar la "experiencia". Pero no deben comer, enfatiza el chef, sino saborear. Lo que vale es disfrutar la experiencia. Cada presentación de un plato nuevo tendrá toda una teatralidad. Pero está Margo. Y Slowik no la esperaba entre sus comensales. Su presencia irrita al pretencioso chef, y sus comentarios sobre lo que ve y degusta -incluye un plato de pan… sin pan-, tampoco le agradan. Del director de "Succession" El director de Succession, Mark Mylod, tiene destreza previa en la comedia de televisión, antes de dirigir episodios de Game Of Thrones y la mencionada serie de HBO. Así que tomar a personajes ricos y desmenuzarlos no es nuevo para él. No hay mucho salvajismo en pantalla, porque el director prefiere crear climas y no imágenes que grafiquen el horror (bueno, hay alguna que otra que sí). Además de Fiennes y Taylor-Joy, se destaca Hong Chau (que está también muy bien en The Whale, junto a Brandan Fraser), que es la asistente principal del chef entre la cocina abierta y donde se sirve la comida. El menú convence más en su primera hora, cuando aún resta develar algún que otro secreto y varias vueltas de cocción. Porque en el acto final, mucho de lo bueno que venía construyéndose dentro de ese ámbito chic con vista al mar a través de ventanales blindados, se desarma. Como esas tortas que levantan y luego se desinflan. Si la venganza es un plato que se sirve frío, aquí, bueno, la cosa está un poco más caldeada, pero sintetizando no deja de estar en su punto justo. Bien hecho, como se dice cuando se pide un bife.
No una, sino dos son las veces que Ramonda, la madre de T’Challa, y Shuri, la hermana menor del hombre que fuera rey, dicen, con sus palabras, que T’Challa no está muerto. No está. Pero puede no estar físicamente y sí en el espíritu que reina y atraviesa toda Pantera Negra: Wakanda por siempre. Alguna vez tenía que pasar, que una película de Marvel se despegara del resto por alguna causa. Tal vez, quizá, fue la sorpresiva muerte de Chadwick Boseman, el rey T’Challa en Pantera Negra -la única película de Marvel candidata al Oscar- lo que derivó en que su director Ryan Coogler y su coguionista de aquélla y de esta secuela, se lanzaran a imaginar y pergeñar una historia con más raíz en el sentimiento del dolor -y de la venganza- y hasta en lo geopolítico que en las escenas de acción y efectos visuales. Que, obvio, los tienen, porque es una película de Marvel. La decisión de no reemplazar a Boseman implicó construir una historia alrededor del mito. La figura del rey, de Pantera Negra (título que tiene el protector de Wakanda, la nación ficticia más poderosa del mundo) recorre los -largos- 161 minutos de la película. Son principalmente mujeres las que lo lloran y hacen su duelo. Y necesitan no solamente llenar su vacío, sino seguir adelante. No vamos a develar cuál es la causa de la muerte de T’Challa, solo comentar que las escenas antes de que aparezca el logo de Marvel -allí también hay un cambio- son de una profunda intimidad, respeto y tributo a ese rey que, en un mural pintado, parece mirarnos como el Che Guevara. La historia tiene que continuar Pero, y siempre hay un pero, la historia tenía que continuar. Y el vibranio, el metal autóctono de color púrpura, que brilla y es la fuente del poder de Wakanda, está en el centro. Vean la escena en la que Ramonda (Angela Bassett, que tiene no una si no dos escenas como para decir dénme una nominación al Oscar) acusa sin decirlo de racistas a los Estados Unidos y Francia en la sede de las Naciones Unidas. Todos quieren tener vibranio, y cuando los estadounidenses están cavando en las profundidades del Océano Atlántico, se encuentran con una civilización que, caramba, también lo tiene. No hay tiempo para contar cómo es esto, sí para presentar a Talokan, esa antigua civilización submarina que rige Namor, un Dios con tobillos alados (el mexicano Tenoch Huerta) que tiene algo de Aquaman y otro tanto del “nuevo” héroe y/o antihéroe de DC Comics, Black Adam. Vengativo, miembro de una minoría, Namor quiere tejer alianza con Wakanda para eliminar al resto. La película tendrá varios giros, algunos impensados, otros que la hacen extender tal vez demasiado, apuntes contra la CIA y alguna que otra desaparición sorpresiva. Mucho cambió, y hasta no hace muchos años era impensado que una película con mayoría de intérpretes afroamericanos y con heroínas mujeres pudiera tener el éxito global, internacional que seguramente acompañe a Pantera Negra: Wakanda por siempre en los cines. Porque está hecha para ver en cine y no en un dispositivo móvil o una pantalla de LCD. La música de Ludwig Göransson, que por la de Pantera Negra ganó el Oscar, y que compuso las bandas de Tenet y The Mandalorian, es casi un espectáculo aparte. Todo se ve muy bien, pero es en la dramaticidad de las escenas, en el sufrimiento de Shuri (Letitia Wright), el personaje que seguimos y que evoluciona, y todas las mujeres que pelean por Wakanda donde reside el mayor impacto del filme. Ah, el único spoiler es que, después de la primera escena postcrédito, no hay más. Simplemente avisan que Pantera Negra volverá. Algo que ya intuíamos.
Una película en la que lo que se debate es el amor, la necesidad de afecto, la correspondencia entre ser amado y amar y una planta creada para hacer feliz a la gente. Todo eso contiene en su interior Little Joe: el negocio de la felicidad, la película de Jessica Hausner que por momentos cautiva como el aroma de una bella flor. Pero tiene muchas cosas escondidas. Resulta al menos curioso cómo una película rodada y que tuvo su premiere en el Festival de Cannes antes de la pandemia, tenga en el centro la manipulación de un virus que se inhala y tiene consecuencias, ya veremos cuáles. No es que la austríaca Jessica Hausner y su coguionista Géraldine Bajard hayan sido premonitoras. La protagonista es Alice (Emily Beecham, que ganó el premio a la mejor actriz por este rol en Cannes), que es criadora de plantas. Ella y su colega Chris (Ben Whishaw, Q en las últimas de James Bond) han creado a Pequeño Joe, una planta a partir de la ingeniaría genética. El principal objetivo era lograr una planta cuyo aroma hiciera feliz a la gente. Si la tratan bien, la planta en cuestión lo agradece, brindando eso que cuesta definir como felicidad. El cuerpo del humano que aspira lo que emana de la flor, produce oxitocina. Es la hormona conocida como hormona de la madre: se supone que es la que inicia el vínculo entre la madre y el recién nacido. O sea, están creando la primera planta antidepresiva que llegará a todos los hogares. Lo que la planta necesita es amor. Como todos. Por supuesto que algo no sale como lo planeaban en el criadero, y Little Joe -le ponen Joe por el nombre del hijo de Alice, que está separada- terminará infectando a quienes inhalen lo que emana de la flor. “Es mi trabajo gestionar lo impredecible. Pero no puedo controlarlo todo”, se ataja Alice. ¿Y si lo pudiera? “Es un ser viviente. Necesita atención y afecto, le dice Alice a Joe cuando le lleva un ejemplar a su hogar. Joe se debate, ante lo workaholic que es su madre, irse a vivir al campo con su padre. En busca de esa atención y afecto que siente que su madre no le está dando. Drama, misterio, ciencia ficción Little Joe: El negocio de la felicidad combina drama, algo de ciencia ficción y misterio y varias historias de amor. De amor hacia los hijos, y de pareja. Porque Chris está enamorado y no secretamente de Alice, así como Bella, otra de las criadoras, quería a su perro, hasta que éste “se convierte en otro”. Hausner, que dirigió Lourdes y Amour fou, habla de la manipulación, y no sólo genética. Las maniobras para lograr lo que uno desea son las que pone en tela de juicio la película. La planta se la creó estéril, pero ¿y si el virus utilizado mutó, y se convirtió en patógeno? La planta ¿estaría intentando combatir su infertilidad? El filme también tiene unas cuántas líneas de diálogo y/o sentencias como “La seguridad es más importante que el éxito” que cuestan creerlas, más que nada por la boca de quién salen dichas. Con un diseño de producción destacado, actuaciones medidas y nunca pasadas de rosca, Little Joe: El negocio de la felicidad quizá no deje al espectador así, contento y dichoso, pero lo entretendrá y lo hará pensar por un rato.
Bardo, ha dicho Alejandro González Iñárritu, la hizo no con la cabeza, sino con el corazón. Y la película tiene todo o mucho de aquello que sus admiradores aman y sus detractores más acérrimos odian. En tiempos de grieta, el filme del director de Birdman y El renacido -las películas por las que ganó él mismo sus cuatro Oscar, dos como mejor director- es un nuevo exponente para la polémica. Entre el inconsciente y el consciente va desarrollándose la trama. Que es ambiciosa y en la que la puesta en cámara de Iñárritu a veces, a menudo, está más en primer plano que la historia en sí misma, que ya tiene bastantes vericuetos y senderos escarpados, como para ir dejando rastros en nuestro inconsciente. Y Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades comienza como una comedia, tras una imagen impactante con una sombra que vuela sobre el desierto (primera alusión a Birdman). Lucía (Griselda Siciliani), la pareja del protagonista, da a luz a Mateo, pero el bebé se niega a estar entre nosotros, y desea regresar al vientre materno. Y bueno, lo vuelven a introducir a su madre. Mucho cambiará a lo largo de casi tres horas -la versión que este jueves estrena en cines dura 159 minutos, por lo que fue aligerada con respecto a la que compitió y tuvo su premiere internacional en la Mostra de Venecia-, porque la historia no se quedará solo en la pareja de Silverio y Lucía. Se centrará en Silverio (Daniel Giménez Cacho, protagonista de Zama, de Lucrecia Martel), un periodista y documentalista exitoso, que se fue de México a los Estados Unidos, y regresa para recibir un premio. También en Los Angeles quieren premiarlo, justo cuando Amazon (Netflix produce la película, y la estrenará en streaming recién el 16 de diciembre) planea comprar Bajo California, en México, para entregárselo a los Estados Unidos… La película combina sueños y realidad, en un guion trabajado con rigurosidad entre Iñárritu y nuestro compatriota Nicolás Giacobone. Iñárritu no había regresado a filmar a México desde Amores perros (2001). Rodada con planos secuencias, incluye escenas en las que la imaginación le gana a todo, con pisos inundados o llenos de arena, una pila enorme de cadáveres en El Zócalo, en México, gente que se arrastra, otra se desploma y son “desaparecidos”, y más. ¿Más? Hernán Cortés, alusiones a la ausencia del estado con respecto a los ciudadanos mexicanos, la pregunta de adónde pertenecemos, si allí donde vivimos o donde nacimos y nos criamos. La película es una mirada de González Iñárritu a su vida, su existencia, el México que dejó hace veinte años para vivir en los Estados Unidos. Atravesado o no por una crisis, el protagonista reflexiona, recuerda y fantasea. Así como Alfonso Cuarón tuvo su retorno a México con Roma, en la que retrató a su familia y su barrio, el director de Babel emprende un camino de regreso, que tal vez lo coloque de aquí en adelante en otro recorrido cinematográfico. Nada será igual Porque después de Bardo, nada será igual para él y su público. Bardo es muy distinta a todo lo que filmó hasta ahora. ¿Narcisista? Está en el mismo camino que otros realizadores que necesitaron hablar de su pasado, ya sea Fellini con Amarcord o más cerca en el tiempo Paolo Sorrentino con La grande bellezza. Bardo es como un sueño, o una pesadilla, un ensueño en el que la realidad y la ficción se confunden con elegancia, pero que tal vez sea demasiado grandilocuente, o mucho.
Cuando se acercan los Mundiales de fútbol, los publicitarios se las ingenian para captar la atención del público con la excusa de la pelotita. Como la publicidad de Quilmes, dirigida por Augusto Giménez Zapiola, que este sábado adelantó su estreno tras viralizarse por las redes, antes de la cita mundialista en Rusia, lo recordarán, Noblex salió con una promo infalible, que El gerente, con Leonardo Sbaraglia, recuerda y retoma. No faltaba mucho para que terminaran las Eliminatorias y el equipo de Sampaoli, que tenía a Messi como carta ganadora, marchaba más o menos cómodo. El gerente de marketing de Noblex presentó una idea: si el Seleccionado nacional no clasificaba a Rusia 2018, la empresa les devolvería el dinero a quienes compraran los televisores de su marca. Al ser un hecho tan reciente, ver El gerente es como sentarse a ver una película con el final spoileado. Hay gente a la que no le molesta, pero al filme, al menos aquí y ahora, tal vez no en Turquía o dentro de unos años, le juega de contra. Así como el gerente de marketing se la jugó y arriesgó, Ariel Winograd apuesta a lo contrario, porque va a lo seguro, a lo que sabe hacer bien y termina ganando. El director de Mamá se fue de viaje y El robo del siglo se ha afianzado en esto de hacer cine comercial y divertido. Es efectivo. Las líneas de diálogo de sus películas suelen ser ingeniosas, sobre todo las que dicen los personajes que secundan a los protagonistas, en esos roles que los estadounidenses denominan comic relief. La trama tiene a Alvaro Torres (Sbaraglia, que repite con Winograd tras Hoy se arregla el mundo), un tipo al que la rutina le comió bastante de su cerebro, que viste vintage pero no lo sabe, secundado por un equipo de asistentes (Marina Bellati, Ignacio Saralegui, Agustina Suásquita y especialmente Mónica Raiola), quien de buenas a primera tiene la idea de la promo, que le encanta a su jefe (Luis Luque) pero que odia la nueva gerenta (Carla Peterson, en un papel desdibujado, muy de macchietta, por lo que queda desaprovechada). Sonrisas constantes Como si se tratara de un partido de fútbol, hay parejitas que se marcan e intentan ganar sus propios duelos. La rivalidad encubierta entre Federica y Alvaro es una, la relación que tiene Alvaro con su hijo (Valentín Wein), quien lo ayuda en las redes, pero llega un momento en el que se enfrentan, otra. La inclusión de la “familia” del protagonista intenta darle, no otro giro a la trama, sino ampliarla, integrándola a la problemática del ámbito laboral, ya que si bien Noblex vende más televisores, surgen problemas internos con los proveedores y demás. Winograd logra que los 110 minutos se sigan con una sonrisa más o menos constante. Y hasta apela al Tano Pasman, el hincha de River que se había viralizado puteando al equipo cuando se iba a la B, pero no hacía falta repetirlo, repetirlo y repetirlo, porque el efecto de sorpresa, o gracioso, se gasta. El niño que aparece con el siempre enfervorizado Pasman es uno de los hijos del director (dato para cancherear con los amigos o la familia cuando vean la película en casa) y la iluminación es del Chango Monti, el mejor director de fotografía que tiene el cine argentino.
Pasaron cuatro años, pero es como si no hubiera pasado nada. Michael Myers sigue detrás de Laurie Straude, como en la primera Halloween -que tal vez no fue la mejor, porque la segunda, dirigida como la original por John Carpenter también tenía lo suyo-, pero por suerte ésta será la última. Les ahorro plata para el estacionamiento: no pasa nada en los créditos finales. Así que cuando comiencen los créditos, a menos que quieran escuchar por enésima vez la musiquita de Carpenter, no esperen a que Michael (re)aparezca. Decíamos que habían pasado cuatro años desde el final de Halloween Kills: La noche aún no termina, la segunda de la nueva trilogía debida a David Gordon Green (está rodando la nueva de El exorcista), y que no tuvo necesidad de existir que no fuera la necesidad de seguir facturando y usufructuando con Laurie, Michael y el recuerdo -ya no otra cosa- de los fanáticos de todo el mundo. No empieza mal No empieza mal Halloween: La noche final. No, no está Michael (Nick Castle, que vuelve a interpretarlo en esta trilogía, y no lo había hecho desde la original). Corey (Rohan Campbell) es el “niñero” de un chico al que los padres se lo dejan a su cuidado en Haddonfield. Corey no parece tenerle miedo a nada, pero el chico en cuestión es, cómo decirlo, un poquito denso. Algo no terminará bien esa noche, y a partir de allí habrá que estar atentos a Corey más que al niño. Yo sé por qué se los digo. Pasa más de media hora para que Halloween: La noche final se asemeje a las otras películas de la saga. ¿Esto es bueno o es malo? Para los amantes del slasher, los que solo quieren cuchilladas, sangre a borbotones y saltos por efectos de sonido, seguramente no. Para quienes confíen en que el cierre de la saga -si realmente termina; parece que sí- les deje algo más que cadáveres, probablemente sí. Pero es solo un espejismo. Porque el desarrollo de los 111 minutos terminará por decepcionar a unos y a otros. Por el tiempo perdido para los primeros -esos más de 30 minutos del comienzo- y por toda la proyección para los segundos. Porque a medida de que el relato avanza -es una manera de decir-, uno desde la platea puede imaginar por qué Corey actúa como lo hace, preguntarse por qué la máscara de Mike está avejentada, por qué Laurie casi no grita y por qué pagamos una entrada para ver esta película. Para ese entonces, ya todo es cualquiera. No hay explicación para el comportamiento de los nuevos personajes. Ya sabemos que los jóvenes que le hacen bullying a Corey terminarán como terminaban los que tenían sexo a escondidas de sus padres en las películas de terror de los años ’70 y ’80. Pero hablemos de Jamie Lee Curtis. Ella aparece como productora ejecutiva del filme. ¿Hacía falta hacer esta película? ¿No le hacía mejor, a ella, y al fan, esperar a que alguien escribiera un guion, no mejor, sino al menos bueno, como para cerrar la saga iniciada hace 44 años? Laurie está sobreponiéndose -bah, como siempre- del trauma de sentirse acosada por el asesino serial que es Michael Myers -no Mike Myers, el comediante de El mundo según Wayne-, y de la muerte de su hija. Vive con su nieta mientras le da los apuntes finales al libro en el que relata y detalla su experiencia con el asesino. Y todos sabemos que, se llame o no La noche final, va a haber un encuentro entre Laurie y Michael. Es inevitable. Lo que se podía evitar era que fuera entre anodino y reiterativo. La primera Halloween marcó, fue un mojón en el cine de terror, algo que La noche final, no. Es más, podemos decir sin sentirnos afligidos o apenados, que por fin termina.
El escocés Gerard Butler, desde que fue el rey Leónidas en 300, no es de andarse con muchas vueltas a la hora de que sus personajes tengan que pasar a la acción. Si hay algo que no hacen es quedarse quietos, les podrán pegar duro, torturar o lo que sea, pero Gerard se las arregla, por lo general, para llegar vivo al último acto. Tanto éxito cosechó que ahora, estos mismos momentos, tiene otras cuatro películas en posproducción, y cuatro más en preproducción, en lista de espera para iniciar sus rodajes. Y sí, la mayoría son relatos de acción. A Butler le ofrecen -y lo que a veces es grave, él acepta- papeles de padre o esposo que debe velar por la seguridad de su familia. Aquí es Will Spann, un hombre que ama a su mujer, pero bueno, parece que ella ya no. O no tanto, porque la película nos muestra cómo Will agarra su auto y lleva a Lisa (Jaimie Alexander, Sif en las películas de Thor) rumbo a la casa de sus padres. Podrán decir que para que se tome un tiempo, o distancia, o lo que sea, pero cuando Will para en una estación de servicio, y Lisa entra, bueno, Will no la verá más a Lisa. Y no porque le agarre miopía, sino que ella, misteriosamente, desaparece. Nadie sabe adónde fue. ¿Se escapó? ¿La secuestraron? ¿Eh? Acción y suspenso, ponele Vista por última vez es un filme de acción y suspenso. Lo de acción, esperen que Will vaya uniendo cabos, se deshaga del policía (Russell Hornsby, de The Hate U Give) y empiece a buscar a quien desea ser su futura ex. Lo de suspenso se termina pronto. Y aquellos que le critican a Butler ser actor de una sola nota y un solo perfil (o un solo gesto; a Bruce Willis lo caracterizaba ése , como de oler caquita, y mal no le iba), bueno, en Vista por última vez tienen material como para darle sin descanso. ¿Está mal la película? No. ¿Entretiene? Sí. ¿Es creíble? Bueno, si pagan una entrada para ver una película con Gerard Butler, que no sea RockanRolla o una de ésas, y pretenden que lo que vean sea más o menos real, están pidiendo pelar un amanzana y que tenga gusto a ciruela. Algo que Brian Goodman, que suele ser más actor que director, ésta es su tercera realización, no está para nada dispuesto a poner un pie sobre la tierra y sí volar su imaginación con varias escenas de violencia bien, pero bien gráfica.
Es un filme, si se quiere, de misterio, pero también una sátira social la que protagonizan Christian Bale, Margot Robbie y John David Washington en Amsterdam. "Mucho de esto realmente sucedió", pero a diferencia de hechos que los argentinos recordamos con vivacidad, no son muchos los estadounidenses que están al tanto del intento de golpe de Estado que sufrió el presidente Franklin D. Roosevelt en los años ’30. David O. Russell (El lado luminoso de la vida, Escándalo americano, Tres reyes) se nutre de ello e imagina una historia con tres amigos que se conocen en el transcurso de la Primera Guerra Mundial, en Europa. Bale es el Dr. Burt Berendsen, que perdió un ojo en el conflicto bélico, y que junto a Harold Woodman (Washington) fueron asistidos por Valerie, una enfermera voluntaria (Robbie), que les extrae la metralla de sus cuerpos. Bueno, Valerie guarda todo el metal retorcido de los cuerpos de todos sus pacientes, para luego hacer “arte” con ella: teteras. Y es en Amsterdam adonde ella lleva al dúo de soldados a una suerte de retiro bohemio. Hasta que, de pronto, ella desaparece, estamos en los años ’30 y en Nueva York, el doctor, que ahora atiende sin cargo a otros veteranos de guerra heridos, y Burt, un abogado exitoso que quiere ayudarlo a montar una Reunión de veteranos de guerra, se ven incriminados como sospechosos de un asesinato. Necesitan salvar su buen nombre, antes de terminar presos, y allí, de manera imprevista, encontrarán a Valerie y volverán a formar ese trío de amigos -bueno, habrá algún que otro beso entre ella y Howard- que tan bien la pasó en la vieja Holanda, cantando canciones inventadas y bailando y bebiendo. Como le suele gustar a Russell, tiene un elenco con muchos papeles importantes, y también como le suele suceder, está lleno de estrellas de Hollywood. ¿Tienen para anotar? Al trío mencionado súmenle a Rami Malek y Anya Taylor-Joy, como el hermano de Valerie y su esposa, Robert De Niro como un general, Michael Shannon y Mike Myers como dos agentes muy especiales, Taylor Swift, Chris Rock, Zoe Saldana, El mensaje político que da Russell, que ve en el presente señales suficientemente preocupantes como para rescatar del olvido -apoyos de empresarios estadounidenses a golpistas… y sus simpatías con Hitler y Mussolini- es otro giro sorprendente, pero siempre dentro de una sátira en la que los gags son tanto verbales como físicos, y las vueltas de tuerca bien pensadas y mejor ejecutadas. Pero es eso que une a Valerie, Burt y Howard lo que mantiene la cohesión entre tantas sorpresas y personajes nuevos, que se suman nunca para confundir, sino para alimentar más a la trama. Bale se luce como comediante, Robbie es fascinante con su personaje misterioso y Washington, que en términos de actuación, es el más medido de los tres, dentro de un elenco notable en una película divertida y atrapante.
Ya ni sonreír es sinónimo de alegría para el cine de Hollywood. Los personajes de Sonríe tienen un trauma, pero un trauma de aquéllos. El espíritu maligno -o algo así, porque es bastante vago, y más vago aún fue el guionista, que no lo especificó- que se apodera de ellos va alimentándose de ellos y propagándose de uno a otro. Es el ciclo sin fin, que los mueve a todos hacia la muerte. La doctora Rose Cotter (Sosie Bacon, del elenco de la miniserie Mare of Easttown) es una terapeuta que no llega a conocer del todo a una nueva paciente, porque se le muere enseguida. En realidad, se suicida delante de ella, en el hospital donde atiende. Laura, que así se llamaba la joven, se quita la vida no antes de decirle a Rose que “algo” está tratando de atraparla. Pero por más que intenta explicarle qué o quién (“parece gente, pero no es una persona”, dice), al menos llega a balbucear, temblorosa y atemorizada, que lo que fuera la sigue desde que ella vio cómo un profesor suyo se suicidaba a golpes de martillo. Y sí, el tipo parece que sonreía. Como lo hace Laura antes de cortarse la garganta, delante de Rose. Perspicaces, abstenerse No hace falta ser muy perspicaz para suponer que, llamémoslo “Eso”, no en honor al It de Stephen King, pero probemos, se pasa de una víctima a otra. Y como todo tiene que ver con todo, y más en las películas de terror, a Rose la altera singularmente lo que presenció, porque su madre también se había suicidado. Y para que vean que el mundo es un pañuelo, el policía al que le asignan el caso por la muerte de la chica que se desangró es un ex novio de Rose. Pero no, antes de gritar ¡Bingo!, quien es su actual pareja, Trevor (Jessie T. Usher: su apellido, que remite a un clásico cuento de Edgar Allan Poe) no le cree nada a Rose de que un ente o algo parecido y sobrenatural la está acechando. ¿Y quién le cree? Acertaron: Joel (Kyle Gallner, de la última de Scream), su ex. Porque lo que es la familia de Rose, como su hermana y cuñado -vean el regalito que la tía Rose le lleva de cumple a su sobrinito-, no. La película de Parker Finn, que debuta en la dirección de un largometraje con Sonríe, sigue los lineamientos de los relatos de terror de este siglo, y del anterior también. ¿No habrá alguna víctima que haya escapado del maleficio? ¿No estaría bueno ir a visitarla? ¿No estará, por casualidad, recluida en algún hospicio o algo similar? No hay que ser tan negativo, ni preguntarse tanto arrancando con un no, cuando Sonríe depara algún que otro buen susto. Y nada más. Ah, claro, por supuesto, el final deja una puerta abierta para una continuación. ¿O ésta no es una película de terror?