Sin duda, Suspiria es una de las películas más fascinantes de Darío Argento. Y también una de las mejores películas de terror de los ’70, una década privilegiada para el horror en el cine. Para muchos, es su obra maestra – aunque, a decir verdad, Inferno compite cabeza a cabeza, y hasta quizás es mejor. Entonces, ¿qué necesidad había de hacer una remake? El primer motivo es obvio: con el marketing adecuado, se podría ganar mucho dinero. O no. Porque la apuesta es muy arriesgada. Segundo motivo: porque podría ser un gran proyecto para que se luzca un cineasta ambicioso. Más precisamente, un director de cine de autor o de mainstream con rasgos de autor. Y esto también tiene riesgos importantes. Sea como fuere, Lucas Guadagnino, el director de El amante, A Bigger Splash y la oscarizada Call Me By Your Name, dijo que hizo su remake de Suspiria pensándola como un homenaje inspirado en su experiencia como espectador, siendo adolescente, al ver la original. Lamentablemente, resultó ser un homenaje no correspondido ya que al propio Argento no le gustó nada y expresó que Guadagnino traicionó el espíritu de su película. Y tiene razón. Porque la Suspiria de Argento es un giallo demente, un cuento de hadas atemporal y barroco lleno de muertes sangrientas, una película de terror desmesurada y visceral. Estéticamente, tiene una puesta en escena formalista, con una paleta de colores primarios y furiosos, y un diseño de producción casi surrealista. Es una ensoñación bellísima. En cambio, la remake es más un thriller de un realismo estilizado que una película de terror desaforada. También es un relato contemporáneo que incorpora una mirada histórica, social, política y feminista. Tiene un par de muertes impresionantes, muchísimo gore en la larga escena del clímax, y un muy buen uso de los efectos especiales. Su tono es frío y desapasionado, muy acorde a su desaturada paleta de colores de grises, verdes y ocres – excepto cuando un rojo encendido tiñe los trajes de las bailarinas e inunda toda la secuencia del clímax. De ensoñación, ni hablar. Pero las escenas de danza sí impactan, sobre todo en su montaje tan exacto y contundente. En síntesis: es una película muy diferente. Pero no necesariamente por eso tiene que ser mala. Porque no todos sus cambios son negativos en sí mismos. Es un mérito que Guadagnino no haya intentado copiar la estética de Argento, ni en sus colores ni en su deliberada artificialidad. ¿Qué sentido tendría hacerlo? La presencia del contexto social y político podría haber sido un acierto. Del mismo modo, hacer de la naturaleza de la danza uno de los centros de la narrativa, tal vez representando así el poder demoníaco de las brujas, no es una mala idea. Lo que pasa en esta Suspiria que hace que sea tan visiblemente mediocre es algo mucho más elemental: no funciona en sus propios términos. Es decir, mucho de lo nuevo está mal hecho. Al menos durante casi toda la segunda mitad. Considerando que este homenaje fallido dura 150 minutos (versus los 100 minutos de la original), la mitad es mucho tiempo. Todo transcurre en Berlín, antes de la Reunificación Alemana, en 1977 (el año del estreno de la Suspiria de Argento) durante el período conocido como el otoño alemán, cuando terroristas de la Fracción del Ejército Rojo (RAF) secuestran a Hanns-Martin Schleyer, destacado dirigente empresarial alemán y antiguo oficial del nazismo. Apenas semanas después se produciría otro secuestro: el del vuelo LH181 de Lufthansa por parte del Frente Popular para la Liberación de Palestina bajo la dirección de miembros de la RAF. De ahí, entonces, las revueltas, los bombardeos y los enfrentamientos con las fuerzas del orden de esta Berlín dividida. Mientras tanto, Patricia (Chloë Grace Moretz, ligeramente sobreactuada), una joven y deseperada estudiante de la Academia de Danzas Tanz, intenta convencer a su psiquiatra, Josef Klemperer (una irreconocible Tilda Swinton, con un maquillaje impecable) de que la academia está dirigida por brujas. Por supuesto, el psiquiatra cree que Patricia delira y hasta se podría decir que su delirio le resulta fascinante. Pero cuando, días después, Patricia desaparece, el buen hombre decide investigar qué es lo que está pasando en la Academia Lanz – aunque se especule que la desaparición de la joven está relacionada con su posible participación en movimientos políticos. Eso por un lado. Porque, aparte, el Dr. Klemperer vive apesadumbrado, mejor dicho torturado, por otra desaparición: la de su esposa durante la Segunda Guerra. ¿Se escapó de los nazis? ¿Vive en otro país bajo una nueva identidad? ¿O murió durante el Holocausto? A todo esto, Susie (Dakota Johnson), una talentosísima bailarina proveniente de una familia de menonitas de Ohio, EEUU, llega a la prestigiosa academia de danzas y sin mucho esfuerzo deslumbra a Madame Blanc (Tilda Swinton, otra vez), una de las directoras/brujas. Así, no solo se convierte en una estudiante brillante, sino también en el objeto de deseo de las brujas, quienes necesitan encontrar una joven como Susie para que entregue su cuerpo como recipiente a la casi moribunda Madre Helena Markos (Swinton, una vez más irreconocible). También están los celos y luchas de poder en el aquelarre (entre las brujas y también entre las estudiantes), los secretos y las revelaciones, más todas las (muchas) metáforas que la danza propone. Y unas cuantas cosas más, entre ellas una investigación policial con dos agentes bastante estúpidos. Como uno de sus rasgos feministas, esta Suspiria tiene un elenco casi exclusivamente de mujeres (los dos policías son la excepción), y entre ellas están Angela Winkler e Ingrid Caven, como brujas, y la misma Jessica Harper (la Susie de Argento, quien aquí interpreta a la esposa del psiquiatra en una subtrama). Y claro que se agradece la presencia de estas actrices, sus miradas y sus rostros no pasan desapercibidos. Solo que estas dos brujas son personajes sin desarrollar, son apenas bosquejos. Y a Harper no la ayuda ser la protagonista de otra subtrama que nunca termina de cuajar. Es que recurrir nada menos que al Holocausto (¿cómo alegoría de qué, exactamente? ¿o solo es un marco histórico innecesario? ¿o hay que tomar en serio un par de alusiones obvias) y hacerlo de una manera tan superficial es hasta ofensivo. Sin embargo, en el caso de Swinton y Johnson, las dos grandes protagonistas, Guadagnino sí construye mujeres fuertes, con presencia y, al menos, con algunos matices. Y las interpretaciones están muy afinadas. Pero siempre queda la sensación de que el feminismo está tomado como tema solamente para ser enunciado, sin voluntad de elaborar discurso alguno. Es solo un gesto. Y este mismo gesto oportunista también aparece en las referencias a la RAF, a los secuestros de Hanns-Martin Schleyer, y al avión de Lufthansa. Acá tampoco se profundiza en nada. Existe la pretensión de hablar de la Historia con mayúscula, pero la verdad es que no se dice nada relevante. Por eso, no hay una conexión genuina con la trama principal. En otro registro, están los flashbacks de la subtrama que habla de Susie y su madre, cuando ella era una niña. Y aunque esta vez esto sí tiene un sentido dentro de la trama principal, no deja de ser otra línea más que contribuye, muy a su pesar, a diluir la tensión y la fuerza de la película. Demasiadas pequeñas historias, casi todas poco significativas, de la mano de un director que no sabe muy bien qué hacer con ellas. Claro que sí sabe como plantearlas, darles un puntapié, hacer que entren en movimiento. En este sentido, Guadagnino prepara bastante bien el terreno. Por eso toda la primera mitad funciona bastante bien. Y hasta promete, incluso con su estilo tan diferente al de Argento. Seguramente la secuencia más impresionante es aquella en la que Susie deja a todas las mujeres boquiabiertas con su ejecución excelsa de un tipo de danza dificilísima (también un despliegue insospechado de magia negra) que tiene un efecto mortal en una compañera atrapada en un salón cercano. Basta decir que hay huesos que se quiebran violentamente, piel que se rasga y lacera, y golpes tremendos que hacen del cuerpo un escenario de un sufrimiento extremo. Más escalofriante, imposible. Y todo está filmado con una precisión y eficacia admirables, desde la muy cuidada fotografía hasta el montaje crispado, pasando por el sonido tan perturbador. Claramente, la técnica cinematográfica es inmejorable. Aún así, lo más frustrante de esta Suspiria es cómo un director con muchos recursos es víctima de su propia ambición y desaprovecha todo lo que potencialmente tenía a su favor (incluyendo el cambio de estética). Porque se nota que hay momentos muy inspirados y otros que están cerca de serlo. Incluso, hasta cierto punto, se genera cierta intriga. Pero como thriller de terror es demasiado cerebral como para dar miedo. Es más, es una película que, en términos generales, ni siquiera intenta estremecer. No parece ser la mejor de las elecciones. Ah, y digámoslo de una vez: el final es pésimo, indigno de una película de brujas (y eso es decir poco). Incluso antes del final ya hay unos cuantos desvíos incongruentes y arbitrariedades varias. Por eso, cuando todo empieza a derrapar, queda bien claro que este relato con demasiadas pretensiones no tiene la solidez necesaria para mantenerse en pie. Mejor hubiera sido que Guadagnino dejara a Suspiria en paz y, en todo caso, filmara una secuela de Call Me By Your Name, que, más allá de gustos personales, está muy bien dirigida y sí satisface las expectativas que genera. Porque si es cierto, como se rumorea, que Guadagnino ya tiene en mente una precuela para su Suspiria donde contaría la historia de Helena Markos, entonces ni el aquelarre más poderoso puede salvar al cine de terror de ese ataque. Esperemos que se arrepienta.
“Moisés Ville ocupa un sitio importante en la historia de la comunidad judía argentina: fue el lugar elegido a fines del siglo XIX por un grupo de familias llegadas de la Rusia zarista, que buscaban regenerar al pueblo judío volviéndose agricultores. Pero lo que yo quería mostrar en la película no era esa historia, bien conocida, sino los esfuerzos de un puñado de descendientes de aquéllos pioneros por mantener viva la memoria judía del pueblo en la actualidad, cuando la gran mayoría poblacional es católica”, dice Iván Cherjovsky acerca de La Jerusalén Argentina, su ópera prima co-dirigida con Melina Serber, un documental que bien podría haber sido meramente anecdótico o informativo y que, sin embargo, es mucho más que eso. Porque que La Jerusalén Argentina informa y tiene anécdotas pintorescas es verdad. Pero detrás de los datos y la superficie de las cosas, este documental construye un retrato lúcido de un pueblo rural que intenta apuntalarse en el presente frente a tiempos de cambios. Es que en este lugar al que llegaron cientos de personas a fines del siglo XIX (y que inspiró la creación de la Jewish Colonization Association, la empresa que trajo al país a 30000 colonos judíos) hoy quedan apenas 150 descendientes de aquellos míticos gauchos judíos. Lo que se dice un pueblo casi fantasma. Pero eso no significa que esté hundido en la melancolía o el abandono. Todo lo contrario. Si bien se trata de una comunidad reducida y envejecida, no por eso deja de ser muy activa. Gracias a su importante y muy bien conservado museo, los lugareños atesoran las reliquias de sus ancestros, en algunos casos casi en perfecto estado. También organizan pequeños circuitos para que los turistas conozcan el pueblo, con sus sinagogas como atracción principal. Por más pequeño que sea Moisés Ville, siempre hay algo interesante por descubrir. Por otra parte, el evento que todos esperan entusiasmados es la Fiesta de Integración Cultural, que celebra la convivencia en la diversidad. También es el momento para honrar la memoria de los gauchos judíos de un modo festivo. En tanto documental, La Jerusalén Argentina se hace entrañable por un motivo en particular: su informalidad y afabilidad a la hora de recoger testimonios y retratar las historias de los lugareños. Porque lo que se pone es escena es su vitalidad, su espíritu juvenil, su voluntad de seguir viviendo lo mejor posible. Luminosa es la mirada de los realizadores, que nunca, ni por un momento, caen en la tentación de hacer del pueblo un lugar de excéntricos viejitos bonachones. Sí hay humor y del mejor, e incluso lo hay cuando se habla de la muerte, que sorprende y lacera como lo hace en cualquier otro lugar del mundo. Y, después, la vida continúa. Como siempre. Fotográficamente, la ópera prima de Cherjovsky y Serber está muy cuidada. No de una manera que llama la atención sobre sí misma, sino siempre buscando el mejor encuadre y la mejor composición del plano para dar cuenta de la singularidad de los espacios de este lugar con tanta historia. Por momentos, parece que todo está detenido en el tiempo, que uno vuelve décadas atrás y es testigo de cómo era el día a día antes de la posmodernidad y las nuevas tecnologías. No porque Moisés Ville esté atrasado, no es ése el caso, sino porque la presencia de lo humano se impone a la de la tecnología. Eso es algo que no se ve usualmente. Y que también merece ser celebrado, del mismo modo que se reivindica la batalla contra el paso del tiempo y el olvido.
Ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada al Oscar a mejor película en idioma extranjero, Somos una familia, el nuevo opus de Hirokazu Kore-eda (After Life, Un día en familia, Después de la tormenta, Nuestra hermana menor) explora, una vez más pero sin redundancia, uno de los temas centrales en la obra del japonés: los vaivenes, entramados y matices de las familias. Más precisamente, su nueva película comulga con la noción de que el verdadero hogar está allí donde está el corazón. O, dicho de otro modo, tal como lo expresa uno de sus personajes: “A veces es mejor elegir a tu propia familia”. A lo largo de toda su obra, Kore-eda ha observado muy de cerca la naturaleza de los vínculos para preguntarse acerca de qué hace que seamos quienes somos. ¿Es una cuestión de la naturaleza o una cuestión de crianza? ¿Qué nos hace ser hijo o hija? Del mismo modo, ¿qué hace que un padre o una madre sean, efectivamente, padres o madres? ¿Es una cuestión biológica o una cuestión de crianza? Dos de sus películas más sobresalientes, Nadie Sabe y De tal padre, tal hijo, abogan por pensar las identidades en función de cómo se han construido los vínculos, es decir en función de su historia, no en cómo han sido dispuestos por la biología. En Somos una familia, Kore-eda hace foco en, justamente, una familia que desde una mirada convencional podría ser pensada como disfuncional, como mínimo. Pero, desde la óptica de los afectos, es difícil encontrar aquí algo importante que no funcione. De perfecta no tiene nada, eso seguro, pero sí es una familia amorosa. Y muy peculiar. Es que la familia Shibata – con el padre, Osamu (LiLy Franky), la madre, Nobuyo (Sakura Ando), el hijo casi adolescente, Shota (Kairi Jyo), la hermana menor de Nobuyo, Aki (Matsuoka Mayu), y la abuela (Kirin Kiki) – se las ha arreglado para vivir con poco. Están todos juntos en un pequeño departamento, sin privacidad, con no pocas carencias materiales y con fuentes de ingresos mínimas. El padre es obrero de la construcción, la madre trabaja en una lavandería, y su hermana menor, vestida de colegiala sexy, es modelo de números eróticos en un chat para hombres. Como ingreso extra, está la pensión de la abuela. Pero aún sumando todo, es poco dinero y no alcanza para solventar todos los gastos de una familia numerosa. Por eso, para conseguir comida extra y demás, padre e hijo se dedican a cometer hurtos varios en negocios de la zona, sin violencia alguna. Una noche, volviendo a casa con comestibles robados, Osamu y Shota descubren a una niña pequeña en la calle, buscando comida dentro de la basura. Se nota que se fue de su casa o que la echaron. Se escuchan, también, los gritos de una mujer discutiendo con un hombre en un departamento cercano. Y queda claro que esta madre no quiere volver a ver a su hija. Padre e hijo llevan a la niña a su casa, con la idea de hospedarla solamente durante la noche, y después se verá. Porque alimentar una boca más no es la mejor de las ideas. Sin embargo, cuando la abuela descubre moretones y cicatrices en el cuerpo de la niña, la familia decide quedarse con ella. Y le cambian el nombre: ahora se llama Yuri. Lo que sigue es impredecible. Porque en esta familia existe una historia detrás de lo que se ve a simple vista, con secretos y revelaciones, con gestos altruistas y otros no tanto. Kore-eda va desnudando los pliegues de un grupo humano con vínculos afectuosos, pero complicados. Y da cuenta, también, de todo un escenario en el orden de lo social que incluye, eventualmente, a la injerencia del Estado para proteger a los menores – y que, como es habitual, termina resultando en un perjuicio. Mostrar a esta familia con sus penurias económicas equivale a mostrar a muchas otras familias del Japón de hoy en situaciones similares. Porque como todos los grandes directores, cuando Kore-eda aborda un objeto en particular no deja nunca de trazar los rasgos de su universalidad. Es un cineasta que aborda plenamente la dimensión social sin ser estrictamente un cineasta de lo político. A medida que se van haciendo visibles todas las aristas de situaciones compleja, la mirada es siempre empática, pero no por eso deja de ser crítica. Kore-eda no juzga a este padre que enseña a sus hijos a robar, pero tampoco lo disculpa como si no significara nada. Es verdad que su empatía hace que todo se vea de un modo más humano, pero esa humanidad incluye considerar las inevitables consecuencias que toda acción tiene. Lejos se está aquí de cualquier tipo de simplismo. Aparte de la profundidad y la sutileza con las que el cineasta japonés aborda los contenidos, lo que hace que sus películas sean tan maravillosas – y lo que lo enlaza con el cine de Yasujiro Ozu y Mikio Naruse – es la sofisticación narrativa para que los sentidos vayan surgiendo casi sin querer, casi sin que uno se dé cuenta, a partir de los hechos más mínimos y los gestos más pequeños. Nada se dice de golpe, nada se explica ni se grita a los cuatro vientos. Nunca. En cambio, Somos una familia construye un drama de senderos que se bifurcan, se anudan, se tensan, y justo antes de llegar al final se despliegan en todas sus dimensiones. Es recién entonces cuando uno puede intentar asimilar todo lo que ha visto para ver con precisión el cuadro completo. Ahí se liberan muchas de las emociones contenidas, algunas felices y otras no tanto. Como la vida misma.
El austríaco Hans Hurch, quien falleció en julio de 2017 a sus 64 años, fue director artístico del Festival de Cine de Viena (la Viennale) y supo hacer de ese festival un evento para recordar. Hombre excéntrico y de gustos diversos, nunca un elitista ni un purista, Burch era amigo del realizador argentino Gastón Solnicki (Papirosen), a quien conoció a propósito del estreno de Süden (2008), la ópera prima de Solnicki. Desde entonces, Hurch desplegó una mirada crítica y entusiasta sobre su obra. Al director artístico también se lo consideraba sinónimo de Viena, y por eso, entre otras cosas, su pérdida hoy no pasa desapercibida. ¿Quién mejor que Solnicki, entonces, para darle forma a su ausencia? Eso es, precisamente, lo que Introduzione all’oscuro logra hacer. Al igual que sus obras previas, la nueva película de Solnicki no tiene nada de convencional. Es un documental, sí, pero no es solamente eso. Porque a Introduzione all’oscuro se lo puede pensar como una ficción, también, cuya trama gira alrededor de un investigador (Solnicki) que recorre algunos de los lugares que Hurch visitaba, como queriendo asir los objetos y momentos transitados por él, como intentando personificarlo y así hacer que vuelva a estar vivo, aunque sea ilusoriamente. Como un espectro que busca habitar el plano de los vivos, Hurch se hace presente a través de su voz (y apenas algunas imágenes) capturada para siempre en las grabaciones en las que el austríaco critica aspectos varios de Papirosen, ante la escucha atenta del cineasta. Sus reflexiones son de carácter singular, sin duda, pero son también universales ya que pueden pensárselas en relación a muchas otras cosas, no solamente a la ópera prima de Solnicki. Lo mismo podría decirse de Introduzione all’oscuro, que ya promediando el metraje es, en gran medida, un ensayo fílmico de una considerable libertad estética y narrativa. Así, el recorrido del realizador por las calles de Viena adquiere un carácter narrativo, no meramente descriptivo de la belleza de la ciudad. Hay una sensación de tristeza que flota en el aire, pero no de una tristeza depresiva. Casi se podría decir que es una tristeza bienvenida. Porque aquí el duelo por la pérdida de un amigo no se convierte en un lamento desgarrador, sino en una mezcla de melancolía y nostalgia. Por eso, en los bellos paisajes urbanos vistos a través de la óptica de Rui Pocas (el talentoso director de fotografía de Zama) subyacen muchos sentimientos que el discurso elige no manifestar. Y no solamente la ciudad se luce, también hay interiores íntimos y colectivos a la vez, como el tradicional cine Gartenbaukino, que evocan una época llena de belleza y amor por el cine. Hurch tenía solamente un traje negro hecho a medida y lo usaba hasta que la tintorería ya no lo aceptaba más. A partir de esta inusual característica, Solnicki construye una escena no exenta de humor que se convierte en un pequeño gran homenaje al director de la Viennale. De hecho, Introduzione all’oscuro fue pensado como un film homenaje en sí mismo. Y salió muy bien. Porque resultó siendo tan singular, tan único, como lo era el homenajeado. Introduzione all’ oscuro (Argentina, Austria, 2018) Puntaje: 8 Escrita y dirigida por Gastón Solnicki. Fotografía: Rui Pocas. Montaje: Alan Segal. Duración: 71 minutos.
"El tema de la violencia siempre me ha interesado porque era parte de mi vida, ya que en el paso de la juventud a la edad adulta viví los horrores de la dictadura brasileña. Plaza Paris, sin embargo, va más allá de eso. Es una película que trabaja sobre el miedo y la paranoia dentro de una relación entre dos personas con diferentes clases sociales y diferentes experiencias. Me parece que el miedo al otro está muy presente en la sociedad brasileña actual. Más actual que nunca, este miedo está en todos partes”, dice la cineasta brasileña Lucía Murat (Casi hermanos, Memorias cruzadas) acerca de su nueva película, ganadora de los premios a mejor director y mejor actriz (Grace Passô) en el Festival Internacional de Río de Janeiro. La realizadora también ha dicho que Plaza Paris es un thriller basado en de hechos reales, y es verdad que se la puede pensar como un thriller, aunque no creo que ése sea el fuerte de la película. Es más atinado pensarla como un drama intimista con una fuerte proyección social y política, con algunos rasgos del thriller. Desde esta óptica, Plaza Paris es una obra perturbadora, de un impacto visceral, aún con sus desaciertos. Gloria (Grace Passô) es ascensorista en la Universidad Pública de Río de Janeiro y nació, se crió, y vive en la favela. Desde los 10 hasta los 15 años fue abusada sexualmente por su padre en forma sistemática. Su hermano, Jonas (Alex Brasil), es jefe de una banda de narcotraficantes y está preso, desde hace ya mucho tiempo, por haber matado a su padre. Es que un día no aguantó más ver el sufrimiento de su hermana y acuchilló a ese padre tan abusivo como temido. Desde entonces, Gloria lo visita en la cárcel, le lleva comida, lo acompaña como puede. Y Jonas, aún estando preso, sigue teniendo contacto con el exterior y, aparte, su poder no ha disminuido con el tiempo. A su vez, Camila (Joana de Verona) es una joven psicoanalista portuguesa que llegó a Río para terminar su tesis doctoral sobre casos de violencia y ahora atiende gratis a Gloria en la Universidad. Al principio, todo va bien, psicoanalista y paciente construyen un vínculo terapéutico donde prima la confianza. Pero, con el correr de las sesiones, Gloria cuenta cosas que incomodan, y hasta asustan, a Camila. Es que sus relatos de violencia y criminalidad, sumados a la potencial amenaza que representa su hermano narcotraficante, hacen que la psicoanalista empiece a tener miedo de su paciente, de su entorno. Mejor dicho, empieza a sentir paranoia y mucha. Aparte, también es verdad que el peligro real está presente a la vuelta de la esquina. Plaza París llama la atención, en primer lugar, por el calibre de las interpretaciones de sus protagonistas. Grace Passô construye una Gloria con quien se puede empatizar, una mujer abusada y marcada por una vida sin oportunidades. Pero, también se presenta como una mujer de armas tomar, alguien que podría hacer cosas impensables en aras de buscar justicia o venganza. Porque la Gloria de Passô es una personaje complejo, sorprendente, vivo. Por su parte, la Camila de Joana de Verona es el contraste perfecto de Gloria. Blanca, educada, sin prejuicios (¿o acaso están escondidos?), es un personaje que cree conocer el terreno que transita pero, en verdad, no lo conoce. O quizás sí, pero solo en teoría. Y en Plaza Paris la teoría no sirve de mucho. Así, el vínculo entre estas dos mujeres tiene espesor, solidez, verosimilitud – a pesar de algunos momentos donde cierta tendencia a un drama exacerbado hace un poco de ruido. Se las siente cercanas y esa cercanía, en este contexto social y político, no puede sino resultar delicada y amenazante. Si la pelicula fuese solamente un drama, no tendría mayores fisuras. Pero lo que no funciona del todo bien es su parte de thriller: las revelaciones no sorprenden mucho, algunos acontecimientos están un poco tirados de los pelos y la figura del hermano es un tanto unidimensional – otro personaje desdibujado es el novio de Camila, un actante sin acciones. Tampoco funcionan del todo bien los segmentos oníricos y las fantasías evocadas por las mujeres. Es que se sienten forzadas estilísticamente. Pueden ser atractivas visualmente, pero son disruptivas estéticamente. Pero sí es interesante lo que se dice a partir de esas fantasías, lo que las mujeres expresan en el discurso durante sus sesiones. En este caso, las palabras valen más que mil imágenes. En esencia, Plaza París es valiosa y memorable por lo bien que expone cómo la continua circulación de la violencia y el miedo al Otro son el centro de una sociedad sumida en una crisis terminal. En este sentido, la película estremece – más aún a la luz del reciente triunfo de la ultraderecha de Bolsonaro, que promete seguridad a través de mano dura y represión – y es tan implacable en su mirada como certera en sus apreciaciones. Porque aún con las mejores intenciones, hay contextos en los que se puede hacer poco y nada para cambiar el status quo. Puede existir una ilusión de un cambio pero, al fin y al cabo, la realidad descarnada es la única verdad posible. Plaza París (Praça Paris, Brasil, 2018) Puntaje: 7 Dirigida por Lucía Murat. Escrita por Lucía Murat, Raphael Montes. Con Joana de Verona, Grace Passô, Marco Antonio Caponi, Babu Santana, Digao Ribeiro. Fotografía: Guillermo “Bill” Nieto. Montaje: Mair Tavares. Duración: 110 minutos.
“Perpetrado desde los inicios del Estado argentino, el intento sistemático de exterminio de los pueblos originarios continúa hoy. El monte ha sido testigo de innumerables formas de ofensa contra las comunidades. Hay una historia y un presente de persecución y de silencios. Esta fue nuestra premisa para armar la película”, dicen Ignacio Ragone, Juan Fernández Gebauer y Ulises de la Orden, directores del documental Chaco. Y agregan: “Comprendimos que para contar esta problemática no alcanzaba con hablar con académicos, sino que había que ir al lugar de los hechos: la historia tenía que ser contada en Santiago del Estero, Chaco, Formosa, Salta. Quisimos focalizarnos en las voces de quienes sufrieron esas injusticias y de quienes las sufren como parte de una herencia cultural racista”. Hablada en qom, wichí, pilagá y castellano, Chaco está articulada alrededor de las historias de vida de cinco hombres de diferentes comunidades originarias del Gran Chaco. Sus historias son la prueba viviente de la lucha de todo un pueblo, desde la llegada de los blancos hasta el presente. Y en sus palabras hay tanto dolor como heridas en carne viva, pero también existe la determinación de luchar para defender lo que les corresponde, pase lo que pase. Uno de estos hombres es Israel Alegre, quien fue designado por los chamanes como el hacedor de justicia luego de represión feroz que sufrió su comunidad en 2002 por parte del Estado. Valentín Suárez es cazador, docente y cacique de nada menos que ocho comunidades, y con su moto atraviesa el territorio argentino asesorando a quienes necesitan defenderse de la usurpación del hombre blanco. Por otra parte, Juan Chico y Laureano Segovia son historiadores. Chico recorre Argentina en busca de sobrevivientes de masacres varias mientras que Segovia graba, con una vieja casetera, las historias que los ancianos quieren que no sean olvidadas. Finalmente, está Félix Díaz, un importante referente internacional en la defensa de los derechos de los pueblos originarios. Chaco tiene varios méritos, y no solo en el orden de los contenidos. En lo que respecta a los testimonios, los realizadores han sabido extraer lo que más importa del discurso, esas frases que todo lo engloban, para dar cuenta de una realidad contundente sin un exceso de palabras. Pero no son solo palabras, ya que estos relatos están afectivizados, no son recitados sino contados con dolor en el pecho y sangre en las venas. Pero a no equivocarse: aquí no hay panfleto alguno, no es necesario ya que los hechos hablan por sí mismos. Subrayarlos todo el tiempo sería contraproducente y los realizadores de Chaco saben muy bien cómo no excederse. Ese mismo cuidado por la forma está en diseño visual. Fotográficamente, éste es un documental que captura las texturas y el pulso de los territorios que recorre. La cámara está atenta tanto al gesto más pequeño de un rostro como a los trazos del cuadro general. Esquivando el preciosismo y apostando, en cambio, por el impacto de la crudeza de lo real, Chaco se adentra en un mundo casi desconocido por completo para gran parte de los espectadores. Lo revela y lo hace hablar. Cuenta su historia. Y al hacerlo, le da voz a su lucha por un presente mejor y un futuro digno. Chaco (Argentina, 2017). Puntaje: 7 Dirigida por Ignacio Ragone, Juan Fernández Gebauer, Ulises de la Orden. Escrita por Lucas Palacios. Con Félix Díaz, Hilario Vega, Valentín Suárez, Israel Alegre, Juan Chico, Laureano Segovia, J. Eli Díaz. Fotografía Sofía Fontenla. Animaciones: Adrián Noé y Dante Ginevra. Duración: 80 minutos.
No es ninguna novedad que hace ya un buen tiempo Gus Van Sant no filma películas de autor con los contenidos y el estilo tan personal que lo caracterizaron durante gran parte de su carrera. Sin duda, Paranoid Park (2007) fue su última mirada poética y elegíaca dentro de su singular universo de jóvenes marginales, abandonados y en perpetua deriva. Inmediatamente después vino Milk (2008), la historia de Harvey Milk y su lucha como activista de la comunidad LGBTIQ que lo llevó a ser el primer político abiertamente gay en California. Correcta y medida, sin innovaciones formales y con una narrativa que de tanto en tanto se empantana, Milk no representa ni remotamente lo mejor del director – no es Mala noche (1986), Mi mundo privado (1991), Gerry (2002), o Elephant (2004), su indiscutible obra maestra – pero tampoco es de lo peor, como En busca del destino (1997), Psicosis (1998), o Descubriendo a Forrester (2000), todas indefendibles. Quizás su última pequeña gran película sea Restless (2011), una muy sentida y amorosa meditación en forma de historia de amor acerca de cómo aprender a despedir a los muertos más queridos y cómo acompañar a otros, a los vivos, en sus últimos días. Un poco subvalorada por parte de la crítica, Restless es, sin embargo, una película que esquiva los lugares comunes de su tópico, es muy genuina y no busca salidas fáciles a conflictos que, al menos en principio, no las tienen. No vi Promised Land (2012) ni The Sea of Trees (2015), ninguna fue estrenada en Argentina y ambas fueron muy mal recibidas tanto por parte como del público. Y ahora, diez años después de Milk, se estrena No te preocupes, no irá lejos a pie, una versión cinematográfica de la novela de John Callahan (1951-2010), un muy conocido y controversial humorista gráfico estadounidense (de un humor negro, irreverente, macabro), también un alcohólico incontrolable que a sus 21 años, en 1972, tuvo un accidente automovilístico que lo dejó cuadriplégico en una silla de ruedas de por vida. El accidente ocurrió con su auto, después de haber pasado un día entero bebiendo, y el conductor era apenas un conocido con quien iba a una fiesta, quien salió completamente ileso. Para ser más precisos, Callahan se convirtió en humorista tiempo después del accidente durante su largo y arduo proceso de desintoxicación con el programa de los 12 pasos. Y que Joaquin Phoenix interprete a Callahan no es poca cosa. Porque uno de los logros incuestionables de No te preocupes, no irá lejos a pie, es su magnética composición que si bien comienza con no muchos matices, con el correr de los minutos se expande y complejiza. Lejos de recurrir a los tics para representar a los discapacitados, Phoenix encarna a un hombre sufriente y torturado, furioso con su vida; y aún así puede hacer del humor más negro un arte para rechazar la mirada social piadosa y bienpensante que no entiende nada. Le juega en contra que, aún con todo el maquillaje encima, el actor de 43 años nunca parece de 21, 25 o 30. Encima, las artificiales pelucas que le hacen usar son espantosas y distraen mucho. Con más razón, entonces, su actuación es para celebrar. Hace que uno pase por alto tamaños desaciertos. Por otra parte y para mal, No te preocupes, no irá lejos a pie recurre a lugares comunes, y también al tono, de las películas de superación personal vinculadas a una enfermedad o discapacidad. Pero, curiosamente, también hace lo contrario: en no pocas ocasiones todo se narra desde una óptica más realista. Es como si existieran dos películas entrelazadas: la película que Hollywood pide, simplista y aleccionadora; y la película de Van Sant, áspera y crítica. Lo bueno es que cuando la mirada Hollywoodense aflora, no dura mucho tiempo y aparece, en cambio, otra mirada, que de compasiva no tiene nada. Por un lado, entonces, están los integrantes del grupo de los 12 pasos al que Callahan va, entre ellos Kim Gordon (la cantante de Sonic Youth, que ya había aparecido en Los últimos días) y el queridísmo Udo Kier (que no necesita presentación). Aquí el tono es descarnado, punzante, respetuoso. Tal como son estos encuentros en la vida real, y no como en las películas mainstream donde sobran la condescendencia y la falsa luminosidad. Por eso irrita tanto el idealizado, edulcorado, e insustancial personaje de Rooney Mara, que intenta embellecer las circunstancias. Craso error. A diferencia de lo que ocurre con el héroe Hollywoodense, aquí se hace difícil empatizar con Callahan. Porque es un poco misántropo, considerablemente pedante y bastante egocéntrico. Se autocompadece por su destino, pero no le importa mucho el de los otros. Es que es un ser humano más real que los héroes de cartón pintado. Y eso es un punto a favor. Claro que cuando da vueltas como loco en su silla de ruedas, atravesando jardines con Rooney Mara acompañándolo, todo se torna ridículo. Como contraste, cuando unos chicos recogen a Callahan que está tirado en la calle y, con torpeza y naturalidad, lo sientan en la silla, el tono se vuelve desenfadado y hasta risueño. Por eso, en esta sucesión de momentos-Van Sant y momentos-Hollywood, No te preocupes, no irá lejos a pie no puede ser sino una película muy despareja. Pero lo que está bien, está muy bien. Y hace que uno se olvide un poco del resto. Tampoco se le puede achacar a la película su mirada de esperanza, superación y creencia en un ser superior- algo muy ajeno al universo escéptico del Van Sant más autoral - porque esto es propio del método de los 12 pasos. De hecho, el propio Callahan, como tantas otras personas, se recuperó gracias a estos grupos. En todo caso, Van Sant le hizo justicia. No te preocupes, no irá lejos a pie (Don't Worry, He Won't Get Far on Foot) EEUU, Francia, 2018). Puntaje: 7 Dirigida y escrita por Gus Van Sant (basada en la novela de John Callahan). Con Joaquin Phoenix, Rooney Mara, Jonah Hill, Jack Black. Fotografía: Christopher Blauvelt. Música: Danny Elfman. Montaje: David Marks, Gus Van Sant. Duración: 114 minutos.
Antes de Roma, de Cuarón había visto Y tu mamá también (2001), Niños del hombre (2006) y Gravedad (2013), y ninguna me resultó particularmente deslumbrante. Pero, Y tu mamá también, al menos, es una road movie diferente, con rasgos autorales, con buenas interpretaciones y una dirección muy afinada. No es poca cosa. Por otro lado, Niños del hombre, aún con sus trazos gruesos, es una película distópica por encima del promedio, con una más que interesante puesta en escena y, otra vez, con interpretaciones convincentes. A Gravedad la odié. Sufrí cada uno de sus tediosos 91 minutos. Un despliegue de virtuosismo técnico al servicio de un guión prácticamente vacío. Para peor, con dos actores insulsos. Por eso, tenía mis reparos antes de ver Roma. No ayudaba, en este caso, que tuviera tan, pero tan buena prensa y tantos premios (algo parecido pasó con Gravedad). Sin embargo, mis temores estaban infundados. Sin ser una obra maestra, creo que Roma es la mejor película de Cuarón. Aquí sí la narrativa y la estética construyen un todo moderadamente trascendente, una obra cinemática que tiene tanta belleza como hallazgos. Aún con sus excesos, Roma tiene mucho para decir y lo dice bastante bien. Ganadora del León de Oro a Mejor Película en el Festival de Venecia, distribuida internacionalmente por Netflix y estrenada en algunas salas de Argentina, Roma se sitúa en México DF durante 1970 y 1971, y hace foco en la historia de Cleo (Yalitza Aparicio), una joven de origen Mixteco que trabaja como empleada doméstica para una familia numerosa de clase media-alta en la colonia Roma, uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad. Cleo tiene una muy buena relación con su patrona (Marina de Tavira) y todavía una mejor relación con los cuatro niños. El padre aparece poco y nada, y pronto será un hombre ausente por completo. Cleo, por su parte, va a experimentar otra ausencia cuando el joven con quien se ve la abandona de un día para otro (por un motivo muy común). Es que, al fin y al cabo, las mujeres siempre están solas. Como marco social y político para esta historia intimista narrada desde el punto de vista de Cleo, Cuarón retrata un país en una época convulsionada y peligrosa. Entre otras cosas, el gobierno les quita las tierras a los pueblos originarios, se forman cuerpos paramilitares, las protestas son reprimidas con brutalidad y hay cuerpos que desaparecen. Y esto es solo el comienzo. Algunos le han cuestionado a Cuarón que la relación entre Cleo y la familia para la que trabaja es un tanto idílica porque, precisamente, la tratan muy bien y es casi como si ella fuera parte de la familia. Creo que esta crítica es superficial y no pertinente para esta historia. Porque, por un lado, el cineasta dijo que este retrato está basado en los recuerdos de su propia infancia, en su vida familiar tal como era. Entonces, en principio no hay por qué dudar de su mirada, aún si está un poco embellecida por el paso del tiempo. Después, aunque es verdad que este caso en particular puede no representar la generalidad en cuanto al trato entre clases sociales tan diferentes en esa época, bien puede ser una excepción. Y, aparte, Cleo es "como si" fuera parte de la familia, pero no lo es. Más de una vez se le recuerda que no puede gastar mucha luz en el cuarto que comparte con otra empleada, que no es sino un cuchitril. Se le hace saber que cuando todos estén mirando televisión juntos y alguien desee un té, es ella la que tiene que ir a la cocina a traerlo y olvidarse de la televisión. También es ella la que recoge, todos los días, la caca que el perro deja en el patio, y es ella la que recibe las críticas no muy amables del padre de la familia. Claramente, las diferencias de clase se mantienen, aunque sea sin agravios ni agresiones. Lo más relevante es que Roma no es una película que plantea o deja de plantear una alianza de clases, el punto no es ése. Acá se trata, en cambio, de una alianza de género: tanto la mujer acomodada como la más humilde se quedan solas, tarde o temprano, y la vida se les hace mucho más difícil. Y a nadie le importa. Ésta es una de las ideas centrales que, por suerte, se enuncia a través del diálogo una sola vez; luego, la trama se va a ir ocupando laboriosamente de ir trazando paralelos entre las historias de estas dos mujeres, como así también señala sus limitaciones y sus fortalezas. Es en la mirada feminista muy a tono con los tiempos que corren donde late el corazón del drama. Y en este sentido no puede ser más realista. Filmada en 65 mm, con una magnífica fotografía en blanco y negro, con planos secuencia subyugantes y composiciones impecables que dan cuenta de las posibilidades de representación de todos los espacios del cuadro, Roma es una de las películas más bellas de los últimos años. Contra todo pronóstico, esta belleza no equivale al preciosismo vacuo que usualmente intenta darle espesor a conflictos que no lo tienen. Aquí hay drama de sobra y el diseño visual con sus climas entre soñados y realistas así lo expresan. Se la puede pensar como una mezcla de neorrealismo con una cuota de poesía que aparece cuando menos se la espera. Por otra parte, el pausado transcurrir del tiempo permite entrar en otro mundo, no quedarse afuera mirando. Porque se trata de convivir junto a los personajes, no examinarlos de lejos. Pero, también es verdad que gran parte de la primera mitad de la película es demasiado detallista y que los tiempos aparentemente muertos son, en ocasiones, muertos de verdad. En aras de construir un fresco meticuloso – y, por cierto, revelador de eso que está detrás de los detalles – la narrativa se resiente un poco, se hace demasiado lánguida. Es como si Guarón se hubiera engolosinado con sus recuerdos. Pero ya en la segunda mitad el ritmo se hace más dinámico, hay más acontecimientos, los hechos se anudan y desanudan, y todo gana en intensidad. Aún así, los 135 minutos de duración son un poco excesivos. Por otro lado, Roma no sería lo que es sin las excelentes interpretaciones de todo el elenco, en especial la de la Yalitza Aparicio, una maestra de jardín de infantes que aquí hace su debut como actriz. Sobre el final, o mejor dicho un poco antes del final mismo, hay una escena muy delicada en términos dramáticos que quizás debería haber sido abordada de un modo menos gráfico, con sutileza y no con la exposición cruda de algo terrible. No es lo que pasa lo que hace ruido, sino cómo es mostrado. Como golpe de efecto, si eso es lo que se buscó, es contraproducente. Aún así, eso no echa por la borda todos los méritos previos. Si de arte cinematográfico se trata, ésta es una película para tomar muy cuenta. Tal vez el León de Oro de Venecia le resulte un poco grande, pero eso, al fin y al cabo, eso no importa mucho. Que cada uno la vea y saque sus propias conclusiones. Roma (México, 2018). Puntaje: 8 Escrita, dirigida y fotografiada por Alfonso Cuarón. Con Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Marco Graf, Fernando Gregiaga, Daniela Demesa, Carlos Peralta, Nancy Garcia, Jorge Antonio Guerrero. Montaje: Alfonso Cuarón, Adam Gough. Duración: 135 minutos.
“Asunción es – para mí – una ciudad-cárcel. Y aun estando lejos, nunca conseguí desanudarme del todo de esa incómoda sensación de pertenencia. En esa ciudad de mi infancia, las prácticas oscuras no venían sólo del gobierno dictatorial. Allí se heredaban de generación en generación la violencia, la intolerancia, la discriminación, los prejuicios de una sociedad que no quería cambiar. Entonces, sólo eran posibles vidas fragmentadas, entre el deseo y la represión”, dice el cineasta paraguayo Marcelo Martinessi acerca de Las herederas, su muy notable ópera prima que ha recibido sendos galardones en el Festival de Berlín (Mejor Actriz para Ana Braun, Premio Alfred Bauer, Premio FIPRESCI de la crítica internacional), en el Festival de Cartagena (Premio FIPRESCI, Mejor Director), en el Festival de Jenjou (Gran Premio del Jurado), y en Festival de San Sebastián (Mejor Película Latinoamericana). Y en muchos otros festivales también. Lo más importante es que realmente se merece estos los premios. Porque Las herederas es una de esas películas que dice muchas cosas, todas muy significativas, sin decirlas nunca de un modo explícito, sin recurrir a la comodidad del diálogo como recurso inequívoco, sin proponerse desarrollar una tesis a través de acciones contundentes. Y tampoco es una de esas películas llamadas minimalistas que se centran casi exclusivamente en detalles, gestos, pausas y silencios para narrar historias insustanciales que pretenden ser trascendentes. Es, en cambio, una de esas raras películas que va construyendo sus sentidos muy de a poco, siempre a través de observar con lucidez y reflexionar sobre lo que narra, nunca ensayando poses falsas y vacías, y con una capacidad de llegar mucho más allá de lo que la anécdota en sí misma encierra. Por eso mismo su trama, que en manos de otro director podría haber sido simplista y obvia, aquí adquiere una profundidad y una sensibilidad inusual. Todo gira alrededor de dos mujeres (aunque luego la protagonista principal será de una de ellas), Chela (Ana Brun) y Chiquita, que son pareja desde hace, quizás, demasiado tiempo. Su relación ya no tiene nada de apasionada, aunque tal vez sí hay cariño. Pero, el cariño no es amor. Y no es eso lo único que pasa. Resulta que Chiquita tiene una enorme deuda con un banco y es acusada de fraude. Así que no le queda otra que ir a la cárcel, al menos por algunos meses hasta que su situación se resuelva de alguna manera. Eso no quita que para pagar la deuda la pareja tenga que vender sus muebles heredados y sus objetos de valor. No es un dato menor que la mayoría de bienes pertenecen a Chela. Para ella, aunque no se diga nunca, es imposible no estar desilusionada y dolida (y hasta un poco resentida) por tener que despojarse de casi todo lo que tiene por problemas ocasionados por Chiquita – nunca se sabe si efectivamente es culpable de fraude o de un préstamo no pagado. O de las dos cosas. Casi sin querer, Chela comienza un pequeño emprendimiento: una especie de “servicio de taxi”, con su propio automóvil, para un grupo de pitucas señoras mayores – un espejo de la pequeña burguesía a la que ella ya no pertenece. Es que la inseguridad reinante hace que estas mujeres elijan a Chela en vez de a un taxista desconocido. De a poco, Chela sale del encierro de su hogar y se enfrenta, seguramente por primera vez desde hace mucho tiempo, a hacer algo por su cuenta y no bajo la dominante personalidad de su pareja, quien se ocupaba de todo. Pero el verdadero problema de Chela, lo que parece insalvable, no es haber descendido en la escala social. Lo peor de todo es que ha dejado de desear. Así de simple y así de desesperante. Y eso sume a cualquiera en una tristeza constante. Desde los primeros planos, Las herederas transmite una sensación de pérdida, de que todo tiempo pasado fue mejor, de que hay algo que se fue para siempre. Se nota en la iluminación medio apagada, en los planos largos que marcan un tiempo suspendido, en los encuadres desequilibrados, en el montaje cansino. Fundamentalmente, se nota en los rostros. Chela tiene la mirada perdida, está retraída, ausente de lo que pasa a su alrededor. Chiquita, en cambio, parece no haberse dado cuenta del final del juego. Pragmática y decidida, incluso va a mantenerse en eje dentro de prisión. La que sufre en silencio es la que ya no desea y se siente vencida. ¿Hay algo peor que no desear nada ni a nadie? ¿Cuán difícil es representar este estado en el cine sin apelar a los clichés que ya todos conocemos? Se podría decir que Chiquita sufre una depresión y eso haría más fácil explicarlo todo. Pero esa explicación de carácter clínico reduciría la complejidad y fácilmente enlazaría la angustia de algo que, en verdad, es inabarcable. Y Las herederas no se propone ninguna de estas cosas. En cambio, es una película que se va desplegando en todos sus matices sin que uno lo note a primera vista. Para cuando ya se hace tangible es imposible despegarse del sufrimiento de Chela. Antes hubo pequeños hechos, diálogos coloquiales y cotidianos que pintan toda una sociedad, una ciudad y sus habitantes, y también muchos instantes que hablan de represión y de miedos. Pero, inesperadamente, se puede volver a desear. No así nomás, no fácilmente. Hace falta coraje y no poco, eso queda claro. Pero, lo que viene después de dejar atrás la reclusión de una afectividad moribunda es luminoso y esperanzador. Es casi como volver a nacer. Y sí, puede sonar cursi. Pero en Las herederas no lo es. En cambio, es genuino y hermoso. Las herederas (Paraguay, Uruguay, Brasil, Francia, Noruega, Alemania, 2018). Puntaje: 9 Escrita y dirigida por Marcelo Martinessi. Con Ana Brun, Margarita Irún, Ana Ivanova, María Martins, Alicia Guerra, Yverá Zayas. Fotografía: Luis Armando Arteaga. Montaje: Fernando Epstein. Sonido: Fernando Henna, Rafael Alvarez. Dirección de arte: Carlo Spatuzza. Duración: 95 minutos.
Sarah (Sivane Kretchner) es una mujer judía dueña de un café en Jerusalén Oeste, está casada con David (Ishai Golan), un coronel del ejército israelí siempre demasiado preocupado por su carrera y no lo suficiente por su matrimonio. Sarah y David tienen una hija pequeña, quien ya está acostumbrada a las reiteradas mudanzas causadas por la carrera militar de su padre. La que no está acostumbrada es Sarah, sobre todo porque cada vez que se van a vivir a un lugar nuevo tiene que empezar de cero con un nuevo café. Así, ser dueña de su vida es una mera fantasía. Saleem (Adeeb Safadi) es palestino, vive en Jerusalén Este y es repartidor de productos de panadería, un trabajo mal pago que no le permite costear todos los gastos de la casa, más aún cuando su esposa, Bisan (Maisa Abd Elhadi) pronto va tener su primer hijo. Por eso acepta la propuesta de su cuñado para contrabandear distintas cosas al otro lado del muro. Que la tarea es riesgosa es obvio, pero también es obvio que necesita el dinero. Por eso, realmente, no tiene elección. Un día como cualquier otro, Saleem conoce a Sarah en su café, uno de los comercios en los que reparte panes. Casi sin querer, se gustan, se sienten cómodos juntos, se animan a empezar una especie de romance. Hay cariño y cierto afecto, pero no enamoramiento. Lo que sí los une es el placer del sexo que, aparte, les permite evadirse un poco de sus vidas tan atribuladas. Pero nunca se muestran juntos, sus encuentros son secretos y furtivos. Hasta que un día cometen un error no menor que va a tener consecuencias irreparables. Y no solo en el orden personal, sino fundamentalmente en el orden de lo político. Porque, antes que cualquier otra cosa, Sarah y Saleem son una mujer judía y un hombre palestino en una tierra de profundas divisiones que no perdonan. Mezcla de thriller político y melodrama, El affaire de Sarah y Saleem, dirigida por Muayad Alayan (Love, Theft, and Other Entanglements), ganó el Premio del Público en el Festival de Rotterdam, seguramente por su marcada habilidad para narrar una historia que es, por un lado, intimista y universal, y por otro lado política y particular. Porque no hace falta estar muy versado en el conflicto árabe-israelí para involucrarse con lo que les pasa a Sarah y Saleem. Después de todo, lo que subyace aquí son los afectos que comparten dos personas que pertenecen a sectores de la sociedad con diferencias irreconciliables. Por otra parte, la mirada socio política es aguda y detallista, haciendo foco en las relaciones de poder, manipulación y dominación que hacen a estos territorios en conflicto. Que el acento esté siempre puesto en la dimensión personal del drama es un acierto porque por ese lado se relaciona el espectador con estos personajes. Que, a la vez, no pierda de vista el marco en el que inscriben es otro acierto, porque este marco no es un simple telón de fondo. Y que el pendular entre estos dos polos esté tan bien equilibrado es lo más admirable. Queda claro, entonces, hasta qué punto lo social y lo político condicionan y determinan lo más personal de una persona. Por más que Sarah y Saleem se esfuercen por reparar sus errores y no interponerse en la lucha entre los dos pueblos, lo cierto es que hagan lo que hagan van a salir mal parados. Es que, en gran medida, su suerte está echada de antemano. Incluso cuando a veces se intenta apagar el fuego, puede ser que incluso se lo avive más. Claramente, El affair de Sarah y Saleem no es una película optimista, sino una considerablemente realista, con todo lo doloroso que eso conlleva. Pero tampoco es irremediablemente oscura ya que da por sentado que no exista salida para absolutamente nadie. Porque sí sugiere la posibilidad de un futuro mejor a partir del entendimiento mutuo de los conflictos, pero también señala que el precio a pagar puede ser alto. Y que se hace lo que se puede con lo que se tiene. Y si no es mucho, al menos es mejor que nada. El affaire de Sarah y Saleem (The Reports on Sarah and Saleem, Palestina, Holanda, Alemania, México, 2018). Puntaje: 8 Dirigida por Muayad Alayan. Escrita por Rami Ayalan. Con Adeeb Safadi, Saleem Sivane, Kretchner, Sarah Ishai Golan, David Maisa Abd Elhadi. Fotografía: Sebastian Bock. Música: Frank Gelat, Charlie Rishmawi, Tarek Abu Salameh. Duración: 127 minutos.