All you need is pop Yo no sabía que de verdad hubo un tipo que se pasó 127 horas atrapado por una roca en el desierto. Como norma, no leo críticas antes de ver películas, y como imposibilidad, no puedo prestarles atención a los trailers, así que cuando me senté en el cine ignoraba por completo de qué iba 127 horas. Entonces, inocente de toda inocencia dejé, sin ningún prejuicio, que me bombardeara esta rave cinematográfica de Danny Boyle. Porque es eso, una rave de celuloide donde todo es sintético, nada es natural, ni siquiera la naturaleza. Todo está intervenido para hacerlo artificial, plástico, un plástico lindo, pero plástico al fin. Las montañas son brillantes, casi fosforescentes, los amarillos son naranjas y los azules, turquesas. Las imágenes se multiplican y se suceden vertiginosas, una y muchas realidades paralelas se ensamblan lisérgicamente con la música. En un momento la cámara en mano sigue una carrera frenética en bici y en otra una multitud de personas cruza una avenida en el centro de la ciudad, todo rápido, saturado y apretado en una escena: video clip puro y duro. Pero, convengamos, no hay demasiadas cosas que puedan mostrarse de un hombre que pasa las mentadas 127 horas en una grieta con su mano aplastada que no lo deja moverse. Se puede sí exhibir lo simpático que resulta James Franco, aún hablando consigo mismo, o sus pequeñas estrategias fallidas de liberación. O cosas aburridas, como el frío, el calor, la lluvia, o bastante asquerosas como que la mano se le pudra y se le ponga morada, tener que alimentarse de sus propios deshechos o que bichos de diferentes calañas vengan a visitarlo. Todo eso se muestra, pero ni con esa explosión visual made in MTV que antes conté, alcanza para entretener. Y por eso Boyle hecha mano también a lo que le pasa al tipo dentro de su cabeza. Ahora se trastocan las reglas de una posible película de acción (en este caso debería denominarse de inacción, para ser más exactos) para meterse en una suerte de Alicia en el país de las maravillas, con todo lo aterrador y lúdico que el viaje supone. Vemos (un poco de manual de psicoanálisis, pero bue…) los arrepentimientos, alucinaciones y demás yerbas que habitan la mente afiebrada del protagonista. La banda de sonido interviene otra vez como puente entre el mundo de piedra y el del delirio, en un imperceptible traspaso narcótico que incluye un viaje al pasado familiar color polaroid de los ´80, la aparición de un Scooby Doo fantasmal en un rincón oscuro o los deseos de una Coca bien helada mediante la emergencia de una propaganda que el tipo tenía sedimentada en la base del subconsciente. En esos delirios es donde la historia es funcional a la estética y la cosa se pone más divertida. 127 horas pide a gritos fantasía, pero para eso es necesario creer que ese señor no existe, que no sobrevivió de verdad tantos días ahí en condiciones miserables, que no se tomó su propia orina ni se arrancó el brazo para salvarse. Entender que todo es una exageración, un delirio tan falso como las imágenes de Boyle. Por eso el final es tan decepcionante. Yo, que no sabía, repito, que todo esto era una historia real, me vengo a enterar que sí porque la película me lo dice explícitamente. Entonces todo lo que se podía defender como un viaje estético alucinado se convierte de golpe en una “enseñanza de vida” y la cosa se va al demonio. Porque la aparición de un Scooby del terror banaliza la heroicidad de un hombre que intenta sobrevivir aún con un brazo podrido y a la vez, la moraleja de superación personal neutraliza a fuerza de cursilería cualquier intento de imaginario pop. Yo no quería que Boyle me enseñe con imágenes lo que el verdadero Aron Ralston ahora predica en sus clases pagas de autoayuda para garcas empresarios. No quería aprender que un hombre necesita una temporada sólo y desesperado para darse cuenta de lo importante que es vivir con los demás. Yo necesitaba cine, necesitaba una película con coherencia ética y estética, pero no fue el caso. Por último, debo decir que, en materia de historias claustrofóbicas, Enterrado era mucho mejor. Por lo menos Rodrigo Cortés tuvo la decencia de filmar una pavada de principio a fin, y esa falta de pretensiones hipócritas, a veces, se agradece.
Las manos de mi padre Creo que la gente de Estados Unidos anda un poco amargada. No quiero (no sé) hablar de política y tampoco es algo original lo que voy a decir, pero algunas bombas, menos plata y otras menudencias los despertaron a los sopapos del sueño americano y así están los pobres. Seguro que este desasosiego lo deben comentar hace tiempo entre ellos, pero ahora empezaron a institucionalizarlo de una de las maneras que más le gusta al yanqui: a través del cine. Y así, por este camino de los lamentos, Lazos de sangre, una película bastante independiente, llegó a las nominaciones del Oscar y por lo tanto, al discurso oficial americano. Es que esta película es, a su manera, un western donde, como casi en todos los westerns, hombres -y mujeres- duros andan haciendo cosas sucias. Pero a diferencia de sus predecesores del cine clásico, no muestra la épica de la construcción de una nación, sino la agonía de su decadencia. Sus protagonistas no están fuera de la ley porque ésta todavía es débil y poco afianzada; más bien desoyen al sistema porque ya no les sirve, porque los ha dejado afuera. En Lazos de Sangre hay pura aspereza y melancolía. Su directora, Debra Granik, retrata un lugar marrón tirando a ocre que solamente cambia de color para volverse de un azul o plateado frío cuando las cosas se ponen violentas. Allí, en el interior de vaya a saber qué estado norteamericano, el hombre le vuelve la espalda a los bosques que lo rodean y los llena de chatarra, de casas horribles y autos desvencijados. La gente no tiene ganas de ir a la peluquería: los tipos andan barbudos con pelo largo y a las mujeres se las ve mechudas y mal teñidas. Nadie tiene un trabajo productivo, todos vaguean o cocinan droga y los chicos aprenden a hacerse grandes disparando a los tachos y sacándoles las tripas a las ardillas. No se sabe si por huraños o por la cocaína que se meten, todos hablan poco, y cuando lo hacen sus palabras son sentencias precarias, cuchillos que se clavan secos y rápidos en el lugar que más duele. Ahí, en ese sitio del apocalipsis más actual y terrenal imaginable, a una chica le avisan que su padre, del que no sabe por donde andará, tiene que presentarse sí o sí a su entrevista de libertad condicional o de lo contrario van a ejecutar la fianza, y por tanto, la casa donde ella habita con su madre loca y sus hermanos. Entonces la chica tuerce la cara, saca pecho y sin lamentarse un minuto, sale a buscar a su papá por ese escenario feo de gente fea y mala. Y finalmente lo encuentra, y es cuando Lazos de sangre tiene la escena más terrorífica que yo haya visto en los últimos tiempos. Después de un vía crucis local, la familia le dice a Jennifer Lawrence adónde está su padre…muerto. Por un ajuste de cuentas que tiene que ver con las drogas, al hombre lo tiraron a un lago y su cadáver está atascado entre unas piedras. Y allí va la chica en un bote, con una motosierra, a buscar la prueba de que su papá no se presenta a la policía no porque no quiere, sino porque no puede. La exhumación de ese cuerpo y la amputación del miembro para presentar ante la justicia están filmadas con un fuera de campo imposible de (no) ver sin que se hiele la sangre y que estoy segura que asusta, lastima y repele más que el gore más asqueroso o el terror más cruel. Así, de la manera más bestia posible, las manos del padre que la metieron en líos la terminan sacando de aprietos. Es que, como su título en castellano lo indica (esta vez no metieron la pata los traductores) la familia es importante en esta historia. Los parientes de nuestra heroína son su drama y salvación. En su búsqueda, tiene que tratar con tíos tan malandras como su padre, con sus mujeres que siempre van un paso atrás pero que también son bravas y, cuando las papas queman, no tienen problemas de agarrar un rifle, meter una trompada o directamente, ser el brazo ejecutor que le va a permitir a nuestra amiga solucionar su problema. Lazos de sangre termina diciendo que la ley de la sangre también está en descomposición, pero lo que queda es la última reserva moral (o amoral), que por implacable y vital todavía se impone a regañadientes e impide que el asunto se ponga mucho peor de lo que ya es.
El infierno no es encantador A un señor, muy pero muy ateo, un buen día se le aparece en su oficina un cura para avisarle que su madre muerta puede ser nombrada santa. Al señor se le ponen los pelos de punta, primero porque le resulta incómodo que su mamá pase de la foto de la mesita de luz a los altares y segundo porque le parece que no, que la mujer no merece la aureola que le quieren adjudicar. Poco después, más tarde que pronto, descubre que todo es una fábula que inventaron los miembros de su familia para conseguir las comodidades económicas y sociales que otorga la proximidad sanguínea con un santo. En La hora de la religión, Marco Bellocchio se dedica a mostrarnos el recorrido de este sujeto por el infierno (un infierno doméstico y personal, pero que, se sospecha, comparte también con el director) en el que el pobre queda sumergido por el proceso de canonización de su madre. En este averno bien gramsciano los demonios no son rojos ni tienen cuernos, la Oscuridad contra la que debe luchar Ernesto es la política, la religión, y la ideología enraizada en la tradición de los italianos que se le aparece por todas partes para aconsejarle que claudique y colabore para poner a su progenitora en el santoral. Como sucede también en ese otro viaje infernal, el de Tom Cruise en Ojos bien cerrados, el registro de todos los que rodean al protagonista es oscuro, un poco artificial y teatral. Los que lo contemplamos no podemos distinguir qué hay de realidad y qué de fantasmagórico en esos seres que lo rodean y que intentan hacerlo caer. Su mujer, las tías viejas, los hermanos ventajeros, las autoridades eclesiásticas y la nobleza decadente de chupacirios, todos parecen irreales, meros productos de su mente que está luchando para no doblegar sus convicciones. Pero, a diferencia de la película de Kubrick, donde las tentaciones eran señoritas sin ropa, promesas de lujo y concupiscencia, aquí las categorías morales son tan rígidas que no le permiten a Bellocchio mostrar ni siquiera algo de belleza en el enemigo, admitir que puede haber algo de gozo en la caída. Todo es feo, todo es violento y obsceno en este infierno del director de Vincere. El concepto de pecado no tiene que ver con un abandono hacia el placer, sino que lo que se condena es la falta de valentía para luchar contra las ideas del contrario. Los momentos en que el protagonista más se odia a sí mismo se dan cuando por miedo o debilidad sonríe irónicamente, toma distancia del oponente pero no lo contradice, se muestra distinto pero no “tan” manifiestamente combativo. A pesar de la profunda humanidad que le imprime Sergio Castellitto a su personaje no podemos acompañarlo, porque su disyuntiva entre blancos y negros está planteada en condiciones demasiado radicales que vuelven su dilema ajeno a nuestra realidad. La hora de la religión es tramposa. No es una película simple, pero sí demasiado simplificadora que esconde el olor a moralina con un rico juego de símbolos, tramas cruzadas y buenas actuaciones. Evidentemente, no es un buen material para los que buscamos formas tibias pero más placenteras y gozosas de caer en pecado mortal.
El cambiazo En Baster, el pequeño relato que Jeffrey Eugenides, una pareja de novios queda embarazada y aborta, más luego se separan y después de unas idas y vueltas sin que ninguno haya formado pareja estable, la chica, que ve que su reloj biológico la apura, decide tener un hijo por inseminación con esperma de un donante extraño. En tanto, el antiguo novio, despechado por verse afuera de una condición de padre que antes se le negó y que ahora se le regala a un desconocido, decide intercambiar la materia prima ajena por la propia y volverse padre por engaño cual venganza secreta contra su novia y contra el destino. Así termina la obra de Eugenides y allí es donde empieza Papá por accidente, la película que nos convoca y que dice basarse en esta obra publicada por el New Yorker en 1996. Pero, aunque se declare la inspiración con nombre y apellido, las diferencias entre inspirador e inspirado son notorias y de raíz, porque la primera es una historia de neurosis y traición, mientras que la segunda es, y no debemos perder nunca de vista esta condición, una comedia romántica que cumple con todos y cada uno de los requisitos que el género exige. La película también arranca con el cambiazo del blanco elemento (por eso, el mucho más potable título en inglés es The Switch), pero el trueque no se hace con ansias de venganza sino por una borrachera . De hecho, el padre se entera de su condición de tal siete años después, cuando el fruto de su simiente se le presenta en vivo y en directo y resulta tener sugerentemente el mismo carácter “difícil” de su progenitor. El tipo será un neurótico y pesimista de aquellos (así lo vemos al siempre solvente Jason Bateman), pero no es un jodido como su alter ego literario, o sea que siempre habrá lugar para la redención. Y acá, disfrazados y modernizados, pero siempre los mismos viejos conocidos, operan a pleno los principios de la comedia romántica. Está la pareja que todos sabemos (menos ellos, está claro) son “el uno para el otro”. También está el conflicto: uno es inmaduro amargado y la otra quiere crecer. Y por último, la revelación que produce el cambio y asegura la posibilidad de amor eterno, acá a la sazón, la subconscientemente deseada, pero no buscada, experiencia de la paternidad. Está dicho, Papá por accidente es decididamente una comedia romántica, pero la pregunta del millón es si es una de las buenas. Bueno, acá las cosas no están tan claras. Para empezar, y sobre todo para los que nos gusta el género, debemos agradecerle que sea una comedia entretenida. Sin embargo, el primer problema lo trae Jennifer Aniston: la pobre no proyecta otra imagen más que la sombra de la Rachel de Friends, y cuando le vemos esa cara cachetona de nada entendemos por qué Brad Pitt la amuró para irse con la tocadita Jolie. Por el contrario, a Jason Bateman le creemos que es un tipo problemático pero con posibilidades, y su relación con el nene anota los puntos más altos de la película. Nos cae irremediablemente simpático que, por ejemplo, le aconseje a su hijo hacerse el loquito raro para que los chicos no lo ataquen en el colegio o que termine con resignación ?y un poco de alegría? sacándole los piojos, especie de karma universal que convierten a un niño en paria social. Aunque por la relación señor inmaduro-niño freak podría parecerse, esta película no es Un gran chico. Para eso le faltaría primero aprobar unos cuantos niveles en la escuela de guión de Nick Hornby, pero además, y acá viene el segundo problema que nubla los resultados del film, el final deseado que busca Papá por accidente no es el crecimiento personal del protagonista sino la concreción de una pareja feliz. About a boy tenía la inteligencia de no engramparle a Hugh Grant la madre hippie del nene, pecado en el que sí cae el film de Josh Gordon. Es que, como viene denunciando hace tiempo este blog, esta película también es víctima del “síndrome los Benvenuto” (entendido como la pulsión irrefrenable de aplicar en forma irrestricta el principio “lo primero es la familia”). Entonces, presenciamos con lujo de detalle cómo Bateman gana en madurez por el contacto con su hijo, pero ¿qué pasa con la madre? Papá por accidente parecería decirnos que basta con ser un buen padre para convertirse inmediatamente en un buen marido, y que alcanza con compartir el proyecto común de una familia para que una mujer se convierta en la indicada. Acorde con esa idea, la película se olvida de mostrarnos cómo crece la empatía entre la pareja protagónica y se contenta con ofrecernos como solución para el final la ecuación buen papá = buen esposo. Todos sabemos que con esa condición no alcanza, pero a la película, a los fines narrativos que persigue, parece no importarle. Por eso, podemos perdonarle que para convertir el texto de Eugenides en una comedia se tiña todo un poco de rosa y se nos ahorren resentimientos, abortos y crueles venganzas reemplazándolos por amigos, borracheras y padres cariñosos. Aunque no estoy tan segura de hacer la vista gorda a una simplificación que nos impida el placer de disfrutar, paso a paso, de la experiencia de ver a dos personas enamorándose u odiándose. Se sabe que para eso vemos comedias rosas y no debería haber motivos morales, demográficos o reproductivos que nos priven de ese derecho.
Buena en papeles En algún capítulo de Sex and the city, de esos que repiten todo el tiempo en el cable, se establece la sabia categoría de ”hombre bueno en papeles”. Según Carrie Bradshaw existen tipos cuyos antecedentes, listado de cualidades y atributos son casi perfectos y resultan candidatos apetecibles para cualquier dama. Sin embargo, al momento del encuentro y frente a la cruel verdad de las relaciones amorosas, inmediatamente la interesada descubre que la cosa no va a funcionar, que hay algo indiscernible, una arbitraria cuestión de piel que boicotea el proyecto. La situación es injusta pero inapelable: el señor bueno en papeles debería gustarle pero no le mueve un pelo, tendrá buenos antecedentes pero no sirve para el caso concreto. Una categoría como ésta podría trasladarse perfectamente al terreno del cine, y de hecho voy a echarle mano para describir el efecto que me producen películas como Sin retorno. La ópera prima de Miguel Cohan, el otrora asistente de Marcelo Piñeyro, tiene una serie de virtudes que hay que mencionar si se quiere hacer una reseña justa, pero que, al momento del balance final, no alcanzan para redondear una película que la deje a una contenta. Empecemos por reconocer que la historia del chico que atropella, mata, huye y deja que un inocente sea incriminado en su lugar está contada de manera precisa y solvente. No hay lugar para discursos de moralina y no existen parcialidades. Presentada de forma coral, hay tiempo para comprender a los personajes y sus motivaciones. Todos son gente normal en situaciones horribles, cuyas debilidades les hacen tomar decisiones equivocadas. Si hubiera que encontrar villanos en Sin Retorno, tal vez no los encarnarían los individuos sino las instituciones: la policía vaga e inoficiosa, los medios llenando las interminables horas de aire con desgracias ajenas, y la Justicia que trata de sacarse de encima los temas que queman aunque no esté demasiado convencida de la equidad de sus decisiones. Gracias a esa moderación narrativa todos entendemos que podríamos, con un poco de mala suerte, vernos de repente en los zapatos de cualquiera de los protagonistas. También hay que conceder que casi todas las actuaciones son buenas y hasta Leonardo Sbaraglia (sospechado a priori por su “profundidad” y “método” de creerse el Alfredo Alcón del siglo XXI) presenta un perfil sobrio cuyo rostro se va desmejorando escena tras escena y nos hace presumir (gracias a Dios, sin verlo) el derrotero de humillaciones y desgastes que le provocaron un juicio injusto y varios años en la cárcel. Por último, admito que la película resulta entretenida, mantiene la atención del espectador desde el comienzo e incluso hace algún intento de suspenso que funciona hacia el final. No obstante, y aunque con todo este recuento debería presumirse la conclusión de una experiencia satisfactoria, como decía antes, al salir de cine mi cara no era de entusiasmo; más bien lucía una media sonrisa torcida producto de la leve desazón de haber visto algo tibio, que no alcanzó para conmoverme. Puedo dar algunas razones para el rechazo: quizás habrá sido el nombre neutro de la película, “Sin retorno”, que suena a traducción de distribuidora y hay que googlear miles de veces para no confundirla con otros títulos parecidos. Quizás la excesiva corrección formal o el parentesco casi simbiótico de sus imágenes con el lenguaje televisivo. O tal vez su falta de originalidad, quién sabe…Pero lo cierto es que simplemente, por esas cosas que, como la selección de un galán, tienen que ver más con la sensibilidad que con la razón y no se pueden explicar (acá confieso mi impericia como crítica) no pude conectarme con esta película de la cual ni siquiera puedo hablar mal con convicción pero que, aunque buena en papeles, por lo menos para mí, terminó siendo un fracaso en el arte de la seducción.
Siga participando Christopher Nolan plantea El Origen como un juego. A priori el objetivo parece divertido: hay que meterse en los sueños de un cristiano y allí manipular su inconsciente e implantar una idea. Quienes lo logren en tiempo y forma ganan la competencia y -como dirían Pinky y Cerebro- dominarán el mundo. Acto seguido la película se aboca a revelarnos las intrincadas reglas de este juego. Inclusive, Nolan planta un personaje (el de Ellen Page, la novata arquitecta de sueños) al que van destinadas todas las explicaciones necesarias para entender el argumento y jugar a seguir la trama de los aventureros intrusos oníricos. Tenemos que prestar atención para no perdernos porque las normas se apilan escena tras escena: incluyen teorías físicas (conceptos alterados de tiempo y espacio) y psicológicas (revuelve en forma un poco precaria e irrespetuosa las especulaciones otrora erigidas por el viejo Freud). Hay que tener ojo porque se formulan principios e, inclusive, excepciones a esos principios. Nosotros estamos distraídos tratando de entender para no perdernos detalles y descubrir ese esqueleto normativo en el que supuestamente se desarrollará la trama. Pero el juego tiene una trampa: mientras nos ocupamos de seguir esos principios, no nos damos cuenta que la película avanza y avanza, pasan dos horas y media y adentro de ese esqueleto que se armó y que nos aprendimos no ocurrió gran cosa. Pasa que aprender a jugar El Origen es interesante, pero jugarlo es aburrido. Porque adentro de toda esa estructura hay cosas poco originales y ya vistas: imágenes grandilocuentes construidas con computadora, gente que se persigue y se pega tiros, una intriga comunacha y un romance culposo y trillado. El Origen aprueba el teórico, pero falla en el práctico, se engolosina tanto en crear y explicar normas para el juego, que encorseta a los jugadores (protagonistas y espectadores) y no los deja respirar. Al final nos sentimos un poco estafados, nos entretuvieron dando lecciones y cuando estamos preparados para participar nos damos cuenta de que el juego se había terminado y que solamente nos quedó una película de personajes fríos, intrigas pobres y suspenso poco logrado. El discurso de El Origen sostiene que una idea es el virus más poderoso (es una línea de dialogo varias veces repetida) y ese imperativo categórico llevado hasta las últimas consecuencias termina siendo la dolencia de la película. Como también le pasó hace un par de años a Charlie Kaufman, Nolan se enamoró de sus ideas y se las tomó tan en serio que le salió una película rígida y solemne. Cuando se trata de sueños, inconsciente y trampas las posibilidades para hacer cine hubieran resultado infinitas. Personalmente hubiera preferido que El Origen se pareciera más a las burlonas Quieres ser John Malcovich o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos que a la soporífera Synecdoche. Pero no, a Nolan no le funcionó el antivirus y el virus de su ocurrente idea dejó a su obra vacía y a nosotros esperando participar en juegos con reglas quizá menos pretenciosas, pero seguro más divertidas.
El baile de las hormonas Eclipse es una película que ya fue rodada en la cabeza de las adolescentes. Al menos, en la de todas las que, habiendo leído los cuatro mamotretos de la saga de Crepúsculo, preconstruyeron sus imágenes en la intimidad y luego fueron al cine a transformar su experiencia individual en un rito colectivo. Quizá esa sea la razón por la que la versión de celuloide de Eclipse resulta tan esquemática y no se toma muy en serio a sí misma (“esta película es más de risa que de amor” escuché decir a una precoz mini-crítica al salir de la sala), porque lo esencial no es lo que ocurre en la pantalla sino lo que pasa en las butacas, donde las chicas reviven y comparten las fantasías, los calores, los entusiasmos o las frustraciones que antes les provocó el libro. Por eso la platea de Eclipse (perdón, es el efecto de saturación mundialista) podría asemejarse a una tribuna de de fútbol. En la película también hay dos bandos por los que hinchar: el de un vampiro romántico que le propone a Bella una vida de compromiso y castidad y el de un hombre lobo, brioso y siempre en cueros, que le ofrece una pasión más terrenal. También hay una tenue historia de competencia violenta entre chupasangres novatos y veteranos, pero eso está como de fondo, nadie le hace demasiado caso (la verdadera y única escena de miedo para las púberes, a juzgar por las risitas nerviosas escuchadas en la sala, es la de la charla de “educación sexual” paternal donde el progenitor incómodo explica a su hija superada los peligros del sexo irresponsable). Es que lo verdaderamente importante para las espectadoras de Eclipse es ver cómo la protagonista oscila entre la perspectiva de un novio de cuento o un macho latino, emitir opinión a los gritos sobre lo que está sucediendo y, en consecuencia, festejar cuando el triunfo se inclina para uno u otro bando de los galanes. Sin embargo, a diferencia de la deportiva disciplina del balompié, acá no hay suspenso. Todas saben cómo va a terminar la historia, así que tranquilas, con el conocimiento del final, se dedican a seguir la aventura de Bella que, al menos en las dos horas que dura esta entrega de la serie, navega entre los deseos de romanticismo y de un buen revolcón, sin culpa ni, por el momento, peligro de caer en pecado. Tampoco, y se me va al demonio el paralelo con el fútbol, hay demasiado respeto por los colores: las chicas pueden ponerse alternativamente la camiseta de uno u otro equipo (la misma que aulló desesperada cuando el muchacho lobo aprieta sensual a la heroína puede, instantes después, suspirar embelesada al momento de la contraria y púdica propuesta vampirezca de matrimonio). Eclipse las atrae como el dulce a la mosca porque es para ellas un lugar seguro: Bella pone el cuerpo en la pantalla y ellas, en la platea, sus fantasías en constante guerra y contradicción, sin riesgos de ser reprobadas o de equivocarse. Y se acaba este post y casi no hablé en ningún momento de cine, porque en este trance me siento tentada de sacar el “cinémetro” y decir que Eclipse tiene mucho de Jugate Conmigo y poco de experiencia cinematográfica, pero tengo miedo a sonar despectiva en vano, así que mejor me ahorro la opinión. Prefiero quedarme con la imagen de esas chicas que salieron tan arreboladas el día del estreno. Si Eclipse les sirvió para poner a bailar gozosamente por un rato sus hormonas alborotadas y darle una alegría a sus, por definición, traumáticas adolescencias, bienvenido sea, y dejemos que los productores sigan facturando total, ellas, de lo más contentas…
Ser padres hoy Ir a ver El Refugio no parece un buen plan para estos días en que se festeja el Día del padre. Es que si se tienen en cuenta el conjunto de relaciones que habitan el universo de la película de François Ozon, uno seguramente terminaría sospechando que el instinto paternal (y maternal, porque en este tema el francés no distingue sexo) es algo bastante oscuro y egoísta al que mejor no someter a nadie. La historia empieza con una pareja inyectándose heroína en un departamento lujoso de París. Vemos pinchazos terribles en todas las partes del cuerpo imaginables hasta que los dos terminan en el hospital. El chico muere y la chica, que se llama Mousse, sigue viva y embarazada. Mousse, en contra de la opinión de la familia del difunto, decide tener al bebé, y para eso se recluye en una casa de playa. Hasta ahí llega también Paul, el hermano gay del muerto que va a compartir con ella, en plan extraña pareja, los meses de no tan dulce espera. Semejantes circunstancias parecen a priori imponer la necesidad de una película oscura. Sin embargo, la puesta no es para nada melodramática. Para situaciones terribles como una maratón de destrucción heroinómana o el velorio de un joven, Ozon nos regala escenas con ventanas luminosas o, en los momentos de más dolorosa soledad, sitúa a sus personajes sentados cómodos en el pasto, frente a un cielo estrellado majestuoso, o junto a la inmensidad tranquilizadora del horizonte marino. Lo mismo hace con la trama. Los diálogos nunca son solemnes y, aunque no abandona el pesimismo, al final (que no vamos a revelar) deja abierta una vía de escape, una posibilidad en el futuro donde las cosas podrían volverse mejores (o no). En la película hay padres muertos, padres negadores y padres que lo son a la fuerza. También hay una madre autoritaria y otra que, según declara, decide continuar su embarazo solamente por curiosidad, para saber cómo será la cara del bebé y qué color de ojos va a tener. Hay un padre que ya no está y un hijo que todavía no llegó y no parece importar demasiado a la madre: ese vínculo triple se vuelve imposible a fuerza de ausencias y desidia. Sin embargo, la maternidad existe y decide mostrarse con la omnipotencia y los bríos sensuales de lo físico, desde la tiranía visual de largos planos de esa panza que no para de crecer y a la que todos desean y quieren tocar. También la necesidad de ser hijo se muestra desde el instinto más íntimo y primitivo. En los dos momentos de sexo de la película se reclama esa condición: primero cuando Mousse pide a un desconocido baboso que la levanta por la calle que la acune, y después, cuando finalmente la relación entre cuñados deja de ser platónica, en un ruego borracho de Paul para que la futura madre no lo abandone y lo cuide como a un bebé. Hay un pasaje de El Refugio en el que Ozon pone en boca de una especie de corifeo a la francesa lo que él mismo piensa sobre lo que debe ser idealmente la relación padre/hijo. Mousse está mojándose los pies a la orilla del mar y en eso la encara Marie Rivière, con ese aspecto eterno y un poco perturbado que la caracteriza. Se acerca como esas viejas pesadas que tocan las panzas y preguntan sobre detalles del embarazo como si les importara. Pero de repente empieza a pedirle, casi a los gritos, que cuide y quiera a su bebé. Le dice que ser madre provoca un dolor terrible, pero que lo ofrezca como un acto de amor al hijo que vendrá. En esta escena que parece gratuita a los efectos de la trama, Ozon nos dice que ser padre no es placentero pero es bello, es un sacrificio que debe ofrecerse por amor y porque así lo manda tiránicamente la naturaleza. Después, en todo el resto de la película, se encarga de mostrarnos que hay gente que no quiere o no puede hacer frente a ese desafío, pero finalmente mantiene la esperanza de que alguna vez alguien decida ponerle el pecho.
Imágenes paganas Cuando las religiones y mitologías hablan de dioses se refieren a Zeus, Ra, Alá o al Dios judeocristiano, tan peculiar y absoluto que, para nombrarlo, no puede hacerse otra cosa que convertir el sustantivo común en nombre propio y trasladarlo a las mayúsculas. En cambio, cuando en su película Josué Méndez habla de dioses, se refiere solamente a una familia de nuevos ricos peruanos y a su entorno. Mientras los dioses clásicos exhiben raros atributos como por ejemplo tener cabeza de halcón y cuerpo de hombre, o presentan la paradoja de ser uno y trino al mismo tiempo, estas deidades cinematográficas son más bien vulgares: un empresario con plata entrado en años que se quedó sin pelo, en pareja con una chica mucho menor de pechos operados, y dos hijos adolescentes bien parecidos y bien desganados. Gente rica que tiene tristeza. Los poderes y actividades de los dioses religiosos son innumerables y producen asombro: convierten a los hombres en sal, mandan diluvios universales o aseguran vida eterna después de la muerte. Sus historias se cuentan en ricas tradiciones orales, fabulosos relatos heroicos o grandes clásicos de la literatura universal. En tanto, las criaturas de Méndez compran cosas, alternan en sociedad, mantienen las apariencias y adormecen su aburrimiento con pequeños vicios y perversiones. Dioses pretende ser una película de retrato social, pero se queda solamente en la superficie, en la descripción de arquetipos simples y prejuiciosos. El discurso es directo, casi de unitario de Canal 13, y el tratamiento estético es bien básico. Se muestra gente linda y chata, los decorados son blancos, sobrios y minimalistas y la cámara está quieta, como simple testigo de lo poco que pasa. Casi nunca hay lugar para segundas lecturas, todo está muy masticado para que el espectador diga “¡Qué barbaridad! ¡Qué gente de porquería esta!”. Quizás todas estas son características de gran parte de la clase social aludida, pero resultan remanidas, para conocerlas no hace falta ir al cine, basta con ojear dos minutos la revista Caras en cualquier sala de espera de consultorio. Sin embargo, hay una línea argumental arriesgada que de haberse profundizado podría haber dado como resultado otra película (tal vez, pienso, una La Ciénaga peruana). Es la historia de los deseos incestuosos del hermano varón hacia su hermana. Y dentro de esta historia está la escena más interesante de Dioses. En un momento los hermanos bailan en una discoteca al ritmo de algo que intuimos como música electrónica, pero en la banda de sonido escuchamos una canción folklórica desgarradora. El chico se acerca a su hermana, intenta conseguir contacto físico (bah, restregarse un poco), amaga, pero no se anima. Estos son los únicos minutos en que Méndez no se decide decir, sino a mostrar. Sin necesidad de palabras, entendemos claramente las contradicciones del personaje, vemos el divorcio entre sus movimientos socialmente permitidos y la música interior que marca pulsiones prohibidas. Hubiera estado bueno ver más escenas como ésta, pero por desgracia no se repiten. Las religiones y las mitologías se refieren a los dioses como seres muy especiales, con características singulares por las que merecen ser distinguidos y resaltados entre los mortales. Los protagonistas de una experiencia cinematográfica también deberían ser un poco dioses, deberían brillar en la pantalla porque, vueltos celuloide, sus personalidades e historias, aunque sean sencillas, fueron mostradas con un lenguaje único e irrepetible. Lamentablemente, este milagro secular no alcanzó a Méndez.
Yo tengo fe Fui a ver Contactos del cuarto tipo y le creo. Estoy convencida de que esta película respalda una seria denuncia. Piensen un poco: una estrella como Milla Jovovich no prestaría su nombre y su imagen para plantarse frente a la cámara y tirar tan espeluznante información al planeta si esto no fuera cierto. Le creo que existen los extraterrestres y que de vez en cuando se les da por secuestrar a uno que otro humano, sobre todo si es norteamericano. Parece que esta nacionalidad les tira, siempre andan buscando invadirlos, destruir sus ciudades o dialogar con sus presidentes. Me parecieron muy coherentes las estadísticas presentadas en la película: once millones de desaparecidos producto de las andanzas alienígenas. En el lugar donde tengan depositados a sus rehenes ya juntaron un número similar al de los habitantes de Paraguay y Uruguay juntos. Quedé preocupada porque tanta gente sojuzgada y tan lejos de casa, se va a volver muy violenta. Este es un dato alarmante a tener en cuenta si alguna vez podemos ir a visitarlos, o si a ellos se les ocurre volver. También tengo fe en la veracidad de los registros documentales que muestra la película. La Dra. Abigail Tyler (protagonista de estos terribles hechos reales que se narran) no podría ser tan poco convincente si hubiesen buscado una actriz desconocida para fraguar la simulación. Menos aún resultar tan poco espeluznantes sus pacientes poseídos. Esa pobre mujer, tan flaca y despeinada ella, solamente puede exhibir tamaña inexpresividad en caso de estar imbuida en sus desgarradores recuerdos y no en el relato de la historia. Sin duda la realidad es menos verosímil que la ficción, porque no actúa con la necesidad de resultar creíble, simplemente es porque es. Otro tanto me pasa con las imágenes de la película. Esas pantallas partidas en dos, tres, cuatro hechos simultáneos no pueden deberse a una sobredosis de consumo de la serie 24 por parte del director Olatunde Osunsanmi. El estilo acá lo marca la necesidad de demostrar que las recreaciones ficcionales son fieles a lo que realmente pasó, como así lo confirman las precarias filmaciones que vemos al unísono. Por eso, todas las escenas que no son réplicas de las verdaderas son tan irrelevantes y de bajo costo. Los paneos por las montañas de Alaska y esos cielos que se abren al amanecer sacados de un protector de pantalla de Windows son meros nexos para unir lo que importa: la cruda realidad de los acontecimientos narrados. Y hablando de precariedad, esta también es una prueba fehaciente de veracidad. Solamente la desgracia y los terribles poderes paranormales de los invasores extraterrestres podrían hacer fallar los videos en momentos tan definitivos como la llegada de las naves espaciales o la posesión más cruda de las víctimas terrestres. No la poca inventiva e inversión en efectos especiales; eso sería muy bajo, casi una estafa. Yo vi Contacto del cuarto tipo y elijo creer en sus denuncias porque, en caso contrario, habría perdido el tiempo. Los que la miren desconfiados se van a encontrar con una historia precaria, con música incidental mal insertada, recursos estilísticos propios del cine de ciencia ficción clase Z que ni siquiera resultan cómicos y una película que se cuelga del éxito de Actividad Paranormal para sacarle las últimas gotas a una vaca a la que ya se le acabó la leche. Pobres de ellos que no saben que lo desconocido habita entre nosotros y el cine tiene la obligación de mostrarlo. Por suerte a mí no me pasó, porque yo, señores, tengo fe.