Cuarenta mil bacterias Hace mucho tiempo los hermanos Grimm contaron el cuento de un pececito mágico que concedía deseos a una pareja, pero esta se zarpó en las demandas, el pescadito se cansó y al final se quedaron sin nada. En esta historia encontró su inspiración Doris Dörrie al escribir El pescador y su mujer. Pero concientemente, en la adaptación, corrió el foco del problema de la desmesurada avidez por lo material (que aquí se trata solamente en forma secundaria como detonante de los conflictos) para filmar una comedia romántica y meterse de lleno en el asunto que verdaderamente le importa: saber si una pareja enamorada puede conciliar sus deseos y vivir una buena vida juntos. Apenas se conocen los protagonistas, el mismísimo pescador del título (que a efectos modernizantes se transforma en esta película en un veterinario experto en peces) le muestra en un microscopio a la que será su novia las cuarenta mil bacterias espantosas que se transmiten cada vez que dos personas se dan un beso. Ambos están enamorados y el dato escatológico no les afecta, pero los espectadores ya estamos avisados de que en el intercambio matrimonial van a pasar cosas desagradables. Durante toda la trama lo importante va a ser descubrir si estos jóvenes se las ingenian para pasarla bien juntos o si estas bacterias/problemas, de existencia tan inexorable como la naturaleza misma, van terminar pudriendo la relación. Una vez casados el veterinario cría un pez que de repente se convierte en campeón y que les da acceso a una vida próspera. Pero lo que para él es un medio para pasar más tiempo con su familia, para su mujer es un recurso para desarrollarse profesionalmente y conseguir mayores bienes materiales, aunque esto signifique sacrificar espacios de la vida doméstica. Ambas posiciones son legítimas pero incompatibles, alguno de los dos va a tener que resignar sus anhelos para formar una familia. La película es burlona y los problemas están dulcificados con bella música pop. Aunque su dinámica es casi de screwball, el humor no es de carcajada, sino de sonrisa amable. No obstante, Dörrie no abandona nunca el tono didáctico. Como debe ser en toda fábula, las enseñanzas son explícitas. Todo se ve como las bacterias del microscopio, grande y definido, no hay metáforas ocultas ni personajes velados. El mensaje es honestamente básico, aunque no por eso tonto ni solemne. Las imágenes, juguetonas, también pueden adjudicarse al imaginario de los cuentos: colores brillantes identifican a los personajes con los pececitos que les andan nadando cerca, el colorado furioso invade los decorados, las peceras y la ropa que usan los integrantes de esta familia en problemas. También la heroína se las trae. Como hay chicas Almodóvar, debería crearse (si a alguien le interesara) una categoría de chicas Dörrie. A lo largo de su carrera, la alemana construyó un muestrario de mujeres que podrían ser siempre la misma en distintas edades y situaciones. Las féminas en su cine son personales, simpáticas y psicóticas. Con un ojo contemplan su ombligo, pero con el otro miran fijo a los hombres que las rodean. Estas chicas (o señoras) buscan novio o se escapan de él (Nadie me quiere; ¿Soy linda?); se casan, aman, se reproducen, trabajan, cuidan a sus maridos o se pelean con ellos (Las flores del cerezo, Desnudos y, la que nos ocupa, El pescador y su mujer). Todas intentan ser ellas en relación a su entorno. Dörrie es feminista pero bien, explora el lugar de la mujer en su familia y la sociedad desde un punto de vista que prefiere ser más sentimental que combativo o reivindicativo. Cuando terminamos de ver El pescador y su mujer, el final es feliz como en toda comedia rosa que se precie, pero, paradójicamente, de la moraleja surge un mensaje un tanto escéptico, cínico, e inapelable. Ya con el cuentito de los hermanos Grimm aprendimos que no hay que anhelar demasiado poder y riqueza, ahora con Dörrie nos preguntamos si, al menos, podemos desear un amor bueno y duradero. Miren la película porque es buena y se van a divertir, pero si quieren seguir cándidos y esperanzados, desde ya les digo que en vista de los resultados, mejor no acudan a la alemana.
Se aprovechan de su nobleza Sabemos de sobra que una fórmula casi infalible para ganar un Oscar consiste en hacer un papel “comprometido”. A tal fin, habría que encarnar un gay, un enfermo de sida, un negro en calidad de tal, discapacitado, activista social o miembro de una minoría que más o menos pese en la conciencia norteamericana. Si te toca en suerte uno de esos papeles y además, sos un actor famoso (perdón por tutearte, celebridad), sacás un pasaporte seguro para que digan tu nombre después del mentado “The Oscar goes to…” Pero esta vez, la Academia de Hollywood escribió derecho en renglones torcidos: Jeff Bridges se merecía el premio a mejor actor, pero no por tener la valentía de prestarle su cuerpo a la historia de pecado y redención de un borrachín cantante de country. Tampoco por acceder a personificar un papel indigno para enseñarle al espectador que hasta el ser más patético puede reivindicarse por la fuerza del amor. Sino que ganó en buena ley este reconocimiento por ser Jeff Bridges y por tener la bondad de ofrecer cada tanto su imagen tan brillante como amable al cine, aunque sea como en este caso, en el contexto de una película de lo más básica. Loco corazón (el film por el cual fue galardonado) se recuesta con impudicia en su figura. Bad Blake es un cantante en decadencia, una vieja gloria que ahora se gana la vida recorriendo el Estados Unidos profundo y cantando en lugares de mala muerte. En la primera escena vemos bajar a Bridges de una camioneta destartalada, guitarra en mano. Está vestido como un cowboy de la tercera edad, lleva el cinto colgando, se ve que el accesorio le molestó y lo desabrochó para liberar su panzota durante el viaje. Ya desde ese momento, y con ese detalle, sabemos que vamos a adorar al antihéroe. Su imagen, entre triste y amorosa, nos da ganas de abrazarlo e invitarlo a un trago. Más tarde la película sigue con su derrotero previsible y poco imaginativo. El músico ya no quiere hacer uso de su talento, canta canciones pasadas de moda que fueron sus éxitos en otro tiempo, se emborracha como un cosaco y tiene sexo casual con groupies menopáusicas. Sin embargo, aunque la trama nos aburre y el registro de los recitales se parece más a las tomas de fórmula de los conciertos de MTV, increíblemente no podemos sacar nuestros ojos del gran Jeff que, desde el escenario, encandila la cámara y, aún con una camisa tan floreada como transpirada, consigue hacernos ver un fantasma que todavía conserva en su esencia al sexy ídolo musical que supo ser pero ya no. Su actuación se le escapa a la película en profundidad y sutileza, desde los indicios, en detalles, posturas y actitudes logra contar un pasado tapado por una fachada de decadencia. Mientras, desde el guión y la puesta en escena seguimos revolcándonos en el lugar común. El protagonista se enamora, experimenta lo que podría ser tener una familia, y ante esa epifanía decide redimirse. “Hola, soy Bad y soy alcohólico” escuchamos decir a Bridges que va bañadito y peinado a la terapia de grupo. Libre de la mala bebida ahora se vuelve más creativo, escribe nuevas y mejores canciones. A nosotros nos repugna el mensaje burdo de superación personal, nos importa un pito la música country y no podemos conectar con su sensibilidad, pero estamos obligados a acompañar al bueno de Jeff, porque a fuerza de carisma se ganó nuestra simpatía y queremos asegurarnos que le vaya bien. Más tarde, el final está cantado. Bad vuelve más sano y más sabio a su gloria modesta de cantautor, y al concluir, en este film no ha pasado nada interesante, salvo Jeff Bridges mismo. A Edgar Morin le gustaba decir que a veces, sólo a veces, un actor puede imponer su personalidad al héroe que encarna en una película y al mismo tiempo ese héroe de ficción contagiar de forma natural su personalidad al actor. Cuando este milagro sucede, tenemos ante nosotros a un ser mixto, un animal propio del cine al que llamamos “estrella”. Crazy Heart se diligenció una estrella como protagonista y la aprovechó. Porque Bad Blake no es solamente el vaquero looser que propone el guión, sino que gracias a Jeff es también un poco el sexy Baker Boy, el desarrapado adorable Jeffrey Lebowski o el profesor discapacitado sentimental de El espejo tiene dos caras. Pero la película, por su parte, es injusta con Bridges ya que no le aporta mucho, sólo un ámbito vacío y burdo para su lucimiento, un campo raso sobre el que hay que nadar contra la corriente de lo banal. Por eso su trabajo en Loco corazón merece un Oscar. Por ese matrimonio tan desparejo entre actor y obra que lo alberga, por cargarse a los hombros la nada misma y hacerla valer con su sola presencia, démosle aplausos y estatuillas doradas a Jeff Bridges.
Simpatía por el demonio Un carromato atravesaba Londres ofreciendo una atracción de feria, un viejo tenía o aparentaba tener poderes no demasiado claros. Algunas personas de mal talante trasponían un espejo mágico y se metían en un mundo raro, un poco violento, pero que no se entendía qué era. Mientras tanto yo estaba en problemas y pedía a gritos (internos, para no escuchar chistidos de mis compañeros de sala) que alguien me explicara qué era lo qué estaba viendo, qué cuernos hacía el Doctor Parnassus mientras parecía estar en trance y sobre todo, a dónde iba a ir a parar el argumento de esta película, si es que existía. Después, muy trabajosamente, la cosa se fue despejando y supe un poco de qué se trataba El imaginario mundo del Dr. Parnassus, la última película de Terry Gilliam. Entendí que el mentado Parnassus (Christopher Plummer, luciendo unas arrugas majestuosas) era un hombre inmortal y que tenía trato bastante frecuente con el diablo. También a las cansadas me enteré de que uno de esos acuerdos consistió en un canje por el cual Satán lo rejuveneció para que pudiera levantarse a una chica a cambio de que, en el caso de tener fruto de esa unión, entregara el alma de su hija a los poderes del averno cuando cumpliera dieciséis años. Perder a su hija y vivir para siempre eran los dos grandes problemas que acosaban al héroe y que lo llevaban a la bebida y a una constante sucesión de apuestas con el mismísimo Lucifer. Ya más tranquila y presintiendo que la cosa venía por el lado de Fausto, pude abandonarme al disfrute de una película tan caprichosa como oscura. Caprichosa porque nada era seguro mientras transcurría. Cualquier cosa podía suceder, desde que los protagonista cambiasen de cara (el finadito Heath Ledger se transformaba en Johnny Depp, Jude Law y Colin Farell cada vez atravesaba un espejo mágico) hasta la creación de mundos inexistentes y freudianos en que el bien y el mal luchaban por saber quién se ganaba un alma. En El imaginario mundo del Dr. Parnassus también la dirección es arbitraria, llena de planos en gran angular donde la idea es meternos, sin necesidad del 3D, en esos lugares inventados. La cámara recorre esos territorios, pero en el momento en que nosotros nos sentimos seguros y adoptamos su visión, hace un movimiento brusco y nos deja desubicados, tan extrañados como los personajes que alucinan ese momento.Al estilo de filmación se le suman algunos datos más que hacen de El imaginario una película por sobre todo oscura. En primer lugar por el dato necrófilo: sabemos que Heath Ledger murió a mitad de la filmación y hubo que hacer malabarismos extraños con la trama para que poder terminarla. Al respecto, tengo que confesar que me produjo una mórbida fascinación ver actuar a un hombre que sin saberlo estaba terminando sus días, contemplarlo en su despedida involuntaria, ver en presente a alguien que ya es puro pasado. También hay algo de oscuridad en las ideas que rondan el film. Allí la moralidad de los personajes es dudosa: todos tienen momentos de debilidad y ropa sucia que esconder, si no es en el pasado, es en sus fantasías, ese mundo privado que nos lleva muchas veces a lugares poco confesables. Ni siquiera los héroes resisten allí que le revisen los archivos, y el discurso del film parece decir que esto no está tan mal. Las acciones que representan el bien no son tan probas ni las villanías tan abominables, y menos aún lo es Satán, que en los zapatos de Tom Waits es pura maldad, picardía y elegancia. Es entonces que la ambigüedad narrativa y axiológica de la película (que ya parece ser marca registrada de Terry Gilliam) nos deja un poco alucinados, confundidos y permisivos con las elecciones éticas. A fuerza de caos e imágenes sensuales nos quedamos pensando que capaz no es tan malo dejarse caer en el maravilloso mundo del Doctor Parnassus en el que las tentaciones toman el cuerpo de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farell, y donde a las almas castigadas nos recibirá como anfitriona del fuego eterno la sonrisa torcida de Tom Waits.
Sospecha Nuestro cerebro cinéfilo (lloren modernos y postmodernos) es maniqueo. Nos sentamos a ver una película y no nos tranquilizamos hasta saber quién es el bueno y quién es el malo. Todos necesitamos solidarizarnos con el héroe o simpatizar oscuramente con el villano, y para eso queremos establecer qué personaje se para del lado oscuro y cuál del lado luminoso en una película. Enseñanza de vida (traducción al castellano medio pelo del más sobrio An education, tal como se la tituló en inglés) juega con estas necesidades conservadoras y nos hace burla, porque nos pasamos palpitando una vil traición que, cuando aparece, no resulta tan condenable porque ni la víctima es tan inocente ni el victimario tan crápula. La historia es simple: en la Inglaterra pre-hippie de los 60, Jenny (Carey Mulligan) pinta para cerebrito. Se prepara para hacer los exámenes de admisión a la Universidad de Oxford, toca el chelo, estudia latín, entiende los clásicos de la literatura británica, en fin, es el orgullo de padres y docentes. Hasta que un buen día se le cruza un señor 20 años mayor y la deja deslumbrada. El señor es encantador y promete mostrarle lo que es la buena vida que, al parecer, no se condice con el futuro brillante que le auguraban a la joven. Suspicaces, entonces, identificamos al malhechor de la historia, el personaje que encarna Peter Sarsgaard es simpático, caballeroso y elegante, pero tiene algo de siniestro. Sin duda, decimos, es el lobo disfrazado de cordero esperando el momento indicado para hincarle los dientes a caperucita. Pero ese momento tarda en llegar, cuando creemos que por fin va a mostrar la hilacha resulta que no, que el hombre se porta bien. En An Education sobrevuela el espíritu de Suspicion de Hitchcock donde Cary Grant interpretaba a un Don Juan al cual adoramos y de quien desconfiamos en proporciones idénticas. La idea es similar, el seductor de esta película no sube las escaleras con un brillante vaso de leche presumiblemente envenenado, pero hace regalos en lindas cajitas y lleva a la dama de paseo romántico a París, todos posibles anzuelos hacia la perdición. El guión escrito por el formidable Nick Hornby es juguetón pero riguroso. De a poco, vamos viendo que la chica no es tan inocente y el galán no es tan maduro y manipulador. Cuando esperamos que la menor sea seducida y abandonada, de pronto descubrimos que es ella quien impone las condiciones de su debut sexual y el señor las respeta, incluso él se muestra más infantil y nervioso ante la prueba. Jenny crece de golpe, se comporta como una mujer que sabe lo que quiere y cómo lo quiere, y su novio en cierto modo se somete y la complace. Ahora si estamos desconcertados, ¿dónde nos paramos? Solamente algo sensorial nos pone en alerta. Los actores están tomados en persistentes primeros planos y la pantalla grande del cine nos muestra claramente las arrugas de él y la piel nueva y con algunos granitos de ella. En esas caras, ya gastada una, radiante la otra, hay algo que nos habla de la madurez y nos mantiene en guardia y sospechando. Imágenes y conductas se contradicen y no sabemos qué pensar. No vamos a anticipar el final, basta con decir que la película, casi llegando a la meta se viene abajo, pero quizá sea demasiado pedirle que llegue a la estatura del antecedente hitchcockiano. Las cosas terminan con una enseñanza moral un poco trucha pero ya no nos importa, porque hasta este derrumbe, la trama nos mantuvo con nuestros cerebros maniqueos vacilantes, cumpliendo con su cometido. Bien podemos resignarnos a final gris cuando por bastante rato nos pasamos desesperados por encontrar dónde estaban los blancos y dónde los negros.
Conducta en los velorios Vaya uno a saber por qué, Nora había tomado la costumbre de intentar suicidarse. Pero este deporte, que en la mayoría de los casos se puede practicar solamente una vez, se le había convertido en un vicio. Vicio para ella, y tedio para todos los miembros de su familia, que uno por uno fueron dejándola sola. Es que a Nora le gustaba el suicidio pero parece que no le gustaba irse, dejar a sus seres queridos, así que diecisiete veces fracasó y en el último intento, el definitivo, preparó todo para que su presencia- física y espiritual- permaneciera el mayor tiempo posible entre sus deudos. Es así que decidió matarse en las vísperas de una de esas festividades que prohíben a los judíos buena parte de sus actividades, entre ellas enterrar a los muertos. Y en este punto, la película debería llamarse 5 días con Nora, porque perdida la posibilidad de un entierro inmediato exento de pecado, la finadita consiguió obligar a la familia a pasar cinco días en un departamento con su cadáver conservado en hielo, entre sus cosas y recuerdos. La película de la mexicana Mariana Chenillo cuenta la historia de este velorio secular, en el que los dolientes- al principio por obligación y luego por convicción- no hacen otra cosa que esquivar los ritos que los usos sociales y las religiones inventaron para darle algo de institucionalidad a algo tan salvaje como la muerte. La construcción de esta comedia negra que ganó el premio a la mejor película del último Festival de Mar del Plata descansa sobre todo en un guión ajustado de palabras filosas, continuamente al borde de lo incorrecto, y en la actuación de Fernando Luján, que en forma gradual y casi sin que nos demos cuenta pasa, en el transcurso de la hora y media que dura la película, de ex marido resentido y fastidiado a viudo nostálgico de orgulloso luto. Solamente hace agua en algunos flashbacks que explican con imágenes situaciones de amor y odio pasados que podrían haber sido resueltas con otros recursos por un director menos perezoso. 5 días sin Nora habla de forma ligera pero precisa y sin discursos edulcorados sobre la muerte, sobre la forma de enfrentarla. Muestra ese momento donde la persona fría que está en la habitación de al lado deja de ser alguien de existencia autónoma para convertirse en un recuerdo, en un sentimiento que el resto que sigue vivo querrá conservar o desechar. Es difícil hablar de la muerte, y Chinillo lo logra de la mejor manera: perdiéndole el respeto al finado y a la situación, como ese tío desubicado que entrada la noche empieza a contar chistes en los velorios y al escucharlo sabemos que no debería, que está mal, ¡pero cómo se agradece un poco de incorrección para pasar el momento!
Una historia sencilla La Tigra, Chaco no nos cuenta mucho del pasado de sus personajes, apenas unos datos sueltos, un poco menos que lo indispensable para saber más o menos quiénes son y de dónde vienen o porqué están ahí. Cuando termina, tampoco tenemos muchas certezas sobre sus futuros; la película está formada solamente por momentos entre paréntesis, una colección de palabras, gestos e imágenes sencillas, pero necesarias y significativas. Su historia se cuenta mientras Esteban espera. Volvió a su pueblo para “arreglar algunas cosas de Buenos Aires” con su papá pero no lo encuentra porque éste anda por la ruta trabajando de camionero. Y mientras espera, se reintegra a la rutina cansina y chaqueña de La Tigra, se reencuentra con sus familiares y con un antiguo amor de adolescencia que parece seguir vivo en la actualidad. La cámara de Juan Sasiaín y Federico Godfrid se sitúa lo suficientemente cerca de los personajes como para captar al detalle cada uno de sus gestos y reacciones, para lograr esa familiaridad que hace que el espectador comparta el momento que están viviendo. Pero al mismo tiempo, toma una distancia pudorosa, no los invade. La cámara trabaja para los actores y no los actores para la cámara, ésta los registra pero no interviene, se pone al servicio de la escena con un respeto que podría hacer sonreír en su realista tumba al viejo Bazin. En La Tigra, Chaco no hay folklore, folklore entendido como el costumbrismo que se mira con los ojos extrañados del extranjero. Pero sí hay tierra, idiosincrasia, música y ruidos del lugar. Cada escena de la película incluye el paisaje, con todo aquello de lindo y de feo que implica. Desde los cacharros roñosos que se apilan en los patios de pueblo, e polvo de los potreros hasta los tonos de atardeceres al aire libre. También están muy presentes los sonidos propios del campo, los grillos, las gallinas cacareando o la guitarreada que anima una fiesta con mucho vino en una sociedad de fomento. Pero todos estos elementos no dan la sensación de haber sido incluidos para “dar color local”, sino que están porque estarían presentes en cualquier momento que tenga lugar en el pueblo donde se desarrolla la historia. Las actuaciones también son cuidadas, desde las miradas parlantes de los protagonistas, Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo, hasta el histrionismo de entrecasa de Ana Allende. Incluso la aparición de verdaderos habitantes de La Tigra son naturales, ninguno desentona ni arruina el resultado final, aunque se hayan disfrazado de actores que hacen de ellos mismos para participar en la película. Como dije antes, no sabemos nada de los personajes, pero al instante de presentársenos, parecería que los conocemos. Nos pasa como con esos viejos amigos o familiares con los que no nos hacen falta más que una simple mirada o un tono de voz para saber qué están pensando o cómo se sienten, y en ese reconocimiento y en esa cercanía radica el mérito principal de la película. No es un descubrimiento que el cine tiene magia, y en La Tigra, Chaco un grupo de gente encontró la fórmula para contar una historia de amor de una manera sencilla, y que el hechizo surtiera efecto.
Elige tu propia aventura Un cuento moral no es lo mismo que un cuento con moraleja. El cuento moral no deja una enseñanza sino que nos enfrenta a los valores, al sistema de principios -religiosos o sociales, según el cristal con que se mire- que nos gusta creer que nos hace humanos. Rosetta es un cuento moral. Rosetta, además, es una chica que vive en una casa rodante con su madre borracha. La cámara de los hermanos Dardenne se pega a esta adolescente nerviosa que anda corriendo por ahí. Al principio la seguimos mareados porque la chica es opaca, no sabemos quién es, qué piensa y qué siente. Pero con el correr de la película, aunque no nos diga nada, de tanto acompañarla, encarnamos en ella y ya no podemos distanciarnos de su punto de vista, estamos totalmente comprometidos a seguir su suerte. Rosetta piensa que si encuentra trabajo va a tener una vida normal. Quiere ser una persona común, pero mientras tanto tiene que sobrevivir (en la acepción más primitiva de la palabra) y para eso desarrolló un montón de pequeñas rutinas que le aseguran la subsistencia. La vemos como un animalito salvaje y desconfiado, hace lo que tiene que hacer para comer, para curarse y para que no la lastimen. Hasta que un día encuentra ese trabajo que quería, y también encuentra un amigo y nosotros no ponemos contentos, nos alegramos por la suerte de nuestra heroína finalmente realizada. Pero cuando Rosetta se convierte en un ser social, en la persona que soñaba ser, la cosa se complica, porque también empiezan los cuestionamientos morales. Cuando tenemos que sobrevivir, todos estamos de acuerdo en que hay que hacer lo necesario para lograrlo, pero fuera de ese dilema, se nos acaba la solidaridad, ya no podemos estar tan cerca de Rosetta. Empezamos a juzgar si está bien o mal lo que hace, nos subimos a un banquito para opinar sobre las decisiones que toma para mantener el trabajo que tanto le costó conseguir. Y así, cuando en la menos animal de las decisiones, Rosetta decide imponerse un castigo y suicidarse, los Dardenne nos dejan irremediablemente afuera. En el final de la película Rosetta lleva sola su garrafa en su vía crucis personal y nosotros ya no somos ella, nos convertimos en el Simón de Cirene que la comprende y la ayuda o somos uno más de los que la condenamos y hacemos más difícil cargar su cruz. Mientras éramos animales podíamos hermanarnos, pero la moral nos hace únicos e individuales, para bien o para mal. Un cuento moral no viene a traer certezas, no nos enseña nada, sino que nos plantea problemas para que nosotros encontremos nuestras propias soluciones. Rosetta encontró la suya, ¿nosotros nos animamos a encontrar las nuestras?
Con las patitas de Sarkó De tanto predicar la libertad, la igualdad y la fraternidad, a los franceses les quedó pegada la mala conciencia sobre lo que debería ser políticamente correcto. Por eso, cada tanto sale un director dispuesto a lavar desde el arte los trapitos sucios sociales de la patria toda. Ahora, cuando en Francia soplan más que nunca vientos liberales, Agnès Jaoui toma la posta de esas reivindicaciones, pero lo hace tímidamente, como si avanzara a pequeños pasos, con las patitas cortas de Nicolás Sarkozy. En Háblame de la lluvia una escritora feminista que está haciendo sus primeras armas en la política vuelve a su pueblo natal para arreglar algunos asuntos familiares. Allí, el hijo de su sirvienta le ofrece, junto a un periodista, grabar un documental como parte de una serie sobre mujeres exitosas. A partir de esa premisa se disparan diferentes historias cruzadas de las que tanto gusta el dúo Jaoui-Bacri (los dos, además de ser marido y mujer, escribieron el guión y protagonizan la película), en donde nadie cree demasiado en lo que dice ni en lo que quiere ser. Los personajes son simpáticos, es amable seguirlos en sus aventuras y desventuras, pero no mucho más que eso. Cuando uno se pone a pensar un poco la película se da cuenta de que el accionar de todos es tibio, y pensando todavía un poco más, se llega a la conclusión de que la realmente tibia es la directora, que no se anima a jugarse en ninguna de las líneas argumentales. Lo que en tiempos del mejor Chabrol era una descarnada descripción de la hipocresía de la clase burguesa, en la película de Jaoui es un tímido esbozo de dudas simples y roces sociales. Es así que el cuestionamiento del feminismo de la protagonista pasa por el dilema de darle mayor tiempo o no a su pareja, y el conflicto racial que en Francia incendia autos en los suburbios se refleja mediante la mirada torcida y el sentimiento de inferioridad del hijo argelino de la mucama, ahora devenido periodista amateur. Por otra parte, el doble discurso supuestamente progre de la clase dominante se pone en evidencia solamente por el hecho de que la política asegure que adora a su servidumbre, pero no le molesta en lo más mínimo que trabaje gratis en época de crisis. Todo esto sin contar que hay unos cuantos personajes secundarios que quedan desdibujados, casi haciendo comparsa de los otros, con historias aún más menguadas que no vale la pena comentar. Es difícil explicar el gusto a poco que queda después de esta película, nada se mueve, nada conmueve ni llama al debate, tanto es así que después de verla resulta más interesante hablar del tiempo, o de la lluvia.
Acariciando lo áspero “Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.” (Donde habite el olvido. Luis Cernuda) Padres que cuidan a sus hijos pero los agobian, amantes que adoran, pero abandonan. Personas que curan sus heridas a expensas de las ilusiones de otras y sujetos que se conforman con un peor es nada ante la evidencia de un amor fallido. Todo esto nos muestra James Gray Los Amantes: gente que quiere quererse, pero al quererse se pincha, se hace daño mutuamente. Y Los Amantes tampoco ahorra espinas a los espectadores. La historia podría encajarse en un melodrama tradicional (triángulos amorosos hay como para hacer dulce en el cine), pero se corre conscientemente del canon clásico por la forma en que muestra la imposibilidad del amor, a fuerza de oscuridad y prescindencia. El tono de la película es tristón, áspero y opaco. Los personajes se mueven en casas sórdidas y calles feas, donde todo es gris y junta mugre. El escenario muestra que las cosas son así desde hace mucho tiempo y que nadie es lo suficientemente fuerte para cambiarlas. La banda de sonido también se administra cuidadosamente. Muchas veces está totalmente ausente, pero si se presenta lo hace con intensidad dramática, ya sea a través del canto desgarrado de una ópera o de los ruidos invasivos de trenes y tráfico. La música le pertenece a los sentimientos de los personajes, a su mundo interno. Gray es económico dirigiendo a sus actores y sabe rescatar en ellos los pocos gestos que alcanzan para informarnos quiénes son, qué sienten y qué están pensando. Cuando Joaquin Phoenix descubre su nuevo amor, tropieza torpe con los muebles de la casa familiar y sabemos que está deslumbrado, que no ve más allá de lo que su vecina rubia (Gwyneth Paltrow) le pide. Cuando baila ridículo en una discoteca sin darse cuenta que cuando levanta los brazos se le ve la panza, sabemos que está entregado, que es capaz de cualquier cosa por la chica. Cuando ella lo llama a media noche en medio de un frío atroz a la terraza para contarle sus penas, todos vemos que no le importa, que lo va usar y tirar apenas tenga oportunidad. La novia de buena familia (Vinessa Shaw) no pregunta demasiado sobre tibiezas y ausencias y le regala guantes, le dice que quiere cuidarlo, es la almohada donde el corazón con agujeritos va a terminar descansando sus penas. La historia se cuenta con pequeños y grandes gestos de usos y abusos, todos medidos y coloreados de un negro grisáceo. Los Amantes pertenece a la clase de cine que te deja clavado en la butaca una vez terminados los títulos, con pocas ganas de volver a la tristeza a un mundo tan parecido al que se mostró en la pantalla. Es que James Gray quiso hacer cine sobre el amor y el resultado fue, ya saben, como en los erizos.