Dolorosa comedia con un formidable Piccoli Tras la muerte de un Papa (no se dice cuál), los cardenales eligen sucesor. En el momento en que van a presentarlo ante la multitud de fieles reunidos en la plaza, el hombre huye. A solucionar el asunto acude el mejor psicoanalista. No diremos cómo, pero este profesional termina organizando un torneo de vóley en el Vaticano, mientras el Papa in pectore anda de civil por las calles de Roma. Dicho así, esto podría ser una comedia jocosa, o una sátira. Sí, es una comedia, y bastante amable considerando su autor, el habitualmente ácido e iconoclasta Nanni Moretti, que aquí además se luce en el papel de intelectual ateo. Pero esta vez no quiere tirarle palos a la Iglesia. Por el contrario, mira a los viejos prelados como criaturas más o menos queribles, sobre todo al mayor de ellos, en autoridad y responsabilidad. Dato interesante, el hombre no escapó del balcón sólo por miedo escénico. Simplemente, no se siente digno. La inocencia última de los hombres, el peso de la representación y de las instituciones, asoman detrás de la risa. La historia enternece, y a veces duele. Puede objetarse que no hay tanta risa, que algunas partes son poco logradas o menos profundas de lo que hubieran podido, y que el común de los mortales no encontrará relación entre la crisis vocacional del personaje y la representación de «La gaviota» por un actor que ha enloquecido y ahora interpreta todos los personajes de la obra. Momento clave al respecto es cuando, en una escena anterior, el Papa escucha a cada artista, no como persona, sino como personaje. Es que el asunto da para pensar, y permite incluso extender la situación a otras entidades y a unos cuantos seres humanos en crisis de liderazgo. Quien venga siguiendo el cine de Moretti reencontrará acá varios de sus temas habituales, incluso, lógicamente, el de la obsesión por el cumplimiento del deber y la concreción de los sueños sociales del cura que él mismo interpretaba en «¡Basta de sermones!» (La messa é finita, la misa ha terminado, 1985). Pero esos temas ahora son mostrados sin sarcasmo ni gestos neuróticos. Ventajas de crecer y trabajar con viejos como los regocijantes maestros que hacen de cardenales, o Jerzy Stuhr, como vocero papal, y el grande, intenso, Michel Piccoli como protagonista. Renglón aparte, y una delicia, la ambientación lograda por la directora de arte Paola Bizarri en los jardines de villa Lante Della Rovere a Bagnaia, el Palazzo Farnese del Lazio, Cinecittá, y otros bolsones de pobreza.
Buen espejo de la política general El tema interesa: la política estudiantil como espejo de la política general, con sus chicanas, roscas, traiciones, etc. y la única obsesión de ganar elecciones. La producción luce bien hecha y se declara totalmente ajena a los trámites habituales del Incaa, vale decir, es independiente de veras. Los actores son buenos, los diálogos acertados, casi todas las situaciones parecen verosímiles e ilustrativas. Podría objetarse que un perejil recién levantado por una docente participe y opine en una reunión de dirigentes, pero, en fin, la síntesis narrativa obliga a apurar las cosas. El ritmo es entretenido, y detalles como ese apenas molestan. Además, se entiende que el personaje es entrador, cae bien parado en todas partes, y lo acompaña la suerte, como a ciertos políticos. En suma, la obra vale la pena y es digna de un buen estreno. Sin embargo, sale contados días por semana en dos salas culturales, eso es todo. Seguramente se eternizará en una de esas salas, pero, ¿no hubo un distribuidor interesado?, ¿o quizá carece del «libre deuda» firmado por los técnicos, requisito indispensable para todo estreno comercial? O alguien dedujo que sólo interesaría a quienes conocen medianamente el paño. Puede ser. El espectador común bien puede cansarse un poco frente a tantos gritones de asamblea y profesores de la blableta que pululan por la UBA, y termine diciendo, como Piñera, «¿a estos tipos también hay que mantenerlos?». Así parece, qué podemos hacer. Autor, Santiago Mitre, coguionista de «Leonera» y «Carancho». Un antecedente cinematográfico sobre el tema, «Dar la cara», de Martínez Suárez, con los entonces jovencitos Pino Solanas y Adolfo Aristarain haciendo de estudiantes. Vale la pena.
Desafortunados pero afectuosos El título luce cariñoso, sentimental, optimista: «La vitalidad de los afectos». Según parece, el título de la novela flamenca y la película belga-holandesa que en ella se basa y ahora vemos, sería más bien «Lo infortunado de las cosas». En francés la tradujeron «La merditude des choses». Menos francos, los norteamericanos prefirieron rebautizarla «The Misfortunates». Y sí, hay tipos desafortunados en este relato. ¡Pero son tremendamente vitales y afectuosos! Es cuestión de ver el vaso lleno o vacío. Por su parte, ellos lo prefieren lleno, y vuelto a llenar. La pasan bomba hasta que les explota el hígado. Ellos son (o eran) el padre y los tíos del protagonista. Ahora él está esperando a su primer hijo y los recuerda. Cada tanto los recuerda. Es lógico, lo criaron, lo ayudaron a crecer, él hacía los deberes en el bar mientras ellos bebían y hasta le hacían probar alcohol a otra criatura, todos estaban felices y orgullosos de sus concursos de resistencia etílica, sus carreras nudistas en bicicleta, y sus orgías de travestidos a la conquista de mujeres. Y había mujeres que se arrodillaban a sus pies, etcétera. Así habrá nacido él, que ahora no sabe qué hacer con su posible vástago. Esa es la historia, que va y viene entre los recuerdos, a veces divertidos, a veces vergonzantes. Son «recuerdos de años a los cuales no podemos volver para mejorarlos», según él mismo dice. Pero el tiempo, la vida, la abuela, algunas visitas desagradables, y el cuerpo que pasa factura, hicieron que todos fueran madurando un poco. En el fondo, eran buenos tipos, como el padre sacrificado que se gastaba el sueldo en los bares porque «era su manera de protegernos del capitalismo». En fin. La cosa no termina ahí, ni eso es todo. Tampoco es ésa la única clase de humor que vemos en la película. Hay también, desgraciadamente, varios momentos de humor escatológico, bastante desagradables, algunos otros malos ejemplos, y una melancolía incómoda en quien recuerda, cercana a la sensación de resaca. Y mucha sinceridad. La película es de Felix van Groeningen, sobre novela casi autobiográfica de Dimitri Verhulst, conocido representante de la fundación flamenca Cerdos en Apuros. Una adaptación local bien podría hacerse en cualquier villa o monobloque, sin mayores diferencias.
Sencilla, emotiva y con buenas actrices Cabe aclarar desde el comienzo: el rodaje de esta película es anterior al de «Un cuento chino». Y el presupuesto es menor, lo que demoró su estreno. Otras diferencias saltan a la vista: rodada en Santa Fe, ésta es una historia sencilla, contada en un tono tranquilo, provinciano (lo que no impide algunos tiroteos), sobre el nacimiento de la amistad entre dos empleadas de una lavandería de barrio, la obligada complicidad de ambas frente al patrón, que las trata con tono protector pero anda en negocios turbios, y, también, las ilusiones compartidas entre ambas mujeres. Las dos son de afuera. Una es paraguaya, jovencita, madre soltera que vino a probar suerte, y la otra es china, sufrida, cortante, solitaria. Cuando descubre que una clienta conoce el drama que ha vivido años atrás, se siente perturbada, como invadida por la opinión pública. Le asombra que alguien la conozca más allá del mostrador de la lavandería. El país es peligroso para ellas. Pero también está lleno de gente buena. Al menos, eso es lo que ellas van a percibir, y el director les va a regalar, así como les (y nos) regala un final gratificante. La historia es sencilla, cordial, con suave acompañamiento de piano, momentos que rozan limpiamente la emoción, y dos actrices que da gusto apreciar: Julieta Ortega, en su regreso a la pantalla grande (de donde faltaba hace ya largo tiempo), y Miki Kawashima, que debuta en cine con una exacta interpretación, tras haber pasado sus años jóvenes en otra disciplina. Ella se formó en la danza japonesa, integró la compañía de Maurice Béjart, investigó por países del Lejano Oriente, difundió bailes orientales, y desde 1990 también es bailarina profesional de tango. Sorprende ahora como actriz. Juan Palomino, Juan Manuel Tenuta, Azucena Carmona y Enrique Dumont completan el reparto. Música, Marcelo Piazza. Realizador, el cordobés Francisco DIntino, hombre que ya hizo otros relatos sensibles de gente común, pero que logra aquí su mejor obra hasta la fecha.
Atractivo retrato de un artista singular El hombre se nos aparece como un gordo piloso y nos cuenta su historia de vago, drogadicto, plomo rockero, hippie tímido refugiado en la casa que hizo arriba de un árbol, posterior colimba, y obligado huésped de la comisaría («cobraba como un banco»), el Cenareso y el Borda, de donde salió mediante una fuga de película, digna de ser llevada al cine. También nos cuenta sus lecturas, y nos muestra sus habilidades. «Yo nací para barrer el colegio», dice, porque se gana el sueldo como portero. Sin embargo Firenze, Berlín y otras ciudades lucen sus esculturas hechas de fierros viejos. Una observadora lo define: «Es un Gaudí del reciclado». En Quilmes todos conocen su casa, y las escuelas hacen visitas guiadas. Las paredes no son de ladrillo. Las levantó, hasta el techo, con botellas de distintos colores, así la casa es luminosa, bien templada, y regala infinidad de brillos cambiantes a lo largo del día. Lo vemos trabajar, inaugurar su Monumento al Nautiscualo en Berazategui, casarse con la rubia que aceptó dormir en su cama-sarcófago, y contar esa historia, respaldada por diversos amigos como Willy Lastra, el Mono Oscar López (que además puso la música), el doctor Alberto Rocca, etcétera. «El viejo Psiquiátrico no distingue al loco del artista», dice el médico. Pero una cosa no quita la otra. En el fondo, Tito Ingenieri, que así se llama, es un artista singular al que bien puede definirse como un loco lindo, que da gusto conocer, o como un loco lindo que resulta todo un artista. Autores del documental, su paisano y probable coetáneo Alcides Chiesa («Apuntes de un viaje al Iberá», entre otros), egresado del viejo Cerc, y Carlos Martínez, egresado de la Enerc.
Una boda despareja pero, al final, entretenida «Esta fue la primera vez, la segunda saldrá mejor», o «lo haremos de otra forma», etc, dicen los directores técnicos, los políticos, los aprendices de cocinero y los criminales. Que lo digan los novios respecto de su propia boda, encima ese mismo día, ya es otra cosa. En esta comedia de enredos, cada uno de ellos mira a cámara, cuenta su experiencia (atroz para ambos) y hace sus recomendaciones. La del muchacho es contundente: «no se casen». Pero ¿quién quiere hacerle caso, cuando la novia es Natalia Oreiro? Por ella casi todo el público haría lo imposible. Y por ella este novio realmente hace lo imposible, cuando pierde los anillos justo unos minutos antes de la ceremonia y se larga a buscarlos del modo más torpe imaginable. Lo ayuda un primo también torpe, mientras los parientes, los invitados, el personal de servicio, un langa importado que tuvo alguna historia con la novia y viene a importunarla, se distraen a su modo, y la novia ve arruinados sus planes, su paciencia, el maquillaje y hasta el vestido (pero esto último lo soluciona de modo ampliamente satisfactorio para nuestros ojos, lo que es muy de agradecer). Como corresponde, cuanto peor la pasan los prometidos, mejor la pasa el público. Y al final todos disfrutan, aunque la película se estire un poquito, el envidiable elenco y ciertos planteos de fondo parezcan levemente desaprovechados, y el conjunto despierte más sonrisas que risas. Digamos, es algo despareja. Por suerte también es entretenida, las sonrisas son casi permanentes, los participantes nos caen simpáticos, hay buena música, y la novia está preciosa. Mejor dicho, es preciosa, y muy buena comediante. También destacables, los trabajos de Daniel Hendler, Imanol Arias y Martín Piroyansky, la linda presentación con dibujos de Liniers, el cierre con los típicos saludos de video familiar (muy gracioso queda ahí el dj que hace Iair Said), y que nadie se levante porque después de los créditos viene el chiste de la pareja partiendo en luna de miel. Guionista, Patricio Vega («Los simuladores», «Hermanos y detectives», «Música en espera», el piloto de «Algo para recordar», y siguen los éxitos). Director, Ariel Winograd, que ya se había lucido con amplio elenco en su primera obra, «Cara de queso», y en la segunda se luce todavía más.
Sobre gente común que busca felicidad No tendrá la intensa emoción de «Secretos y mentiras», ni el regocijo nada ingenuo de «La felicidad trae suerte», pero esta nueva película de Mike Leigh nos ofrece también una parte de su cordial sabiduría. Otra vez con un elenco de rostros muy bien elegidos y actuaciones exactas, interpretando personajes creíbles, fuertemente humanos, en situaciones casi cotidianas descriptas con mano experta y ojo clínico, desarrollando unas relaciones típicas en las que más de uno ha de reconocerse. Para el caso, las relaciones de un matrimonio maduro con sus amistades y algunos parientes, cada cual en busca de la felicidad, o soportando la amargura. Los esposos se llevan bien, cada uno tiene su trabajo y entre ambos cultivan una huerta y agasajan a los demás sin ostentaciones, más bien con amable condescendencia. En algún momento la condescendencia se vuelve conmiseración. ¿Pero qué culpa tienen ellos si otra gente no supo madurar, no quiere mejorar, o no pudo pelear a la vida con igual suerte? Ahí está el viejo compañero de buen humor pero echado a perder, ahí la vieja amiga y compañera de trabajo, siempre desubicada, invasiva (encima alcohólica), reclamando un príncipe azul y un lugar permanente en la familia. Ahí, detrás de una puerta descuidada, un hermano mayor caído en desgracia, con un hijo resentido y desagradable. Al comienzo también hay otros dos personajes más circunstanciales, pero claves, porque plantean el tema. Y por suerte después está el hijo, un gordito que no será gran cosa pero es buen tipo, trayendo a su novia, que tampoco es gran cosa pero tiene un carácter muy lindo. Deliberadamente, el autor deja varios huecos que cada cual puede rellenar a su gusto, como pasa también en la vida real. Y es un año entero el que pasa en esta historia. Un año más, de soledad y frustración para algunos, de apacible aceptación para otros. La obra duele un poco, pero también consuela. Se recomienda verla en pareja.
Melodrama estilizado con ecos de Visconti Hay un amante. El título de estreno local dice la verdad. Pero hay, sobre todo, una señora extranjera, inserta como esposa y madre en el seno de una familia donde debería reinar, pero en cambio sigue siendo un poco extranjera, extraña. La familia pertenece a la alta burguesía industrial de Milán. Todo en la casa se ve regido por la formalidad, el control, el carácter medio antipático de los italianos del norte. Afuera nieva, adentro, en una cena casi de etiqueta, el patriarca designa a sus sucesores. El futuro del emporio seguirá firme y sólido como siempre. Y justo ella viene a enamorarse de un joven chef, amigo de uno de los hijos. Hay alguna salida a San Remo, algún asunto en Londres, pero el centro sigue siendo esa casa enorme, fría. La historia es sencilla, en partes previsible, en partes dolorosa. Dándole mayor peso dramático, la hija descubre su «anormalidad», la sucesión tiene sus tensiones, ocurre también una desgracia, y la mujer debe hacer un duelo, tomar una decisión. La familia no va a desmoronarse por eso. Al menos, a la vista de los otros. Y de nosotros. Estilizado melodrama cercano a la tragedia, el relato cobra peso con la gran expresividad de Tilda Swinton, y con una puesta en escena hecha de silencios más elocuentes que cien palabras, ambientes enormes, vestuario refinado, particular manejo de cámara, música opresiva de John Addams (incluyendo algo de sus operas), un título original, «Io sono lamore», que nos remite a una de las frases más dolorosas de «Andrea Chénier», y, sobrevolando todo, lejanos ecos de Luchino Visconti. No tanto porque uno de los personajes se llame Tancredi, sino porque flota en el ambiente ese mismo aire a encierro y podredumbre de «La caída de los dioses» y «Grupo de familia en un interno». Autor, Luca Guadagnino, nato a Palermo, que ya hizo varios documentales y videoclips pero sólo tres dramas en diez años, y cada uno distinto del otro. También destacables, Yorick Le Saux, director de fotografía, Pipo Delbuono (el marido), Alba Rohwacher (la hija), María Paiato (la fiel sirvienta), Gabrielle Ferzetti, Marisa Berenson (los suegros). El que hace de amante, en cambio, es bastante malo.
Atroz metáfora de la España más cruel La canción es conocida. Nació como «Ballata della tromba», de Franco Pisano, obra sentimental que popularizó Nini Rosso en 1961, y acá consagraron en español Estela Raval y Los 5 Latinos, como «Balada de la trompeta», 1962. Luego apareció la versión de Raphael, «Balada triste de trompeta», 1969, llevada al cine en 1970, en un bodrio llamado «Sin un adiós», de Vicente Escrivá. Ni siquiera está bien hecha la escena donde el artista interpreta ese tema (los insertos de un supuesto público todo almidonado arruinan la emoción), pero igual es la versión más impresionante, por la fuerza dramática y el desafío a la garganta que Raphael le pone. Ahora, la escena reaparece en un momento clave de esta película de Alex de la Iglesia que lleva el mismo título de la canción, y que también tiene una tremenda fuerza dramática y es todo un desafío, pero que es, francamente, otra cosa. «Raphael es bueno», dice el personaje protagónico, un payaso triste que alguna vez también fue bueno pero está totalmente trastornado. Y desde la pantalla el cantante trata de aconsejarlo, esfuerzo inútil. Cada uno vive en su mundo. La historia tiene un comienzo estremecedor ambientado en 1937, plena Guerra Civil, y un desarrollo todavía más fuerte ubicado en 1973, justo cuando volaron al almirante Carrero Blanco. Ese hecho también aparece en la película, y fue tal como ahí se cuenta, el auto saltó 20 metros hasta el techo de un edificio y cayó en una azotea. La realidad supera a la ficción, ya se sabe. ¿Cómo no aceptar, entonces, las pobrecitas exageraciones de la ficción? Atroz, impactante, esperpéntica, magnífica historia de amor de dos payasos enfrentados a muerte por una bailarina que intenta hacer equilibrio sobre la cuerda floja de su vida, y al mismo tiempo cruel metáfora de la España más cruel, «Balada triste de trompeta» no deja a nadie indiferente. Se la ve con asombro, y se sale del cine perseguido por sus imágenes con salvajadas de la guerra, burlas, humillaciones, escarnios, venganzas, autolesiones, una violación consentida, caídas al abismo humano, maldades de laboratorios y de captores que tratan al hijo del enemigo como a un perro, la circunstancial, extraña bondad no correspondida de un líder históricamente malo, el atentado como eclosión de fondo de una locura general, y hasta la pelea de los dos payasos por la trapecista sadomasoquista una noche en el Valle de los Caídos, todo un símbolo. Y en medio de todo eso, el «Corazón contento» de Palito Ortega. Si el espectador tiene ánimo y puede soportar toda la carga de un film que no da tregua en ningún momento, encontrará no sólo cosas terribles, sino también una obra española a la altura de aquellas tan tremendamente hispánicas, fascinantes y dolorosas de Goya y Valle Inclán. Es cierto, Alex de la Iglesia es, al cine, lo que esos grandes han sido a la pintura, las letras y el teatro.
Estreno conjunto de interesantes documentales Se estrenan en simultáneo dos documentales reunidos bajo el título «Crónicas de resistencia en el norte argentino». Cabe el comentario conjunto. Con tono de denuncia, «Mosconi. Abriendo los caminos de la resistencia y la dignidad», no se refiere al general e ingeniero civil Enrique Mosconi, que apenas aparece en un noticiero impulsando el manejo estatal del petróleo, sino al pueblo de Salta que lleva su nombre (también hay otros en Formosa y Chubut, y dos aeropuertos). Uno de esos pueblos que apuntalaron la patria cuando YPF era la mayor empresa argentina. Frente a cámara, viejos obreros evocan los buenos tiempos en que entraron a ella (algunos a los 14 años). Hoy viven con pequeños emprendimientos grupales de albañilería, carpintería, etc., organizados a partir de los planes sociales. Este debe ser uno de los pocos lugares del país donde los planes sociales se usan para crear trabajo. Se nota, además, que son verdadera gente de trabajo, paradójicamente reunidos en una Unión de Trabajadores Desocupados. A señalar, uno de sus líderes, que coloca gente sin cobrar comisión, y reclama técnicos confiables y cuidado del medio ambiente ante jefes de las empresas privadas. Interesante, en ese sentido, el aporte de un vecino estanciero mostrando cómo enferman sus animales cada vez que las actuales explotaciones ventean el gas (otra ironía, los lugareños no tienen gas en sus casas, pero lo huelen, con resultados imaginables). Lástima que la segunda mitad del relato esté largamente dedicada a la ya sabida historia de las privatizaciones de Menem y las puebladas de aquel entonces frente a Gendarmería, lo que estira todo sin aportar nada nuevo. Por su parte, «Ceremonias de barro», filmado en Los Chañares, tiene el tono de un documental «antropológico». En ella vemos a los descendientes de quilmes que lograron esconderse en los cerros cuando los españoles arrearon a casi todos durante la conquista. Luego el imperio español y el primer gobierno criollo les reconocieron oficialmente la propiedad de sus tierras, pero sucesivos aprovechadores las usurparon y les obligaron a pagar arriendos. En 1970 comenzó la lucha definitiva por esa propiedad. Una pena que también haya comenzado la disminución del agua, y el éxodo generalizado. La película nos muestra la tranquila vida cotidiana de esa gente antigua y laboriosa, desde el viejo que nos dice «ya estoy por ochentiar» (tiene 78 años), hasta quienes explican tradicionales técnicas de teñido de lanas y tallado en piedra, el que tiene un gato montés atado como un perro bravo, la cooperativa instalando cañerías, los guías del «fuerte viejo», hoy lógicamente concesionado a los propios indios, y la joven maestra que pone a su niña en manos de las abuelas el mayor tiempo posible, para que la criatura vaya absorbiendo naturalmente sus raíces. La apacheta, la recuperada fiesta de la señalada, son lindos momentos que se comparten con el espectador. Se nota la mezcla de influencias, con el repertorio de valses criollos en acordeón, y el uso de jeans en los más jóvenes. Detalle discordante, un joven gritándole a una señora mayor, algo que antes era inimaginable. «Vuelven de la ciudad con malas costumbres», comenta el viejo. «Mosconi» es de Lorena Riposati, productora de «Cuba santa» (sobre la religión yoruba) y directora de «Queremos nuestras tierras» (guaraníes de El Tabacal). «Ceremonias...» es de Nicolás Di Giusto, que viene filmando desde chico y ya tiene su pequeña carrera televisiva aquí y en Italia.