Una mujer caradura, manejadora, cargosa, se hace querible cuando la vemos afligirse ante la próxima partida de su hija menor (y digna heredera), que por un tiempo le dejará el nido definitivamente vacío. Ese es el tema de esta comedia bien francesa, breve y sentimental, que empieza de forma acelerada, con música y diálogos a volumen inútilmente alto, y termina con un fondo de canciones melosas (¿por qué en inglés?). Destacables, su parte de ternura, los recuerdos de infancia y particularmente unos interesantes momentos de silencio. Por ejemplo, cuando la nena le dice a la madre, con la mayor naturalidad, que se va a dormir con un chico que trajo de visita, y la madre los ve meterse al dormitorio y queda sola, callada y perpleja. Dicho sea de paso, gran triunfo de la directora Liza Azuelos, hacer que Sandra Kiberlain se quede callada en una comedia que la tiene de protagonista.
Una chica preadolescente va con sus padres al camping de un club náutico, parlotea con otras chicas, sufre el juego rudo de una más enérgica, bromea sobre un muchachito tímido, fuma a escondidas su primer cigarrillo. A la vez, percibe cierto malestar en la familia. La madre está agresiva, busca algo fuera de casa, el padre se refugia en la hosquedad. Todo lo vemos de modo fragmentario, como suelen percibirse, o recordarse, algunos momentos de la vida. El recurso luciría mejor si sólo tuviéramos la mirada de la niña, sin las escenas donde vemos a la madre moverse por su cuenta, pero esto se compensa con la buena dirección y la simpatía del elenco infantil. Autora, la debutante Luciana Bilotti, egresada de la Escuela Regional Cuyo de Cine y Video. También las chicas son debutantes y solo hay un actor profesional, Diego Velázquez. Rodaje en El Carrizal del Club Mendoza de Regatas, pero se luce poco.
Esta es una pequeña obra fuera de serie. Al comienzo parece un simple documental “de observación”, centrado en la pista de skate del Parque de los Reyes, en el Barrio Mapocho de Santiago de Chile. Pero los protagonistas no son los skaters sino un perro medio lobuno y una labradora, grandotes y negros, que viven allí como si fueran los dueños, o los reyes, o tal vez dos linyeras de esos que duermen en las plazas. Los vemos hacer su vida, nos divierten, les vamos tomando cariño. Cada tanto se escuchan las conversaciones imbéciles de los adolescentes que van ahí a drogarse. Uno preferiría oír a los empleados municipales que hicieron unas casillas para los perros. Pero de a poco, a través de esas charlas pareciera que dos mocosos empiezan a madurar. Mientras, el lobuno empieza a envejecer. Los últimos minutos, casi a pura imagen, son de una emoción intransferible. Es el paso de la vida, lo que estamos viendo. Quizá sea ésta la película más sentida del matrimonio Perut-Osnovikoff. Coproductora, la notable Maite Alberdi (“La once”, “Los niños”). Cámara, Pablo Valdés. Montaje: Bettina Perut.
Funciona en CABA y otras cuatro ciudades un servicio de ayuda a viejos maltratados por sus propios hijos o nietos, mujeres golpeadas o basureadas por sus maridos, y criaturas abusadas por los mayores. El servicio se llama Las Víctimas contra las Violencias, y esta película muestra las rutinas agobiantes de su escaso personal, mayormente femenino, que atiende las llamadas de auxilio, contiene a las personas afectadas y las orienta para alejarse del victimario e iniciar una denuncia en Tribunales. Se plantean así diversas situaciones debidamente ilustrativas. Sin embargo, el conjunto no alcanza la fuerza dramática que merecía. Lo afecta una narración irregular, donde se impone la bajada de línea por sobre la visión misma de los hechos. Dirección, Lucía Vasallo, autora de una elogiable historia del penal de Ushuaia. Guión, Marta Dillon. Música, inquietante, Juana Molina.
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Cámara agitada, sonido inquietante, montaje nervioso, seres desagradables, acalorados, mentes alteradas, situaciones siempre a punto de explotar, esta película desborda adrenalina por los cuatro costados. En ella Ladj Ly desarrolla una historia terrible, coral, ambientada en Montfermeil, barrio nada turístico de los extramuros de París. Es una historia de broncas desatadas, con tres policías que difícilmente merezcan una medalla, gran cantidad de vagos y mal entretenidos, grupitos mafiosos, comerciantes y funcionarios que medran con la desgracia ajena, y por si esto fuera poco también hay un circo de gitanos grandotes. Y a un chico no se le ocurre nada mejor que robarles un cachorro de león. Podría decirse que lo hace por razones religiosas. Tantas excusas hay ahora en el mundo. El director pinta con mano hábil todo ese ambiente, lo conoce bien, lo hace verosímil, como que nació, creció y trabaja ahí. Después la mano se le va, y el último tercio de la película ya se vuelve demasiado efectista, y hasta poco creíble. Puestos a comparar, este film no tiene la agudeza ni la profundidad de “Haz lo correcto”, su evidente modelo, ni de sus antecesores “El odio” y “Ley 627”. Pero golpea fuerte, y llama la atención sobre un malestar que explota con facilidad, como los parisienses vienen comprobando desde las revueltas de 2005 hasta la del mes pasado. Ladj Ly ha querido mostrar que en el barrio donde Víctor Hugo ambientó parte de su novela, especialmente la rebelión popular de 1832, todo sigue igual, o peor. Destaca una frase de Hugo: “No hay malas hierbas ni hombres malos. No hay más que malos cultivadores”. Y actualiza con otro nombre y otro desarrollo un personaje, Gavroche, el niño de la calle. Más dudosos, los equivalentes de Cosette y Thenardier. Pero eso es todo. A su mirada le falta Jean Valjean, el hombre ejemplar, de corazón limpio, que superó sus desgracias. Y un inspector Jabert, capaz de aplicar sobre sí mismo el más riguroso cumplimiento de las leyes.
No es lo mismo Mushroomtown, pueblo de hongos, que Mushroomton, lata de hongos. Tampoco es lo mismo una época donde reinaban la magia, la naturaleza y los seres mitológicos, y la época actual donde reinan los fast-foods temáticos y cosas peores, y aquellos seres están degradados o reciclados. Por ejemplo, nuestros personajes son dos hermanos elfos iguales a cualquier adolescente, salvo por el color y las orejas. Y la madre es una elfa igual a cualquier madre, salvo por el color, las orejas, su relación con un centauro chicano y su acuerdo con una mantícora para salir en busca de sus retoños, que andan por zona de riesgo buscando una Gema Fénix para completar un hechizo. No saben que eso despertará la furia de un enorme monstruo hecho de hormigón y cara, no diremos de qué tiene la cara. Tampoco diremos qué clase de ser viviente es una mantícora, sólo que se parece a Whoopi Goldberg. Pero esa es la parte de broma y aventura, la más visible. Aventura con dejo de cintas ochentosas y juegos de fantasías medievales. Broma con tono de amable ironía sobre hábitos, alteraciones y comodidades de la vida moderna. Detrás de eso hay algo más tocante. No por nada ésta es una película Pixar. Los chicos buscan la gema para reencontrarse aunque sea un minuto con su padre muerto. Uno llegó a conocerlo. El otro, el más sensible, nació después. Todo es barullo y diversión, y el singular momento en que al fin la magia ocurre es todo silencio, delicadeza, discreción. Y comprensión, preciosa, de lo que vale un hermano mayor. Autor, Dan Scanlon, el de “Monsters University”, que ahora nos cuenta esta historia inspirado en su propia experiencia de hermanito menor y niño huérfano. Jefe de modelado de casas, paisajes y autopista, el tucumano Gastón Ugarte. Pequeña discordia: en una charla al borde del camino un cíclope policía dice, para festejo de alguna gente y espanto de otra, “La novia de mi hija hace que me arranque los pelos”. Se nota que es un doblaje mexicano. Acá diríamos “me saca canas verdes”.
Primera objeción: el título de estreno en Sudamérica “El llamado salvaje” suena confuso. Se entendería mejor como “El llamado de lo salvaje”, más fiel al libro clásico de Jack London aquí editado como “El llamado de la selva”, que cuenta la historia de un perro hogareño convertido en salvaje debido a la maldad de muchos seres de vida menos cómoda que la suya, y el encuentro, o acaso el reencuentro ancestral, con la naturaleza. En plena “fiebre del oro”, él ha de enfrentarse a “la ley del garrote y el colmillo”, saldrá victorioso y encabezará su propia jauría. Segunda objeción: comparada con el libro, que data de 1903, la película está más que pasteurizada. Generaciones de niños lo leyeron sin mayores traumas pese a las bestialidades que en él se cuentan, pero ahora casi todo eso se oculta o se suaviza, o se cambia de villano, en atención a lo “políticamente correcto”. Con todo, es un buen entretenimiento, emocionante en algunas escenas, luce un nivel técnico notable, y respeta en varios aspectos el espíritu de la novela. Por empezar, está protagonizada por un perro. Bueno, es un perro digital, pero no importa. Los humanos son todos humanos, dentro de lo que cabe (Harrison Ford, Omar Sy, Dan Stevens y la india chipewa Cara Gee, con un personaje que no figura en el libro, pero igual se agradece), pero los perros, el conejo, el oso, los alces, unos cuantos paisajes, son todos de laboratorio digital. Elogios para el supervisor Illia Afanasiev (las nuevas de “Godzilla” y “Pokemon”) y el director Chris Sanders, coautor de “Lilo & Stich” y “Cómo entrenar a tu dragón”. Sobre el adaptador, Michael Green (“Blade Runner 2049), pueden caer algunos palos, pero también elogios por dos escenas de rescate durante el viaje del correo postal, que son puro invento suyo (y no sabemos si London las hubiera aprobado). Postdata: versiones también atendibles, las de Charlton Heston, 1972, y Rutger Hauer, 1997. Por su parte, la de Clark Gable con Loretta Young, 1935, cambiaba casi todo, salvo la raza del perro.
Sólo hoy y el sábado se exhibe, en los Cinepolis, este interesante documental sobre el singular Salvador Dalí. Parte de su rincón en el mundo, el pueblito costero de Portligat, donde el artista se fue haciendo su casa-taller a lo largo de los años; pasa por París, Londres, Nueva York, Hollywood y el castillo de Púbol, y se detiene en Figueres, donde fue haciendo, también a lo largo de los años, su famoso y estrafalario Teatro-Museo, que él mismo definía como “un inmenso objeto surrealista”, “un monumento único en el mundo, en honor a todos los enigmas”. Entre sus propios enigmas, aquí se develan, discretamente, la relación de amor, distanciamiento y reencuentro con el padre y la hermana, la razón “por la que me vi obligado a perpetrar toda serie de excentricidades”; su mantenida atracción por “Tristán e Isolda”; los tangos de Agustín Irusta y “El Angelus” de Jean-François Millet, que tantas veces reinterpretó a su gusto y antojo; el endiosamiento de la fea y dominante Gala, que le hizo juntar millones y pelearse con la familia y los viejos amigos; la confesada necesidad de creer en Dios, y la angustia de mantener la lucidez habiendo perdido la salud. Entre las imágenes se alternan registros de lo más diversos, como una performance con un piano colgando y una vaca en la Inglaterra de 1940; la humorística “Dizzy Dali Dinner”, con Jackie Cogan y Bob Hope; un cortito casero de Buñuel, “Comiendo erizos”; un noticiero franquista, elogioso; el reportaje de la TV francesa “Quand passent les girafes”, y una selección de cuadros que va desde 1921 (hermoso, “Muchacha en la ventana” para el que posó Ana Dalí, que entonces lo adoraba), hasta 1981, con “Gala contemplando la aparición del príncipe Baltazar Carlos”. Punto en contra, una autoridad de la Fundación Gala-Dalí (productora del film) dictando cátedra de forma almidonada.
Texto publicado en edición impresa.