El jilguero se puede pensar como un ejercicio de lo que no debe hacerse en una adaptación. El libro éxito de Donna Tartt, que le valió el Pulitzer, era todo un desafío para llevar al cine. Extenso, guiado por un narrador en primera persona que despliega una mirada reflexiva y contagiada de un pulso redentor, exigía una atención y un cuidado extremos. Sin embargo, el guionista Peter Straughan decidió vestir el melodrama que se agita en el interior de su historia de la apariencia de un thriller escuálido y mundano, sin pasión ni emociones verdaderas. La muerte en un atentado de la madre del joven Theo Decker (Oakes Fegley/Ansel Egort) es el eje de su vida adulta, y es ese enclave dramático el que la película apenas transmite con ciertas insinuaciones. La aplastante solemnidad con la que se concibe cada una de las escenas tan solo se subvierte cuando Nicole Kidman logra nutrir a su madre sustituta de las evidentes contradicciones de ese esquivo rol. Pero los demás personajes y situaciones, que en el papel exudaban una honesta vitalidad, se convierten en descarnados arquetipos que oscilan entre la pereza y el ridículo. John Crowley, que había demostrado en Brooklyn una mirada cálida sobre sus criaturas, aquí parece desconcertado frente a un mundo que le resulta demasiado ajeno. Su puesta en escena no solo no toma ningún riesgo, sino que termina atrapada en el miedo de imaginar un detalle visual capaz de opacar la reverencia a la literatura.
Cruce de géneros sin atractivo Desde la condena de Moisés y las hogueras del Medioevo hasta el cine de Carl Dreyer y la cacería de Salem de Arthur Miller, la bruja fue siempre sinónimo de lo incómodo dentro del universo femenino, aquello que amenazaba el orden, que debía ser perseguido y aniquilado. Siguiendo esa premisa, Bruja comienza en un bosque donde la niña Selena recibe la profecía de su destino. Ya adulta y madre soltera, Selena batalla con los prejuicios y las malas caras de un pueblo rural hasta que el peligro que asedia a su hija la lleva a cumplir aquel mandato originario. La historia se prestaba para el cruce entre un tema de actualidad y la estética artificial de un género: la trata de personas y el cine de terror. Pero en ese intento de alquimia, la película se extravía, sin saber cómo jugar con la ambigüedad de Selena, con el potencial de sus poderes, y cómo seguir los pasos de una investigación con aspiraciones de realismo. No hace ni una cosa ni la otra, la investigación resulta inverosímil, el magnetismo de Érica Rivas está desaprovechado y el sino trágico de la mujer incómoda es normalizado en una madre desesperada. Marcelo Páez Cubells ( Omisión) nunca consigue una puesta en escena oscura y terrorífica, y deja a su película atrapada en una estructura maniquea, con huecos narrativos y desvíos policiales innecesarios. Lo único que podría haberla salvado es la prometida disputa entre Rivas y Leticia Brédice como dos fuerzas incontenibles, pero nunca logra concretarlo.
Para su debut como director, el actor Max Minghella elige honrar los orígenes de su padre, el célebre director de El paciente inglés, nacido y criado en la isla de Wight. Es en ese territorio frente a las costas británicas, anclado en un presente atemporal de camperas coloridas, iPod y concursos televisivos, donde la joven Violette (la siempre luminosa Elle Fanning) transita su solitaria adolescencia. Pero como Minghella combina los recuerdos familiares con el cuento de hadas, su heroína encuentra el mejor refugio en la música, esa que la preserva de las chicas malas del colegio y el arduo trabajo del fin de semana. Más allá de algunas caprichosas concesiones al refuerzo de la fábula -una madre que se opone a toda libertad, una villana de taco aguja que esgrime la tentación-, el mérito de Minghella es el ingenioso trabajo para dar vida al mundo interior de su personaje, cuya expresión no es solo la música, sino la permanente explosión del color. La deslumbrante textura de la película, no solo en las secuencias musicales, sino en las instancias de dolorosa introspección, revela que se trata menos de convertirse en una estrella que de descubrir la verdadera intensidad de una pasión. Por ello Fanning es perfecta, con esa quieta emoción con la que persigue cada logro: porque lo importante no es la consagración de un indiscutido talento -como lo era en Nace una estrella-, sino la revelación de la fuerza que lo impulsa.
Como en la Antígona de Sófocles, los susurros de María Martín a la vera de una ruta española inauguran la travesía para enterrar a los muertos del franquismo, para terminar con la impunidad de los verdugos, para recuperar la memoria de la historia española. La referencia trágica nace de declaraciones de Pedro Almodóvar, productor del documental junto a su hermano, y se nutre del arco que atraviesa la película, con las siluetas del Monumento a los Caídos detrás, con la ambición de justicia como horizonte. Los directores Almudena Carracedo y Robert Bahar cuentan la lucha de las víctimas de la dictadura de Franco por alcanzar una verdad silenciada desde la ley de amnistía de 1977. La querella argentina de 2010 es el punto de partida para la investigación del pasado, pero la mirada de los protagonistas es siempre hacia el futuro: gestar en una sociedad que eligió el olvido, la persistencia de los recuerdos que todavía se adeudan. Menos concentrada en el enigma de la resolución judicial que en las peripecias de su trayectoria, la película expone de manera descarnada los testimonios de los sobrevivientes. De Buenos Aires a Madrid, de las tumbas a los tribunales, El silencio de los otros consigue poner en imágenes el fervor y la templanza de sus personajes con los recursos más austeros, siguiendo plano a plano las raíces de una convicción que nunca ha sido erosionada.
Como en las clásicas piezas del malentendido, las que nutrían al cine de Éric Rohmer inspirado en la dramaturgia de Racine, la vida de Iris se ha tornado un laberinto imprevisible. La llegada de Maia, la hija de una amiga tucumana, despierta en esos días de intermitente convivencia un deseo inesperado. Su vida con Jackie y el perro Caruso era tan tranquila hasta entonces que hasta las fiestas sorpresa parecían programadas. Pero Iris quiere vivir algo, no le teme al vértigo de los acontecimientos sino a la monotonía de la vida, a los mismos sábados de bochas, al amor acostumbrado. Liliana Paolinelli demuestra que lo que había ensayado con humor y cierto tono agridulce en Lengua materna aquí encuentra su mejor forma. La precisa composición de los planos fijos permite insinuarnos esa mirada incompleta que conduce a Iris a confundir apariencia con verdad, y al mismo tiempo a soñar con la aventura de su vida. Como todas las mujeres de Paolinelli, que aquí cobran vida en pinceladas corales durante un cumpleaños o un juego de cartas, Iris nunca deja de moverse, de sortear ataduras, de confiar en una búsqueda incesante hacia donde quiera que la dirija. Y Susana Pampín la viste de una fascinante desorientación para afirmar la filiación con la comedia y para combinar de manera excepcional el humor con esa conciencia del paso del tiempo que asoma en su interior.
"Descansaré cuando esté muerto", repite una y otra vez Alain Wapler (Fabrice Luchini). El trabajo se ha convertido para Alain en lo único importante en su vida. Desde la muerte de su esposa, su tiempo se divide en charlas de liderazgo, ásperas reuniones de directorio y el desarrollo de su última criatura: un automóvil eléctrico que revolucionará el mercado francés. Su hija, su perro y el resto de la humanidad que parece quedarle batallan con su soberbia y el malhumor que lo aqueja a diario. Luchini convierte a este CEO irritante en un personaje que, sin abandonar su perspicaz pedantería, descubre en la lenta recuperación de un ACV que otra vida es posible. Al sortear el dramón, el director Hervé Mimran se recuesta en el notable talento de su actor para usarlo a su favor: Alain transita su nuevo rumbo en la vida a partir de retazos de recuerdos y fragmentos de lenguaje. Son esas ausencias las que alimentan la comedia y abren la película a las mejores relaciones, las que Alain entabla con su fonoaudióloga (la siempre excelente Leïla Bekhti) y un jovial enfermero. Una pena que, pese a las buenas intenciones, la coda final se abarrote de un heroísmo de manual de autoayuda y aires de fábula de superación. Al abandonar el humor para ponerse sentimental, la película debilita la consistencia que había brindado a su personaje y coquetea con una moraleja que no necesitaba.
Con Anna, Luc Besson vuelve a los años de sus primeros éxitos ( Nikita, El perfecto asesino), a un mundo de violencia en el que las mujeres son sus piezas preciadas, a las secuencias extáticas que combinan la moda extravagante de los 90 y el espíritu lúdico del videojuego. Pero ahora su alicaída carrera se nutre también del reverdecer del cine de espías en clave femenina, al que despoja de cualquier trazo de humor autoconsciente para exponerlo en su operatoria más visible de agentes dobles y peleas volcánicas. Todo comienza con una operación fallida y una terrible matanza en la Moscú de 1985. Cinco años después vemos a Anna (la modelo rusa Sasha Luss) pasar de vendedora de feria a modelo de alta costura, para reconocerla luego como la mejor agente de la KGB en la París de 1990. Ese juego temporal entre pasado y presente se despliega una y otra vez, como las identidades de Anna que alternan disfraces en el ajedrez político del final de la Guerra Fría. La astucia del guion, que pese a lo previsible del género logra hacer efectivas algunas vueltas de tuerca, y la destreza coreográfica de Anna en cada enfrentamiento compensan su falta de complejidad y las repetidas frases sobre la libertad sin emoción alguna. Pero Besson no aspira a mucho más que a lucirse él y su cámara, a convertir a Sasha Luss en una nueva musa, y a alinear con ironía la geopolítica y el negocio de la moda que parecen ser los más arduos campos de batalla.
Nada parece tranquilo en la isla de los Pájaros. La primera Angry Birds, inspirada en un juego para smartphones, había terminado con el insólito enfrentamiento entre los pájaros que no vuelan y los cerdos verdes con alma de ingenieros, habitantes animados de un mundo de colores y vértigo irrefrenable. Aún más desenfadado, el universo de esta segunda entrega retorna a la primacía de lo visual, consigue varias escenas divertidas (genial la del baño), y explota el catálogo musical de Sony con un calculado equilibrio entre el humor y la nostalgia. Red es el héroe que custodia la frágil convivencia -mar de por medio- entre cerdos y aves, signada por bromas pesadas y ataques sorpresa. Pero esta vez hay un enemigo en común que permite que los personajes conocidos se unan en virtud de un trabajo en equipo. Así, una improvisada "misión imposible" los lleva a una incursión de incógnito en una lejana isla que combina los volcanes con las tierras heladas. La película tiene el mérito de ir de menor a mayor: convierte a los viejos enemigos en aliados, integra nuevos personajes con fluidez, despliega líneas narrativas simultáneas sin perder el eje (los tres pichones en viaje a otra galaxia logran un gran momento), y toma en serio sus modestas aspiraciones. Pese a algún que otro desliz en los guiños de autoconciencia, funciona como un antídoto al individualismo y un esperpéntico retrato de una comunidad de celebradas diferencias.
Mejor que nunca tiene que lidiar con dos territorios minados de prejuicios, la comedia y la vejez. El primer encuentro entre Martha (Diane Keaton) y los habitantes de una comunidad de retiro en la soleada Georgia despierta todas las alertas posibles, en ella y en los espectadores. Pero, paradójicamente, el camino de excéntrica revelación de Martha, que abandona la quimioterapia para vivir sus últimos días según sus reglas, es similar al del espectador dispuesto a abandonar las expectativas de banalidad que se asocia al entretenimiento y a sumarse a la simpática calidez que tiene para ofrecerle la película. La decisión de la documentalista Zara Hayes en su primera ficción es priorizar la dinámica que consiguen Diane Keaton y Jacki Weaver, convertidas en amigas en una vejez que se descubre una instancia de aguda y compartida resiliencia. Es que no solo tendrán que enfrentar las estrictas normas de las damas sureñas que gobiernan esa lujosa jubilación con mano de hierro, sino a los impedimentos que las nuevas generaciones tienen en mente para ahogar toda plenitud de esa tercera edad. El baile de las porristas es una excusa tanto para las protagonistas como para la película: bailar significa atentar contra lo que se supone que debe hacer la gente grande y contra lo que se espera de una comedia con este espíritu. Por eso, el humor negro de Keaton y la extraordinaria gracia de Weaver son la mejor recompensa.
La silueta de la casa familiar del psicólogo Otto Lipmann se asoma tras los árboles que crecen junto al lago Wannsee. Esa imagen de una casa que fue escuela de vanguardia, que fue apropiada por los nazis y luego asilo de la policía al este del Muro, es la que vuelve una y otra vez en el documental de Poli Martínez Kaplun, mientras ella viaja de Buenos Aires a Alemania, mientras recorre las viejas fotos de su familia y transita los esquivos misterios de su identidad judía. Si el punto de partida de la directora es la decisión de su hijo de hacer su bar mitzvah y recuperar el pasado de su bisabuela, el recorrido deLa casa de Wannsee trasciende lo íntimo para asumir lo político como impronta: dilucidar los enigmas de la huida de Emily Lipmann de la Alemania nazi, los porqués de su conversión religiosa, los interrogantes sobre su infancia y los silencios que marcaron su propia historia. Martínez Kaplun consigue deconstruir la memoria más allá de aquello que deja testimonio, y su estrategia es propiciar encuentros allí donde las cuentas parecían saldadas. Es un hallazgo el intercambio entre su madre y su tía en Madrid, cuando la identidad judía se expone en todas sus aristas, las culturales y las religiosas. Su cámara es testigo de una atmósfera que altera su ritmo, que entrecruza los presentes de esas mujeres, las decisiones de sus vidas, y habilita a repensar si podemos comprender quiénes somos sin saber de dónde venimos.