Pensada como homenaje a la secreta figura del dominicano Jean-Louis Jorge, La fiera y la fiesta se construye como un extraño rompecabezas en la frontera entre la melancolía y el absurdo. Todo comienza con la llegada de Vera (Geraldine Chaplin) al Caribe para dirigir una película que su amigo Jean-Louis había dejado inconclusa. El recuerdo de su muerte temprana, la presencia de sus fotografías y los retazos de sus emblemáticas películas se amalgaman con una ficción que combina el baile y los vampiros en una oda a la pérdida, en un intento de revivir el legado de un artista maldito. La dependencia de la figura de Jean-Louis Jorge es un arma de doble filo para la película. El intento de narrar una historia -la de Vera filmando, coqueteando con los jóvenes bailarines, fumando como Garbo congelada en el celuloide- se disgrega cuando el fantasma de Jorge le arrebata el protagonismo. Pero Laura Guzmán, sobrina del homenajeado y codirectora junto al mexicano Israel Cárdenas, contagian de un espíritu camp y psicodélico a su historia, suman al crítico y realizador Luis Ospina -uno de los grandes defensores de la obra de Jorge- a la trama, y enlazan la nostalgia con una feroz sensualidad. Chaplin esgrime esa exacta combinación de fortaleza y vulnerabilidad que es tanto síntesis de la figura del mítico Jean-Louis Jorge como epítome de su presencia como estrella.
El deseo y su insistente postergación es la fuerza que alimenta las historias de Marco Berger ( Ausente, Hawaii, Mariposa). No solo el del despertar sexual en esos universos masculinos de corrientes eléctricas y miradas insinuantes, sino también el que la sociedad modela en el tránsito adulto con sus rutinas y obediencias. Un rubio es su película más compleja, la que permite despegar a sus personajes de la coyuntura que los une para espiar su trascendencia, la que mejor representa esa narrativa lúdica y llena de secretos que cuando se descubren ya no pueden volver a guardarse. La llegada de Gabriel, el Rubio, a la vida de Juan es la puerta a su escondido interior, a ese silencio mutuo que los atraviesa entre el bullicio de los amigos que toman cerveza o el sonar de las máquinas en la fábrica donde trabajan. Berger descompone su puesta en escena en los cuerpos que se mueven, se tensionan, habitan ese espacio que comparten. Y, como todas sus historias de amor y dolor, está tan adherida a un mundo material de decisiones, a interrogantes y sentimientos, como a los recovecos del paisaje del conurbano, a los viajes apretados en el tren, a los restos de una pizza compartida. Un rubio explora el contexto en el que todo deseo se abre paso, los obstáculos que sortea, las prohibiciones que lo aniquilan. El camino de Gabriel, el rubio de esta historia, es también el de la propia película, que se aventura estoica en un mundo lleno de miradas.
El documental de Juan Dickinson toma un problema candente de la realidad de Tierra del Fuego como eje: la aparición de jaurías de perros asilvestrados que atacan el ganado ovino y a la población del lugar. La puesta en escena, atenta a equilibrar las voces que alertan sobre el suceso y reflexionan sobre peligros y soluciones, queda adherida a ese espíritu de denuncia. Sin embargo, en su trasfondo, casi a pesar del punto de vista elegido, se perfilan esas misteriosas figuras caninas. Las imágenes que mejor captan esa indomable presencia son las de las cámaras instaladas en los campos que muestran a las jaurías en movimiento. Allí el cine cobra vida, cuando detrás de lo que se cuenta se vislumbra la verdadera acción.
"Toda la vida me dijiste que no hay flores ni bombones", le grita Bridget a su padre mientras él se empeña en llevarla al aeropuerto, de regreso a California y a su agonizante matrimonio. Pero para Bridget la vida de sus padres sí estuvo llena de flores y bombones, de un amor idealizado, de una pasión indestructible. Porque ahora que Ruth pierde su memoria día tras día, y regresa al tiempo perdido de su infancia, Burt se aferra a esa devoción con la firmeza que sostiene a los creyentes. Lo que fuimos -escrita y dirigida por Elizabeth Chomko- tiene el mérito de convertir la crisis de una familia, por la llegada de la vejez y las enfermedades, por los desencuentros que traen el tiempo y los egoísmos, en una lúcida reflexión sobre las relaciones humanas, sobre sus curvas y sus relieves, sobre sus goces y sus pérdidas. La enfermedad de Ruth une a sus hijos pese a la distancia, y ese encuentro que recrea las peleas de la adolescencia y los celos de la vida adulta adquiere la seriedad que solo el humor puede brindarle. Chomko confirma en cada decisión de puesta en escena que la vida de sus personajes está tanto en el llanto como en las risas, y su escritura es tan precisa que asombra, tan auténtica que emociona. Lo que fuimos consigue nutrir a su historia de la imperceptible melancolía del presente, esa sensación tan difícil de expresar que despierta el tiempo que estamos viviendo.
Como la disputa entre los húsares de El duelo, de Joseph Conrad, la vida de François Vidocq fue el símbolo de la gesta napoleónica en París. Esa reflexión resulta tan evidente en la película de Jean-François Richet que la pronuncia Fouché, el "genio tenebroso" que sobrevivió a la República, el Imperio y al mismo Napoleón, mientras camina por los pasillos de los palacios mirando hacia el futuro. Pero la historia de El emperador de París no es la del traidor Fouché, sino la del hombre que pasó del crimen y el peligro de la guillotina a convertirse en el adalid de la justicia en las calles de la París del 1800. El Vidocq de Vincent Cassel consigue con su presencia y su mirada sostener la leyenda que hicieran de su personaje Poe y Balzac mucho más que la convencional puesta en escena de Richet. Con algunos juegos de cámara y concentrado en amores y enfrentamientos con algunos criminales, El emperador de París apenas alcanza a dar la medida del mito de su personaje, figura excéntrica y plagada de contradicciones. Tal vez la escena que mejor lo presenta es cuando, después de firmar el pacto con la policía y poner su astucia al servicio de esa endeble ley, su silueta se desplaza como una sombra por los sucios callejones de la ciudad. Es ahí cuando recuerda a Fantômas, bandido ejemplar de la literatura criminal francesa, capaz de usar su destreza al servicio de la rebelión. Vidocq tuvo algo de eso, pero acá solo aparece de a ratos.
La historia de amor a la que Catherine Corsini le dedica el alma de su película no es la que uno imagina de entrada. O, por lo menos, no es solo a esa pasión entre un parisino arrogante, cruel y narcisista, y una joven judía de provincia, presa de inseguridades y mandatos sociales. Corsini teje, en un relato que recorre toda la historia adulta de sus personajes, los amores imposibles que atraviesan las vidas de una madre y una hija, surcadas por el dolor y el abuso, por la desigualdad social y el ancestral deber femenino del sacrificio. Corsini se apropia de la novela de Christine Angot con una sutileza envidiable, siguiendo de cerca a sus personajes en las travesías más espinosas. Su interés por explorar la sexualidad femenina y las diversas aristas de su identidad, presente desde La repetición (2001) hasta Tiempo de revelaciones (2015), encuentra en Un amor imposible una madurez notable, un estilo firme en el tratamiento de las elipsis y en la construcción del frágil pero resistente interior de sus mujeres. La belga Virginie Efira le brinda a Rachel una materialidad desgarradora, demostrando que es una de las mejores actrices del cine francés del momento. Corsini no solo filma su mejor película, sino la más arriesgada, la que se despega de la anécdota, del doloroso recuerdo, para ofrecer una mirada política sobre el pasado y el presente, y los complejos lazos que definen a esa unión.
El reboot de Hombres de negro es el mejor ejemplo de la "película de fan". No solo de fan de la saga que iniciaron Tommy Lee Jones y Will Smith en los 90, y que parecía perdida para siempre, sino de este nuevo mundo de películas que se cruzan y retroalimentan, con personajes que se hacen guiños y se nutren de todo el saber que el espectador construye alrededor de su propio fanatismo. "¿Eres fan de la verdad?", le pregunta la Agente O (inmejorable Emma Thompson) a la entusiasta Molly (Tessa Thompson) antes de asignarle su primera misión en Londres. Es que Molly entró en la elite de la seguridad universal no solo por su astucia y curiosidad -y su nula vida social-, sino también por la intensa obsesión que la define desde su niñez, cuando los extraterrestres visitaron su casa de Brooklyn y le insinuaron esa verdad tras la apariencia del mundo conocido. F. Gary Gray exprime lo mejor del guion en la primera parte, cuando parece interesado en el humor y las pasiones de sus personajes, más allá de los gadgets, los aliens y las peleas. Después se deja llevar por algunos torpes recursos de montaje, por las previsibles vueltas de tuerca, y desaprovecha a la villana soñada que podría haber sido Rebecca Ferguson. Pero Tessa Thompson y Chris Hemsworth (tan parecido a Thor que hasta tiene martillo) tienen probada química y ese cruce entre buddy movie y comedia romántica sostiene un derrotero de aventuras que, a fin de cuentas, es lo menos importante.
Como suele suceder con los directores actores -Gilles Lellouche ha dirigido solo dos películas, pero ha actuado en más de cincuenta-, suelen contar con un don para elegir el elenco perfecto, no tanto por la homogeneidad de las interpretaciones, sino por la sensación de cofradía que despierta la experiencia del conjunto. Todos -sobre todo Amalric, Canet, Efira- parecen combinar esa tristeza que llega con las crisis con el imperceptible deseo de vislumbrar la esperanza. Y en ese gesto la película de Lellouche es libre porque usa las convenciones a su favor, las de las comedias de perdedores y las del sentimentalismo de los triunfos inesperados. Nadando por un sueño es mucho más de lo que parece. Es una película que no le debe nada a The Full Monty porque su humor es el que saben hacer los franceses cuando dan en la tecla: melancólico y con un secreto dejo de amargura. Sus personajes transitan fracasos y desesperaciones con el equilibrio que les brinda el montaje: cada corte es una salvación para evitar el regodeo en el padecimiento o la saturación del gag, demostrando una conciencia del ritmo casi imperceptible. Bien por Lellouche, que supo resumir la verdadera inspiración de los musicales de Esther Williams y sus fascinantes coreografías acuáticas: más allá del talento individual de los nadadores, el recuerdo que persiste en la memoria del espectador es el del trabajo en equipo.
La nueva Godzilla tiene a su favor la obligada comparación con las fallidas versiones anteriores. Tanto la de Roland Emmerich de 1998 como el pésimo reboot de 2014 incursionaban en un pastiche pomposo y mal actuado, preñado de efectos de estridente acumulación y confusión narrativa. Aquí, Michael Dougherty parece dispuesto a recuperar el espíritu de la historia original, esa oda a un rey temible que también puede salvarnos, en un relato de apocalipsis global con aires de reconciliación familiar. Todo comienza con los ecos de la estelar aparición de Godzilla en San Francisco, y los consabidos temores al reino sumergido de Titanes que hiberna desde los orígenes de la Tierra. Un poco de fábula, otro de historia, el cruce entre la ciencia y la fantasía es efectivo sin genialidades, y logra entretejer las disputas entre criaturas míticas y prehistóricas, la distinción moral entre amos e intrusos, todo con una extraña mezcla de épica y nostalgia. Uno de los saltos notables de esta secuela -además de construir con criterio las relaciones familiares que serán epicentro de la película- son las actuaciones. Vera Farmiga y la excelente Millie Bobby Brown nutren a sus personajes de impulsos y motivaciones que exceden las directivas de guion. Ese mundo de decisiones éticas y deberes profesionales consigue dar vida a una historia que, a la larga, se dirime en la lucha encarnizada de monstruos digitales.
¿Qué pasaría si aquel dotado de superpoderes es incapaz de distinguir el bien del mal? Sin embargo, esa clave moral de la tradición heroica se plantea aquí con no más ingenio que el que define esa pregunta inicial. La llegada de un objeto volador no identificado a una granja en Kansas tiene como resultado un nuevo integrante para la familia Breyer: el joven prodigio Brandon, quien al llegar a la pubertad descubre que los límites de su poder son inimaginables. La película desaprovecha la construcción de un villano en un entorno cotidiano, clave de todas las historias de niños malignos que a nadie asustan más que a sus amorosas madres. Aquí, el despertar de la oscura fuerza que habita en Brandon se escalona en ataques caprichosos, pensados para sobresaltar al espectador antes que para instalar un verdadero estado de horror. Cada quiebre de los límites humanos que el joven Brandon descubre, desde la emergencia del deseo hasta la frustración que conlleva no conseguir lo que quiere, no abre la duda o el éxtasis para el personaje, sino que confirma el ejercicio de una mecánica narrativa que reduce la maldad a un estado impuesto. Hay, sin embargo, una escena en la que la película rompe esa lógica de pensar el terror como algo externo, y es cuando los tíos le regalan a Brandon un rifle para su cumpleaños. La expresión del chico frente al arma y el golpe seco sobre la mesa causan más escalofríos que todos los poderes que vienen de afuera.