Downton Abbey es la película perfecta. Perfecta para los devotos de la serie estrenada en 2010 por la cadena ITV -disponible aquí por Amazon Prime Video- que ven reaparecer aquel espíritu de una aristocracia en pugna entre la persistencia y la extinción, con la misma ácida conciencia del tiempo perdido y la misma pausada construcción de sus celebraciones y derrotas. Pero también es perfecta como puerta de entrada para un espectador ajeno al mundo de los Crawley, ceñido a esa mansión señorial de Yorkshire, que concentra la esencia de lo que allí se puede ver. Julian Fellowes se apoya en los mejores pilares: la visita de los reyes de Inglaterra a Downton, que visibiliza tensiones latentes en ese 1927 -monarquía versus republicanismo, emergencia de movimientos sociales, dilemas del linaje y la herencia-; algunos misterios sobre identidades ocultas y potenciales amores y la disputa entre los viejos servidores de la familia Crawley y los recién llegados a las órdenes de la realeza. En ese juego, ningún personaje pierde interés e integridad, aunque su presencia sea apenas una fugaz aparición. La serie fue menos la afirmación de una realidad que la añoranza de un ideal, y esta coda imaginada por Fellowes es honesta con su propia evocación. En esa clave, Maggie Smith consigue que su lady Violet sea el mejor termómetro de ese universo, astuta en sus disputas verbales, emotiva en sus confesiones y lúcida en la certera lectura del porvenir.
Yoav (Tom Mercier) corre desnudo y muerto de frío por las imponentes escaleras de un viejo edificio parisino. Es allí donde abandona lo que trae de su Israel natal para reinventarse en la Francia de los mejores sinónimos. "Voy a ser francés", les repite a Émile (Quentin Dolmaire) y Caroline (Louise Chevillote), los nuevos amigos que lo cobijan como los dioses caprichosos de esos relatos de Troya que cuenta una y otra vez. El director israelí Nadav Lapid ( Policeman, La maestra de jardín) propone una escritura precisa para desmontar los contornos de toda identidad posible, justo en estos tiempos en que asistimos a sus mayores afirmaciones. Desde el mandato viril y militar del origen a los sueños de libertad y fraternidad prometidas, Yoav explora su ferviente presente como francés a través de los límites del diccionario, con la inevitable violencia subterránea de sentirse otro. En un recorrido de tensiones que se despliegan y símbolos que se deshacen, los movimientos de Yoav son firmes hasta la terquedad, decididos hasta el cuestionamiento. Con un humor imprevisible y una cámara que desarma esa ciudad deseada y caótica en todas sus contradicciones, Lapid consigue un retrato lúcido y nada convencional de un territorio que escapa a los mapas y los himnos de batalla, que se nutre de la memoria y el cuerpo, de las historias de los héroes que huyen como Héctor ante Aquiles, que no son siempre las mejores pero son las propias.
"¡Despierta, Héctor!". Los ecos de ese llamado resuenan en el inicio de Un Gauchito Gil, arriesgada apuesta del director Joaquín Pedretti sobre el revés de un mito popular. Héctor Soto (Celso Franco) despierta en los Esteros del Iberá, como un Ulises perdido en un extraño laberinto de ofrendas y premoniciones. Acompañado por Quiroz (Jorge Román), quien lo viste de héroe y lo consagra al destino de un elegido, Héctor desanda el camino de su propio extravío, guiado por la misión de rescate de un niño y la promesa de un encuentro con 40 cabezas de ganado. Pedretti combina lo sagrado con lo profano, tiñendo de azul y fuego los retazos de la adoración popular que sus personajes representan. Si bien por momentos el simbolismo parece dejar de lado a la historia, las canciones en guaraní, las ceremonias paganas y los sonidos de una selva abrasiva configuran un paisaje inquietante, no tan frecuente en el cine argentino, que afirman un universo de singulares ideas.
La cámara sigue de cerca a Hernán Sosa (Tomás Raimondi) en su entrada a un mundo nuevo. Estamos en los años 90 y el correo se convierte en el retrato de una Argentina que se transforma bajo el imperio de la flexibilización económica y los masivos despidos. El oficio de cartero, casi como síntoma de una agonía, le brinda al joven Sosa el secreto pulso de las calles, ese que descubre mientras sube por Tucumán y baja por Viamonte repartiendo sobres y telegramas. El director Emiliano Serra conjuga su experiencia personal en la construcción de un personaje que experimenta la ciudad con fascinación y extrañeza. Y es en ese retrato tan íntimo que encuentra un hallazgo: el vínculo entre Hernán y su inesperado mentor, el veterano Sánchez (Germán Da Silva), conocedor de las trampas del oficio, de los vericuetos de ese mundo en extinción. Pese a cierta dispersión que empantana a la película hacia el final, en la que algunas escenas se intuyen como fruto de un anecdotario antes que necesarias para la solidez narrativa, el fresco de Serra consigue hacer presente aquella ciudad ajena y convulsa a través de los ojos de Hernán, cuyo pueblo natal late con su calidez en un rincón de la memoria. Casi sin quererlo, el Sánchez de Germán Da Silva es el mejor termómetro de aquella época de crisis, consciente de su recorrido moral fronterizo entre la traición y la supervivencia. Sus apariciones dotan a la película de profundidad y precisión, el mejor prisma para avistar un tiempo cuyos ecos siguen presentes.
Amanda es una historia sobre el después. El después de una tragedia, el después de una pérdida, el después de un descubrimiento. Un atentado terrorista en el corazón de París marca para siempre las vidas de Amanda y de su joven tío David (el excelente Vincent Lacoste). Lo que filma Mikhaël Hers no es el hecho sino sus efectos, en la vida de los sobrevivientes, en la dinámica de la ciudad, en la experiencia del tiempo. Hay una escena que sintetiza la decisión del director. Después del horror que nunca vimos pero entendemos, del desconcierto en la puerta del hospital, de las lágrimas contenidas, David y Amanda (Isaure Multrier) salen a pasear por una París desolada. Se sientan en un banco, dicen las palabras más difíciles, lloran. Las rejas frente a un parque, la figura de un militar en la calle, el vacío que trasciende el espacio e invade el ánimo de los personajes, adquieren una fuerza arrolladora, que no necesita sentencias. Hers confía su película a los pequeños gestos, abraza la tradición de la comedia humana francesa con calidez y convicción, y modela a sus protagonistas en esa imperceptible conciencia de lo perdido que deja lugar a la reconstrucción. Por ello el guiño a la famosa frase "Elvis ha abandonado el edificio" como signo de un posible final, que la madre de Amanda le enseña entre risas y bailes, reverbera en toda la historia, en sus viajes de encuentro con las deudas del pasado, en sus caminos de regreso a las responsabilidades del futuro.
"Comer bien cuesta caro", dice una las entrevistadas por Alejandra Szeplaki, que analiza los hábitos alimenticios de la Argentina y su Venezuela como punto de partida para pensar el comer como un acto de nutrición, de encuentro social y de ejercicio de soberanía. Szeplaki explora la situación alimentaria en Venezuela, en consonancia con la experiencia de su exilio. El documental combina testimonios, imágenes de archivo y por momentos se torna algo redundante en la combinación de imágenes de alimentos grasosos y música estridente. Sin embargo, el contrapunto visual entre una Miss Universo y una estudiante de bajos recursos demuestra que el cine es el medio ideal para poner en escena el vínculo entre las desigualdades económicas y las formas de alimentación.
La decisión de contar la historia de una veinteañera simpática y con sobrepeso que un día decide correr la maratón de Nueva York representa todo un riesgo para una ópera prima. Pero el director y guionista Paul Dawns Colaizzo se enfrenta a los ojitos acusadores que enjuician toda fábula de superación y sale bastante airoso. Su Brittany encuentra en la pérdida de peso y la meta autoimpuesta de la carrera apenas una excusa salir de una vida que no quiere del todo, para usar el humor a su favor y ya no como defensa. Es en esa perspectiva, en la que cada cuadra recorrida representa un triunfo, en la que los nuevos amigos resultan aliados, que la película halla sus mejores momentos, con diálogos agudos y complicidades divertidas. Hacia el final de la historia, Colaizzo nos asegura que el peligro siempre se aloja en la peor versión de uno mismo. Y salvo alguna lección de vida explícita y el coqueteo innecesario con la épica de cine deportivo, la película consigue ser fiel a su personaje, tratarlo con ternura y empatía, sostener la comedia hasta las últimas consecuencias. Y parte de su gracia se la debe a la presencia de Jillian Bell, hasta ahora actriz secundaria de comedias como Rough Night (2017) y guionista de varios episodios de Saturday Night Live. Su manejo del ritmo en los diálogos, la soltura para ser querible en el llanto y comprendida en la mezquindad, es lo que hace humano a su personaje y nunca la convierte en la moraleja de cartón que podría haber sido.
En el presente de John Rambo poco queda de aquella épica de resistencia de Vietnam, salvo los cuadros y las medallas en las paredes, la repetición de una vida subterránea puertas adentro de la granja paterna. El campo de batalla ahora es el doméstico, y los vecinos de México, los peores villanos. Pese a la aparente comunión ideológica con aquel origen en los albores del reaganismo, lo que queda en el enfrentamiento contemporáneo es la parodia de sí mismo, que es lo que mejor funciona. Una violencia gore, iconoclasta, que burla a propios y ajenos. Stallone pone todo al servicio de su gesta final, que es solo suya y de nadie más. Para llegar ahí hubo drogas, prostitución, mucho castellano y un malvado de la talla del Luis Rey de la serie Luis Miguel. La pétrea presencia de un antihéroe desplazado como el que encarna la figura ajada de John Rambo, con cicatrices tan procaces que parecen escupitajos, permite sobrevivir a la poca intuición visual de Adrian Grunberg. Las escenas de peleas, que filmadas por un director de impronta clásica hubieran resultado viscerales, parecen salidas de cualquier videojuego. Eso sí, salvo cuando huesos y órganos ganan el primer plano. Todo ese imaginario latino convertido en clisé de maldad y pobreza desborda cualquier vaticinio, hasta que descubrimos que todo el goce está en casa, en la trinchera de ese veterano convertido en solitario vigilante, más muerto que vivo, como la última gota de sangre.
El poeta Guillaume Apollinaire aseguraba que Fantômas, la saga literaria de los franceses Allain y Souvestre, había encontrado en el cine, merced a un público entusiasta, el poder imaginativo que sugería la letra. Y Daniel de la Vega, director argentino con buen ojo para captar la esencia popular de los géneros menospreciados, encuentra en la escurridiza figura del Fantômas cinematográfico la mejor inspiración para su villano Espectro, el enemigo mortal del sagaz detective Boris Domenech. Ese mundo de enigmas de alcoba, fronterizo con el horror, nutre la imaginación de Luis Peñafiel (Osmar Nuñez), escritor al que De la Vega viste de la ambigüedad prestada de la serie negra, del alcoholismo y el talento mancillado por las envidias públicas. Por ello la película, como un gran hallazgo, entrelaza el misterio literario del cuarto cerrado con la encrucijada creativa del escritor, la estética frontal del cine mudo de Feuillade con el contraluz del noir de los 40, las citas a la colección Séptimo Círculo con los dilemas de prestigio de todo autor de best sellers. Pese a algunas afectaciones de estilo y actuaciones dispares, la película se desprende de la cárcel del homenaje para nutrirse de energía a medida que se acerca al turbulento corazón de Peñafiel. Como su ciego detective, a tientas entre los hilos de la ficción, el héroe de De la Vega le debe más al cine que a la letra, a la paranoia de su mente que a la verdad de su creación.
La más clara inspiración de la película escrita por Guillermo del Toro y los hermanos Kevin y Dan Hageman no es solo la popular serie de relatos de terror de Alvin Schwartz, sino el imaginario de los mitos urbanos. La casa embrujada, el cadáver que sale de su tumba, los insectos que anidan bajo la piel. Todas y cada una de esas imágenes pueblan el Halloween de un grupo de adolescentes en 1968, mientras la campaña presidencial de Richard Nixon y la Guerra de Vietnam siembran el horror en las calles y los televisores. Pese a algunos recursos previsibles y al exhibicionismo de algún monstruo, el director André Øvredal consigue distinción para una historia que ya conocemos.