En 1946, Robert Siodmak convirtió a Olivia de Havilland en una despiadada villana. Pese a ese rostro angelical y los buenos modales que había aprendido para siempre en el set de Lo que el viento se llevó, The Dark Mirror la desdoblaba en dos gemelas, heroína y malvada, capaces de despistar, en un constante juego de espejos, a policías y psicoanalistas sobre las evidentes huellas de un crimen. En su primera película en Hollywood, el israelí Assaf Bernstein intenta transitar los mismos caminos, pero la paciente construcción del malvado doppelgänger se convierte en un ejercicio desparejo, que sustituye aquel barroco expresionismo por un espacio gélido y minimalista, incapaz de conseguir lo siniestro. Maria (India Eisley) no puede ser más solitaria e infeliz. En el colegio le hacen bullying, su padre la trata con distante y severa autoridad, su madre la sobreprotege aún a costa de su propia debilidad. Los indicios de lo que anida al otro lado del espejo son torpes y evidentes: la ecografía "escondida" que anuncia las gemelas, las muecas del reflejo que altera insistentemente el encuadre. Sin embargo, hay escenas que consiguen crear genuina inquietud: la brutal disputa en la pista de patinaje, el provocador enfrentamiento en el consultorio del padre cirujano plástico. Bernstein consigue dar forma visual a ciertas ideas pero nunca alcanza a amalgamarlas en un relato intenso y terrorífico, ese que todo espejo quebrado debería ofrecernos.
Glass completa la trilogía que M. Night Shyamalan gestó hace casi veinte años como la consagración de su carrera. Una pena que el resultado no esté a la altura de semejante ambición. Lo que sucede es que todo lo que en El protegido -puntapié de ese proyecto y hoy película de culto entre los fans del director- parecía contarse como un secreto entre entendidos, en Glass se subraya como sus más evidentes vueltas de tuerca. Incluso el hecho de que haya abandonado ese aire ligero de película de horror que exudaba Fragmentado -la segunda entrega- termina asfixiándola en un discurso con aires de inteligente revelación. Porque todo lo que era efectivo y poco pretencioso en el debut de James McAvoy como el recipiente de las múltiples personalidades ahora se convierte (aun su irritante actuación) en una versión intensa y con mensaje de aquel juego de sustos. Hitchcock decía que el villano es siempre la medida del éxito de una película, pero Shyamalan reduce Glass a un sonámbulo sin carnadura, prisionero de gélidos planos frontales, y convierte a la Bestia en una especie de Hulk de psicodrama, seguro de que es ese el camino que lo lleva a conjurar su propia convención de superhéroes. Y es allí, sin embargo, donde no solo el héroe (un Bruce Willis bastante desganado) se desdibuja, sino que todos los invitados sufren esa misma falta de atención de quien cree que lo importante no está en las acciones, sino en las grises palabras que se reserva para la última declaración.
¿Qué es lo sagrado? El director Fernando Krapp viaja a Tolar Grande, ciudad salteña de la Puna, donde el descubrimiento de las momias Incas ocultas en el volcán Llullaillaco despertó recelos y fascinaciones. La inteligencia de su película está en sortear lo previsible: la proeza del arqueólogo Christian Vitry, el fenómeno turístico construido alrededor de aquel hallazgo. Lo que su narrador entreteje con las palabras justas es la voz callada que ha dejado esa ausencia, las tensiones entre lugareños y científicos por lo que se ha ido, el misterio último de la creencia. Su película logra capturar en sus planos encantados y su sonido rumiante esa magia indecible que el volcán guarda para siempre en sus entrañas.
Como ha ocurrido con la mayoría de las historias de superhéroes, Dragon Ball también ha decidido contar el origen. En este caso de uno de los villanos populares de la serie que hizo furor en los 80 y 90 y que ahora regresa con algo de nostalgia y mucho de renovación. El creador Akira Tokoyama ha optado por narrar el injusto destierro de Broly a un lejano planeta, motivado por la extraordinaria grandeza que el destino le asignaba a su futuro. La ambición y el temor del rey Vegeta lo condenan a un viaje y a una venganza que se convierten en el corazón de este relato de lealtades y cuentas pendientes. Mientras la primera mitad se dedica al recuerdo de la estirpe de los guerreros Saiyan, al trazado del humor impredecible que siempre definió a la franquicia, y a deslizar sucesivos guiños a los fans que esperan ver satisfechas sus expectativas, la segunda se concentra en la acción más estridente, guiada por un ingenio notable en la composición y un inteligente uso de las sombras para crear el vértigo de las peleas. Tokoyama y su equipo sostienen los colores tradicionales que han dado vida a su mundo, combinados con el trazado preciso que ofrece el digital contemporáneo. Padres e hijos, maestros y discípulos, amos y esclavos: este reboot de la emblemática serie de animación japonesa consigue evocar sus viejos tópicos con una mirada moderna, hermanando al héroe Goku y su némesis Broly, y haciendo de esa disputa el verdadero corazón de la aventura.
Hay dos historias que transcurren en paralelo. La de Marita, una transexual que enfrenta la incomprensión del pueblo en el que habita, el desplazamiento del trabajo, el desamor de su exmujer. Y la de Sensei, un joven chino que quiere otra vida que la que su comunidad le tiene reservada. El director Sergio Mazza alterna ambas vidas con desigual interés: Marita es su centro, lo delatan las solemnes leyendas que comentan su presente, las charlas con su esposa y su hija; Sensei se pierde un poco en esa deriva, si bien el involuntario humor que atraviesa sus diversas interacciones es lo más logrado.
Terremoto empieza y termina con severas advertencias sobre la concreta posibilidad de movimientos sísmicos en Noruega. En lo que podría ser una venganza secreta de la naturaleza, esas amenazas se construyen al nivel de una inminente aparición, una ominosa presencia. El director John Andreas Andersen entiende que ahí se concentra la fuerza de su película y estructura el relato sobre la figura del geólogo Kristian Eikjord (Kristoffer Joner), héroe en el pasado (esta es la secuela de La última ola, en la que Eikjord se vio envuelto en un tsunami que destruyó la ciudad de Geiranger) que vive ese privilegio perceptivo como una terrible maldición. La primera mitad de la película se despliega entre las pistas que ha dejado un especialista en sismos de un centro de investigaciones de Oslo y los inquietantes descubrimientos que minan la conciencia de Eikjord frente a esa sentida inminencia del desastre. Andersen crea un tiempo moroso, pero cargado de tensión, logrando transmitir en la opacidad de la fotografía y las alteraciones de la normalidad (sorpresivos cortes de luz, anomalías en el comportamiento animal) el presagio de la tragedia. La segunda mitad se recuesta sobre los tópicos del cine catástrofe, vertiginoso pero también más proclive a resoluciones extremas y giros forzados. En ese promedio, la película resulta disfrutable, y con astucia construye un héroe que hace que las escenas más impactantes tengan siempre un anclaje falible y humano.
"Tenemos doble historia nosotros", dice Sara Rus hacia el final de este documental. Ese nosotros refiere a ella y su marido Bernardo, sobrevivientes de la Shoá, tuvieron un hijo y una hija, y el varón fue desaparecido en 1977. Madre de Plaza de Mayo, Sara es testimonio vivo de esos dos tiempos, anudados por sus recuerdos y el ejercicio de su permanente relato. De Bernardo quedaron sus extensas cartas, esa otra forma de memoria que ahora su hija y su nieta recrean con la distancia y la reflexión que ofrece siempre la escritura. El documental de Eduardo Fellner se ilumina en las charlas sobre esa grandeza que rodea a las ausencias.
La saga francesa ideada por Luc Besson se ha convertido en esta quinta entrega en un artefacto antes que en una película. Sus piezas son un pobrísimo guion, personajes de mala caricatura, torpeza en las escenas de acción y una serie de gags anacrónicos que no causan ninguna gracia. Todo parece estar pensado para el lucimiento de las persecuciones ideadas desde la lógica del videojuego antes que nacidas de la tensión que pueden suponer dos autos en carrera por las calles de París o Marsella. El éxito que consiguió Besson hace 20 años con la primera Taxi combinando la estética de Rápido y furioso con la comedia slapstick, derivó en un producto sin ideas atractivas ni momentos disfrutables.
Asunción es bien femenina La vida de Chela y Chiquita se ha acomodado a la rutina de los años y la seguridad de la pertenencia. La casa familiar de Asunción, mausoleo de recuerdos e improvisado remate del presente, se desprende de esa vida compartida a medida que las posesiones se extravían en las manos de unos nuevos y advenedizos dueños. El director paraguayo Marcelo Martinessi consigue instalar con una asombrosa economía de recursos las claves para comprender el universo de esa pareja de mujeres: las directrices de Chiqui en el gobierno de la vida diaria, en la firmeza de su deseo, en la solvencia de su adaptación ante las amenazas del afuera; el deambular de Chela ante la inseguridad de una herencia perdida, ante el horizonte de una libertad recobrada. Sus retratos son sutiles, el uso de los objetos que forman el hogar es inteligente, y su película se enriquece de esos momentos que parecen anecdóticos, como las sucesivas partidas de cartas (con la impagable Pituca) o las abrumadoras visitas a la cárcel.
Una rara heroína que divierte Nathalie (Karin Viard) está enojada con la vida. Más que enojada, está rabiosa. Desde su divorcio e inminente menopausia, la vida le confirma que todo tiempo feliz ha pasado y que ahora solo le queda el fracaso y la decrepitud. Sin embargo, frente a ello no se deprime sino que despliega un muestrario de ingeniosas crueldades para confirmarle al mundo que no va ser la testigo silenciosa de una felicidad que se le escapa. Si bien realiza comentarios insidiosos sobre su colega, amarga el matrimonio de su amiga, maltrata con una sonrisa a sus vecinos, el blanco de esa corrosiva inquina es su bella y joven hija. A la que quiere con devoción, por supuesto. Pero su inconsciente la traiciona una y otra vez y la convierte en una versión tragicómica de esas villanas de melodrama que eran capaces de las peores cosas por amor.