El juego que proponen los directores Nicolás Purdia y Pablo José Rey consiste en recorrer la vida del pequeño pueblo Santa Vera Cruz, en La Rioja, a través de sus múltiples rostros. Como nacido de un relato fantástico, el imaginario que allí se recrea conjuga la amenaza de la desaparición del lugar con la persistencia de sus callados pobladores. La cámara lo observa todo: el carneo de los animales, los cuentos de fogón, las procesiones religiosas, el castillo de arquitectura gaudiana. Entre ellos, la campaña electoral enseña una paradoja: esos cien habitantes, los viejos y los recién llegados, se hacen visibles en un padrón solo como artilugio de un posible triunfo. Allí aparecen las más agudas observaciones de la película, que aún en esa modestia de la puesta en escena nos permite la entrada a una urgente reflexión.
A diferencia de otras películas de posesiones en las que la ambigüedad se sostiene en una delgada línea entre la fantasía de lo sobrenatural y el realismo de la sugestión, Maligno muestra sus cartas de entrada. Dos hechos se conectan en la primera escena: la muerte violenta de un asesino serial y el nacimiento de un niño precoz. Esa coincidencia cósmica es el eje de la puesta en escena del director Nicholas McCarthy, que transita un terreno conocido, pero lo hace con la solvencia necesaria para sumergirnos en el terrorífico camino de lo esperado. El pequeño Miles demuestra desde su niñez la inteligencia y el conocimiento de un adulto. Al cumplir ocho años (cuando lo encarna notablemente Jackson Robert Scott), sus vínculos sociales están mediados por una hostilidad que lleva a su madre a todas las consultas posibles, desde la medicina hasta las terapias de vidas pasadas. Como le ocurría a Regan en El exorcista, el interior de Miles es un misterio que quien se atreve a desafiarlo carga con las más ominosas consecuencias. Sin virtuosismo ni genialidad, la película consigue instalar un clima de inquietud en la relación entre madre e hijo: sus juegos infantiles, sus estancias a solas en la casa familiar, sus besos de buenas noches se tiñen lentamente de lo inconfesable. Taylor Schilling se ensombrece a medida que la duda y el rechazo se convierten en el signo de que aquello amado y conocido puede ser también el germen del más terrible de los infiernos.
Profesor de Literatura, escritor frustrado y residual adolescente, Leo atraviesa una crisis profunda. Algunas de sus causas yacen en el relato, otras se extravían en un estado que, como la soledad, parece nacer de la existencia antes que de la coyuntura. La segunda película de Nacho Mesma alcanza sus mejores momentos en esa inmersión en la vida de su protagonista hasta la asfixia. Los planos cerrados y la cámara en permanente movimiento atrapan el encierro y la inestabilidad de Leo, que ningún mágico encuentro parece poder liberar. Si bien las insistentes escenas de autodestrucción pueden resultar artificiales y calculadas, la excelente interpretación de Facundo Cardosi hace creíble su periplo y consigue en los silencios compartidos con Ailín Salas los más interesantes hallazgos.
Hace tiempo que asistimos al infinito aggiornamento de la vieja mansión embrujada. Antes era una excursión de turistas temerarios o adolescentes aburridos los que entraban a un castillo abandonado o una casa derruida sin aviso alguno de los males que allí los esperaban. Ahora son los youtubers las nuevas estrellas de esas viejas maldiciones, atrapados por voluntad propia en las fauces de la fama y el terror. Sirviéndose de la tiranía de la cámara en mano, la alemana El manicomio, de Michael David Pate, copia la fórmula con un toque autóctono (hospital en Berlín, experimentos nazis), sin demasiadas innovaciones, pero convincente al explorar la locura contemporánea.
La tercera película de la libanesa Nadine Labaki esconde uno de los peores peligros del cine pretendidamente social del presente: su mirada es tan extraña al mundo que retrata, tan anclada en una observación culposa, que concibe como única realidad la espectacularidad de sus miserias. Cafarnaúm cuenta la historia de Zain (notable presencia de Zain Al Rafeea), un niño que denuncia a sus padres por haberlo traído al mundo. Con una estructura narrativa de alternancia temporal, y contaminada por una trampa moral, Labaki combina ese proceso judicial con las causas que lo originaron. En la ciudad de los milagros de Jesús, la vida de Zain es un compendio de injusticias de las cuales nadie sale indemne. Labaki condensa el desamparo y la desidia en planos aéreos por los pasillos de un barrio pobre, intervenidos por una música insistente que convierte cualquier registro en el apelativo a una lágrima en ciernes. Tanto el opresivo contexto familiar de Zain como su periplo posterior al abandono de su hogar adolecen de una mirada compleja, se recuestan en provocaciones, y señalan responsabilidades que terminan siendo falaces y limitadas. Hay un único momento en el que la verdad asoma tras los engranajes: Zain llega a un parque de diversiones en las afueras de la ciudad, conversa con el "hombre cucaracha" y comparte esa extraña supervivencia. En ese respiro pesa la verdadera desigualdad y el entramado abierto de sus causas, sin los evidentes subrayados para despertar conciencias.
La historia que filman los directores Affonso Uchoa y João Dumans tiene el secreto vuelo de las vidas ordinarias que al ser convertidas en relato se vuelven extraordinarias. En un barrio fabril de Ouro Preto, un adolescente encuentra el diario de un vecino. El Cristiano (Aristides de Sousa) cautivo en esas páginas dispersas se revela como un imprevisto aventurero, dueño de amores y tragedias, de una vida errante marcada por la soledad y la pérdida. La película se despliega en su honor con el mismo gesto de sorpresa y encantamiento que define a la mirada del joven André, convertido en el único lector de ese extraño peregrinaje. Filmada con el justo extrañamiento, Arábia demuestra que la sintonía con un personaje puede darse aun en esa discreta penumbra.
El inesperado éxito de una película de modestas aspiraciones como Feliz día de tu muerte (2017) abrió las puertas a una saga con el mismo ánimo lúdico, pero teñida de la autoconsciencia que requiere repetir la fórmula. En aquella -sobre un guion ajeno-, el director Christopher Landon mezclaba el recurso del loop temporal de Hechizo del tiempo con el ímpetu del terror sin dejar de servirse del carisma de su protagonista y de un ligero tono paródico. En esta segunda vuelta -y ya con guion propio-, Landon decide dejar el terror en un claro segundo plano para recostarse sobre la comedia, e incluso permitirse algunos momentos sentimentales. El truco temporal que conducía a Tree (otra vez muy bien Jessica Rothe) a repetir una y otra vez esa travesía redentoria hacia una muerte segura, aquí encuentra su origen en la ciencia y no en los misterios del cosmos. Un extravagante experimento estudiantil reinicia el ciclo de muertes con ingenio, abre nuevas encrucijadas para una Tree de corazón más sensible, y realiza sendos homenajes a dos buenas secuelas como Volver al futuro II y Halloween II. El hospital se convierte, como para Jamie Lee Curtis en esa noche eterna con Michael Myers, en el escenario de interminables venganzas y ajustadas salvaciones. Sin la frescura de la original, y con algunos gags demasiado sobreescritos, F eliz día de tu muerte 2 es más divertida que terrorífica, y recupera el corazón que muchas veces le falta a las secuelas.
El film comienza como una comedia delirante, con ambiciones existenciales, sobre los planes de un grupo de veinteañeros de Montevideo para un sábado a la noche: videojuegos, chat, música, cannabis de farmacia y una fiesta a la que nadie quiere ir. Verónica Dobrich y Lucas Demarco consiguen buena dinámica; el director Manuel Facal intenta establecer el tono, entre el absurdo y la sátira. Pero a medida que llegan los nuevos invitados la historia se convierte en una anécdota demasiado estirada. El juego con géneros como el terror y la ciencia ficción no trasciende la superficialidad y la noche montevideana se abandona como una mala excusa. El humor aparece de a ratos y la película comete el peor de los pecados: volverse una comedia aburrida.
Deudora del sadismo de la saga de Juego del miedo, pero sin las toneladas de sangre propia del gore, Escape Room: Sin Salida comienza por el final. Un jugador desesperado intenta descifrar un código para escapar de un salón victoriano que resulta ser una trampa mortal. De allí vamos hacia el pasado y a los engranajes del juego, que sin ser deslumbrantes resultan tener algo de ingenio en el diseño de arte. Seis personajes distintos, fruto de algún cóctel de arquetipos, resuelven el acertijo de una misteriosa caja y asisten, invitación en mano, al elegante edificio que resulta ser la entrada hacia su irremediable destino. Adam Robitel, quien ya había incursionado en el género en La noche del demonio: La última llave, ambienta con corrección la tensión previa al comienzo del juego, trasciende las pobres actuaciones, y elige una puesta canchera y nada pretenciosa para darle a la película una pátina de secreto humor negro. Sin embargo, a medida que avanzan los peligros en las habitaciones, los hilos que conectan a los personajes se hacen gruesos y sobreexplicados. Robitel parece lidiar con un guion que se inunda de forzadas vueltas de tuerca, de soliloquios culposos, de intentos de ser más sagaz que cualquier fórmula. Los mejores momentos resultan ser los más alucinados, aquellos en los que el humor asoma aunque sea de manera involuntaria.
La canción de John Lennon suena una sola vez en la película y con ello basta para instalar el ideal que la preside: cómo ese niño bueno y amado en su infancia se ha convertido en un joven adicto y problemático en su adolescencia. La mirada es la de su padre; la perspectiva, la de un drama cargado de sensiblería y sobreactuaciones, que deriva toda buena intención en un muestrario de recursos pueriles y anacrónicos. Basada en un doble ejercicio de memoria a cargo de padre e hijo (David y Nic Sheff, ambos escritores), la historia de Beautiful Boy consiste en una espiral lacrimógena que oscila entre idílicas escenas familiares en la soleada San Francisco y secuencias de compra de metanfetamina, googleo paterno de adicciones para ver "qué se siente" y ensayos recurrentes de perdón y rehabilitación. El belga Felix van Groeningen nunca logra construir personajes que existan más allá de las palabras que extrae del texto: pese a los esfuerzos de Steve Carrell y Timothée Chalamet, David y Nic no trascienden los estereotipos (caminatas nocturnas de padre preocupado, lectura de un poema de Bukowski, diarios íntimos explicando sentimientos) y su vínculo se reduce a charlas solemnes y algunos flashbacks dignos de un clásico de Hallmark. Apenas se salva la madrastra que interpreta Maura Tierney, que aporta algo de complejidad al mundo familiar, que reacciona de manera humana y no se pierde en discursos edificantes y ataques moralistas.