El Japón de Hirokazu Kore-eda se construye a partir de sonidos y tonalidades. La melodía que acompaña a una mujer desde la casa de su amante hasta el hogar familiar, los encendidos verdes del bosque que contrastan con la austeridad de un funeral, los gritos de liberación de dos hermanas que resuenan en el vacío alrededor de la montaña. Esos elementos elegidos con cuidado, casi como tenues acordes, son los que Kore-eda dispone para contar sus historias domésticas, de emociones contenidas y pérdidas devastadores. Casi como un heredero del gran Mikio Naruse, ese director japonés olvidado entre los nombres de Kurosawa, Mizoguchi y Ozu, Kore-eda atiende con encanto magistral y una sensibilidad única a lo que ocurre ante nuestros ojos y no siempre vemos. Su cine se concentra en los espacios diarios, los mundos conocidos, las relaciones cercanas. Es allí, entre lo familiar y lo cotidiano, donde siempre despega lo misterioso y lo extraordinario. Es en esa vieja casa que comparten Sachi, Yoshino y Chika, bañada en los recuerdos del abandono y el aroma del licor de cerezas, a la que llega Suzu, vestida de escolar, como una moderna Cenicienta que escapa de la madrastra y de los rencores silenciados del pasado. Sin apelar a grandes conflictos ni a excesivo dramatismo, Kore-eda convierte los sucesivos rituales culinarios de esas cuatro hermanas en mágicos territorios de encuentro, amor y comprensión.
Empieza como un muestrario de todos los tópicos del exorcismo para desembocar en una lógica de amenaza y persecución, más propia del terror de asesinos seriales que del satánico. Es en esa indefinición y en la precaria resolución de algunas escenas donde se ponen en evidencia sus debilidades. La puesta en escena es austera, concentrada casi en un decorado, aunque plagada de guiños al cine que ya conocemos. A partir de la explosión del conflicto y la omnipresencia de la posesión, se resuelven con desprolijidad y sin tensión situaciones claves, repite con insistencia motivos visuales y descuida el uso del espacio que era lo que mejor había aprovechado hasta entonces.
Historias de niños huérfanos, familias ensambladas y mensajes de integración y buenos sentimientos ha habido siempre. El cine de Hollywood ha celebrado a lo largo de toda su tradición esas fábulas emotivas, y con algo de moraleja, sobre todo en esta época del año. Lo que distingue a la película de Sean Anders ( Guerra de papás) es el uso de la ironía, la slapstick y la subversión de cualquier nota monocorde para tratar un tema sensible y con ello nunca volverse solemne. Inspirada en la adopción de sus propios hijos y apoyada en la notable dinámica que consiguen Mark Wahlberg y Rose Byrne, el film recorre los tópicos clásicos que van del caos a la unión familiar, adheridos a un realismo sobre las dificultades del sistema de adopción, sin nunca olvidarse de que está haciendo una comedia. Exigirle a la película que sea una representación "compleja" del sistema de adopción es injusto porque lo hace desde el prisma del género, afinando su sensibilidad -hasta incluso alguna escena edulcorada- y logrando equilibrar las risas con algunas lágrimas. Los dos grandes aciertos son: la pareja de asistentes sociales que interpretan Octavia Spencer y Tig Notaro, dúo cómico en tono menor que funciona como gag y comentario sutil sin nunca desprenderse de la trama; y la excelente actuación de la joven Isabela Moner para dar vida a la adolescente conflictiva, capaz de hacer estallar en sus odiosas provocaciones cualquier previsto estereotipo.
La ópera prima de Piotr Domalewski revisita el reciente pasado polaco desde el ácido funcionamiento de una familia en las vísperas de Navidad. El hijo mayor, el pródigo, el que se fue a trabajar a Holanda para hacer dinero y volver a la patria, regresa a casa con un auto alquilado y un plan para su futuro. En el angosto trayecto hacia el pueblo de su infancia, ceñido por la nieve y la vaga intuición de los venideros reproches, Adam (Dawid Ogrodnik) filma un video casero para su futuro hijo, ensaya amargas confesiones para sus padres y celebra, entre oportunismo y desencanto, la misma lógica de la que ha intentado escapar con su huida a la tierra de las oportunidades. Domalewski elige una puesta en escena opaca y confinada a espacios opresivos para señalar una y otra vez los carceleros con los que lucha Adam: la repetida historia familiar, la imposibilidad de progreso, el ferviente catolicismo, el vodka como escapatoria, el barro que rodea a la casa como el pantano insondable de los cuentos. Por momentos, esas metáforas se hacen demasiado evidentes y la narrativa se torna previsible: la disputa entre hermanos, el cuñado villano, el padre borracho y frustrado. Sin embargo, la película es fiel a sí misma y sostiene en esa circularidad agobiante el tono que define al cine polaco contemporáneo, agudo observador de su propia historia, sin concesiones ni siquiera a la hora de la misa de Nochebuena.
El idilio entre Sarah y Saleem, ambos casados (ella israelí, él palestino), se desliza en las estrelladas noches de una dividida Jerusalén desde el juego amoroso hacia un complejo entramado de espionaje político y secretos militares ¿Cuál es el verdadero conflicto en esta historia? ¿El adulterio o el cruce de una frontera interna que parecía impenetrable? El director Muayad Alayan y su hermano, el guionista Rami Musa Alayan, delinean a sus personajes con la distancia justa que les ofrece la observación conjunta: los visten de contradicciones, de ambigüedades, de mentiras y verdades. El engaño adquiere así un doble estatuto: el de la lealtad marital y el de la fidelidad a deberes patrióticos y ancestrales. La película podría fácilmente haber decantado en el drama declarativo sobre diferencias y traiciones, pero evita con inteligencia ese rumbo. Es cierto que hay un contexto presente en signos evidentes: el marido coronel, el hermano paternalista, los interrogatorios violentos. Sin embargo, los recursos del thriller y la puesta en escena fluida y siempre en movimiento le permiten al director seguir las acciones de cerca, hacernos comprender los sentimientos de cada parte sin tomar partido, entender que los códigos de honor nunca resumen del todo la conducta humana. Y consigue que los personajes se despeguen de lo previsto, como la joven esposa palestina (notable Maisa Abd Elhadi) que construye su fortaleza en el mismo derrotero que la lleva a la desilusión.
Viudas nunca se propone ser una película sobre un robo. Como 12 años de esclavitud tampoco intentaba convertirse en un relato de aventuras. Para Steve McQueen, los géneros son apenas un inventario de recursos de los que se apropia, de manera astuta y algo utilitaria, para decir lo que piensa sobre el mundo en el momento en que filma. Esa decisión en sí no es un problema, sí el fracaso de la amalgama entre intención y resultado, entre género y discurso. Debemos decir que mientras en 1 2 años de esclavitud todo el peso del relato se disolvía bajo la fuerza declarativa de los temas importantes que abordaba -racismo, violencia social, injusticia-, aquí -pese a cierta previsibilidad en el retrato de la corrupción política-, logra varias escenas potentes e inquietantes (la fuga inicial, las amenazas al dueño del bowling), y sostiene el recorrido de la intriga en las sólidas actuaciones (Viola Davis, pero sobre todo Elizabeth Debicki y Daniel Kaluuya). De ellos queda algún amor idealizado, varios malos recuerdos, deudas y una libreta misteriosa que siembra los pasos venideros como un camino de descubrimiento. La guionista y escritora Gillian Flyn ( Gone Girl, Sharp Objects) construye para McQueen -sobre la base de la novela de Lynda La Plante, creadora de la serie británica Prime Suspect- una narrativa que desplaza las acciones como eco de los personajes (por eso, algunas piezas que no tienen origen, como la cuarta mujer, se notan implantadas), como fruto del impacto de sus respectivos duelos (donde encuentra los mejores resultados), como conquista de un lugar con derecho propio. Acá no hay banda de profesionales del crimen como en los tradicionales heist films o películas de robo: McQueen se interesa por sus personajes en sintonía con la época y traza el camino que las lleva desde ese lugar de esposas de decorado a gestoras de su propio destino como un acto de reparación. Quizás el problema central de la película es que ese evidente desinterés que el director acusa por la planificación y el ensayo del robo -que no deja de ser el objetivo final del relato- hace que, cuando ocurre, no termine de fascinarnos del todo. Lo que mejor consigue McQueen es entretejer los caminos de sus viudas como una especie de laberinto moral, jugando con su ambigua vulnerabilidad, dando vueltas a sus contradicciones, y mezclando ese clima de creciente amenaza que las rodea con algo de bienvenido humor y no tanta solemnidad.
La ópera prima de la actriz y directora Mónica Lairana es una apuesta radical. Concentrada en solo dos personajes y un único espacio, se sumerge en la separación de un matrimonio de muchos años, en sus cambios de ánimo, sus confesiones no dichas, sus miedos secretos. Lairana condensa en lo que ya no está -el bullicio familiar, la pasión erótica, el espacio compartido- el enigma de toda ausencia, el motivo de la despedida, el dilema de todo futuro. El mérito de Lairana es confiar en la entrega de sus actores -Alejo Mango y Sandra Sandrini-, y en la capacidad del cine de desnudar las emociones humanas como ningún otro arte lo ha conseguido.
La historia de Pablo Escobar Gaviria ha pasado de la crónica negra y las sentencias judiciales a la mítica criminal convertida en relato de ficción. Un poco como le pasó a la figura de Al Capone en el origen del cine de gánsteres: ascenso y caída como formas de una épica marginal, de una historia de crimen y sangre contada como una tragedia sobre el poder y la ambición. Después de varias series ( Narcos, El patrón del mal), documentales ( Pablo Escobar: King of Cocaine) y biopics ( Escobar: Paraíso perdido), el español Fernando León de Aranoa se inspira en la biografía de la estrella televisiva y amante de Escobar, Virginia Vallejo, para contar de nuevo su historia. Aranoa comienza en el final, bajo el fantasma de la DEA, para ir hacia el principio: el encuentro de Vallejo y Escobar al pie de un jet privado, la fiesta en una mansión con zoológico propio, los regalos y la pasión, el miedo y la locura. Esta historia de mafia sin urbanidad, que requería el mismo desenfado que De Palma o Scorsese les pusieron a sus mundos, está teñida de una previsibilidad agobiante, guiada por una voz en off insistente y explicativa, erigida sobre personajes que se consumen en los mismos arquetipos que los inspiran. Solo Javier Bardem logra teñir de patetismo el escape desnudo de su antihéroe por la selva, sabiendo que ese instante es el reflejo amargo que asoma tras esa máscara de prepotencia y orgullo.
El juego entre copia y original parece ser cada vez más la clave de secuelas y reboots del terror. Hell Fest: juegos diabólicos encuentra una idea interesante que consiste en condensar toda una iconografía bajo la forma abstracta de un carnaval de horrores. Sin embargo, su urgencia por ser la nueva Halloween le juega en contra: sus recursos se agotan en esa primera instancia, en el salto repentino, el sonido estridente, la máscara del asesino, el grito de la final girl. La caja de trucos del director Gregory Plotkin no tiene el ingenio del homenaje a los clásicos ni la ambición crítica de la relectura del género, sino que apenas se mantiene con algo de pericia en los estrictos límites de una copia consciente.
Si algo demostró J. J. Abrams desde el éxito de Lost son sus grandes habilidades como constructor de narraciones, su devoción por el Hollywood clásico y sus mitos, y esa insistente predilección por encerrar las intrigas en un infinito juego de cajas chinas. Operación Overlord aparece presidida por el sello de Bad Robot y el lugar de Abrams como productor se intuye en la concepción firme -casi inquebrantable- del héroe, en el vértigo del montaje -sobre todo en la escena aérea inicial- y en el uso insistente de la música. Ambientada en las vísperas del desembarco en Normandía y situada en un pequeño pueblo francés que se convierte en eco de toda la guerra, el espíritu de la película asume la monstruosidad nazi como algo vigente, imperecedero. Por momentos pareciera que estamos en los años 40 y en la pantalla reaparece el llamado desesperado de Corresponsal extranjero, de Hitchcock o las ominosas presencias de El hombre atrapado, de Fritz Lang. Allí, lo previsible no deja de ser efectivo y el pulso del relato hace que esa vivencia se experimente como actual. A medida que avanzan los minutos, la película se desliza desde las trincheras y los disparos del cine bélico hacia los oscuros territorios del terror, situados en el seno de una iglesia que es objetivo de una misión, pero también refugio de aberrantes ideales. En ese juego con el gore como exposición última del Mal, algo se hace excesivo, como si nuestra imaginación resultara mejor que cualquier posible descubrimiento. Algo de ello pasaba en Lost: al final eran mejores el humo negro y los sonidos de la isla que cualquier trascendental revelación.