El film de Tomas Alfredson, conocido por dirigir Criatura de la noche, es un thriller de espionaje basado en el best-seller de John Le Carré, ambientado en los años ‘70. Como siempre, el contexto no es menor: en plena Guerra Fría, hay un doble agente infiltrado desde Rusia. ¿Y por qué vemos una película de dos horas sobre la Guerra Fría hoy? Porque en definitiva está hablando de la crisis del sistema capitalista, de una crisis de fe en el modelo, de elegir bandos: todas cuestiones que se pueden reflejar en la crisis mundial actual. La trama, pese a la aparente complicación propia del género, termina siendo muy sencilla: hay que descubrir quién es el doble agente infiltrado en el Servicio Secreto de Inteligencia Británico. En el camino a la resolución, todos son sospechosos, hasta el propio investigador (Gary Oldman). Como suele suceder en este tipo de films, se demanda mucha atención del espectador a la hora de retener datos, hilvanar sospechas, seguir los diálogos, que son muchos y complejos. A nivel cinematográfico quizás los mejores momentos son los últimos quince minutos de película, donde se descubre al traidor, donde hay un juego muy interesante con el campo y fuera de campo y con el sonido. El resto del film es muy parejo, lo cual es de esperar con la cantidad de actores consagrados que se reúnen en pantalla: un guión para que se luzcan más los actores por sus extensos diálogos, por sus gestos contenidos, por la sobriedad de sus personajes, que para que se destaque el film en su conjunto. Publicado en Leedor el 22-02-2012
Los hermanos García Bogliano se pusieron al frente de un desafío no menor: filmar un thriller argentino con la calidad de uno hollywoodense. Y salen bastante airosos. La receta es un buen equipo de trabajo, la convicción de que incursionar en nuevos modos de filmar para nuestro cine nacional es posible, y de que hay un público ávido de consumir estos productos. La historia es en principio sencilla, como en todos los thriller, y las complicaciones se van sumando de manera paulatina pero inexorable. Marga (Cristina Brondo) es una mujer bastante odiosa y muy ocupada que debe alquilar un departamento, herencia familiar. Desde el inicio del film aparecen dos condimentos fundamentales para construir el suspenso: la intriga de predestinación (el hombre que aparece en la puerta y que ella toma como el sujeto de la inmobiliaria no es tal) y el eclipse. De alguna manera –hay que aguardar hasta el final- ambos se relacionan. Todo el film se construye en base a estos dos elementos. Adelantar mucho más de la trama no tiene sentido y es contraproducente. Quizá se podría haber acortado un poco el desarrollo inicial y prolongar la conclusión. En cualquier otro film uno diría que esto es un error de guión importante, pero dado el mérito extraordinario de una producción de este estilo para el cine nacional, es realmente una nimiedad. Penumbra se destaca en los aspectos técnicos: la calidad de la imagen y del sonido, en planos inteligentes que saben mostrar y ocultar al mismo tiempo. Prácticamente la totalidad del film transcurre en un solo ambiente, donde la tensión y la sensación de no escapatoria van in crescendo. Resta mencionar, entonces, los aciertos actorales para lograr estos climas: Camila Bordonaba, alejándose de sus roles televisivos como Erreway o Atracción x4, Sebastián ‘Berta’ Muñiz, actor con una cierta trayectoria en el género de terror, y Arnaldo André, actor televisivo devenido en actor de culto para una generación más joven, que le permite salir del encasillamiento de décadas en el rol de macho golpeador. Paradójicamente por su título, Penumbra hecha luz sobre un camino futuro por recorrer: el del cine de terror/thriller/suspenso en el cine argentino. Publicado en Leedor el 5-02-2012
La historia la escriben los que ganan… Meryl Streep interpreta en este film a la controvertida Margaret Thatcher, única mujer que alguna vez ocupó el puesto de Primer Ministro en Gran Bretaña. El rol le valió hasta ahora el galardón a mejor actriz en los Globos de Oro, una nominación a los Screen Actors Guild Awards (el premio que los actores se entregan a ellos mismos) y al Oscar. Sin lugar a dudas es una actuación intachable, donde construye una figura de poder muy discutida tanto dentro como fuera de Gran Bretaña en los últimos treinta años, imitando sus gestos, pero a la vez aportando su propio arte. El film comienza con Thatcher anciana y con principios de Alzheimer, alucinando con su marido muerto (interpretado por Jim Broadbent) y en el contexto de una serie de atentados de los que nos enteramos por los noticieros que ella ve. A partir de este contexto de convulsión social es que el film se estructura en una serie de flashbacks que reponen la vida de “la dama de hierro” desde su infancia, pasando por los comienzos en la militancia del partido conservador, hasta su ‘reinado’ como Primer Ministro desde 1979 hasta 1990. La película intenta en todo momento mostrar la cara pública, pero desde el filtro de la intimidad. Es precisamente en este intento que la película se vuelve ideológicamente peligrosa: por un lado nos muestra sus acciones, que le ganaban el descontento popular (fue conocida por sus políticas neoliberales intransigentes donde el mercado se autorregulaba y dejaba a miles de obreros en las calles debido al cierre de las minas, por sus violentas represiones a las protestas sociales, por sus oídos sordos a los consejos de su gabinete) pero todo esto queda justificado por su vida privada. Era un monstruo, pero sus intenciones eran buenas…El hecho de que el personaje sea construido desde su senilidad genera una empatía con el público que tiende a disminuir sus actos, quitándole peso a la posible crítica que el film pueda tener respecto de su figura pública. Este es el riesgo que siempre corremos al ver un cine que hace pasar por entretenimiento lo que en verdad es un modo encubierto de escribir la Historia. No es casual el contexto en el que esta película es estrenada: una profunda crisis del modelo neoliberal. Gran Bretaña, gracias a Margaret Thatcher, no ingresó a la comunidad europea y mantuvo sus libras esterlinas. Esta película, entonces, es una palmadita en la espalda para esta “patriota” que salvó una economía en los años ochenta a costa de pelear y ganar (contra todos los pronósticos de sus asesores) la Guerra de Malvinas. Guerra, que casualmente vuelve a estar en la primera plana internacional tras los dichos del Primer Ministro Cameron, alegando que somos colonialistas, y al apoyo del Mercosur y Latinoamérica a la defensa de la soberanía argentina. Pero claro, la historia la escriben los que ganan, y seguramente la versión que presenta el film de Phyllida Lloyd sea la que, desgraciadamente, quede impresa en el imaginario colectivo. Al menos hasta que otra versión de los hechos le haga frente. Repetimos, es un film entretenido, con buenas actuaciones, pero que precisamente por todos estos elementos espectaculares se vuelve “peligroso” en el plano ideológico. Suele ser el destino de las biopics: se convierten en una especie de Biblia, donde el personaje real queda mimetizado con el de la representación. Publicado en Leedor el 29-01-2012
En esta película de Sophie Barthes que, lamentablemente en Buenos Aires se estrena sólo en los Arteplex y en San Isidro, Paul Giamatti hace de sí mismo, como John Malkovich hiciera en ¿Quieres ser John Malkovich?. Aquí Giamatti es un actor frustrado que se encuentra ensayando, próximo al estreno, la obra Tío Vania de Anton Chejov. La referencia no es menor, en tanto que el tema general de la pieza es acerca de la decepción y la frustración en la vida. Y así se siente Paul, hasta que lee sobre la posibilidad de quitarse el peso del alma: el Dr. Flinstein (David Strathairn) la almacena y le ofrece la de una poetisa rusa. El título en inglés – Cold souls, almas frías- es, como a menudo sucede, mucho más sugestivo. Hace referencia a la frialdad con que se habla del alma como un órgano más, al desapego y falta de conexión con el propio alma, y también al metafórico clima frío de New York y más frío aún de San Petersburgo. El guiño acerca de la relación entre los rusos y los norteamericanos es permanente: mientras los estadounidenses pueden montar una clínica de lujo donde los problemas existenciales se resuelven con dinero (alquilan un alma nueva), los rusos son los proveedores de estas almas a las que venden en el mercado negro– sin posibilidad de recuperación- para ganar unos rublos extra. Este maravilloso status quo se transforma cuando la esposa del mafioso ruso quiere el alma de Al Pacino para llevar adelante su carrera como actriz de telenovela. Pero la “mula” rusa sólo encuentra la de Paul Giamatti – actor cómico durante casi toda su carrera, ahora devenido en “serio”. Qué le sucede a las almas en este intercambio, y hablando en términos mercantilistas, si se enriquecen o empobrecen con esta experiencia es el eje de la película. Con muchas ideas que ya fueron plasmadas por el cine de Charlie Kaufman en la mencionada ¿Quieres ser John Malkovich? o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Barthes se anima a un cine de ciencia ficción y ribetes cómicos con planteos existencialistas. Publicado en Leedor el 4-01-2012
Si hay algo que se estuvo viendo en el BAFICI son lo cruces entre el género documental y la ficción. A veces son películas de ficción utilizando los elementos del documental (entrevistas, material de archivo, etc). Pero otras veces, como en Alamar, lo que sucede es que la presencia de la cámara se olvida por completo, no se usa la voz de un narrador y uno se sumerge en una historia que nos cuentan y que, sin embargo, es un documento. Jorge Machado y Roberta Palombini se aman durante tres años y de ese amor nace Natan. Frente a la imposibilidad de mantener la cercanía (Jorge vive en el arrecife de coral de Banco Chinchorro y Roberta en Roma), padre e hijo emprenden unas vacaciones donde se estrecharán los vínculos que, quizás, duren toda la vida, aunque el contacto directo no sea posible. El abuelo "Matraca" también comparte este viaje de aprendizaje generacional, mientras le enseñan al pequeño a bucear, a pescar, a domesticar a un pájaro magnífico al que apodan "Blanquita". Alamar, es un festín para la vista, es sumergirse en un mundo desconocido y mágico, es volver a comprender que el cine crea y recrea la vida.
La última película de Terrence Malick es un poco más pretenciosa que sus predecesoras. Conocido por films como "La delgada línea roja" y "El nuevo Mundo", Malick es todo un personaje dentro del mundo cinematográfico. Proveniente de una formación académica en Filosofía, sus films están lejos de ser los típicamente comerciales, pese a que elige un cast de actores de primera línea. En "El árbol de la vida" se adentra desde un lenguaje muy poético y personalísimo en cuestiones bien filosóficas como el origen de la vida, la fe, Dios, la posibilidad de la vida después de la muerte, pero también en problemas terrenales como el amor, el odio, la violencia. A través de un relato no lineal, plagado de sugerentes imágenes de la naturaleza y la formación celular, se centra en una familia de clase media americana en los años ’50. Modelos educativos propios de la época, sumados a una estricta disciplina, generan en el personaje principal, Jack, un niño de no más de 12 años (Hunter McCracken), una rivalidad entre padre (Brad Pitt) e hijo por el amor de la madre (Jessica Chastain). El relato intercala imágenes del personaje de Sean Penn, un Jack ya adulto, oponiendo su infancia (plagada de juegos, en los suburbios, feliz pese a la enemistad paterna) con un presente frío, tecnológico, corporativista, y miserable. "El árbol de la vida" se convierte rápidamente en esos films “carismáticos” que logran dejar a la audiencia embelesada y fascinada con la propuesta estética o bien –entre los que me encuentro- un tanto fastidiada por el cripticismo y la pompa con que el tema es encarado, pero que sin duda no pasan desapercibidos. Por supuesto es una propuesta diferente e infinitamente preferible a cualquiera de los estrenos internacionales que ofrece la cartelera actualmente. Sin embargo, Malick elige aquí aproximarse a los grandes temas de la humanidad desde la grandilocuencia.
J.J.Abrams es el director de Super 8, más conocido por su tarea como productor y creador de la serie televisiva Lost. En este caso, su rol tradicional de productor queda en manos de Steven Spielberg. Dos referencias fundamentales a la hora de ver esta película, ya que las marcas autorales de ambos están a flor de piel. La historia transcurre en los años ’60, en un pueblito de los Estados Unidos llamado Lilian, donde un grupo de amigos marginados de lo que dictan las modas y comportamientos de época, dedican todo su tiempo libre y recursos a filmar una película de zombies. Un día de la filmación, presencian el descarrilamiento de un tren, el cual, por accidente, queda inmortalizado en la cámara Super 8. El trasfondo de esta catástrofe incluye una información supersecreta de las Fuerzas Aéreas de los EEUU acerca de una forma de vida alienígena. La propia narración de Super 8 es una suerte de desdoblamiento de la trama que los chicos están filmando. Una es acerca de un detective que investiga la relación de una fábrica de químicos con la conversión en zombies de la población aledaña. Su propia mujer es convertida en zombie, transformándose en su enemiga. En la película que nosotros vemos, Joe Lamb (Joel Courtney) debe desentrañar el misterio del accidente del tren, donde están implicados un científico, la milicia, salvar a la chica que ama, Alice Dainard (Elle Fanning), quien por una tragedia familiar es su enemiga natural y liberar al alienígena. En el cruce de estas dos historias es donde salen a relucir las marcas autorales de Abrams y Spielberg. Con una atmósfera que recuerda a las películas de los ’80 (ET, Cuenta conmigo) pero con toda la artillería que Hollywood puede manejar en cuanto a aventura visual (explosiones, sonido), y con un manejo del suspense propio del creador de Lost, que con pocos elementos crea una incógnita que devela paulatinamente y casi hacia el final. Super 8 está construido como una especie de monolito sobre ruinas de diferentes décadas: el cine de terror clase B de los ’50, la guerra fría de los ’60, el cine de aventuras de los ’80. El hecho de centrar la narración en adolescentes es un gran acierto, porque por un lado se trabaja como un efecto de nostalgia (por otras épocas del cine y de la vida) pero también como una excusa para “tomarse en serio” una historia fantasiosa, que de otra forma hubiese adquirido aires de pretenciosidad.
El film de Malowicki es la propuesta nacional para estas vacaciones de invierno. De más está decir que una animación argentina de bajo presupuesto no es competencia para los tanques del norte como Cars 2. Pero, por otro lado, en ningún momento se busca alcanzar ese nivel. La historia se centra en Nahuel, un chico que decide irse de la casa por problemas de violencia familiar, y se encuentra en la calle con el gato Busca como único amigo. El ya de por si adverso mundo callejero se vuelve más cruel con la presencia de un policía abusivo y su perro Brutus. Situado en el barrio porteño y boquense de Caminito, con una estética que recuerda a la serie de Juanito Laguna de Antonio Berni, la única vía de escape a esta marginalidad es la imaginación, que surge de la lectura de leyendas aborígenes. La lectura de este libro encontrado en la basura ayuda a Nahuel a darse cuenta de que su verdadero deseo es reencontrarse con su madre. Mezclando la técnica de títeres (para los momentos de ‘realismo’) y la de animación (para los imaginados), la película de Malowicki no encuentra un público muy claro: para los más chicos, la temática es muy densa, y las atmósferas son oscuras – de hecho hay algunas referencias al expresionismo alemán en los barrotes de la celda y las sombras en las paredes. Para los chicos más grandes, los muñecos y la animación sin profundidad no son una propuesta tentadora en vista de los artilugios visuales a los que nos tiene acostumbrados el séptimo arte. Por otro lado, el tono moralizante que se apodera del relato en todo momento parece el resultado de una brecha generacional insalvable entre los realizadores y el público al que intenta dirigirse: en lugar de ponerse en el lugar de un chico de diez años, Malowicki construye el personaje de Nahuel como un adulto esforzándose por parecer chico. A pesar de todo, los números musicales murgueros son rescatables, acordes al tono popular que muestra la película. En rigor de verdad, el mayor problema del film es tener una idea demasiado ambiciosa para los medios disponibles para llevarla a cabo.
Hay películas que miramos con un contexto que condiciona lo que pensamos de ellas: no es lo mismo sentarse a ver algo si sabemos que es de determinado director o de uno ignoto. Hay un horizonte de expectativas que los artistas construyen en torno a sus obras y que hace que los espectadores busquemos ciertas cosas que nos interesan en sus producciones. Dicho esto, no es que El laberinto sea una película incorrecta, seguramente presiona todos los botones de la sensibilidad humana para que nos identifiquemos, el problema, para mí, es que es demasiado correcta, demasiado complaciente, demasiado convencional para quien la dirige. Esto no es per se algo malo, pero sí un tanto decepcionante. John Cameron Mitchell sorprende en la elección de este film, muy políticamente correcto, con actores consagrados, nada arriesgado en lo formal…vaya a saber qué estaría pensando el director de Hedwig and the angry inch y Shortbus cuando se puso al frente de esta historia convencional y tradicionalista, donde los valores familiares burgueses prevalecen frente al caos. Como si esto no fuera poco, uno podría quedarse con el trailer del film y allí ya están desarrollados todos los personajes: la madre alienada en su vida rutinaria, el padre también sufriente tratando de recuperar la vida en pareja, la abuela (Diane Wiest) dando consejos acerca de la superación del dolor, la relación entre la madre y el asesino involuntario de su hijo al que mira no con rencor sino proyectando la vida de su pequeño en la suya. El laberinto trata acerca de la pérdida de la cotidianeidad asociada a la pérdida de un ser querido. O si es posible retomar esa cotidianeidad donde había sido dejada. Nicole Kidman y Aaron Eckhart entregan unas actuaciones que seguro conmoveran a muchos: llanto contenido y liberado de golpe, sin sonido humano, sólo con la música incidental (de la que se hace uso y abuso). Algunos toques de humor, como la sesión de ayuda de grupo en la que Eckhart y su nueva amiga están drogados, matizan todo el dramatismo de la situación retratada. Pero allí en su primera producción quedaron los arriesgados juegos entre lo musical, lo visual (dibujos animados en medio del relato) y lo temático. Aquí nos encontramos con una versión edulcorada del potencial creativo de Mitchell: un libro de historietas acerca de los universos paralelos en lugar de la animación del mito platónico del andrógino, Nicole Kidman en lugar de él mismo travestido, la pérdida de un hijo en lugar de la búsqueda del amor verdadero…
Cohn y Duprat son una dupla que ya tiene peso en el cine argentino, con su quinta realización conjunta. Su tercera película, El artista (2008) y la que le siguió, El hombre de al lado (2009) nos hablaban ambas, cada una desde su historia, del hombre medio argentino y cómo lidia con una cierta cantidad de poder en sus manos. Aquí esta idea recurrente está llevada a los límites. Por un lado, en el nivel de la historia, Eusebio Poncela interpreta a un hombre inmortal que tiene poderes divinos como alterar el tiempo y el espacio. Aburrido de vagar por la tierra le ofrece un trato a un mediocre inmobiliario (Emilio Disi) para volver a cualquier momento de su vida y revivir 10 años de juventud (y allí es donde entra Darío Lopilato como el joven Disi). Pero también desde el nivel del relato, de la construcción de la narración, aparece la figura de Laiseca, en el papel de Autor. La historia es narrada por él, e irrumpe para hacer acotaciones, exégesis y psicoanálisis. Ejerce su poder como figura de autoridad, como una suerte de Padre Todopoderoso para sus creaciones literarias. Cohn y Duprat no se guardan nada en esta nueva incursión cinematográfica: es, quizás, la película más explícita, en relación a las anteriores. Aquí se hace más evidente su visión pesimista de la vida, su falta de fe en el hombre medio, por su cobardía y escamoteo. La mirada política y politizada de la sociedad argentina se hace más notoria. Es el existencialismo sartriano de El mito de Sísifo llevado a la pantalla argentina. Como en sus films anteriores el tema del Poder viene asociado a la Locura, casi como si se tratase de un daño colateral. Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo es una película para ver más de una vez, porque toma tiempo acostumbrarse a un humor tan ácido y corrosivo, a una autocrítica tan feroz, donde el “ser” nacional es el culpar a otros por nuestras desgracias en vez de realizar un acto de conciencia.